El oficial vacilaba.
¿Tenía que despertar al rey o esperar a que amaneciera? Arrancar a Pianjy del sueño podía provocar su cólera, pero no avisarle de inmediato podía ser peor aún. En esa incertidumbre, el oficial decidió consultar a Cabeza-fría.
El escriba, que acababa de dormirse tras haber conseguido que repararan el sistema de evacuación de aguas residuales, soltó una larga serie de gruñidos antes de incorporarse en su lecho.
—¿Qué quieres?
—Un incidente grave… Tal vez sea necesario avisar a su majestad.
—¡No habrán intentado invadir Napata, a fin de cuentas!
—Bueno…
Esta vez, Cabeza-fría despertó por completo.
—¿Controlas la situación?
—Sí, el hombre ha sido detenido.
El enano frunció el entrecejo.
—El hombre… ¿Estás diciéndome que Napata ha sido atacada por un solo hombre?
—¡Alguien que viaja de noche despierta forzosamente sospechas! Nuestro dispositivo de seguridad ha resultado muy eficaz y espero que mis méritos…
—Hablaré con el rey.
Pianjy no dormía.
Había aguantado, durante horas y horas, los halagos de los cortesanos que rivalizaban en ardor para expresar sus alabanzas. Cada cual había elogiado la calidad de los manjares y de los vinos, y Otoku, a guisa de agradecimiento por su talento de organizador, había recibido su peso en jarras de cerveza fuerte.
El faraón negro no había disfrutado, ni un solo instante, de los fastos de la velada. Le obsesionaba una angustia que le impedía saborear los placeres de un banquete del que la corte hablaría durante meses. Abilea había percibido la inquietud de su marido, pero se había guardado mucho de turbar su meditación.
Desde la terraza de palacio, Pianjy contemplaba el cielo. Sólo las estrellas poseían la sabiduría postrera, pues transmitían el verdadero poder, el de los orígenes de la vida.
En la terraza, unos pasos leves.
—Cabeza-fría… ¡Otra vez tú!
—Perdonad que os moleste, majestad, pero ya que estáis despierto…
—A estas horas sueles dormir a pierna suelta.
—Un hombre ha intentado introducirse en la ciudad, los arqueros le han detenido. Al oficial que estaba de guardia le gustaría que se reconocieran sus méritos y fuera ascendido.
—Que el mes que viene se encargue de la seguridad nocturna. Luego, veremos. ¿Ha dicho ese hombre cómo se llama?
—Según el oficial, dice cosas incoherentes. Afirma ser un servidor de Amón y tener un mensaje confidencial para el faraón legítimo.
—¿Le has interrogado?
—No, majestad. He pensado que desearíais ver enseguida al extraño viajero.
—Llévale a la sala de audiencias.
El primer día del primer mes de la estación de la inundación, en el vigésimo primer año del reinado de Pianjy, el alba creó una coloreada partitura de excepcional intensidad. La luz brotó de la montaña de Oriente en forma de disco solar, imagen viva del Creador del que el faraón era el representante en la Tierra.
La sala de audiencias del palacio de Napata estaba bañada por el fulgor de la aurora cuando el viajero se presentó ante Pianjy con las muñecas sujetas por unas esposas de madera y flanqueado por dos soldados.
—Liberadle y dejadnos solos —ordenó el rey.
Durante un largo instante, la visión del coloso con la piel de un negro brillante dejó sin voz al visitante.
—Majestad…
—¿Quién eres?
—Un sacerdote de Amón.
—¿Cuál es tu grado en la jerarquía?
—Soy ritualista, me encargo de la purificación de los jarrones para el ritual vespertino.
—¿De qué templo procedes?
—De Karnak, el templo de Amón-Ra, el señor de los dioses.
—¿Cómo has viajado?
—Tomé un mapa y he cambiado varias veces de embarcación antes de realizar a pie la última etapa.
—Caminar por la noche es peligroso… Podría haberte mordido una serpiente.
—Era preciso correr ese riesgo para evitar la mordedura de un reptil más peligroso que todas las cobras de Nubia, un reptil que se enrolla alrededor de Egipto, no deja ya respirar a sus habitantes y pronto les arrebatará el soplo de la vida.
—¡Tus palabras son muy enigmáticas!
—¿Os resulta familiar el nombre de Akanosh?
—Es un príncipe libio del Delta.
—Arriesgando su vida, Akanosh ha hecho llegar un mensaje a Karnak. He sido elegido para transmitíroslo.
—Dame el papiro del que eres portador.
—El mensaje es oral.
—Habla, entonces.
—Tefnakt, el príncipe de Sais, ha sido nombrado general en jefe de una coalición que agrupa a los demás jefes de tribu libios. Se ha apoderado, primero, del oeste del Delta; luego, de todo el Delta. Gracias a un numeroso ejército, ha tomado el control de Menfis y se ha lanzado hacia el sur. Los príncipes locales, los alcaldes, los administradores parecen perros atados a sus pies, y nadie discute ya sus órdenes. Hasta Herakleópolis, todas las ciudades le han abierto sus puertas y se ha convertido en el dueño.
—Pero el príncipe Peftau, mi fiel súbdito, habrá resistido y le habrá impedido avanzar. Ese fanfarrón de Tefnakt habrá dado media vuelta y su coalición se habrá dispersado.
—Siento decepcionaros, majestad… Tefnakt ha tomado por asalto la ciudad de Herakleópolis y Peftau no ha sido capaz de resistir.
—¿Ha muerto?
—No, se ha rendido.
—¿Y la población?
—A salvo. Pero los soldados de Peftau se han puesto a las órdenes de Tefnakt.
—¿Ningún movimiento de revuelta por su parte?
—U obedecían o eran aniquilados. Ahora son vuestros enemigos. Sí, majestad, y debéis admitir que está a la cabeza de un verdadero ejército que va de victoria en victoria.
—¿Tienes informaciones sobre la estrategia que Tefnakt piensa utilizar?
—Está dispuesto a combatir cada día y a avanzar más hacia el sur.
—¿Hasta Tebas?
—No cabe duda, majestad.
El faraón negro permaneció en silencio unos segundos, como si estas revelaciones le aterraran.
Luego soltó una carcajada.