Cerca del templo de Amón, el palacio del faraón negro se levantaba sobre un zócalo de dos metros de alto rodeado por un muro. Las dos hojas de la gran puerta de acceso habían sido abiertas para dejar entrar a lo más selecto de Napata, invitado a un banquete que se ofrecía en honor de Pianjy. Puesto que el maestro de ceremonias no era otro que Otoku, goloso y buen comedor, todos se esperaban una extraordinaria velada.
Para el capitán de los arqueros, Puarma, lo más difícil había sido elegir compañera entre la decena de soberbias muchachas que le habían suplicado que las llevara. Sólo un sorteo y largas explicaciones enmarañadas, acompañadas por unos regalos que aumentaron sus deudas, le habían permitido salir de aquel mal paso.
Por fortuna, la que colgaba de su brazo y devoraba con los ojos el espectáculo que iba descubriendo era la menos charlatana. Plantadas en el jardín, unas antorchas iluminaban las palmeras, los tamariscos y los sicomoros, y las superficies de agua donde florecían los lotos blanco y azul que reflejaban las luces. Unos sirvientes ofrecían a los huéspedes paños perfumados y una copa de vino blanco fresco mientras éstos admiraban las columnas del palacio en forma de tallo de papiro.
La pareja subió por la escalinata de honor, de granito rosa, cuyos costados estaban decorados con figuras de enemigos derribados y vencidos. Invadida ya por numerosos cortesanos, la gran sala de recepción con columnas era una nueva maravilla: superficies de tierra esmaltadas de amarillo, verde, azul y violeta, cornisas de estuco dorado, bajorrelieves que representaban toros salvajes, panteras y elefantes.
Al fondo de la sala se levantaba un baldaquino flanqueado por dos leones calcáreos. Albergaba dos tronos de madera dorada en la que se acomodaban Pianjy y Abilea durante las audiencias oficiales. Viendo el estado de pasmo de su compañera, estupefacta ante tantas maravillas, el capitán de los arqueros se guardó mucho de revelarle que, bajo el centro del palacio, se había engastado un gigantesco bloque de oro nativo, símbolo de la luz oculta en las tinieblas.
Alguien empujó a Puarma.
—Pero qué… ¡Ah, eres tú, Cabeza-fría! Pero no te has puesto ropa de fiesta.
—Tengo demasiadas preocupaciones —repuso el escriba visiblemente al borde del ataque de nervios.
—¿Qué ocurre?
—¡De nuevo la evacuación de las aguas residuales! Pese a las consignas que les di, los obreros trabajaron de cualquier modo. Y es bien sencillo… Hay que forrar con láminas de cobre los estanques de piedra, hacer una abertura suficientemente grande que se obstruye con una tapa metálica y calcular correctamente el diámetro de los tubos hechos con láminas de cobre batido y convertidas en cilindros. Por más que les enseñé los planos y les di las medidas correctas, la red correspondiente al ala izquierda de palacio se ha obturado de nuevo… Resultado, para mí no hay fiesta y tengo que ir a despertar a una pandilla de incapaces.
El enano desapareció mascullando mientras la orquesta penetraba en la gran sala. Dos arpistas desgranaron una encantadora melodía, acompañadas muy pronto por un flautista, dos tocadores de oboe y un clarinetista.
Tras el concierto, un mayordomo rogó a los invitados que pasaran a la sala del banquete. La compañera del capitán de los arqueros estuvo a punto de desvanecerse ante las soberbias mesas bajas, de madera de ébano, los adornos de flores de aciano y de mandrágora, los candiles de aceite dispuestos en altos pilares de madera dorada y, sobre todo, ante la vajilla… ¡Bandejas, copas, platos, boles, aguamaniles, todo era de oro!
Unos portadores de abanicos, unos con forma de lotos y hechos de cañas, otros de plumas de avestruz, procuraban un agradable frescor a los invitados, que estaban cómodamente sentados en la vasta estancia donde reinaban sutiles perfumes.
