Château des Pommes Bleues
2 de julio de 2005
MAUREEN ESTABA SENTADA EN EL JARDÍN con Peter. La fuente de María Magdalena gorgoteaba a su espalda. Le había obligado a salir para tomar el aire, lejos de los demás. El rostro de su primo estaba pálido y demacrado, debido a la falta de sueño y la tensión de los acontecimientos de la semana. Parecía haber envejecido una década durante los últimos días. Maureen se fijó en que habían aparecido canas en sus sienes.
—¿Sabes qué es lo más difícil de todo esto?
Peter habló apenas en un susurro.
Maureen negó con la cabeza. Para ella, las circunstancias no podían ser más jubilosas, pero sabía que gran parte de aquello en lo que Peter más creía, incluso aquello para lo que vivía, se había visto cuestionado por lo que había leído en los Evangelios de María. No obstante, sus palabras confirmaban la premisa más sagrada de la cristiandad, la resurrección.
—No. ¿Qué?
Peter la miró, con los ojos enrojecidos e inyectados en sangre, e intentó explicar sus pensamientos.
—¿Qué pasaría si… si durante estos dos mil años hemos estado negando a Jesucristo su deseo final? ¿Y si el Evangelio de Juan nos lo hubiera intentado decir desde el primer momento, cuando Jesús se aparece a María Magdalena, decirnos que ella es la sucesora elegida? ¿No sería irónico que, en su nombre, le hayamos negado a Magdalena un lugar, no sólo como apóstol, sino como líder de los apóstoles?
Hizo una pausa, mientras intentaba repasar los retos lanzados a su mente tanto como a su alma.
—No te aferres a mí. Eso es lo que le dice. ¿Sabes lo importante que es?
Maureen negó con la cabeza y esperó la explicación.
—Los evangelios no están traducidos así. Ponen «no me toques». Se podría argumentar que la palabra griega del original podría haber sido «aferrarse» en lugar de «tocar», pero nadie lo ve así. ¿Comprendes la diferencia? — Toda la idea era una revelación para Peter, como erudito y como lingüista—. ¿Te das cuenta de que la traducción de una sola palabra lo cambia todo? En estos evangelios, la palabra definitiva es aferrarse, y la utiliza dos veces cuando cita a Jesús.
Maureen estaba intentando comprender la reacción de Peter a esa única palabra.
—Existe una gran diferencia entre «no te aferres a mí» y «no me toques».
—Sí —afirmó Peter—. Esa traducción de «no me toques» ha sido utilizada contra María Magdalena, para demostrar que Cristo la estaba repudiando. Pero en realidad le dice que no se aferre a él cuando se haya ido, porque quiere que ella siga adelante sola. — Exhaló un suspiro de agotamiento—. Es enorme, Maureen. Enorme.
Ella sólo estaba empezando a intuir las consecuencias de la historia de María.
—Creo que la descripción de las mujeres como líderes del movimiento es uno de los elementos más importantes de su historia —dijo—. Pete, detesto ponerte las cosas más difíciles en este momento, pero ¿qué opinas de esta perspectiva de la Virgen? La llama María la Mayor y se refiere a ella como líder de su pueblo. Parece evidente que María es un título conferido a una mujer líder. Y, además, está el velo rojo…
Peter meneó la cabeza, como si quisiera despejarla.
—En una ocasión —contestó—, me dijeron que el Vaticano había declarado que la Virgen sólo podía representarse en blanco y azul, como una forma de disminuir su poder, de ocultar su importancia original como líder nazarena, que iba vestida de rojo, como hemos visto. La verdad, siempre pensé que eran tonterías. A mí me parecía evidente que la Virgen se representaba de azul y blanco como señal de su pureza.
»Pero ahora —dijo Peter, al tiempo que se levantaba con movimientos cansados—, ya nada me parece evidente.
Cape Cod, Massachusetts
2 de julio de 2005
AL OTRO LADO DEL ATLÁNTICO, en Cape Cod, el magnate de bienes inmuebles Eli Wainwright estaba sentado mirando por la ventana el jardín de su propiedad. Hacía casi una semana que no tenía noticias de Derek, lo cual le preocupaba mucho. Había un contingente norteamericano en Francia con motivo de la festividad de San Juan Bautista, y el líder del grupo había telefoneado a Eli cuando Derek no apareció en París para unirse a ellos.
Eli se devanaba los sesos intentando pensar como Derek. Su hijo siempre había sido un poco alocado, pero conocía la importancia del asunto. Sólo tenía que ceñirse al plan, mantenerse cerca del Maestro de Justicia y averiguar todo cuanto pudiera sobre sus movimientos y motivaciones. Una vez recibieran un informe completo, los norteamericanos podrían empezar a planificar el golpe para arrebatar la estructura de poder de la Cofradía al contingente europeo.
En la última reunión celebrada en Estados Unidos, Derek se había mostrado disgustado por el dilatado período de tiempo que su padre proponía para conseguir sus propósitos. Eli era un estratega, pero su hijo no había heredado la paciencia y el sentido de la planificación que habían convertido a Wainwright en multimillonario. ¿Era posible que Derek hubiera cometido alguna estupidez, alguna temeridad?
La respuesta llegó aquella tarde, cuando Eli Wainwright oyó que un chillido de su esposa truncaba la tranquilidad del hogar. Saltó de su silla y corrió hacia el vestíbulo de entrada, donde la encontró caída en el suelo.
—Susan, por el amor de Dios. ¿Qué ha pasado?
Ella no pudo contestarle. Sollozaba de manera histérica, era incapaz de articular una palabra coherente, y no dejaba de señalar el paquete de Federal Express que había a su lado.
Eli sacó del paquete un pequeño estuche de madera. Lo abrió y vio el anillo de graduación de Yale que pertenecía a Derek.
El anillo estaba sujeto a lo que quedaba del dedo índice amputado de la mano derecha de Derek Wainwright.
Château des Pommes Bleues
3 de julio de 2005
INCLUSO EN CIRCUNSTANCIAS normales, el sueño de Maureen era ligero. Con tantos interrogantes concernientes a los manuscritos dando vueltas en su cabeza, no podía conciliar el sueño, pese al cansancio. Oyó pasos en el corredor y se incorporó en la cama. Los pasos eran muy leves, como si alguien intentara que no le oyeran. Escuchó con detenimiento, pero no se movió. Era una casa enorme, con muchas habitaciones y criados que ni siquiera debía conocer, razonó.
