19

Jerusalén

Año 33

HABÍA SIDO UN DÍA LLENO de incidentes para los nazarenos. La entrada de Easa en Jerusalén había sido recibida con el apoyo popular que habían esperado. De hecho, había superado todas las expectativas. Cuando los seguidores fueron convocados para aprender la oración del Camino, que Easa llamaba ahora el padrenuestro, el monte de los Olivos resultó demasiado pequeño. Los seguidores que asistieron a la prédica de Easa ocuparon toda la colina, esperando el turno de acercarse al ungido, su Mesías, para que les enseñara a rezar.

Easa se quedó hasta que todos los hombres, mujeres y niños quedaron satisfechos, sabiendo que conocían y comprendían su oración, y la llevaban en sus corazones.

Cuando bajaban el monte en dirección a la ciudad, un par de centuriones romanos detuvieron a los nazarenos. Los romanos eran los guardias de la entrada este de Jerusalén, la puerta más cercana a la residencia de Pilatos, la fortaleza Antonia. Interrogaron al grupo acerca de sus intenciones en un deficiente arameo. Easa se adelantó y los sorprendió hablando un griego perfecto. Señaló a uno de los centuriones, al observar que el hombre llevaba la mano cubierta por un grueso vendaje.

—¿Qué te ha pasado? — preguntó sin más.

El centurión no se esperaba esto, pero contestó con sinceridad.

—Me caí sobre unas piedras durante una patrulla nocturna.

—Demasiado vino —tronó su compañero, un tipo de aspecto desagradable, con una cicatriz mellada que recorría la parte izquierda de su cara.

El centurión herido le traspasó con la mirada.

—No creáis ni una palabra de Longinos —añadió—. Perdí el equilibrio.

—Te duele —se limitó a constatar Easa.

El centurión asintió.

—Creo que la tengo rota, pero no he podido ir todavía a un médico. Con las multitudes que se congregan durante la Pascua, estamos al límite de nuestra capacidad.

—¿Puedo verla? — añadió Easa.

El hombre extendió la mano vendada, que colgaba en un ángulo anormal de la muñeca. Easa apoyó una mano encima y colocó la otra debajo, con dulzura. Cerró los ojos y rezó en silencio una oración, mientras sus manos se cerraban suave pero firmemente sobre la del centurión. El herido abrió los ojos de par en par, mientras los nazarenos congregados observaban la curación que estaba teniendo lugar. Hasta el centurión de la cicatriz parecía fascinado.

Easa abrió los ojos y miró a los del romano.

—Ahora deberías sentirte mejor.

Cuando soltó la mano, todo el mundo vio que había recuperado su estado normal. El romano tartamudeó, incapaz de hablar. Quitó los vendajes y flexionó los dedos. Sus ojos azul cielo se nublaron de lágrimas cuando miró a Easa. No se atrevió a hablar por temor a los comentarios de sus compañeros. Easa se dio cuenta y le salvó de la atribulada situación.

—El Reino de los Cielos está a tu alcance. Comunica a los demás la buena nueva —dijo Easa, y continuó rodeando las murallas de la ciudad, seguido de María, los niños y los elegidos.

María estaba agotada, pero no se quejó. El peso del niño que llevaba en su seno impedía que andara más deprisa, pero estaba tan embargada de dicha que se negaba a protestar. Se habían instalado en casa del tío de Easa, José, un hombre rico e influyente que poseía tierras en las afueras de la ciudad. Tanto el pequeño Juan como Tamar estaban dormidos, por suerte. El día también había sido duro para ellos.

María tuvo tiempo de reflexionar sobre las capacidades curativas de Easa mientras estaba sentada a la sombra del jardín de José, sola. Easa se había reunido con su tío y algunos seguidores varones que pensaban ir al templo al día siguiente. María los dejó solos, acostó a los niños y se tomó unos momentos de descanso para rezar. Las otras Marías y las mujeres se habían congregado en una ceremonia de oraciones, pero ella prefirió no asistir. Cada vez le resultaba más difícil encontrar un momento de soledad, y lo ansiaba.

Pero mientras recordaba los detalles concernientes a la curación del soldado romano, se sintió cada vez más inquieta y desconcertada. No podía identificar la sensación, y no sabía muy bien por qué estaba nerviosa. El centurión, para ser un soldado romano, parecía bastante decente, casi agradable. Y ella había sentido su desazón, al igual que Easa, cuando estuvo a punto de llorar después del milagro. El otro soldado era muy diferente. Se trataba de un hombre duro y áspero, lo que cabía esperar de los mercenarios que habían derramado tanta sangre judía. El hombre de la cicatriz llamado Longinos se había quedado estupefacto por la curación, pero no le había afectado de ninguna manera positiva. Estaba demasiado curtido en el combate para eso.

