Condado de Galway, Irlanda
Octubre de 2005
EN EL CORAZÓN DE LA CAMPIÑA IRLANDESA existe un silencio incomparable, un silencio que recorre la tierra cuando el sol se pone. Es como si la noche exigiera silencio y devorara cualquier enemigo de la tranquilidad.
Para Maureen, esta paz era un respiro necesario después del caos de los meses anteriores. Se encontraba a gusto en esta reclusión, una soledad que se transmitía a su corazón y su mente. No se había permitido analizar los acontecimientos recientes desde una perspectiva puramente personal; eso vendría después. O tal vez no vendría nunca. Todo era demasiado abrumador, demasiado trascendental… y demasiado absurdo. Había desempeñado su papel de la Esperada debido a un caprichoso giro del destino, o a la divina providencia que la había elegido.
Su trabajo había terminado. La Esperada era una criatura espectral, vinculada al tiempo y el espacio en los paisajes agrestes del Languedoc, y que por suerte había quedado atrás, en Francia. Pero Maureen Paschal era una mujer de carne y hueso, y estaba muy agotada. Aspiró el dulce aire del hogar de su infancia y se retiró a descansar a su cuarto.
Pero no pudo librarse de los sueños.
Ya había presenciado una escena similar: una figura encorvada en las sombras sobre una vieja mesa, el sonido que producía un cálamo al desgranar las palabras del autor. Miró por encima del hombro del escribiente, tuvo la impresión de que un resplandor azul celeste emanaba de aquellas páginas. Fascinada por aquella luz, Maureen no se fijó en que el escribano se movía. Cuando la figura se volvió y avanzó hacia la luz de la lámpara, se quedó sin aliento.
Había vislumbrado fugazmente su rostro en sueños anteriores, momentos huidizos que duraban apenas un instante. La figura concentró toda su atención en Maureen. Petrificada en el sueño, miró al hombre. El hombre más hermoso que había visto en su vida.
Easa.
Él sonrió, en su rostro se reflejaba una expresión tan divina y cálida que Maureen quedó bañada en ella, como si el propio sol irradiara de aquella simple expresión. Maureen permaneció inmóvil, incapaz de hacer otra cosa que contemplar su belleza y gracia.
—Tú eres mi hija, en la cual me complazco.
Su voz era una melodía, una canción de amor y unidad que resonó a su alrededor. Flotó en aquella música durante un momento eterno, antes de derrumbarse cuando oyó sus siguientes palabras.
—Pero tu labor todavía no ha terminado.
Con otra sonrisa, Easa el Nazareno, el Hijo del Hombre, se volvió hacia la mesa donde había estado escribiendo. La luz de las páginas se hizo más brillante, las letras proyectaron un resplandor añil y aparecieron pautas azules y violeta en el papel, que parecía de lino.
Maureen intentó hablar, pero las palabras no acudieron a sus labios. No podía comportarse como un ser humano. Sólo podía contemplar al ser divino que había ante ella, el cual señaló las páginas. Easa devolvió su atención a Maureen, y sus miradas se encontraron durante un momento eterno.
Easa se deslizó sin el menor esfuerzo y se plantó ante ella. No dijo nada más, pero se inclinó hacia adelante y depositó un único beso paternal en lo alto de su cabeza.
Maureen despertó, empapada en sudor. El cráneo le ardía como si lo hubieran marcado a fuego, y se sentía aturdida y desorientada.
Echó un vistazo al reloj de la mesita de noche y meneó la cabeza para despejarla. La primera luz de la mañana se filtraba a través de los pesados cortinajes, pero aún era demasiado temprano para llamar a Francia. Dejaría que Berry durmiera unas cuantas horas más.
Después, le llamaría, y le pediría todos los detalles sobre el último lugar de descanso de El Libro del Amor, el único y verdadero Evangelio de Jesucristo.