Se acostó de nuevo e intentó dormir, pero de nuevo la perturbó el ruido del motor de un coche en las proximidades del castillo. El reloj indicaba que eran casi las tres de la mañana. ¿Quién podía ser? Maureen se levantó de la cama y se acercó a la ventana que daba a la parte delantera de la casa. Se frotó los ojos para estar segura de que veía bien.
El automóvil que pasó ante su ventana y salió por la puerta principal del castillo era su propio coche de alquiler, y al volante iba su primo Peter.
Maureen salió a toda prisa del cuarto y fue a la habitación de Peter. Cuando encendió la luz, comprobó que estaba vacía. Su bolsa de viaje negra había desaparecido, así como sus gafas, la Biblia y el rosario, objetos que guardaba al lado de la cama.
Maureen miro alrededor por si le había dejado alguna nota, pero no encontró nada.
El padre Peter Healy se había marchado.
Maureen intentó repasar los acontecimientos de las últimas veinticuatro horas. Su última conversación había sido junto a la fuente, cuando Peter explicó la importancia de la frase «No te aferres a mí». Le había parecido angustiado, pero lo atribuyó a la falta de sueño y las emociones experimentadas durante la semana. ¿Cuál había sido el motivo de que se marchara en plena noche, y adónde había ido? Era impropio de él. Nunca la había abandonado, nunca le había fallado. Maureen sintió un principio de pánico. Si perdía a Peter, no tendría a nadie. Era su única familia, la única persona en la tierra en la que confiaba.
—¿Reenie?
Maureen pegó un bote cuando oyó una voz a su espalda. Tammy había aparecido en su puerta, y se frotaba los ojos para combatir el sueño.
—Lo siento. Oí el coche, y después movimientos por aquí arriba. Supongo que todos estamos un poco nerviosos. ¿Dónde está el padre?
—No lo sé. — Maureen intentó controlar sus nervios—. Peter se marchó en el coche. No sé ni por qué ni a dónde. ¡Maldita sea! ¿Qué significa?
—¿Por qué no le llamas al móvil, a ver qué te dice?
—Peter no tiene móvil.
Tammy miró a Maureen, perpleja.
—Claro que sí. Yo le he visto llamar.
Ahora fue Maureen quien se mostró estupefacta.
—Peter los detesta. La tecnología no le interesa, y considera los móviles particularmente desagradables. No llevaría uno encima aunque se lo pidiera de rodillas.
—Maureen, le he visto llamar por el móvil un par de veces. Ahora que lo pienso, ambas llamadas las hizo desde el coche. Siento decirlo, pero creo que algo huele a podrido en Arques.
Maureen pensó que iba a vomitar. Vio en el rostro de Tammy que ambas habían pensado lo mismo al mismo tiempo.
—Vamos —dijo Maureen, y se puso a correr por el pasillo en dirección al estudio de Sinclair. Tammy la siguió a toda prisa.
Bajaron la escalera y se detuvieron ante la puerta. Estaba entornada. Desde que los manuscritos se guardaban en el estudio, había estado cerrada con llave, aunque alguno de ellos estuviera en la habitación. Maureen tragó saliva y se preparó para lo peor cuando entraron en el cuarto a oscuras. Tammy localizó el interruptor y encendió la luz del estudio, que reveló una mesa vacía. La superficie de caoba brilló bajo la luz. No había nada encima.
—Han desaparecido —susurró Maureen.
Tammy y ella registraron la habitación, pero no había ni rastro de los manuscritos de María Magdalena. Las libretas de apuntes también habían desaparecido. No quedaba ni un trozo de papel, ni un lápiz. La única prueba de la existencia de los manuscritos eran las vasijas de barro que seguían en el rincón, apartadas para evitar accidentes. Pero también estaban vacías. El tesoro había desaparecido.
Y daba la impresión de que el padre Peter Healy, la persona en quien Maureen más confiaba, se lo había llevado.
Fue a sentarse, con piernas temblorosas, en el sofá de terciopelo. No podía hablar, no sabía qué decir ni qué pensar. Se sentó en el sofá sin más, con la vista clavada en el vacío.
—Maureen, tengo que localizar a Roland. Quédate aquí. Volveremos enseguida.
Ella asintió, demasiado aturdida para contestar. Seguía sentada en la misma postura cuando Tammy y Roland aparecieron, seguidos de Bérenger Sinclair.
—Mademoiselle Paschal —dijo el mayordomo con gentileza, al tiempo que se arrodillaba junto al sofá—, lamento el dolor que esta noche le va a causar.
Maureen miró al enorme occitano, inclinado sobre ella con cara de preocupación. Más tarde, cuando se permitió el lujo de recordar aquel momento con todo detalle, pensó que se trataba de un hombre extraordinario. Habían robado el tesoro más valioso de su pueblo, pero su principal preocupación era el dolor de Maureen. Roland, más que nadie a quien hubiera conocido, le había enseñado mucho sobre la verdadera espiritualidad. Llegaría a comprender por qué llamaban a esta gente les bonnes hommes.
—Ah. Veo que el padre Healy ya ha elegido a su amo —comentó con calma Sinclair—. Me lo imaginaba. Lo siento, Maureen.
Ella estaba confusa.
—¿Esperaba que sucediera esto?
Sinclair asintió.
—Sí, querida. Supongo que ha llegado el momento de revelarlo todo. Sabíamos que su primo estaba trabajando para alguien, pero no estábamos seguros de para quién.
—¿Qué está diciendo? — preguntó Maureen con incredulidad—. ¿Que Peter me traicionó? ¿Que desde el primer momento pensaba traicionarme?
—No puedo afirmar que conozco los motivos del padre Healy, pero sí sabía que tenía motivos. Sospecho que antes de que acabe el día de mañana sabremos la verdad.
—¿Alguien puede hacer el favor de contarme lo que está pasando? — Era Tammy, y Maureen se dio cuenta de que también ella estaba desconcertada. Roland se sentó con calma a su lado, mientras Tammy le dirigía una mirada acusadora—. Veo que me habéis ocultado muchas cosas —dijo al hombretón.
Roland se encogió de hombros.
—Era para protegerte, Tamara. Todos tenemos secretos, como ya sabes. Era necesario. Pero creo que ha llegado el momento de que hablemos todos con franqueza. Creo que es justo que mademoiselle Paschal sepa toda la verdad. Ha demostrado que se lo merece de sobra.
Maureen tuvo ganas de chillar, debido a la tensión y a la confusión. La frustración debió transparentarse en su rostro, porque Roland tomó su mano.