Pero el hombre de los ojos azules no sólo había sanado, sino cambiado. María lo vio en sus ojos cuando sucedió. Al pensar en ello, sintió que una corriente eléctrica recorría su cuerpo, la extraña experiencia, cercana a la profecía, de estar a punto de vislumbrar el futuro. María cerró los ojos e intentó capturar la imagen, pero no logró nada. Estaba demasiado cansada, o tal vez no debía ver esto.

¿Qué podía ser?, se preguntó. La reputación de Easa de gran sanador se había extendido a lo largo y ancho de Israel durante los últimos tres años. El pueblo le honraba y veneraba por ello. En los últimos tiempos, daba la impresión de que lo hacía sin esfuerzo. El poder curativo de Dios se manifestaba a través de Easa con una facilidad impresionante.

¿Acaso Easa no había curado a su propio hermano cuando los médicos de Betania le declararon muerto? El año anterior, María y él habían marchado a toda prisa de Galilea, después de recibir un mensaje de Marta en que anunciaba que Lázaro estaba gravemente enfermo. Sin embargo, el viaje se había prolongado más de lo previsto, y cuando llegaron, un hedor mortífero emanaba de Lázaro. Todos temían que era demasiado tarde. Si bien los poderes curativos de Easa eran asombrosos, nunca había resucitado a nadie de entre los muertos. Era demasiado pedir a un hombre, mesías o no.

Pero Easa entró en casa de Marta con María, y ambas mujeres se aferraron a su fe y rezaron con él. Después entró en el dormitorio de Lázaro solo y empezó a rezar sobre el hombre muerto.

Easa salió de la cámara y miró los rostros pálidos de María y Marta. Sonrió para tranquilizarlas y se volvió hacia la habitación.

—Lázaro, querido hermano, levántate de tu lecho y saluda a tu esposa y tu hermana, que han rezado con tanto amor para que volvieras con nosotros.

Marta y María vieron estupefactas que Lázaro salía poco a poco por la puerta. Estaba pálido y débil, pero muy vivo.

Todo el mundo estuvo de fiesta aquella noche en Betania, cuando corrió la voz de la milagrosa resurrección de Lázaro. Las filas de seguidores del nazareno fueron aumentando cuando las buenas obras de Easa se hicieron legendarias en todo el país. Continuó su sendero de curación, y se detuvo en el río Jordán para bautizar a los nuevos seguidores, tal como Juan le había enseñado. Las multitudes que se congregaban para recibir el bautismo eran enormes, y provocaron que los nazarenos se quedaran más de lo que habían previsto en las orillas del Jordán.

El hecho de que Easa hubiera seguido los pasos de Juan le había granjeado una gran popularidad entre los moderados que rezaban para que fuera el verdadero Mesías. Herodes Antipas, el tetrarca de Galilea, había proclamado que veía en Easa el espíritu de Juan redivivo. Pero no a todo el mundo complacían estos acontecimientos. El que Herodes apoyara en público a Easa no fue bien recibido por los más acérrimos partidarios de Juan, ni por los ascetas esenios más radicales. Maldijeron en silencio a Easa por haber usurpado el lugar de Juan, pero su ira más feroz no iba dirigida contra el nazareno, sino contra la mujer.

Al día siguiente, en el río, María Magdalena cayó al suelo, aferrándose el estómago. Enseguida se sintió muy indispuesta, mientras sus seguidores se apelotonaban a su alrededor. Easa corrió a su lado de inmediato.

María la Mayor se hallaba presente en aquel instante, y también atendió a María Magdalena. Examinó con detenimiento a su nuera y tomó nota de sus síntomas. Se volvió hacia su hijo.

—No es la primera vez que veo esto —dijo con semblante grave—. No se trata de una enfermedad natural.

Easa asintió.

—Veneno.

María la Mayor confirmó la opinión de su hijo.

—No es un veneno cualquiera. ¿Ves que sus piernas están paralizadas? No puede mover la parte inferior del cuerpo, y las náuseas le van a revolver el estómago. Es un veneno oriental llamado el veneno de los siete demonios. El nombre se refiere a los siete ingredientes mortíferos que contiene. Mata, lenta pero dolorosamente. No tiene antídoto. Tendrás que esforzarte por salvar a tu esposa, hijo mío.

María la Mayor despejó la zona con el fin de proporcionar paz y privacidad a Easa, mientras él curaba a su esposa. Asió las manos de María y rezó, hasta que notó que el veneno abandonaba su cuerpo y recuperaba la salud. Mientras Easa obraba el trabajo de Dios, sus discípulos decidieron averiguar quién había envenenado a María Magdalena.

