Bajo la presidencia del decano Kapa, el Gran Consejo se había reunido ante el primer pilono del templo de Amón de Napata, en el lugar donde se «decía Maat», la verdad y la justicia. Sentados a uno y otro lado del decano, los amigos del rey y sus apoyos, los ancianos y los ritualistas mostraban un rostro severo.
El faraón negro llegó a caballo y descabalgó a pocos metros de Kapa, que permaneció impasible. Pianjy llevaba la corona característica de los reyes nubios. Una suerte de gorro que se adaptaba a la forma del cráneo, ceñido por una diadema de oro de la que brotaban dos cobras erguidas, en postura de ataque. Llevaba en las muñecas y los bíceps unos brazaletes de oro con su nombre. En su delantal dorado, una minúscula cabeza de pantera de la que salían rayos de luz.
Viendo al monarca, cuyo poderío físico tenía un aspecto atemorizador, la mayoría de los miembros del Gran Consejo sintieron deseos de poner pies en polvorosa. Pero se limitaron a inclinarse respetuosamente imitando al viejo Kapa, que tomó enseguida la palabra para evitar una desbandada.
—Majestad, este Gran Consejo os eligió faraón del Alto y el Bajo Egipto hace veinte años. Ninguno de sus miembros ha tenido motivos para quejarse de vuestra actuación, pero penosos acontecimientos turban ahora la serenidad de la corte. Hemos examinado las quejas que se nos han transmitido por vías más o menos tortuosas, y…
—¿Por qué no se muestran mis acusadores a rostro descubierto?
—Aprobamos la condena del director del Tesoro, majestad, y que repudiarais a la esposa secundaria que intentó fomentar una conspiración. Por mi parte, esas medidas me parecen incluso en exceso indulgentes.
—En ese caso, ¿qué más se me reprocha?
La mayoría del Gran Consejo pensaba que Kapa se limitaría a esa breve confrontación, pero el anciano nubio tenía un agudo sentido de la magia de los seres, los lugares y los momentos. Se trataba, para él, de un modo de gobierno más importante que la elección de los ministros o la política. Quien no vibrara de acuerdo con la armonía secreta del mundo no tenía posibilidad alguna de dirigir correctamente el país.
—Durante veinte años —recordó el decano— vuestro poder ha permanecido intacto. Si algunos individuos innobles han intentado mancillar vuestro nombre, ¿no existirá acaso una razón grave, es decir, el debilitamiento de vuestra capacidad de reinar?
Varios miembros del Gran Consejo consideraron que el anciano Kapa iba demasiado lejos y temieron la cólera de Pianjy. Pero el faraón negro no perdió su calma.
—La luz divina ha colocado al rey en la tierra de los vivos para juzgar a los seres humanos y satisfacer a los dioses —dijo con voz grave citando el texto de la coronación—, para poner la armonía de Maat en lugar del desorden, de la mentira y de la injusticia, proteger al débil del fuerte, hacer ofrendas a lo invisible y venerar el alma de los difuntos. Para esta tarea me designó Amón. «Sé coronado», ordenó, pues fue Amón el que decidió mi destino. Dios hace al rey, el pueblo le proclama. Y adopté los nombres de coronación de mi glorioso antepasado Tutmosis III[1] el pacificador de los dos países, el unificador de las Dos Tierras, poderosa es la armonía de la luz divina. Como él, hijo de Thot, busco la sabiduría y el conocimiento. ¿Acaso no se dice, en el Libro de salir a la luz, que el conocimiento es lo que aparta el mal y las tinieblas, ve el porvenir y organiza el país? Pero tienes razón, Kapa, tal vez mi capacidad para reinar se debilita. Tal vez ha llegado la hora de retirarme. No debo responder yo, sino Amón. Y se manifestará con una señal.
Desde la terraza de su palacio, rodeado de palmeras, hibiscus y adelfas, Pianjy contemplaba su ciudad y, a lo lejos, el desierto. ¡Qué apacible parecía, en la suavidad de la noche, aunque merodearan una multitud de demonios dispuestos a devorar al viajero imprudente! El faraón había afrontado, varias veces, los peligros del desierto, sus engañosos tornasoles, sus ilusorias pistas que no llevaban a ninguna parte, sus tentadoras dunas de las que la mirada no podía saciarse.
Tendida a su lado, Abilea le acarició la mejilla. ¡Cómo amaba a esa mujer que, por sí sola, encarnaba la belleza y la nobleza de Nubia! Cubierta sólo por un vestido hecho de finas mallas, parecido a la red de un pescador y que permitía ver la mayor parte del cuerpo, con el cuello adornado por un collar de oro y cuentas de turquesa, Abilea era la seducción misma. Le había dado a Pianjy un hijo y una hija y aquellas maternidades habían realzado, más aún, el fulgor de su feminidad.
—¿Estamos viviendo nuestras últimas noches en este palacio? —preguntó con voz clara desprovista de inquietud.
—Sí si el dios Amón me retira su confianza. Abilea abrazó a su marido.
—Si sólo escuchara mi amor por ti, suplicaría a Amón que permaneciese silencioso. Podríamos retirarnos a un palmeral y vivir allí apaciblemente, con nuestros hijos. Pero no le dirigiré esta plegaria, pues eres el único garante de la felicidad de todo un pueblo. Sacrificarla a nuestra propia felicidad sería una traición imperdonable.
—¿No me das demasiada importancia?
—Tú puedes dudar de tu poder, yo debo reconocerlo como tal. ¿No es éste el primer deber de una reina de Egipto?
—Amón me ha confiado el mensaje del arco.
—¿No es Nubia la tierra del arco? Te revela así que debes seguir reinando.
—El arco es también el símbolo de la guerra… Pero no hay a la vista conflicto alguno.
—¿No temes las turbulencias provocadas por los del Norte?
—Están demasiado ocupados desgarrándose entre sí, y ningún príncipe libio es capaz de imponerse a los demás.
Hacía mucho tiempo ya que el anciano Kapa sólo dormía dos o tres horas por noche. La existencia había pasado demasiado deprisa para su gusto, y antes de reunirse con la diosa del Hermoso Occidente, que adornaba la muerte con una sonrisa encantadora, quería aprovechar cada momento.
Kapa nunca había abandonado su país natal, aquella tierra ardiente y rugosa cuyos atractivos conocía mejor que nadie. Sólo se ofrecía a los amantes apasionados, al inagotable deseo; por eso Pianjy era un excelente soberano. Pero el anciano había actuado de acuerdo con su conciencia y no lo lamentaba. Privado de magia, incluso un coloso se convertía en presa fácil para las fuerzas de las tinieblas.
Si los dioses desautorizaban a Pianjy, Nubia y el Egipto del Sur sufrirían una grave crisis de inciertos resultados. Sólo eran mediocres quienes soñaban con sucederle, y transformarían en desastre una situación difícil.
En plena noche, en un cielo de lapislázuli, las estrellas desplegaban sus fastos. Puertas que se abrían para dejar pasar la luz que nacía, a cada instante, en los confines del universo, enseñaban al hombre que la mirada creadora es la que se eleva y no la que se inclina.
De pronto, una estrella abandonó su comunidad y atravesó el cielo a la velocidad de un lebrel en plena carrera. Como si fuera irresistiblemente atraída por la tierra, se precipitó hacia ella, seguida por un rastro de fuego.
¡No, Kapa no era víctima de una alucinación! La estrella se dirigía hacia Nubia, hacia la capital, hacia el palacio real, que desapareció en un fulgor.