—Venga, mademoiselle. He de enseñarle algunas cosas. — Se volvió hacia Sinclair y Tammy, e hizo algo sin precedentes: les dio órdenes—. Bérenger, pide a los criados que traigan café, y luego reúnete con nosotros en la sala del Gran Maestre. Acompáñanos, Tamara.
Recorrieron los sinuosos corredores y entraron en un ala del castillo que Maureen no había visto todavía.
—Debo pedirle un poco de paciencia, mademoiselle Paschal —dijo Roland sin volverse—. He de explicarle algunas cosas antes de contestar a sus preguntas más acuciantes.
—De acuerdo —dijo ella, y se sintió un poco patética mientras seguía a Roland y Tammy, sin saber qué decir. Pensó en el día que había conocido a su amiga, en el puerto deportivo del sur de California. Qué ingenua había sido. Experimentó la sensación de que había sucedido dos vidas atrás. Tammy la había comparado con Alicia en el País de las Maravillas. Una comparación muy acertada, pues Maureen tenía la sensación ahora de estar atravesando el espejo. Todo lo que creía saber sobre su vida se había trastocado por completo.
Roland abrió las enormes puertas dobles con una llave que llevaba colgada del cuello. Se oyó un pitido cuando entraron en la habitación, y tecleó un código para desactivar la alarma. La luz reveló una estancia enorme y recargada, una hermosa sala de reuniones digna de reyes. Su magnificencia recordaba los salones del trono de versalitales y Fontainebleau. En el centro, había un estrado con dos sillones dorados y tallados, decorados con manzanas azules.
—Éste es el corazón de nuestra organización —explicó Roland—. La Sociedad de las Manzanas Azules. Todos los miembros son de linaje real, de la rama de Sara Tamar. Somos descendientes de los cátaros, y hacemos lo posible por preservar sus tradiciones en la forma más pura posible.
Las guió hasta un retrato de María Magdalena que colgaba detrás de los sillones. Se parecía al cuadro de la Magdalena, pintado por Georges de la Tour, que Maureen había visto en Los Ángeles, con una diferencia importante.
—¿Se acuerda de la noche en que Bérenger le dijo que uno de los cuadros más importantes de De la Tour había desaparecido? Está aquí —dijo—. De la Tour era miembro de nuestra sociedad, y nos legó este cuadro. Se titula Magdalena penitente con el crucifijo.
Maureen miró el retrato con asombro y admiración. Como todas las creaciones del artista francés, era una obra maestra de luces y sombras. Pero en este cuadro María Magdalena estaba plasmada de una forma diferente a todas las que Maureen había visto. Esta versión la representaba con la mano izquierda apoyada sobre la calavera (ahora sabía que era la calavera de Juan el Bautista), y en la mano derecha sostenía un crucifijo y miraba la cara de Cristo.
—El cuadro era demasiado peligroso para exhibirlo en público. La referencia es clara para quienes tienen ojos para ver: María está haciendo penitencia por Juan, su primer marido, y mira con amor a Jesús, su segundo esposo.
Condujo a las dos mujeres hasta un enorme cuadro que colgaba en otra pared. En él, dos santos ancianos en un paisaje rocoso estaban enzarzados en una discusión.
—Tamara le contará la historia de este cuadro —dijo Roland, al tiempo que sonreía a la mujer.
—Es del artista francés David Teniers el Joven —explicó Tammy—. Se titula San Antonio Eremita y san Pablo en el desierto. No es el mismo san Pablo del Nuevo Testamento, sino otro santo de la región que también era ermitaño. Bérenger Saunière, el sacerdote tristemente célebre de Rennes-le-Château, adquirió este cuadro para la Sociedad. Sí, era uno de los nuestros.
Maureen examinó con detenimiento la pintura y empezó a distinguir elementos que ya le estaban resultando familiares. Los fue indicando.
—Veo un crucifijo y una calavera.
—Exacto —contestó Tammy—. Aquí está san Antonio. Lleva un símbolo parecido a una «T» en la manga, pero de hecho es la versión griega de la cruz, llamada Tau. San Francisco de Asís la popularizó entre nuestro pueblo. San Antonio tiene la vista levantada del libro, que es El Libro del Amor, y mira el crucifijo. San Pablo está aquí, hace el gesto de «Acordaos de Juan» con la mano y discute con su amigo acerca de quién fue el primer Mesías, Juan o Jesús. Hay libros y pergaminos diseminados alrededor de sus pies, lo cual indica que hay mucho material que considerar en esta discusión. Es un cuadro muy importante. De hecho, son los dos cuadros más significativos de nuestra tradición. El cuadro representa Rennes-le-Château en lo alto de la colina, y sobre el paisaje… ¿quién hay?
Maureen sonrió.
—Una pastora y sus ovejas.
—Por supuesto. San Antonio y san Pablo están discutiendo, pero la pastora se cierne sobre ellos para recordar que la Esperada descubrirá algún día los evangelios perdidos de María Magdalena, y acabará con todas las controversias cuando revele la verdad.
Bérenger Sinclair entró en la sala con sigilo.
—Quería enseñarle estas cosas, mademoiselle Paschal —dijo Roland—, para que sepa que mi pueblo no guarda ningún resentimiento hacia los seguidores de Juan, como tampoco lo hizo en el pasado. Todos somos hermanos y hermanas, hijos de María Magdalena, y lo único que deseamos es poder vivir en paz todos juntos.
Sinclair se sumó a la conversación.
—Por desgracia, algunos de estos seguidores son unos fanáticos, y siempre lo han sido. Constituyen una minoría, pero ésta es muy peligrosa. Sucede igual en cualquier parte del mundo, cuando un grupo de fanáticos eclipsa a una mayoría pacífica que cree en lo mismo. Pero la amenaza de esta gente sigue siendo muy real, como Roland te explicará.
El rostro expresivo de Roland se ensombreció.
—Es cierto. Siempre he intentado vivir acorde con las creencias de mi pueblo. Amar, perdonar, sentir compasión por todos los seres vivos. Mi padre creía lo mismo, y ellos le mataron.
Maureen intuyó la profunda tristeza del occitano por la pérdida de su padre, pero también el reto que el asesinato había supuesto para sus creencias.
—Pero ¿por qué? — preguntó—. ¿Por qué mataron a su padre?
—Hace muchos siglos que mi familia vive en esta zona, mademoiselle Paschal —dijo Roland—. De mí, sólo sabe que me llamo Roland, pero mi apellido es Gélis.
—¿Gélis? — Maureen creyó recordar el nombre. Miró a Sinclair—. La carta de mi padre estaba dirigida a un hombre apellidado Gélis —recordó.