El culpable nunca fue descubierto. Supusieron que era un seguidor fanático de Juan, llegado al Jordán bajo el disfraz de converso, y que había administrado el veneno a una María muy confiada. A partir de aquel día, María Magdalena tuvo el cuidado de no comer o beber en público, a menos que conociera con exactitud la procedencia de los alimentos. Pasó el resto de su vida sufriendo ataques de aquellos que la despreciaban o envidiaban.

La curación de María Magdalena del veneno de los siete demonios gracias a la intervención de Easa se convirtió en una de las mayores leyendas del ministerio del nazareno. Como tantos elementos de la historia de María Magdalena, éste también fue malinterpretado y utilizado contra ella.

Un grito en el patio interrumpió los pensamientos de María. Era Judas, que estaba buscando con desesperación a Easa. María corrió hacia él.

—¿Qué pasa?

—Mi sobrina, la hija de Jairo —jadeó Judas, falto de aliento. Había corrido sin parar desde las murallas del este en busca de Easa—. Puede que sea demasiado tarde, pero le necesito. ¿Dónde está?

María le guió hasta la casa de José. Easa vio la agitación de Judas y se levantó al punto para recibirle. El discípulo explicó que su sobrina era víctima de unas fiebres que afectaban a los hijos de Jerusalén y sus límites. Muchos estaban muriendo. Cuando Judas se enteró y fue a ver a Jairo, los médicos ya le habían dicho que era demasiado tarde. Debido a su cargo en el templo y a su intimidad con Poncio Pilatos, Jairo gozaba de acceso a los mejores médicos. Judas sabía que, si estos médicos se habían rendido, la muchacha ya habría muerto a estas alturas. De todos modos, tenía que intentarlo.

Judas era duro por fuera, pero tierno por dentro. Como hombre que había rechazado el sendero de la familia para abrazar la causa de la revolución, adoraba a sus sobrinos y sobrinas. Smedia, la niña de doce años que estaba enferma, era su favorita.

Easa vio el miedo y la angustia que reconcomían a Judas y miró a María Magdalena.

—¿Podrías viajar esta noche?

Ella asintió. Claro que podía. Habría una madre afligida en aquel hogar, y María le prestaría el máximo apoyo posible.

—Nos vamos —se limitó a decir Easa. Nunca vacilaba, como bien sabía María. Daba igual la hora, daba igual lo cansado que estuviera. Nunca rechazaba a alguien que le necesitara. Nunca.

Judas los siguió afuera, y dirigió una mirada de gratitud a María cuando se fueron. Se alegró de verla. Tal vez Judas regresará al Camino esta noche, pensó, henchida de esperanza.

La posición de Jairo en la comunidad no tenía parangón. Era un fariseo y un líder del templo, pero también era el enviado especial ante el procurador. Cada semana se reunía con Poncio Pilatos para discutir sobre los asuntos de Roma, con el fin de mantener una relación amigable y pacífica con el templo y los judíos de Jerusalén.

Jairo se había hecho amigo de Pilatos, y los dos discutían de política mientras jugaban al ajedrez, a veces durante horas. Raquel, su esposa, le acompañaba a la fortaleza Antonia y pasaba estas horas con la esposa de Pilatos, Claudia Prócula. La amistad entre Raquel y Claudia aumentaba pese a sus diferencias innatas. Claudia era una romana de elevada posición. No sólo era la esposa del procurador de Palestina, sino nieta de un césar e hijastra favorita de otro. Por contra, Raquel era una judía procedente de una familia noble de Israel. No obstante, estas dos mujeres, de orígenes tan diferentes, tenían muchas cosas en común, como esposas de hombres poderosos y, sobre todo, como madres.

Smedia, la hija de Raquel, iba con frecuencia a la fortaleza Antonia con su madre. Le gustaba jugar en los elegantes salones, y cuando la muchacha se hizo mayor, Claudia le prestaba sus lociones y cosméticos. A los doce años, se estaba convirtiendo en una joven realmente hermosa.

Claudia sentía un afecto especial por Smedia, porque a la niña le gustaba jugar con su hijo. Pilo, de siete años, hijo de Poncio Pilatos y Claudia Prócula, era un misterio para casi todo Jerusalén. Pocos sabían que Pilatos tenía un hijo. La deformidad de la pierna izquierda torcida de Pilo limitaba su actividad, y estaba confinado en la fortaleza. Pilatos no presentó a su hijo al mundo, porque sabía que este niño nunca sería un soldado, nunca seguiría los pasos de su padre y llegaría a ser un líder romano. Un niño nacido con tan poca simpatía por parte de los dioses era un mal presagio para un romano.

Pero Claudia conocía una faceta de Pilatos oculta al resto del mundo. Sabía que lloraba por el niño en sus horas más sombrías, cuando creía que nadie le veía ni oía. Pilatos había invertido la mitad de su fortuna en caros doctores de Grecia, enderezadores de miembros de la India y sanadores de todo tipo. Cada sesión terminaba con Pilo anegado en lágrimas de dolor y frustración. Claudia abrazaba al niño, mientras éste se dormía sollozando. Su padre se ausentaba de la fortaleza durante largas horas, y se mantenía alejado de ambos cada vez que esto sucedía.

