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Tranan no volvería a salir ya de la mina de oro donde trabajaría hasta el fin de sus días. Pero Otoku no se sentía, por ello, tranquilizado, pues sólo había aplastado a una avispa de apetito más grande que su dardo, pero una seria amenaza gravitaba sobre Pianjy.

Formado por los amigos y los apoyos del rey, por los ancianos y los ritualistas, el Gran Consejo que había elegido a Pianjy, por unanimidad, veinte años antes, parecía decidido a formular graves reservas sobre el comportamiento del faraón negro.

Se basaban en informes erróneos de Tranan, en chismes propagados por una de las esposas secundarias de Pianjy, en las acerbas palabras de unos sacerdotes que acusaban, en falso, al faraón negro, de falta de piedad hacia Amón. Otoku había tomado, a tiempo, conciencia del peligro y de buena gana habría estrangulado con sus propias manos a todos aquellos mentirosos; pero el Gran Consejo, con su rigor habitual, había puesto en marcha un mecanismo que nadie podía ya detener.

A Pianjy no le costaría en absoluto, es cierto, refutar aquellas ignominias, pero su nombre quedaría manchado y, sobre todo, era capaz de renunciar a la corona para retirarse al templo de Amón. Otoku conocía bien a su amigo y sabía que no se agarraría al poder si las circunstancias le daban la oportunidad de desprenderse de él. Pero sabía también que nadie estaba dispuesto a sustituir a Pianjy y que su abdicación sería una catástrofe para Napata, para Nubia y para Egipto. En vez de preparar su defensa, el rey galopaba por el desierto para ofrecer a Valeroso, su caballo preferido, los grandes espacios que al soberbio animal le gustaba devorar. Y tal vez el hombre y su montura no estarían de regreso antes de que se reuniera el Gran Consejo.

A sus diecisiete años, la más joven de las esposas secundarias de Pianjy no se serenaba. Ciertamente, cuando su padre la había llevado a la corte de Napata le había explicado muy bien que nunca vería al faraón y que aquel matrimonio diplomático era indispensable para sellar la unidad del monarca con la tribu del sur de la cuarta catarata, de la que era heredera.

Pero la muchacha no lo aceptaba así. ¿No era acaso la más hermosa de palacio, no merecía compartir el lecho del soberano y expulsar de él a sus rivales? Había intentado, con ardor, forzar las puertas que la habrían llevado a Pianjy, pero sus desordenadas tentativas habían terminado en fracaso. El entorno del rey y, especialmente, su maldito escriba enano impedían a cualquier intruso turbar su serenidad.

¡La consideraban una intrusa, a ella, hija de jefe de clan, esposa secundaria! Furiosa por haber sufrido tamaña afrenta, decidió vengarse de aquel déspota incapaz de apreciar su belleza, revelando al Gran Consejo que Pianjy era un corrupto y que se apoderaba de la riqueza en su solo beneficio. Cuando fuera nombrado un nuevo faraón, éste no dejaría de fijarse en ella y concederle su verdadero lugar.

De momento, se estaba probando un collar de cuentas azules, jaspe rojo y cornalina, separadas por finos discos de oro.

—Sujétalo —le ordenó a su sierva.

—Este collar es digno de una reina… Y tú no lo eres.

Herida en lo más vivo, la muchacha se volvió y se encontró ante Abilea, la esposa principal de Pianjy.

—Este palacio te acogió, pequeña, y tú has traicionado su confianza. Peor aún, has calumniado al faraón y has intentado convertirte en el alma de una conspiración.

Aterrorizada, la hija del jefe de clan se levantó y sólo consiguió balbucear una blanda protesta.

—Esa falta merece una larga pena de cárcel, pero eres sólo una niña cuyo corazón se ha agriado ya… No se te ocurra mancillar el nombre de Pianjy. De lo contrario, mi indulgencia se desvanecerá y me mostraré más feroz que una tigresa.

—¿Qué… qué vais a hacer conmigo?