Roland asintió.
—Sí, estaba dirigida a mi abuelo, cuando era Gran Maestre de la Sociedad.
Todo empezaba a encajar. Maureen paseó la vista entre Roland y Sinclair. El escocés respondió a su pregunta no verbalizada.
—Sí, querida mía, Roland Gélis es nuestro Gran Maestre, aunque su humildad le impide confesártelo. Es el líder oficial de nuestro pueblo, al igual que su padre y su abuelo antes de él. No me sirve a mí, ni yo le sirvo a él. Servimos juntos como hermanos, tal como prescribe la ley del Camino.
—Las familias Sinclair y Gélis están consagradas al servicio de María Magdalena desde tiempo inmemorial.
Tammy intervino.
—Maureen, ¿recuerdas que cuando estuvimos en la Torre Magdala de Rennes-le-Château te hablé del viejo sacerdote que había sido asesinado en la década de 1880? Se llamaba Antoine Gélis: el tío tatarabuelo de Roland.
Maureen miró al hombre en busca de una respuesta.
—¿Por qué tanta violencia contra su familia?
—Porque sabíamos demasiado. Mi tío tatarabuelo conservaba un documento titulado El libro de la Esperada, donde la Sociedad había recogido las revelaciones de todas las pastoras durante más de mil años. Era nuestra herramienta más valiosa para intentar encontrar el tesoro de nuestra Magdalena. La Cofradía de los Justos le asesinó por ello. Mataron también a mi padre por motivos similares. Entonces no lo sabía, pero Jean-Claude era su informador. Me enviaron la cabeza y el dedo índice derecho de mi padre dentro de una cesta.
Maureen se estremeció al escuchar la macabra revelación.
—¿Terminará ahora este derramamiento de sangre? Hemos encontrado los manuscritos. ¿Qué cree que harán?
—Es difícil decirlo —contestó Roland—. Tienen un nuevo líder, muy radical. Es el hombre que asesinó a mi padre.
—Hoy he hablado con las autoridades —añadió Sinclair—, gente, digamos, afecta a nuestras creencias. Aún no te lo habíamos dicho, Maureen, pero ¿recuerdas que conociste a Derek Wainwright, el norteamericano?
—El que iba disfrazado de Thomas Jefferson —explicó Tammy—, mi viejo amigo.
Sacudió la cabeza al recordar los años de engaños de Derek, y al pensar en la probabilidad de que su vida hubiera acabado trágicamente.
Maureen asintió y esperó a que Sinclair continuara.
—Derek ha desaparecido, en circunstancias bastante siniestras. La habitación de su hotel estaba… —Observó la creciente palidez de Maureen y decidió ahorrarle los detalles—. Digamos que había indicios de que se había cometido un asesinato.
»Las autoridades creen que, debido a las circunstancias desagradables que rodean la desaparición del norteamericano, y casi con toda seguridad su asesinato, la Cofradía de los Justos tendrá que hacerse invisible durante un tiempo. Jean-Claude se esconde en París, y sospechamos que su líder, el inglés, ha regresado a Inglaterra, al menos temporalmente. No creo que representen una amenaza para nosotros en un futuro inmediato. Eso espero, al menos.
Maureen miró a Tammy de repente.
—Tu turno —dijo—. Aún no me lo has contado todo. He tardado bastante en deducirlo, pero ahora me gustaría saber el resto. También me gustaría saber qué hay entre vosotros dos —dijo al tiempo que señalaba a Roland y Tammy, separados por apenas unos centímetros.
Tammy lanzó una de sus carcajadas roncas.
—Bien, ya sabes que aquí nos gusta esconder las cosas a plena vista —dijo—. ¿Cómo me llamo?
Maureen frunció el ceño. ¿Qué había pasado por alto?
—Tammy. — Entonces comprendió—. Tamara. Tamara. Dios mío, qué imbécil soy.
—No —dijo Tammy, sin dejar de reír—. Recibí el nombre de la hija de María Magdalena. Y tengo una hermana que se llama Sara.
—Pero me dijiste que habías nacido en Hollywood. ¿También era mentira?
—No. Además, «mentira» es una palabra muy desagradable. Digamos falsedades piadosas. Sí, nací y crecí en California. Mis abuelos maternos eran occitanos, muy implicados en la Sociedad. Pero mi madre, nacida en el Languedoc, fue a Los Ángeles para trabajar como diseñadora de vestuario cuando entró en el mundo del cine, gracias al artista y director Jean Cocteau, otro miembro de la Sociedad. Conoció a mi padre en Estados Unidos y se quedó allí. Su madre vino a vivir con nosotros cuando yo era pequeña. No hace falta decir que mi abuela influyó mucho en mí.
Roland señaló los dos sillones.
—En nuestra tradición, hombres y mujeres son iguales por completo, tal como Jesús nos dio ejemplo con María Magdalena. Un Gran Maestre está al frente de la Sociedad, pero también una María la Mayor. He elegido a Tamara para que sea mi María y se siente a mi lado. Ahora debo conseguir que se venga a vivir a Francia, para pedirle que se convierta en una parte de mi vida aún más importante.
Roland rodeó con el brazo a Tammy, que se acurrucó contra él.
—Me lo estoy pensando —dijo con coquetería.
Dos criados que entraron en la sala con bandejas con café los interrumpieron. Había una mesa de reuniones al fondo, y Roland indicó que le siguieran. Los cuatro tomaron asiento, mientras Tammy servía a cada uno un café fuerte y oscuro. Roland miró a Sinclair y le invitó a continuar con un cabeceo.
—Maureen, vamos a decirte lo que sabemos sobre el padre Healy y el Evangelio de María Magdalena, pero pensamos que necesitabas conocer todos los antecedentes para comprender la situación.
Ella bebió su café, y agradeció el calor y la energía que le aportó. Escuchó con atención cuando Sinclair continuó.
—La verdad es que dejamos que tu primo se llevara los manuscritos.
Maureen casi dejó caer su taza de café.
—¿Que le dejasteis?
—Sí. Roland dejó el estudio abierto a propósito. Sospechábamos que el padre Healy intentaría robar los manuscritos para sus jefes.
—Espera un momento. ¿Para sus jefes? ¿Qué estás diciendo? ¿Que Peter es una especie de espía de la Iglesia?
—No exactamente —contestó Sinclair.
Maureen observó que Tammy también estaba escuchando con mucha atención. Ella tampoco estaba enterada de esta información.
