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Dominando Napata, la capital del faraón negro, los mil metros de la montaña Pura, el Gebel Barkal, albergaban el poder invisible del dios Amón, el Oculto, origen de toda creación.

Situada a quince kilómetros aguas abajo de la cuarta catarata y rodeada de desiertos, Napata se hallaba en una fértil llanura en la que desembocaban varias pistas caravaneras. De modo que los súbditos de Pianjy no carecían de productos de primera necesidad, ni de géneros refinados, ni tampoco de artículos de lujo.

Pero los caravaneros no estaban autorizados a instalarse en Napata, salvo si cambiaban de oficio. Sólo se les permitía pasar allí una breve estancia, el tiempo de colocar sus mercancías y descansar un poco. Todos sabían que Pianjy poseía inmensas riquezas, pero quedaban reservadas para el embellecimiento de los templos y el mantenimiento del bienestar de la población. Los raros casos de corrupción habían sido objeto de severas penas que llegaban hasta la condena a muerte. El faraón no toleraba los quebrantamientos graves de la regla de Maat, y muy pocos imprudentes se arriesgaban a sufrir su cólera.

Montaña aislada en pleno desierto, el Gebel Barkal fascinaba a Pianjy desde la infancia. ¡Cuántas horas había pasado al pie de sus abruptos acantilados que dominaban la orilla izquierda del Nilo! Al hilo de los años, un insensato proyecto se había formado en su corazón: hacer hablar a la montaña Pura, moldear el pico aislado, en uno de sus ángulos, para convertirlo en símbolo de la monarquía faraónica.

La empresa se anunciaba peligrosa, pero Pianjy se entregaba a ella desde hacía dos años con la ayuda de algunos voluntarios. Puesto que el pico estaba separado del resto de la montaña por un barranco de doce metros de ancho y sesenta de profundidad, había sido necesario montar un gigantesco andamio utilizando aparatos de levantamiento rudimentarios pero eficaces.

Siguiendo las consignas del faraón maestro de obras, los escultores, sentados en estrechas plataformas, habían tallado el pico del Gebel Barkal. Desde el este, se creía ver un enorme uraeus, la cobra hembra erguida y tocada con la corona blanca; desde el oeste, la corona roja y el disco solar.

En lo alto del picacho se había grabado una inscripción jeroglífica en honor de Amón. Un orfebre había fijado también un panel cubierto de hojas de oro para que reflejara la luz del alba y manifestara de modo resplandeciente, cada mañana, el triunfo de la luz sobre las tinieblas. Debajo del panel, una hornacina contenía una serpiente uraeus de oro.

Los trabajos tocaban a su fin y se habían izado los últimos cestos de piedras y mortero destinados a modelar la montaña para darle el rostro deseado.

—Cuéntame —le dijo Pianjy a Cabeza-fría.

—Un escultor ha deseado contemplar su obra de cerca y no ha respetado las normas de seguridad. A media altura ha resbalado en una viga.

—¿Quieres decir que…?

—Ha muerto, majestad. Y su ayudante no está mucho mejor; al acudir estúpidamente en ayuda de su jefe, ha sido víctima del vértigo y no puede hacer ni un solo gesto.

Pianjy levantó los ojos y vio a un joven pegado a la pared, con las manos agarradas a un saliente y los pies apoyados en un pedazo de roca quebradiza. Para ir más deprisa, el muchacho no había utilizado el camino formado por escalas y cuerdas sino que se había creído capaz de escalar la pared con las manos desnudas. Cuando había visto caer al escultor, le había invadido el pánico.

Impotentes, con los brazos caídos, sus compañeros aguardaban el fatal desenlace.

—¿Qué edad tiene el muchacho? —preguntó Pianjy.

—Diecisiete años.

—¿Cuánto pesa?

—No lo sé exactamente —reconoció Cabeza-fría—, pero es delgaducho.

—Elige a dos hombres para que me acompañen.

