Tefnakt sabía que sólo la guerra le permitiría acceder al poder supremo, pero no le gustaba combatir ni manejar las armas. El entrenamiento intensivo en el tiro con arco o la jabalina quedaba para otros; todos los jefes libios estaban orgullosos de su fuerza física, pero al federador no le preocupaba.
Para aliviar su angustia, Tefnakt había revisado cien veces su plan de batalla y reunificación de las Dos Tierras. Le habían traído algunas rameras y las había rechazado, no tocaba tampoco la jarra de vino ni la de cerveza. Aquellos placeres lenificantes le apartarían de su solo y único objetivo: ser reconocido como jefe supremo de la coalición libia, aniquilar las tropas de Pianjy, reducir al nubio a la impotencia y hacerse coronar como faraón en Tebas, en el Sur, y luego en Menfis, en el Norte.
Tenía la victoria al alcance de la mano, siempre que actuara deprisa, antes de que el faraón negro tomara conciencia de la decisión de Tefnakt y de su verdadera ambición. Hasta ahora, Pianjy sólo le consideraba un príncipe libio más poderoso que sus colegas, es cierto, pero igualmente mediocre y venal.
Pianjy se equivocaba.
De padre libio pero de madre egipcia, Tefnakt había estudiado el glorioso pasado de Egipto y había llegado a una certidumbre: sólo recobraría su grandeza cuando las Dos Tierras, el Alto y el Bajo Egipto, estuvieran de nuevo unidas. Un proyecto grandioso que Pianjy era incapaz de hacer realidad y del que los reyezuelos libios se burlaban. Tefnakt se sentía capaz de recorrer hasta el fin el difícil camino y tomar la antorcha que habían dejado apagarse los sucesores de Ramsés el Grande.
Lamentablemente, dependía de la buena voluntad de un hatajo de pequeños tiranos de cortas miras, crispados sobre sus mediocres privilegios. Cuando hubiera obtenido el poder supremo, Tefnakt pondría fin a la anarquía que agotaba al país. Todas las provincias, fueran del Norte o del Sur, estarían de nuevo bajo la única autoridad del faraón.
Tefnakt no actuaba por su gloria personal sino para devolver a Egipto su esplendor de antaño y, más aún, para convertirlo en centro del nuevo mundo mediterráneo que, bajo la influencia de Grecia y del Asia Menor, comenzaba a tomar forma.
Nadie podía comprender esta visión y el peso de la soledad era difícil de soportar. Necesitaba, incluso, recurrir a los servicios de Yegeb y Nartreb, dos seres sin fe ni ley, para conseguir sus fines. Pero si Tefnakt lo conseguía, esos períodos de dudas y sufrimiento pronto quedarían olvidados.
Desenrolló un papiro contable que databa de la XIX dinastía, la de Ramsés, y recordaba las riquezas de Menfis por aquel entonces: lujuriantes campos, canales llenos de peces, almacenes rebosantes de mercancías, incesantes visitas de numerosos embajadores… Hoy, la gran ciudad estaba adormecida, a la espera de un auténtico monarca que le devolviera las fuerzas necesarias para asumir su papel de Balanza de las Dos Tierras, es decir, polo de equilibrio entre el Norte, abierto al exterior, y el Sur tradicionalista.
—¿Puedo hablar con vos, señor? —preguntó Nartreb con una voz en la que apuntaba la exaltación.
—¿Buenas noticias?
—Excelentes… Pero me muero de sed.
Con sus gordezuelas manos, el semita se sirvió una copa de vino blanco que se mantenía fresco en una jarra que sólo los alfareros del Medio Egipto sabían fabricar.
—¿Han votado, por fin, a mi favor los jefes de provincia?
—La situación es algo más complicada, señor… A decir verdad, estos últimos días evolucionaba, más bien, en la mala dirección, y ya sólo contabais con oponentes. Si Yegeb y yo no hubiéramos intervenido, el voto habría sido negativo y habríais tenido que regresar a vuestro principado de Sais.
—¿Y cómo les habéis convencido para que cambiaran de opinión?
—No ha sido fácil… Pero hemos sabido encontrar los argumentos adecuados.
—Quiero conocerlos, Nartreb.
—¿Es necesario, señor? Nos pagáis para hacer un trabajo y lo hacemos. Los detalles no importan.
—¡No es ésta mi opinión!
Sintiendo que Tefnakt se encolerizaba, Nartreb cedió.
—Desde hace varios años, Yegeb y yo hemos recolectado mil y una informaciones sobre los jefes de las provincias del Norte gracias a la complicidad de funcionarios locales que venden, de buena gana, sus confidencias a condición de que no se revele su nombre. Hoy nos aprovechamos de este trabajo de hormigas. Puesto que esos reyezuelos son todos, más o menos, unos corruptos y han cometido contra sus propios aliados faltas más o menos graves, que todos desean ver sumidas en el más profundo olvido, no nos ha costado demasiado negociar su aprobación. Sólo queda un pequeño problema…
—¿Akanosh?
—No, es un miedoso… Ha adoptado la opinión de la mayoría. Me refiero al anciano jefe que reina sobre las marismas del Delta y controla la explotación de la pesca. Un imbécil y un tozudo… Se niega a tener cualquier conflicto con el faraón negro. Por desgracia, su palabra tiene mucho peso aún e impide concluir con las discusiones. Podría incluso cuestionar nuestro éxito.
Con el estómago vacío, Nartreb tragó unos dátiles.
—¿Cómo piensas resolver el problema?
—Yegeb se ha encargado… Ahí está, precisamente. El alargado rostro de Yegeb parecía lleno de una profunda satisfacción.
—¿Puedo sentarme, señor? Me pesan las piernas.
—¿Lo has logrado?
—El destino os es favorable. El anciano jefe de las marismas acaba de entregar su alma.
Tefnakt palideció.
—¿Acaso le has…?
—Vuestro irreductible adversario ha muerto durante su siesta… Una muerte del todo natural que demuestra vuestra suerte.
—¡La verdad, Yegeb!
—La verdad es que se celebrará un luto y que, luego, los jefes libios os concederán plenos poderes.
Cuando Akanosh volvió a su tienda, su esposa, una floreciente cincuentona, vio enseguida que estaba contrariado. Tras treinta años de matrimonio, descifraba los sentimientos de su esposo sin que él pronunciara una sola palabra.
—¿Es… la guerra?
—Todos han cambiado de opinión y no está ya aquí nuestro decano para convencerles de que cometen un error fatal eligiendo a Tefnakt como jefe supremo. Sí, es la guerra. Nos disponemos a atacar Herakleópolis.
—Temes por mí, ¿no es cierto?
Akanosh estrechó entre las suyas las manos de su mujer.
—Somos los dos últimos que saben que eres de origen nubio… Y nadie se atrevería a atacar a mi esposa.
Aunque tuviera la piel blanca, atezada por el sol, de las egipcias del Norte, la mujer de Akanosh tenía un padre nubio. Durante mucho tiempo, el príncipe libio había soñado en una alianza con Pianjy que le habría convertido en el negociador ideal con sus compatriotas del Delta.
—Tefnakt me preocupa —reconoció Akanosh—. Es inteligente, astuto y tozudo… Para realizar su sueño pasará Egipto a sangre y fuego.
—Pero debes obedecerle, como los demás, y ordenar a tus soldados que le sigan.
—En efecto, no tengo elección. Sin embargo, mi conciencia me obliga a avisar a Pianjy.
—¡Ten cuidado, querido! Si te acusan de traición…
—Tefnakt me matará con sus propias manos, lo sé. Tranquilízate, sé cómo hacerlo permaneciendo en la sombra.