—No sabemos con seguridad para quién espía, por eso permitimos que se llevara los manuscritos, y por eso no estamos demasiado preocupados por ellos. Todavía. Hay un dispositivo de localización en el coche de alquiler. Sabemos con toda exactitud dónde está y adónde va.
—¿A Roma? — preguntó Tammy.
—Creemos que a París —contestó Roland.
—Maureen —Sinclair apoyó una mano sobre su brazo—, siento decirte esto, pero tu primo ha estado informando a funcionarios eclesiásticos de tus movimientos desde que llegaste a Francia, y probablemente desde hace mucho más tiempo.
Maureen se tambaleó de manera visible. Fue como si le hubieran pegado una bofetada en la cara.
—Es imposible. Peter no me haría eso.
—En el curso de esta semana, durante la cual le vimos trabajar y tuvimos la oportunidad de llegar a conocerle, se nos fue haciendo cada vez más difícil aceptar la idea de que tu encantador y erudito primo era un espía. Al principio, pensamos que sólo estaba intentando protegerte de nosotros, pero creo que su compromiso con la gente que le emplea es demasiado profundo para romper sus vínculos, incluso después de leer la verdad en los manuscritos.
—No has contestado a mi pregunta. ¿Crees que está trabajando para el Vaticano? ¿Para los jesuitas? ¿Para quién?
Sinclair se reclinó en su silla.
—Todavía no lo sé, pero puedo decirte lo siguiente: tenemos gente en Roma que lo está investigando. Te sorprenderías si supieras hasta qué niveles llegan nuestras influencias. Estoy seguro de que tendremos todas las respuestas mañana por la noche, pasado mañana a lo sumo. Hemos de ser pacientes.
Maureen tomó otro sorbo de café, con la vista clavada en el retrato de la María Magdalena penitente. Pasarían casi veinticuatro horas antes de que obtuviera todas las respuestas.
París
3 de julio de 2005
EL PADRE PETER HEALY ESTABA EXHAUSTO cuando llegó a París. El trayecto desde el Languedoc había sido duro. Incluso sin el tráfico de mediodía en la ciudad, había tardado ocho horas. También había parado para preparar el paquete de Maureen, que le había llevado más tiempo del previsto. No obstante, las energías emocionales exigidas para tomar esta decisión habían sido enormes, y se sentía como si le hubieran sorbido la vida.
Peter llevaba su precioso cargamento en la bolsa de cuero negra. Cruzó el río camino de la enormidad gótica de Notre-Dame, donde le recibió en una entrada lateral el padre Marcel. El sacerdote francés le guió a través de la parte posterior de la catedral, hasta llegar a una puerta disimulada en el coro.
Peter entró en la habitación, esperando ver a su intermediario, el obispo Magnus O’Connor, pero en cambio se encontró con un alto dignatario de la Iglesia, un italiano imponente vestido con el manto rojo de cardenal.
—Su Ilustrísima —dijo sin aliento—. Perdone, no me esperaba esto.
—Sí, tengo entendido que se había citado con el obispo Magnus. No va a venir. Creo que ya ha hecho bastante. — El italiano extendió las manos hacia la bolsa con semblante inexpresivo—. Supongo que lleva los pergaminos ahí, ¿no?
Peter asintió.
—Estupendo. Bien, hijo mío —dijo el cardenal, al tiempo que se apoderaba de la bolsa—, vamos a hablar de los acontecimientos de estas últimas semanas. ¿O tal vez deberíamos hablar de los acontecimientos de estos últimos años? Dejaré que decida por dónde empezar.
Château des Pommes Bleues
3 de julio de 2005
UNA FRENÉTICA ACTIVIDAD había tenido lugar en el castillo durante todo el día. Sinclair y Roland iban de un lado a otro, hablando en francés y occitano entre sí, con los criados y por los móviles con diversas personas. Maureen oyó en dos ocasiones a Roland hablar en italiano, pero no quiso preguntar.
Se reunió un rato con Tammy en la sala de audio y vídeo, y miró algunos fragmentos de su documental sobre el linaje. Hablaron de que los manuscritos de María Magdalena cambiarían el punto de vista de Tammy como realizadora. Maureen sentía cada vez más respeto por su amiga, después de tomar conciencia de lo capaz y creativa que era, y porque Tammy poseía la virtud de sumergirse en el trabajo cuando estaba tensa, tal como estaban todos en aquel momento.
Por su parte, Maureen se sentía inútil por completo. No podía concentrarse en nada. Pensaba que debería estar tomando notas, intentando plasmar las impresiones que le había causado el Evangelio de María Magdalena. Pero era incapaz. Estaba demasiado desanimada por la traición de Peter. Fueran cuales fueran sus motivos, había partido sin decir ni una palabra, y se había llevado algo que no le pertenecía. Maureen pensó que tardaría mucho tiempo en recuperarse de ese golpe.
Aquella noche, cenaron los tres en silencio, Maureen, Tammy y Sinclair. Roland había salido, pero no tardaría en regresar, según dijeron Sinclair y Tammy. Había ido a recoger a un invitado al aeropuerto privado de Carcasona, explicó Tammy. En cuanto llegara el misterioso invitado, tendrían más información. Maureen asintió. Hacía tiempo que había aprendido a no impacientarse. Los secretos se irían revelando a su debido tiempo. Era algo típico de la cultura de Arques. No obstante, reparó en que Sinclair parecía más tenso de lo habitual.
Poco después de pedir que les sirvieran café en el estudio, entró un criado y habló con Sinclair en francés.
—Bien. Nuestro invitado ha llegado —explicó a Tammy y Maureen.
Roland franqueó la puerta con un hombre de aspecto igualmente imponente. Iba vestido con ropas oscuras, informal pero elegante. Tenía el aire de un aristócrata que se sentía muy cómodo con su poder e influencia. Tomó el control de la energía de la habitación en cuanto entró.
Roland se adelantó.
—Mademoiselle Paschal, mademoiselle Wisdom, tengo el placer de presentarles a nuestro estimado amigo el cardenal DeCaro.
DeCaro ofreció la mano a Maureen, y después a Tammy. Sonrió con calidez a las dos mujeres.
—Es un placer. — Señaló a Maureen—. ¿Es ésta nuestra Esperada? — preguntó a Roland.
Éste asintió.
—Perdón, ¿ha dicho cardenal? — preguntó Maureen.
—No dejes que la ropa te engañe —advirtió Sinclair—. El cardenal DeCaro es un dignatario de enorme influencia en el Vaticano. Tal vez su nombre completo te diga algo: Francesco Borgia DeCaro.
