La reacción de Pianjy desconcertó al sacerdote de Amón.
—Majestad… ¿no me creéis?
—Eres un hombre de plegaria y meditación, y nada entiendes de la guerra.
—Pero Akanosh…
—¿Puede él tener una visión objetiva de la situación? Akanosh es un jefe libio subyugado por el fanfarrón de Tefnakt. Estos acontecimientos no tienen gravedad alguna.
—¡Pero, majestad, todo el Medio Egipto estará pronto bajo el control de Tefnakt!
—Hermópolis, la ciudad del dios Thot, permanecerá fiel. Tefnakt no se atreverá a atacarla.
El sacerdote de Amón estaba consternado.
—¿No vais a reaccionar?
—Reuniré a mi consejo de guerra. Tranquilízate, serás bien alojado y alimentado. El templo de Amón está abierto para ti, podrás cumplir allí tus deberes sagrados.
—Tengo que haceros una petición, majestad.
—Te escucho.
—¿Me autorizáis a residir en vuestra capital? Se dice que es posible encontrar en ella las más antiguas tradiciones.
—Si ésta es tu decisión, será respetada.
El consejo de guerra del faraón estaba compuesto por su esposa principal, Abilea, el escriba Cabeza-fría, el capitán de los arqueros Puarma y el encargado de la explotación de las minas de oro, Otoku. Pianjy les concedía su confianza sabiendo que sus palabras no serían engañosas y que estarían libres de mentira.
Ministros y cortesanos sólo servían para discurrir sin fin con la salvaguarda de sus intereses personales como única preocupación. De modo que más valía tomar las decisiones fundamentales en una asamblea restringida, y anunciárselas luego a la corte.
Pianjy había reunido a sus allegados en la parte más sombreada del jardín. En el centro, un estanque donde el rey solía nadar con frecuencia. El calor de finales de julio, abrumador incluso para los nubios, alegraba a Pianjy. ¿Acaso no liberaba la fuerza de la tierra al tiempo que ponía a dura prueba a los organismos? Domeñarlo formaba parte del oficio de hombre.
No era eso lo que pensaba Otoku, con los pies en una jofaina de agua fresca y la frente cubierta por un trapo húmedo perfumado con mirra. Por lo que a Cabeza-fría se refiere, bebía litros y litros de cerveza dulce para luchar contra la canícula que no molestaba a la reina Abilea, protegida por un parasol y vestida, simplemente, con una rejilla que no ocultaba en absoluto sus admirables formas. Puarma, el capitán de los arqueros, iba desnudo y no tenía prisa alguna por ponerse la coraza de entrenamiento.
—Líbrame de una duda, majestad —dijo Otoku, que se frotaba las carnes con un ungüento a base de incienso y olorosa juncia—; esta reunión es puramente amistosa, ¿no es cierto?
—Desengáñate. Como has adivinado, se trata, en efecto, de un consejo de guerra.
El obeso se secó la frente.
—¿Se ha rebelado una tribu?
—El incidente parece más grave. Un príncipe libio, Tefnakt, ha conseguido, al parecer, federar a sus aliados para formar un ejército.
—Es ridículo —estimó Puarma—. No hay peor enemigo de un libio que otro libio. Jamás conseguirán elegir a un jefe.
—Sin embargo, Tefnakt ha conseguido hacerles entrar en razón, y las provincias del Norte le han nombrado general en jefe. Están ahora sometidas a su autoridad.
—Tenía que suceder —admitió Cabeza-fría—. El Norte padece unas condiciones económicas espantosas: miles de hombres no encuentran ya trabajo, el precio de los alimentos aumenta sin cesar, no se venera ya a los dioses, la injusticia y la corrupción reinan como soberanas indiscutibles… Sólo quedaba una salida posible: el advenimiento de un tirano lo bastante hábil como para apoyarse en un ejército bien pertrechado.
—¿Bien pertrechado? ¡Imposible! —protestó el jefe de los arqueros—. El Norte se ha vuelto demasiado pobre como para levantar a un ejército capaz de combatir.