Con sus collares de oro y piedras semipreciosas de seis vueltas, las hermosas damas competían en elegancia. La amante de uarma nunca había visto semejante despliegue de cornalina, jaspe, turquesa y lapislázuli. ¡Y qué decir de los pendientes de oro, a los que los orfebres habían dado las más variadas formas!
—¿Voy lo bastante arreglada? —se preocupó.
—Estás perfecta —estimó el capitán de los arqueros, que no tenía ya medios para cubrir de joyas a aquella compañera de una sola noche.
Cuando Pianjy y Abilea aparecieron se hizo un nudo en todas las gargantas. Alianza del poder y la belleza, la pareja real eclipsaba a aquellos y aquellas que habían esperado rivalizar con ella. El contraste entre el fulgor del oro de los collares y brazaletes, la piel negra de Pianjy y la cobriza de Abilea revelaba una armonía casi sobrenatural. Las joyas que habían elegido los soberanos eran de tal perfección que habrían podido ser ofrecidas a los dioses. Todos se sintieron de nuevo impresionados por la colosal fuerza que emanaba de Pianjy y por la innata nobleza de su esposa. Sin duda, también ella era muy fuerte, pues mantenía su rango junto a un monarca tan imponente.
Pianjy levantó una enorme perla en la que se concentraron todas las miradas de los invitados.
—Contemplad esta obra maestra de la naturaleza. ¿No es el símbolo visible de la esfera de la creación, del transparente vientre de la madre celestial en el que un nuevo sol renace cada mañana? Venerad esa luz que se os ofrece con profusión, esa vida generosa que toma a veces el aspecto de la muerte para que despertemos mejor en la eternidad.
El rey tomó una copa de oro, cuyos grabados evocaban un loto con la punta de los pétalos redondeada. Así se ilustraba el proceso de la resurrección, el renacimiento del alma inscrita en el loto que surgía del océano primordial. ¿Y no era el vino que contenía la copa un homenaje a Hathor, la diosa de las estrellas y del amor creador, que hacía danzar de gozo las constelaciones cuando la embriaguez divina colmaba el corazón del ser?
Pianjy bebió un trago, la reina le imitó.
La fiesta podía comenzar.
Estar de guardia en semejante noche era más bien deprimente. Pero el oficial y sus hombres, que se encargaban de mantener la seguridad de la capital, no habían sido olvidados por el faraón: sueldo y raciones dobles y, al día siguiente, una jarra de vino tinto como prima.
Aunque fuera conveniente quejarse a intervalos regulares para obtener un ascenso y disminuir el tiempo de trabajo, debía reconocerse que el oficio de soldado, en Napata, no era en exceso exigente. Ciudad rica y bien administrada, población feliz y apacible, ni el menor conflicto interno, ni una mala guerra en el horizonte… Antaño, cuando los nubios eran alistados en el ejército del faraón para combatir a libios y sirios en peligrosas expediciones, era preferible llevar encima varios amuletos protectores y estar bien preparados para el combate.
De haberse escuchado, el oficial se habría abandonado a un sueño reparador, bajo la protección de la bóveda estrellada, en la que brillaban las almas de los faraones reconocidos como «justos de voz» por toda la eternidad. Pero alguno de los centinelas no dejaría de advertirlo y comunicárselo a la superioridad.
El oficial se humedeció los labios y la frente con agua tibia y volvió a su puesto con la mirada clavada en la pista del norte que llegaba al primer puesto de guardia fortificado de la capital. Allí eran severamente controlados los viajeros que deseaban entrar.
Gracias a un primo cocinero que tenía en palacio, el oficial probaría mañana algunos de los platos que no hubieran sido enteramente consumidos por los invitados de Pianjy. Se hablaba, entre otros, de una «delicia de Ramsés», una receta de adobo que había atravesado los siglos.
Un brillo en el desierto.
El oficial creyó, primero, que era el titilar de una estrella, pero tuvo que rendirse pronto a la evidencia: se trataba de la señal de alarma de un vigía.
Una señal que se repitió varias veces insistiendo en la inminencia del peligro.