—¿Borgia? — exclamó Tammy.
El cardenal asintió, una sencilla respuesta a la pregunta no verbalizada de Tammy. Roland le guiñó el ojo desde el otro lado de la sala.
—A Su Excelencia le gustaría estar un rato a solas con mademoiselle Paschal, así que vamos a marcharnos —dijo Roland—. Llamen si necesitan algo, por favor.
Roland dejó pasar primero a Sinclair y Tammy, mientras el cardenal DeCaro indicaba a Maureen con un gesto que se sentara a la mesa de caoba. Tomó asiento frente a ella.
—Signorina Paschale, antes que nada, quiero decirle que me he reunido con su primo.
Maureen se quedó estupefacta. No sabía qué se esperaba, pero esto no.
—¿Dónde está Peter?
—Camino de Roma. Esta mañana he estado en París con él. Se encuentra bien, y los documentos que usted descubrió están a buen recaudo.
—¿Dónde? ¿Y con quién? ¿Qué…?
—Paciencia. Se lo contaré todo. Pero antes quiero enseñarle algo.
El cardenal introdujo la mano en el maletín que llevaba y sacó una serie de carpetas rojas. Todas portaban la etiqueta Edouard Paul Paschal.
Maureen lanzó una exclamación ahogada al ver las etiquetas.
—Es el nombre de mi padre.
—Sí, y dentro de estas carpetas encontrará fotografías de él. No obstante, debo ponerla sobre aviso. Lo que va a ver es perturbador, pero muy importante para que usted comprenda.
Maureen abrió la primera carpeta, y la dejó caer sobre la mesa cuando sus manos empezaron a temblar. El cardenal DeCaro contó la historia, mientras ella examinaba poco a poco las horrendas fotos de las heridas de su padre.
—Mostraba estigmas. ¿Sabe lo que quiere decir eso? Manifestaba las heridas de Cristo en su cuerpo. Aparecen en las muñecas, los pies, además de un quinto punto debajo de las costillas, donde el centurión Longinos hundió una lanza en el cuerpo de nuestro Señor.
Maureen miraba las fotos, aturdida. Veinticinco años de especulaciones sobre la supuesta «enfermedad» de su padre habían deformado su opinión sobre él. Ahora todas las piezas empezaban a encajar: el miedo y la hostilidad de su madre, su propia ira hacia la Iglesia. Esto explicaba la carta que su padre había dirigido a la familia Gélis, y que se hallaba en los archivos del castillo. Había escrito a Gélis debido a los estigmas, y porque quería proteger a su hija del mismo sino aterrador. Maureen miró al cardenal con los ojos anegados en lágrimas.
—Siempre…, siempre me dijeron que se quitó la vida por culpa de su enfermedad mental. Mi madre decía que estaba loco cuando murió. Yo no tenía ni idea, nadie me habló de esto…
El prelado asintió con solemnidad.
—Temo que su padre fue incomprendido por mucha gente —dijo—. Incluso por aquellos que habrían podido ayudarle, su propia Iglesia. Aquí es donde entra su primo.
Maureen alzó la vista y prestó toda su atención. Sintió escalofríos que recorrieron todo su cuerpo cuando el cardenal continuó.
—Su primo es un buen hombre, signorina. Creo que no le juzgará mal por lo que ha hecho cuando le cuente lo siguiente. Pero antes hemos de volver a su infancia. Cuando su padre manifestó los estigmas, el sacerdote que acudió en su ayuda pertenecía a una organización clandestina dentro del seno de la Iglesia. Somos como todo el mundo: humanos. Y si bien la mayoría seguimos el sendero de la bondad, algunos quieren proteger determinadas creencias a cualquier precio.
»E1 caso de su padre hubiera tenido que ser llevado a Roma sin más, pero no fue así. Le habríamos ayudado, trabajado con él para descubrir el origen, analizado el significado sagrado de sus heridas. Pero estos hombres decidieron que era peligroso. Como ya he dicho, era una organización clandestina en el seno de la Iglesia, con propósitos determinados, pero su influencia llegaba a los círculos más elevados, cosa que he descubierto en fecha reciente.
El cardenal continuó explicando la inmensa red que emana del Vaticano, las decenas de miles de hombres que trabajan en todo el mundo para preservar la fe. Con un número tan enorme diseminado por la faz de la tierra, era imposible dilucidar los motivos personales de los individuos, e incluso de grupos de individuos. Una organización secreta extremista había florecido después del Concilio Vaticano II, un grupo de sacerdotes que se oponían con vehemencia a las reformas de la Iglesia. Un joven sacerdote irlandés llamado Magnus O’Connor fue reclutado para sumarse a esta organización, así como otros irlandeses jóvenes. Fue O’Connor quien trabajaba en la parroquia de las afueras de Nueva Orleans cuando Edouard Paschal se puso en contacto con la Iglesia para pedir ayuda.
Los estigmas de Paschal habían asustado a O’Connor, pero todavía le inquietaron más las visiones de Jesús con una mujer a su lado, y de Jesús como padre. El clérigo irlandés había explicado el caso a su organización secreta, en lugar de utilizar los canales oficiales de la Iglesia. Después de que Edouard Paschal se quitara la vida, arrastrado por la confusión y la desesperación que le producían los estigmas, la organización clandestina siguió espiando a su mujer y a su hija. La pequeña Maureen Paschal tenía visiones como las de su padre desde que andaba a gatas. O’Connor convenció a su madre, Bernadette, de que debía alejar a la pequeña de la familia Paschal. Fue entonces cuando la madre de Maureen se trasladó a Irlanda y recuperó su apellido de soltera, Healy. Intentó cambiar el apellido de su hija, pero Maureen, que aún no había cumplido los ocho años, ya era muy testaruda. La niña se negó, insistió en que su apellido era Paschal y que no lo cambiaría por nada del mundo.
Resultó muy conveniente para Magnus O’Connor, ahora elevado al rango de obispo, que la pequeña Paschal tuviera un pariente próximo con vocación sacerdotal. Cuando Peter Healy entró en el seminario, O’Connor aprovechó su procedencia irlandesa para influir en él de la misma forma que había empleado con Bernadette. Informó a Peter de la historia de Edouard Paschal, y le pidió que vigilara a su prima y enviara informes regularmente sobre sus progresos.
Maureen interrumpió al cardenal para pedir una aclaración.
—¿Está diciendo que mi primo me ha estado vigilando y que ha estado informando de mis actividades a estos hombres, desde que era pequeña?
