El joven nubio se zambulló en el Nilo persiguiendo a los búfalos que jugaban en la corriente y podían ahogarse. Al menos eso les explicó Puarma, con gran convicción, a tres espléndidas jóvenes de piel cobriza para deslumbrarlas. Se disponían a retozar desnudas en una bañera natural entre dos rocas, cuando los búfalos abrumados por el calor corrieron hacia el río. Pertenecían a un primo de Puarma, que estaba decidido a alcanzar a los fugados ante la mirada de las maravilladas damiselas.
Musculoso, excelente nadador, el joven pensaba conquistarlas a las tres. Puesto que no habían huido, ¿no significaba aquello que consentían de un modo implícito? Sin embargo, la dura región de la cuarta catarata del Nilo no hacía pensar en el amor. Corriendo sorprendentemente de nordeste a sudoeste, el río desplegaba su salvajismo abriéndose paso, a duras penas, entre bloques de granito o de basalto e inhóspitos islotes que intentaban frenar su curso. En las hostiles riberas, arena y piedras concedían muy poco espacio a unos pobres cultivos. Y casi todo el año los ueds que se hundían en el desierto permanecían secos. Vigorosas palmeras datileras se agarraban a las abruptas vertientes que, aquí y allá, se transformaban en acantilados negruzcos.
A los viajeros que pasaban por la región de la cuarta catarata les parecía una antesala del infierno. Pero Puarma había vivido en esas soledades una infancia maravillosa y conocía el menor recodo del laberinto rocoso.
Con gran maestría, llevó a los búfalos hasta una especie de canal donde se refrescarían perfectamente seguros.
—Venid —les dijo a las tres hermosas—, no hay ningún peligro.
Ellas se consultaron con la mirada, cambiaron algunas palabras risueñas y luego saltaron ágilmente de roca en roca para reunirse con el muchacho.
La más audaz saltó sobre los lomos de un búfalo y tendió el brazo hacia Puarma. Cuando él intentó agarrarla, lo retiró y se echó hacia atrás. Nadando bajo el agua, sus dos compañeras asieron al muchacho por las piernas y le atrajeron hacia sí antes de volver a la superficie.
Encantado de ser su prisionero, Puarma acarició un pecho admirable y besó unos labios ardientes. Nunca podría agradecer bastante que los búfalos de su primo hubiesen tenido la idea de fugarse.
Entregarse a los juegos del amor con una joven nubia flexible como una liana era un instante de gracia, pero ser el juguete de tres amantes ávidas e inventivas parecía ya un paraíso imposible. En el agua, Puarma fingió luchar para mantener una relativa autonomía, pero cuando ellas le arrastraron a la orilla, abandonó cualquier resistencia y se entregó a sus besos más audaces.
De pronto, la que estaba tendida sobre él lanzó un grito de espanto y se levantó. Sus dos compañeras la imitaron y las tres echaron a correr como gacelas.
—¿Pero qué os pasa?… ¡Volved!
Despechado, Puarma se levantó a su vez y se dio la vuelta.
De pie en una roca que dominaba el nido de amor se hallaba un coloso de un metro noventa con la piel de un ébano que brillaba bajo el sol ardiente. Con los brazos cruzados, vistiendo un taparrabos de inmaculado lino blanco, con un fino collar de oro al cuello, el hombre tenía una mirada de rara intensidad.
Puarma se arrodilló y posó la frente en el suelo.
—Majestad…, ignoraba que estuvierais de regreso.
—Levántate, capitán de los arqueros.
Puarma era un valiente que no vacilaba en luchar contra diez. Pero sostener la mirada del faraón negro era superior a sus fuerzas. Como los demás súbditos de Pianjy, sabía que una fuerza sobrenatural animaba al soberano y que sólo esa fuerza le permitía reinar.
—Majestad…, ¿acaso está a punto de estallar un conflicto?
—No, tranquilízate. La caza fue excelente y he decidido regresar antes de lo previsto.
Pianjy acostumbraba a meditar en ese caos rocoso desde donde contemplaba su perdido país al que tanto amaba. Ruda, hostil, secreta, pobre en apariencia, la Nubia profunda, tan alejada de Egipto, formaba almas fuertes y cuerpos poderosos. Aquí se celebraban día tras día las bodas del sol y del agua, aquí soplaba un viento violento, gélido unas veces, ardiente otras, que moldeaba la voluntad y te hacía capaz de afrontar las pruebas cotidianas.
Aunque llevara el título de rey del Alto y del Bajo Egipto, Pianjy no salía de su capital, Napata. Coronado a la edad de veinticinco años, el faraón negro reinaba desde hacía veinte, consciente de los desgarrones políticos y sociales que hacían a Egipto débil como un niño. En el Norte, los ocupantes, los guerreros libios, no dejaban de enfrentarse para obtener más poder; en el Sur, la ciudad santa de Tebas, donde residían las tropas nubias encargadas de proteger los dominios del dios Amón contra cualquier agresión. Entre el Norte y el Sur, el Medio Egipto, con dos fieles aliados del faraón negro, los príncipes de Herakleópolis y de Hermópolis. Su mera presencia disuadía a los del Norte de abandonar su zona de influencia.
La situación no satisfacía a Pianjy, es cierto. Pero se limitaba al bienestar de Tebas y al embellecimiento de su propia capital, donde hacía construir un soberbio templo a la gloria de Amón, verdadera réplica de su santuario de Karnak. Ser un constructor, siguiendo el ejemplo de los grandes monarcas del pasado, era la única ambición de Pianjy. Y los dioses le habían ofrecido una tierra mágica, donde la voz de Maat, la diosa de la justicia y la verdad, seguía haciéndose oír. Combatiría hasta el límite de sus fuerzas para preservar aquel tesoro.
—¿Has entrenado bien a tus hombres estos últimos tiempos?
—¡Claro, majestad! Mis arqueros siguen en pie de guerra. De lo contrario se ablandarían. ¡Manda y combatiremos!
A Pianjy le gustaba el valor de Puarma. Y éste estaba convencido de que aquel encuentro nada debía al azar.
—Majestad…, ¿hay que prepararse para un conflicto?
—No… O, al menos, no del modo que piensas. El enemigo no ataca siempre por el lugar donde se le espera. En mi propia capital, algunos desean que me ocupe menos de los dioses y más de sus privilegios. Reúne a tus hombres, Puarma, y ponlos en estado de alerta.
El capitán de los arqueros se inclinó ante su rey y partió corriendo hacia Napata, mientras Pianjy seguía contemplando el atormentado paisaje de la catarata. En el furor de las aguas y la implacable eternidad de la roca, el faraón obtenía la energía indispensable para cumplir su tarea.
La felicidad… Sí, Pianjy tenía la inestimable suerte de conocer la felicidad. Una familia satisfecha, un pueblo que saciaba su hambre y se alimentaba, también, de los apacibles días que fluían al compás de las fiestas y los ritos. Y él, el faraón negro, tenía el deber de preservar esa tranquilidad.
La claridad del aire hacía perceptible el menor ruido. Y aquél Pianjy lo conocía bien. El regular golpeteo de unas pezuñas de asno en la pista. Un asno que llevaba a Cabeza-fría, escriba de elite y consejero de Pianjy. Un asno que se alegraba de tener tan ligero dueño, porque Cabeza-fría era un enano de rostro severo y busto admirablemente proporcionado.
El escriba no solía alejarse de su despacho, el centro administrativo de la capital. Si había emprendido aquel viaje, la causa debía ser muy seria.
¡Por fin os encuentro, majestad!
—¿Qué ocurre?
—Un accidente en las obras, majestad. Un accidente muy grave.