—Tefnakt controla Menfis —reveló Pianjy— y se ha apoderado de Herakleópolis.
Las palabras del faraón negro sumieron a sus interlocutores en un profundo desconcierto.
—¿De dónde has sacado estas informaciones, majestad? —preguntó Otoku.
—De un sacerdote de Amón que ha hecho un largo viaje para avisarme.
—No te lo tomaste en serio —observó la reina Abilea.
—Es cierto —admitió Pianjy—. A mi entender, el tal Tefnakt quería llevar a cabo una gran hazaña para asentar su poder sobre los jefes de las provincias del Norte. Haberse apoderado de Herakleópolis es una auténtica proeza, pero no se atreverá a seguir adelante pues carece de capacidad. Un jefe de pandilla no se transforma, de la noche a la mañana, en señor de la guerra.
El jefe de los arqueros asintió inclinando la cabeza.
—Sin embargo, hay que preparar represalias —aventuró Otoku—. Dejar que ese revoltoso actúe con total impunidad supondría alentarle.
—Soy más pesimista que vosotros —reconoció Cabeza-fría.
La intervención del enano incomodó a la concurrencia. Todos apreciaban su notable inteligencia y se tomaban en serio sus avisos.
—¿Qué temes? —preguntó Otoku turbado.
—Un cambio radical en la actitud del Norte. Hasta hoy, sus rivalidades les hacían impotentes. ¿Acaso no vivimos, en Nubia, una anarquía idéntica? A partir del momento en que han aceptado la soberanía de un jefe y su estrategia, ya no suman sus defectos sino sus cualidades. ¿Acaso un conductor de hombres no se revela poniéndose a prueba? Pese a su importancia, Menfis carece desde hace mucho tiempo de cabeza pensante y no podía demostrar ninguna veleidad de resistencia ante un conquistador, por muy mediocre que fuera. Herakleópolis, en cambio, era un cerrojo, una plaza fuerte provista de una guarnición experimentada y al mando de Peftau, un notable fiel a Pianjy. Apoderarse de ella no era cosa baladí, y Tefnakt puede enorgullecerse de un formidable éxito que refuerza su prestigio.
—¿Intentas angustiarnos o provocarnos? —preguntó Pianjy.
—Ni lo uno ni lo otro, majestad. Eso es lo que pienso en el fondo.
—No consigo creer que el tal Tefnakt se atreva a desafiarnos —se rebeló Puarma—. Esta victoria, si ha existido, no tendrá futuro. ¿Cómo va a atreverse, un simple jefe de banda, a provocar la cólera del faraón Pianjy?
—Oyendo sus hazañas, soltó la carcajada —reconoció el monarca—, pero las conclusiones de Cabeza-fría me hacen pensar que tal vez hice mal.
—Un aventurero que sabe utilizar la miseria del pueblo puede arrastrarlo a cualquier locura —dijo la reina—. Si Tefnakt se embriaga con su éxito, perderá cualquier control de sí mismo y no se preocupará por los cadáveres que siembre a su paso. Como Cabeza-fría, pienso que no debemos tomar a la ligera ese intento de invasión del Sur.
—¡Es imposible atacar Hermópolis! —objetó Puarma—. Su príncipe, Nemrod, juró fidelidad a Pianjy, y sus tropas son capaces de rechazar cualquier asalto.
—Eso pensábamos de Herakleópolis —les recordó el enano—. Si Tefnakt se hace dueño de todo el Medio Egipto, el camino de Tebas estará abierto. Y luego, ¿quién sabe…?
—¡Es inverosímil! —afirmó Otoku—. ¿Ignoras que nuestros regimientos acantonados en Tebas son una perfecta fuerza de disuasión?
—Esperémoslo.
Con la mirada baja, el jefe de los arqueros se dirigió a Pianjy.
—¿Qué decidís, majestad?
—Necesito reflexionar.