—Sí, signorina, ésa es la verdad. Sin embargo, el padre Healy sólo lo hizo movido por amor. Estos hombres le manipularon, le indujeron a creer que todo era para protegerla. No sabía que se habían negado a ayudar a su padre, o peor aún, que tal vez eran los culpables de su triste fallecimiento.
El cardenal la miró compadecido.
—Creo que los motivos de su primo, en lo tocante a usted, son puros y encomiables. También creo que decidió entregar los manuscritos a la Iglesia por buenas razones.
—Pero ¿cómo es posible? Conoce su contenido. ¿Por qué quiere que desaparezcan?
—Sería fácil juzgarle mal, basándose en la información limitada que usted posee, pero no creo que el padre Healy quiera hacer desaparecer nada. Tenemos motivos para sospechar que el obispo O’Connor y su organización le presionaron con amenazas contra usted. Le ruego que comprenda que esto se hizo al margen de Roma, pero su primo robó los manuscritos para O’Connor a cambio de que no le pasara nada a usted.
Maureen iba asimilando poco a poco la información, sin saber muy bien cómo debía sentirse. Por una parte, la tranquilizaba que Peter, el único aliado verdadero que había tenido en toda su vida, no la hubiera traicionado, pero por otra aún quedaba mucho por averiguar.
—¿Cómo descubrieron todo esto? — preguntó.
—La ambición de O’Connor pudo más que él. Confiaba en utilizar el descubrimiento del Evangelio de María para ascender en la jerarquía eclesiástica. Además, así tendría más poder y acceso a información reservada, que trasladaría a su organización. — El cardenal DeCaro esbozó una sonrisa de satisfacción—. Pero no se preocupe. Estamos trabajando para cambiar de destino a O’Connor y a sus correligionarios, ahora que los hemos identificado a todos. Nuestra red de inteligencia no tiene rival.
Esto no sorprendió a Maureen, quien siempre había pensado que la Iglesia católica era una organización omnipotente, cuyas ramas se extendían por todo el mundo. Sabía que era la organización más rica del planeta, y que contaba con los mejores recursos que el dinero podía comprar.
—¿Qué será de los manuscritos de María? — preguntó, preparándose para una respuesta desagradable.
—Si quiere que le diga la verdad, no lo sé. Estoy seguro de que comprenderá que se trata del descubrimiento más importante de nuestro tiempo, si no el más importante de la historia de la Iglesia. Es un asunto que tendrá que discutirse al más alto nivel, una vez hayan sido autentificados los pergaminos.
—¿Peter le explicó su contenido?
El cardenal asintió.
—Sí, leí algunas de sus notas. Signorina Paschal, esto puede que la sorprenda, pero en el Vaticano no estamos sentados en tronos de plata ni planeamos conspiraciones cada día.
Maureen lanzó una carcajada.
—¿La Iglesia intentará detenerme si escribo sobre mis experiencias, más aún, si escribo sobre los manuscritos? — preguntó muy seria.
—Goza de plena libertad para hacer lo que quiera, y para ir adonde su corazón y su conciencia la guíen. Si Dios la está utilizando para revelar las palabras de María, nadie la apartará de esta sagrada tarea. La Iglesia no se dedica a suprimir información, como muchos creen. Puede que eso fuera cierto en la Edad Media, pero hoy no. La Iglesia está interesada en la supervivencia y la propagación de la fe, y yo creo que el descubrimiento del Evangelio de María Magdalena nos proporcionará una nueva oportunidad de atraer a los jóvenes a nuestro redil. Pero yo sólo soy un hombre —añadió al tiempo que levantaba una mano—. No puedo hablar por los demás, no puedo hablar en nombre del Santo Padre. El tiempo lo dirá.
—Y hasta entonces, ¿qué pasará?
—Hasta entonces, el Evangelio de Arques de María Magdalena será conservado en la Biblioteca Vaticana, bajo los cuidados de un tal padre Peter Healy.
—¿Peter va a quedarse en Roma?
—Sí, signorina Paschal. Supervisará al equipo de traductores oficiales. Es un gran honor, pero creemos que se lo merece. Por otra parte, no crea que hemos olvidado su contribución —dijo al tiempo que le tendía una tarjeta—. Aquí tiene mi número de teléfono personal en el Vaticano. Cuando esté preparada, nos gustaría que fuera nuestra invitada. Me gustaría escuchar de sus labios todo el viaje que la ha traído hasta aquí. Ah, y puede localizar a su primo en este número hasta que le hayamos adjudicado uno. Trabaja directamente bajo mis órdenes.
Maureen miró el nombre de la tarjeta.
—«Francesco Borgia DeCaro» —leyó en voz alta—. Me perdonará si le pregunto…
El cardenal rio y una sonrisa sincera apareció en su cara.
—Sí, signorina, soy hijo del linaje, al igual que usted. Le sorprendería saber cuántos somos. Nos encontrará cuando sepa adónde mirar.
—Hay luna llena y la noche es perfecta. ¿Me concederías el honor de acompañarme a pasear por los jardines antes de retirarte? — preguntó Bérenger Sinclair a Maureen, después de que el cardenal se marchara.
Ella accedió. Ahora se sentía muy a gusto con él, cómoda de esa manera única que experimentan las personas que han padecido circunstancias extremas juntas. Además, había pocas cosas más hermosas que una noche de verano en el sudoeste de Francia. Con los focos que iluminaban el majestuoso castillo, y la luz de la luna que se reflejaba en los senderos de mármol, los Jardines de la Trinidad se habían transformado en un lugar de magia pura.
Maureen le contó todo cuanto había hablado con el cardenal, mientras Sinclair escuchaba con interés y atención.
—¿Qué harás ahora? — preguntó cuando terminó—. ¿Crees que empezarás a escribir un libro sobre esta experiencia? ¿Cómo piensas revelar al mundo las palabras del Evangelio de María?
Ella caminó alrededor de la fuente de la Magdalena, y pasó el dedo sobre el mármol frío y suave mientras meditaba la respuesta.
—Aún no lo he decidido. — Miró la estatua—. Espero que ella me guiará. En cualquier caso, confío en hacerle justicia.
Sinclair sonrió.
—Estoy seguro de ello. No me cabe la menor duda. Ella te eligió por algún motivo.
Maureen le devolvió la expresión de afecto.
—También te eligió a ti.
—Creo que todos fuimos elegidos para interpretar un papel a nuestro modo. Tú, yo, Roland y Tammy. Y el padre Healy, por supuesto.
—¿No desprecias a Peter por lo que hizo?