La joven Smedia mostraba una paciencia infinita con el niño, y se sentaba con él durante horas, le contaba cuentos y cantaba canciones. Claudia sonreía y los observaba con el rabillo del ojo, mientras bordaba con Raquel. ¿Qué diría Pilatos si oyera a su hijo cantar en hebreo? Pero Pilatos entraba muy pocas veces en los aposentos de Claudia, y ella sabía que no debían preocuparse por eso.

Fue durante una de estas visitas cuando Claudia Prócula oyó hablar por primera vez de Easa el Nazareno. Raquel adoraba a aquel hombre y sus obras. Regalaba a Claudia con historias sobre las curaciones y milagros de Easa. El marido de Raquel, Jairo, no permitía que ella alabara al nazareno. Anás y Caifás le consideraban un enemigo. Esos hombres pensaban que Easa era un renegado, que no respetaba la autoridad del templo. Jairo no podía permitir que se le relacionara de ninguna manera con aquel hombre.

No obstante, el primo de Jairo, Judas, era uno de los seguidores elegidos de Easa. Esto desconcertaba a Jairo, pero hasta el momento lo asumía bastante bien. Por su parte, Raquel estaba complacida, pues ahora contaba con relatos de primera mano sobre los milagros del nazareno.

—Deberías llevar a Pilo a ver a Easa —dijo Raquel un día.

Los ojos de Claudia se nublaron de dolor.

—¿Cómo? Mi marido nunca permitiría que nos vieran en compañía de un predicador nazareno ambulante. Sería muy mal visto.

Raquel no volvió a hablar del asunto para no herir la sensibilidad de su amiga, pero Claudia no dejó de pensar en la idea ni un momento. Cuando Smedia fue presa de una terrible fiebre, Pilo cayó enfermo también al cabo de unos días.

Una auténtica multitud se había congregado ya alrededor de la casa de Jairo. Familias relacionadas con el templo, así como muchos ciudadanos de Jerusalén que conocían a Jairo y Raquel, habían llegado para manifestarles su pésame. Smedia, su adorada hija, había muerto.

Judas se abrió paso a empujones entre la muchedumbre, en dirección a la casa de su primo. Easa y María le pisaban los talones. Él agarraba con firmeza la mano de su diminuta esposa, para no perderla entre la multitud. Andrés y Pedro los seguían a escasa distancia para protegerlos en caso necesario. Los nazarenos comprendieron que la niña había sucumbido a la fiebre, pero eso no los detuvo. Entraron por fin en casa de Jairo.

En la fortaleza Antonia, Poncio Pilatos y Claudia Prócula habían recibido la sentencia de muerte de su único hijo. Los médicos se habían rendido. Ya no podían hacer nada más por el niño. Además, ¿acaso no había nacido ya tullido? Poncio Pilatos abandonó la habitación sin decir palabra y se encerró durante el resto de la noche con sus filósofos estoicos. Se había reconciliado con la pérdida al estilo romano.

Claudia se quedó a solas con Pilo. Le abrazó en la cama y clamó entre sollozos que su dulce y valiente hijo se estaba muriendo. Así la encontró el esclavo griego cuando entró en la habitación.

—Mi pobre niño nos va a dejar —dijo Claudia en voz baja—. ¿Qué haremos? ¿Qué haré sin él?

El esclavo corrió al lado de su ama.

—Mi señora, traigo noticias de casa de Raquel y Jairo. Son muy tristes, pero tal vez vienen envueltas en esperanza. La encantadora Smedia ha muerto.

—¡No! — gritó Claudia. Era demasiado para ella. ¿Qué justicia era ésta, que se llevaba del mundo a la hermosa hija de Raquel la misma noche que a su amado hijo?

—Pero espera, señora, aún hay más. Raquel me rogó que te dijera que el sanador nazareno, Easa, va a su casa esta noche. Aunque sea demasiado tarde para Smedia, puede que no lo sea para Pilo.

Claudia no tenía tiempo para sopesar las consecuencias de sus actos. Estaba claro que Pilo iba a exhalar su último suspiro.

—Envuélvele y llévale al carro. Rápido, por favor.

El griego, que también era profesor del niño y le quería mucho, envolvió a Pilo con delicadeza y le transportó hasta el carro, seguido de Claudia. La mujer no se detuvo para avisar a Pilatos, pero supuso que él no repararía en su ausencia. Además, ella era muy capaz de tomar decisiones importantes sin consultar a nadie. ¿Acaso no era la nieta de un césar?