—Regresarás a tu tribu, donde unas matronas te enseñarán a trabajar y a ocuparte de una casa. Considérate afortunada.

A los noventa y siete años, Kapa, el decano del Gran Consejo, conservaba vivaz la mirada y la palabra clara. Muy flaco, había hecho sólo una frugal comida al día durante toda su existencia, no bebía alcohol de dátil y se obligaba a hacer un paseo diario. Su entorno temía su carácter gruñón, que la edad había acentuado.

El contraste que formaba con Otoku, aficionado a la buena carne, era sorprendente. El obeso no sabía cómo dirigirse al viejo quisquilloso que rechazaba, incluso, una copa de cerveza fresca.

—Tu salud…

—No te preocupes por mi salud, Otoku, al igual que yo no me preocupo por la tuya. ¿Dónde se oculta el rey, tu amigo?

—Se ha marchado lejos, a caballo.

—Los miembros del Gran Consejo me han comunicado sus conclusiones y las he examinado con atención.

—Has comprobado, pues, que se trataba de tonterías.

—¿Te atreves a criticar el trabajo de personalidades dignas de respeto?

—Las informaciones que recibieron son aberrantes y engañosas. Es evidente que algunos envidiosos quisieron perjudicar a Pianjy, ¡y es preciso castigarlos como merecen!

—Por lo que he oído, tú te has ocupado personalmente de Tranan, el ex ministro de Hacienda.

—Le he puesto a trabajar… Pianjy es, a veces, demasiado indulgente. Sus amigos deben librarle de las manzanas podridas.

—Soy el superior del Gran Consejo y no me dejaré influenciar. Le guste o no al rey, debe comparecer ante nosotros de inmediato.

Con cinco años de edad, en la plenitud de su fuerza, capaz de lanzar sin cansarse sus quinientos kilos de músculos a largas cabalgadas, Valeroso era el mejor caballo que Pianjy había tenido la ocasión de domar. Entre el hombre y el animal, con una sola mirada, había nacido la amistad y el rey no debía realizar muchos esfuerzos para hacerse comprender por el corcel, orgulloso, huraño incluso, pero deseoso de satisfacer al hombre que le había concedido plena confianza.

Valeroso era un caballo bayo, de crines leonadas, brillantes y sedosas, alto de remos, de belfos risueños, mirada directa y aspecto soberano. Los jinetes del ejército de Pianjy lo miraban con admiración y envidia, y evitaban acercarse demasiado. Todos sabían que Valeroso sólo obedecía a Pianjy y que se volvía salvaje en cuanto alguien más intentaba montarlo.

El rey le había hecho descubrir gran cantidad de pistas que partían de Napata y el caballo las había memorizado de un modo sorprendente, sin vacilar nunca. Para regresar a su establo particular, donde Pianjy le cepillaba personalmente, Valeroso tomaba siempre el camino más corto. El animal unía a su fuerza y resistencia una aguda inteligencia.

Desde la cima de una alta duna, el faraón negro contemplaba las extensiones desérticas.

—Ya ves, Valeroso, ningún emperador querría un país como éste. Pero lo amamos, tú y yo, porque nunca miente, porque nos obliga a ser implacables con nosotros mismos y a venerar la omnipotencia de la luz. El desierto y la tierra cultivada son ajenos el uno a la otra, no se desposan y, sin embargo, el uno hace comprender la necesidad de la otra.

Unas grullas reales sobrevolaron al jinete y su montura. A lo lejos, en lo alto de otra duna, un oryx de largos cuernos, inmóvil, les observaba. Si Pianjy hubiera necesitado un abrevadero, le habría bastado seguirlo.

—Me esperan en mi capital, Valeroso, y quienes desean verme me son hostiles. Si lo pierdo todo, dos seres me seguirán hasta el fondo del abismo: mi esposa y tú. ¿No soy, pues, el más feliz de los hombres?

El caballo dirigió sus ollares hacia Napata y se lanzó a todo galope. Al igual que su dueño, no temía la prueba.