La respuesta de Sinclair fue categórica.
—No. No, en absoluto. Aunque Peter cometiera una equivocación, lo hizo por una buena causa. Además, ¿qué clase de hipócrita sería yo si sintiera odio hacia un hombre de Dios después de descubrir este tesoro? El mensaje de María Magdalena es de compasión y perdón. Si todo el mundo pudiera abrazar esas dos cualidades, sería mucho más agradable vivir en este planeta, ¿no crees?
Maureen le miró con admiración, y experimentó el nacimiento de un sentimiento que era nuevo para ella. Por primera vez en su agitada vida se sintió segura.
—No sé muy bien cómo darte las gracias, lord Sinclair.
—¿Las gracias de qué, Maureen? — respondió él con su marcado acento escocés.
—Por esto. — Indicó su exuberante entorno—. Por introducirme en un mundo en el que la mayoría de la gente ni siquiera ha soñado jamás. Por enseñarme cuál es mi lugar. Por ayudarme a no sentirme sola.
—Nunca volverás a estar sola. — Sinclair tomó la mano de Maureen y los dos se adentraron en los jardines perfumados por el aroma de las rosas—. Pero deja de llamarme lord Sinclair.
Maureen sonrió y le llamó Berry por primera vez, justo antes de que él la besara.
A la mañana siguiente, llegó al castillo un paquete para Maureen. Lo habían enviado desde París el día anterior. No había remitente, pero tampoco era necesario. La letra de Peter era inconfundible.
Maureen abrió la caja, ansiosa por ver lo que su primo le había enviado. Aunque ya no estaba enfadada con él por lo que había hecho, Peter aún lo ignoraba. Tendrían que recorrer un vacilante período de disculpas y abismarse en profundas discusiones sobre su historia común, pero Maureen no dudaba de que superarían el trance.
Maureen emitió un gritito de sorpresa y placer cuando vio el contenido de la caja. Eran las fotocopias de todas las notas que Peter había tomado de los tres libros que componían el Evangelio de María Magdalena. Todas sus notas, desde las primeras transcripciones hasta las traducciones definitivas. En la primera página, arrancada de su libreta, Peter había escrito:
Querida Maureen:
Hasta que te lo pueda explicar todo en persona, te confío esto. Al fin y al cabo, eres su legítima propietaria, mucho más que la gente a la que me he visto obligado a entregar los originales.
Haz el favor de transmitir mis disculpas, así como mi agradecimiento, a los demás. Espero hacerlo en persona lo antes posible.
Me pondré en contacto contigo muy pronto.
Peter
… Fue muchos años después cuando tuve la oportunidad de dar las gracias en persona a Claudia Prócula por los peligros que había arrostrado al ayudar a Easa. La tragedia de Poncio Pilatos tras su decisión de elegir a Roma como amo fue que no salvó su carrera ni sirvió a sus ambiciones. Herodes partió hacia Roma al día siguiente de la pasión de Easa, pero no habló bien de Pilatos al emperador. El tetrarca, haciendo honor a su nombre, albergaba otros propósitos, un primo al que deseaba ver en el puesto del procurador. Vertió veneno en los oídos de Tiberio, y Pilatos fue convocado a Roma para ser juzgado por sus fechorías cuando era gobernador de Judea.
Las propias palabras de Poncio Pilatos fueron utilizadas contra él en el juicio. Había enviado una carta a Tiberio informándole de los milagros de Easa, y de los acontecimientos del Día de la Oscuridad. Los romanos utilizaron estas palabras en su contra, no sólo para desposeerle de su título y de su posición, sino para exiliarle y confiscar sus tierras. Si Pilatos hubiera perdonado a Easa y desafiado a Herodes y a los sacerdotes, su sino no habría sido diferente.
Claudia Prócula permaneció leal a su marido durante las épocas más terribles. Me dijo que su hijo Pilo había muerto a las pocas semanas de la ejecución de Easa. No había explicación, simplemente se consumió ante sus propios ojos. Claudia me confesó que, al principio, había necesitado de todas sus fuerzas para no culpar a su marido de la muerte del niño, pero sabía que Easa no aprobaría eso. Le bastaba con cerrar los ojos para ver su rostro la noche que había sanado a su hijo. Así fue como Claudia Prócula encontró el Reino de Dios. Esta mujer romana de sangre real poseía un extraordinario entendimiento del Camino nazareno. Lo vivía sin el menor esfuerzo.
Claudia y Pilatos se trasladaron a la Galia, donde ella había vivido cuando era pequeña. Dijo que Pilatos dedicó el resto de su vida a tratar de comprender a Easa: quién era, qué quería, qué enseñaba. A lo largo de muchos años, ella le repitió con frecuencia que el Camino de Easa no era algo a lo que pudiera aplicar su lógica romana. Era preciso convertirse en un niño para comprender la verdad. Los niños son puros, francos y sinceros. Son capaces de aceptar la bondad y la fe sin vacilar. Si bien Pilatos creía que era incapaz de abrazar el Camino como Claudia lo había hecho, ésta opinaba que su marido era, a su manera, un converso.
Claudia me contó una historia extraordinaria acaecida el día antes de que el procurador y ella abandonaran Judea para siempre. Poncio Pilatos había ido al templo en busca de Anás y Caifás, y exigió verlos. Les pidió a los dos que le miraran a los ojos, sobre el suelo más sagrado de su pueblo, y contestaran a una pregunta: ¿hemos ejecutado o no al Hijo de Dios?
No sé qué es más extraordinario, el que Pilatos fuera a buscar a los sacerdotes para formular la pregunta, o que ambos sacerdotes confesaran que habían cometido una terrible equivocación.
Tras la resurrección de Easa y su ascensión a los cielos, cierto número de hombres afirmaron que los discípulos habían robado su cuerpo físico. Estos hombres habían sido pagados por el templo, el cual estaba asustado de que se produjera una reacción violenta si el pueblo averiguaba la verdad. Anás y Caifás también confesaron esto. Pilatos dijo a su esposa estar convencido de que aquellos hombres se habían arrepentido de todo corazón, y de que su conciencia los atormentaría hasta el último día de sus vidas.
Ojalá hubieran venido a decírmelo. Les habría entregado las enseñanzas del Camino, y les habría transmitido el perdón de Easa. Pues en cuanto el Reino de Dios despierta en tu corazón, nunca más tienes que sufrir.
EL EVANGELIO DE ARQUES DE MARÍA MAGDALENA
EL LIBRO DE LOS DISCÍPULOS