Pilo todavía respiraba, acunado entre su madre y el esclavo griego. Claudia se cubría la cabeza con un espeso velo, pues quería ocultar su alto rango imperial al llegar a casa de una familia judía de luto. El esclavo griego avanzó con el carro entre la multitud hasta donde pudo, y después lo abandonó para ayudar a su ama y al niño a abrirse paso entre la muchedumbre. Era difícil. Además de los amigos y familiares, había corrido la voz de que el milagroso mesías de Galilea se dirigía hacia la casa, y las calles estaban llenas de curiosos y de fieles. No obstante, el pequeño grupo de la fortaleza Antonia estaba decidido a todo, y avanzó hasta llegar a la puerta del vestíbulo.

—Queremos ver a Raquel, la esposa de Jairo —anunció el esclavo griego—. Haz el favor de decir a Raquel que ha venido Claudia, su querida amiga.

La puerta se abrió, pero no fueron admitidos al instante. Judas montaba guardia en el interior. Ordenó al hombre que vigilaba fuera que no dejara entrar a nadie hasta que Easa hubiera salido. Judas no quería testigos, con el fin de proteger a Easa. Jairo era un fariseo, y otros miembros del templo se hallaban entre la multitud para ver qué pasaba, gente enemiga de los nazarenos. Si Easa no podía resucitar a Smedia, le llamarían farsante. Si el éxito coronaba sus esfuerzos, le acusarían de brujería o algo por el estilo, una acusación que podría perjudicar, no sólo a Easa, sino a Jairo, y si un testigo ocular fariseo confirmaba los cargos, el castigo podría ser la pena de muerte. Lo mejor era no permitir la entrada de testigos en la habitación, aparte de los familiares cercanos.

Claudia Prócula sólo oyó la orden perentoria de Judas: «Nada de visitas todavía», pero cuando la puerta se abrió, vislumbró actividad en la habitación. Vio a Smedia en su lecho de muerte, pálida y sin vida entre el espeso incienso. Raquel estaba sentada a su lado, sujetando la mano inmóvil de su hija, la cabeza gacha, rendida al dolor insoportable. Una mujer con un velo rojo de sacerdotisa nazarena se encontraba de pie al lado de Raquel, una torre de fuerza y compasión en el trágico escenario. Jairo, un hombre orgulloso y enérgico, estaba derrumbado en el suelo a los pies de Easa el Nazareno. Le estaba suplicando que curara a su hija.

Más tarde, cuando hubo asimilado todo lo sucedido aquella noche, Claudia habló de la primera vez que vio a Easa.

—Nunca había experimentado algo semejante —dijo—. Verle me inundó de una sensación de calma, como si estuviera en presencia de la encarnación del amor y la luz. Pese a la brevedad del momento, supe que era más que humano, que todos estaríamos bendecidos por toda la eternidad con sólo estar en su presencia, aunque fueran unos pocos segundos.

La puerta no se cerró como Claudia había supuesto. Judas estaba atendiendo al abatido Jairo, y el guardia de fuera estaba demasiado fascinado por la escena para actuar. Claudia observó con extrema fascinación que Easa se acercaba a un lado de la cama. Miró a la mujer de rojo, su esposa, María Magdalena, como Claudia averiguaría más tarde, y apoyó las manos sobre los hombros de Raquel. Susurró algo en su oído que nadie pudo oír, pero Raquel levantó la cabeza por primera vez. Después Easa se inclinó sobre la niña y besó su frente. Tomó la mano de Smedia entre las suyas y cerró los ojos para rezar. Al cabo de un largo y silencioso minuto, cuando nadie en la habitación se atrevía a respirar, Easa se volvió hacia Smedia.

—Levántate, hija —dijo.

Claudia no recordaba todo lo que sucedió a continuación. Fue como un sueño extraño, que nunca se recuerda del mismo modo dos veces. La niña, Smedia, se removió muy despacio al principio, pero después se sentó y llamó a su madre entre sollozos. Jairo y Raquel gritaron y corrieron a abrazar a su hija. En algún momento, Claudia había caído de rodillas, justo cuando la muchedumbre se abalanzó hacia adelante. Se produjo el caos alrededor de la casa. Se oyeron vítores cuando los seguidores del nazareno y los amigos de la familia empezaron a celebrar el milagro de la resurrección de Smedia. Pero también hubo silbidos y abucheos, procedentes de fariseos y enemigos que le acusaban de blasfemo y de practicar la magia negra.

Una oleada de pánico se apoderó de Claudia. Por culpa de la avalancha, el griego y ella habían sido apartados de la puerta, y ahora los arrastraba la multitud. Pilo estaba muy enfermo, y sabía que podía morir justo delante de la casa de Jairo. Había sido peligroso, incluso cruel, llevar a Pilo allí, cuando habría podido exhalar su último suspiro en la comodidad de su cama. Y ahora, parecía inútil, para colmo. El nazareno estaba saliendo entre sus seguidores, y Claudia no podía llegar hasta él.

