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Nueva Orleans

1 de agosto de 2005

EL DÍA DECLINABA CUANDO MAUREEN entró en el aparcamiento del cementerio en el coche de alquiler. La tenue luz bañaba la iglesia situada en el interior.

Esta vez, la zona adonde se dirigía sí tenía puertas. La hija de Edouard Paschal las franqueó con la cabeza bien alta. Nadie tendría que volver a visitar el lugar de descanso de sus seres queridos en una sección del camposanto apartada e invadida de malas hierbas, al menos no en este lugar. Las puertas que ahora dejaban paso a las antes patéticas parcelas eran obra de la influencia y de una donación de cierto cardenal italiano.

El mármol blanco de la nueva lápida de su padre parecía brillar desde dentro cuando Maureen se acercó. Una trabajada guirnalda de rosas y lirios descansaba sobre él, justo debajo de la flor de lis dorada y la inscripción que rezaba:

EDOUARD PAUL PASCHAL

AMADO PADRE DE MAUREEN

Se arrodilló delante de la tumba y sostuvo una larga conversación aplazada con su padre.

La sensación de paz interior que experimentaba Maureen era nueva, y muy bienvenida. Estaba nerviosa por lo que el mañana traería, pero en conjunto se sentía más entusiasmada que temerosa. Mañana se celebraría en Nueva Orleans una comida de miembros del clan Paschal, tíos y primos que nunca había conocido. Después de dicho acontecimiento, volaría al aeropuerto de Shannon, Irlanda, para trasladarse en coche a la pequeña población de Galway, en el oeste, donde se alojaría en la granja de la familia Healy. Se reuniría allí con Peter. Sería la primera vez que se verían desde que su primo había abandonado el Château des Pommes Bleues. Habían hablado por teléfono en varias ocasiones. Peter había pedido que se vieran en Irlanda, lejos del mundanal ruido y de los ojos curiosos. Podrían hablar largo y tendido, y él tendría tiempo suficiente para hablarle de la situación actual del Evangelio de Arques.

Maureen estaba pensando en todas estas cosas mientras paseaba por el Barrio Francés, que estaba cobrando vida aquella hermosa tarde de viernes. Mientras andaba, la brisa del sur transportó el lejano sonido de un saxofón. Maureen dobló una esquina, atraída por la música, y vio por primera vez al músico. Llevaba el pelo oscuro largo, lo cual realzaba su apariencia enjuta y conmovedora. Cuando se acercó más a él, el hombre levantó la vista y sus ojos se encontraron un momento.

James Saint Clair, el músico callejero de Nueva Orleans, guiñó un ojo a Maureen. Ella le sonrió cuando pasó a su lado, mientras el saxo desgranaba las notas de Amazing Grace, que flotaron en la atmósfera del barrio.