—Majestad, no vais a…

—Por encima de él, las paredes se estrechan. Si consigo obtener una posición estable y tomar su mano, tiene una oportunidad de salvarse.

Cabeza-fría temblaba.

—¡Majestad, en nombre del reino, os suplico que no corráis ese riesgo!

—Me considero responsable de la vida del muchacho. Vamos, no podemos perder ni un segundo.

Dos canteros de robustos hombros y pie seguro precedieron a Pianjy trepando por la estrecha escala que conducía a la primera plataforma formada por sólidas vigas de madera de acacia.

—Aguanta —dijo Pianjy con una voz fuerte que resonó en toda la montaña sagrada—, ¡ya venimos!

El pie izquierdo del ayudante del escultor resbaló y permaneció unos instantes en el vacío. A costa de un esfuerzo del que ya no se creía capaz, el muchacho recuperó su equilibrio y consiguió pegarse de nuevo a la pared.

—Debo ir más arriba —anunció el rey.

—Tendréis que utilizar esta cuerda con nudos, majestad —dijo uno de los canteros.

Pianjy trepó sin dificultad y se inmovilizó en un saliente por encima del infeliz, cuyos dedos azuleaban ya a fuerza de agarrarse a la roca.

El monarca tendió su brazo derecho pero le faltaba todavía más de un metro para alcanzar a aquel a quien quería salvar de una muerte horrible.

—¡Una escalera! —exigió el soberano.

Los dos canteros levantaron una. Era tan pesada que todos sus músculos se contrajeron. Lo que Pianjy pretendía requería una fuerza hercúlea: poner la escalera en posición horizontal y calzarla entre ambas paredes.

Lentamente, con extremada concentración y los dedos crispados en la barra central, el rey la hizo girar. Cuando uno de los extremos tocó la roca, algunos fragmentos se desprendieron y rozaron la cabeza del muchacho, que lanzó un grito ahogado.

—¡Aguanta, pequeño!

La escalera quedó calzada.

Pianjy avanzó por aquella improvisada pasarela, la madera gimió. Uno de los barrotes emitió un crujido siniestro, pero soportó el peso del atleta negro. Ágilmente, éste se tendió sobre la escalera.

—Estoy muy cerca de ti, muchacho. Tenderé el brazo, agarrarás mi muñeca y te izaré hasta la escalera.

—¡No… no puedo más!

—Tienes que volverte para ver mi brazo.

—Es imposible… ¡Imposible!

—Respira despacio, concentrándote en tu aliento, sólo en tu aliento, y gira sobre ti mismo.

—¡Me estrellaré contra el suelo, voy a morir!

—Sobre todo, no mires hacia abajo, sino hacia arriba, hacia mi brazo tendido. Está justo encima de tu cabeza.

La escalera gimió de nuevo.

—¡Gira sobre ti mismo y vuélvete! —ordenó Pianjy en tono imperioso.

Con los músculos en tensión y sin aliento, el ayudante del escultor obedeció. Torpes e inseguros, sus pies se movieron a su pesar.

Cuando iba a encontrarse frente al vacío, el joven resbaló.

Cayó al abismo con los ojos abiertos de par en par.

Estirándose hasta casi arrancarse el hombro, Pianjy logró agarrar la muñeca izquierda del muchacho.

El choque fue violento, pero el rey consiguió izarlo hasta la escalera.

—Majestad… —articuló penosamente deshecho en lágrimas.

—Si hubieras sido más pesado, pequeño, los dos estaríamos muertos. Por haber violado las normas de seguridad, te condeno a trabajar un mes con los lavanderos.

Al pie del picacho, los compañeros del rescatado le felicitaron tras haber aclamado al rey.

Cabeza-fría parecía aún muy contrariado.

—El chiquillo está vivo, ¿no es eso lo esencial? —No os lo he dicho todo, majestad.

—¿Qué más hay?

—Debo confirmaros mis temores. Algunos miembros de vuestra corte, y no de los menores, ponen en cuestión vuestra legitimidad.