Pero cuando toda esperanza estaba abandonando a Claudia, vio que María Magdalena se detenía en medio de la multitud. Algo ocurrió entre las dos, la comunicación mística entre hermanas en momentos difíciles. Sus ojos se encontraron un momento, y después la mirada de María se desvió hacia el niño que el griego sostenía en sus brazos. María apoyó en silencio una mano sobre el hombro de Easa. Éste se detuvo y se volvió para ver lo que su esposa le estaba pidiendo. Los ojos de Easa se encontraron con los de Claudia un instante, y después sonrió, una expresión de pura esperanza y luz. Claudia jamás supo decir cuánto había durado este momento, pues la distrajo la voz de su hijo, que estaba gritando para atraer su atención.

—¡Mamá! ¡Mamá! — Pilo se retorcía entre los brazos del griego—. ¡Bájame!

Claudia vio que el color volvía a la cara de Pilo. Su aspecto era saludable y fuerte de nuevo. En menos de un instante, el moribundo hijo de Claudia y Pilatos se había recuperado por completo. Pero la cosa no acababa ahí. Cuando los pies del niño tocaron el suelo, tanto Claudia como el griego se percataron de que la pierna del niño ya no estaba torcida. Caminó hacia ella, erguido y fuerte.

—¡Mira, mamá! ¡Puedo andar!

Claudia abrazó a su hermoso hijo, mientras veía que el sanador nazareno y su menuda esposa desaparecían entre la bulliciosa multitud de Jerusalén.

—Gracias —les susurró. Y aunque pareciera extraño, pese a que estaban demasiado lejos para verlos, supo que la habían oído.

La curación de Pilo significó una espada de doble filo para Poncio Pilatos. Estaba muy contento de que su hijo se hubiera curado por completo, de una manera que ni Claudia ni él habían imaginado posible jamás. Ahora sí que era un heredero digno de su legado romano, un niño que se convertiría en un hombre y un soldado. Pero el método de la curación era inquietante. Peor aún, tanto Claudia como Pilo estaban obsesionados con ese nazareno, que era una especie de espina clavada en el costado de las autoridades romanas y de los sacerdotes del templo.

Pilatos se había reunido con Caifás y Anás, a petición de éstos, unas horas antes, para hablar de la escena ocurrida en las puertas del este. El nazareno había llegado a lomos de un asno, tal como había pronosticado uno de los profetas judíos, y los sacerdotes estaban muy preocupados por lo que consideraban una declaración de proporciones mesiánicas. Si bien las rencillas religiosas de los judíos no significaban un problema inmediato para Pilatos, se rumoreaba que ese nazareno se autodenominaba rey de los judíos, lo cual era una traición contra el césar. Pilatos sabía que debería tomar alguna medida contra Easa si daba otro paso controvertido, sobre todo ahora que se acercaba la Pascua.

Para complicar todavía más la situación, Herodes, el tetrarca de Galilea, había cargado contra Easa en un mensaje confidencial a Pilatos. «Me han informado de que ese hombre quiere ser el rey de todos los judíos. Se ha convertido en un personaje peligroso para mí, para ti y para Roma».

Ésos eran los problemas prácticos de Pilatos. Sus problemas filosóficos eran otra cuestión.

¿Qué fuerzas controlaba o canalizaba ese nazareno, que le permitían hacer cosas tales como resucitar a un niño de entre los muertos? De no haber sido por Pilo, Pilatos habría pensado que los milagros de Easa eran simples trucos, y aceptado las acusaciones de blasfemia de los fariseos, pero él sabía mejor que nadie que la enfermedad y la deformidad de Pilo eran reales. O al menos lo habían sido. Ahora habían desaparecido sin más.

Había algo que necesitaba una explicación. La razón romana exigía una respuesta, comprender lo ocurrido. Poncio Pilatos se quedaba muy frustrado cuando no podía encontrar una explicación.

Pero su esposa no necesitaba más pruebas. Había presenciado dos grandes milagros, había gozado de la presencia y la gloria del nazareno y su Dios: Claudia Prócula se había convertido al instante. Estaba decepcionada y disgustada porque su marido se había negado a dejarla asistir a una de las prédicas de Easa en Jerusalén. Deseaba ir con Pilo, permitir que su hijo conociera a ese asombroso nazareno que era algo más que un hombre. Pilatos se lo prohibió de manera terminante.

El procurador romano era un hombre complicado, mortificado por las dudas, los temores y las ambiciones. La tragedia de Poncio Pilatos se produciría cuando todas estas cargas se impusieran al amor, la energía y la gratitud que había podido sentir.

Era muy tarde cuando los nazarenos llegaron a casa de José. Easa, como siempre, estaba muy despierto y preparado para reunirse con sus seguidores más cercanos antes de retirarse a descansar. Estaban sopesando las posibilidades del día siguiente en Jerusalén. María se quedó a escuchar la discusión, para saber qué iba a suceder. El incidente de la casa de Jairo había dejado claro que el pueblo de Jerusalén estaba dividido acerca de Easa. Había más partidarios que detractores, pero todos sospechaban que los detractores eran hombres poderosos relacionados con el templo.

Judas habló a los hombres reunidos. Se le veía demacrado y agotado, pero el júbilo de lo que había presenciado en el lecho de muerte de Smedia le mantenía en pie.

—Jairo conversó conmigo antes de que nos fuéramos —les dijo—. Está mucho más inclinado a apoyarnos ahora, cuando ha visto con sus propios ojos que Easa es el verdadero Mesías. Me advirtió que los consejos de fariseos y saduceos estaban inquietos por los grupos de partidarios nazarenos que entraban en la ciudad. Somos más numerosos de lo que habían imaginado. Nos tienen miedo, y es probable que pasen a la acción si creen que suponemos una amenaza para ellos o para la paz del templo durante la Pascua.

Pedro escupió en el suelo, asqueado.

—Todos sabemos por qué. La Pascua es la época más provechosa del año para el templo. Se realiza el mayor número de sacrificios, y una gran cantidad de dinero cambia de manos.

—Es la época de la cosecha para mercaderes y prestamistas —añadió su hermano Andrés.

—Y los que más salen beneficiados son Anás y su yerno —concluyó Judas—. No supondrá una sorpresa para ninguno de vosotros que son los cabecillas de la campaña de descrédito lanzada contra nosotros. Hemos de proceder con mucha cautela, de lo contrario presionarán a Pilatos para que firme una orden de detención contra Easa.

Éste alzó la mano, cuando los hombres empezaron a hablar entre sí, muy agitados.

—Paz, hermanos míos —dijo—. Mañana iremos al templo y demostraremos a nuestros hermanos Anás y Caifás que no tenemos la menor intención de desafiarlos. Podemos coexistir en paz, sin necesidad de excluirnos mutuamente. Iremos para celebrar la Pascua, en compañía de nuestros hermanos nazarenos. No pueden negarnos la entrada, y tal vez llegaremos a una tregua con ellos.

Judas no estaba tan seguro.

—Creo que no le arrancarás ningún compromiso a Anás. Nos desprecia, a nosotros y a nuestras enseñanzas. Lo último que desean Anás y Caifás es que el pueblo crea que no necesita el templo para llegar a Dios.

María se levantó del suelo y dirigió una mirada afectuosa a Easa desde el otro lado de la habitación. Él la vio y le devolvió la mirada mientras su esposa salía con sigilo por la puerta de atrás. Ahora estaba demasiado cansada para estrategias. Además, si Easa estaba decidido a hacer acto de aparición en el templo al día siguiente, intuía que todos necesitaban reponer fuerzas.

María compartía una habitación con los niños, como hacía siempre cuando viajaban. Creía que esto les daba una sensación de seguridad, elemento necesario para niños que llevaban con frecuencia una existencia nómada. Dormían como ángeles, Juan José con sus espesas pestañas oscuras y las mejillas oliváceas, y Sara Tamar acurrucada en una nube de lustroso pelo rojo.

Su madre reprimió el ansia de besarlos. Tamar tenía el sueño ligero, y no quería despertar a ninguno de los dos. Los niños necesitarían descansar si querían acompañarla mañana a Jerusalén. Para ellos, la ciudad resultaría bulliciosa y colorida. Mientras estuvieran a salvo en Jerusalén, lo permitiría, pero si las circunstancias se ponían difíciles para Easa, tendría que llevarse a los niños de la ciudad. Si ocurría lo peor, ni siquiera las tierras de José serían seguras. Tendría que dejarlos en Betania, en casa de Lázaro y Marta.

María se acomodó por fin en su cama y cerró los ojos. Pero el sueño no llegó con facilidad, aunque lo deseaba y necesitaba. Había demasiados pensamientos e imágenes en su cabeza. En su mente vio a la mujer del espeso velo, la que había aparecido con un niño en brazos ante la casa de Jairo. María supo dos cosas en cuanto vio el rostro de la mujer. Primero, no era ni judía ni plebeya. Su porte y la calidad del velo impedían que pudiera confundirse con el populacho. María sabía muy bien cuándo una mujer intentaba disfrazarse. ¿Acaso no lo había hecho ella muchas veces, cuando la situación lo había exigido?

Lo segundo en lo que María había reparado era la desesperación de la mujer. La había sentido en lo más íntimo de su ser. Era casi como si el propio dolor hubiera pedido la ayuda de Easa. Cuando María miró la cara de la mujer, vio la misma sensación de pérdida que experimenta toda madre cuando no puede salvar a un hijo. Es un dolor que no conoce raza, credo ni clase, un dolor que sólo pueden compartir padres que sufren. Durante los tres últimos años de ministerio, María había visto esa expresión muchas veces. Pero también muchas veces había visto la expresión de desesperación cambiar por otra de alegría.

Easa había salvado a muchos hijos de Israel. Por lo visto, ahora había salvado a uno de Roma.

Tal como habían planeado, Easa y sus seguidores fueron al templo al día siguiente. María llevó a los niños a Jerusalén con ella, y se detuvo a presenciar la actividad y las discusiones que tenían lugar fuera de los muros sagrados. Easa se hallaba en el centro de una numerosa y creciente multitud, predicando el Reino de Dios. Los hombres de la muchedumbre le desafiaban y lanzaban preguntas, que él contestaba con su calma habitual. Las respuestas eran meticulosas e incorporaban las enseñanzas de las Escrituras. Al poco, resultó evidente que su conocimiento de la ley era insuperable.

Más tarde, gracias a la información aportada por Jairo, descubrieron que Anás y Caifás habían infiltrado a algunos de sus hombres entre la multitud. Tenían órdenes de formular preguntas rebuscadas. Si las respuestas de Easa podían ser interpretadas como blasfemas, sobre todo tan cerca del templo y en presencia de tantos testigos, los sumos sacerdotes contarían con más pruebas contra él.

Un hombre se adelantó y formuló una pregunta sobre el tema del matrimonio. Judas vio al hombre y lo reconoció. Susurró en el oído de Easa que era un fariseo que había repudiado a su esposa para casarse con otra más joven.

—Dime, rabino —dijo el hombre—, ¿es conforme a la ley que un hombre repudie a su esposa por alguna causa? He oído decirte que no, y no obstante la ley de Moisés afirma lo contrario. Moisés escribió un contrato de divorcio.

Easa habló en voz alta, para que todo el mundo le oyera. Su réplica fue severa, pues conocía las transgresiones personales del hombre.

—Moisés escribió ese precepto debido a la dureza de tu corazón.

La multitud consistía sobre todo en hombres de Jerusalén que conocían a este fariseo. Se elevó un murmullo entre ellos al oír el insulto, pero Easa no había terminado. Estaba harto de estos corruptos fariseos, que vivían como reyes decadentes a costa de las dádivas de los judíos pobres y devotos. Consideraba que los sacerdotes actuales, hombres encargados de defender la ley con la más absoluta integridad, constituían una pandilla de hipócritas. Predicaban una vida de santidad, pero no daban ejemplo. Durante los últimos años de su ministerio, Easa había llegado a la conclusión de que el pueblo de Jerusalén estaba acobardado por estos hombres. Temían el poder de los fariseos tanto como el de Roma. En muchos aspectos, estos hombres del templo eran tan peligrosos para los judíos corrientes como los romanos, porque gozaban de autoridad para influir en su vida cotidiana de muchas maneras.

—¿No has leído las Escrituras? — La pregunta de Easa fue otro ataque contra el hombre. Después se volvió hacia la muchedumbre—. Quien los creó al principio los hizo hombre y mujer, y dijo: «Porque esto será motivo de que un hombre abandone a padre y madre y se aferre a su esposa, y los dos serán una sola carne, de forma que ya no serán dos, sino uno. Lo que Dios ha unido, el hombre no lo separe». Y yo os digo que aquel que repudia a su esposa, salvo en caso de adulterio, también comete adulterio.

—Si ése es el caso, tal vez no sea bueno casarse —bromeó alguien.

Easa no rio. El sacramento del matrimonio y la importancia de la vida familiar constituían la piedra angular de la doctrina nazarena. Habló en contra de aquella idea.

—Algunos hombres nacen eunucos, y otros han sido convertidos en eunucos. Que todos los hombres capaces de recibir el sacramento del matrimonio lo reciban, porque es la voluntad del Señor nuestro padre. Y que se aferren a su esposa hasta que la muerte los separe.

El fariseo, ofendido, contraatacó.

—¿Y tú qué, nazareno? La ley de Moisés dice que el hombre que sea el Ungido ha de casarse con una virgen, y nunca con una casquivana, ni siquiera una viuda.

Era un ataque sin disimulos contra María Magdalena, que se hallaba algo apartada de la multitud con sus hijos. Había optado por vestirse con sencillez para confundirse con la multitud, y no llevaba el velo rojo de su rango. Se alegró de ello en aquel momento, mientras esperaba la respuesta de Easa.

Ésta consistió en otra pregunta al fariseo.

—¿Soy de la estirpe de David?

El hombre asintió.

—De eso no cabe duda.

—¿Y fue David un gran rey, y Ungido de nuestro pueblo?

El fariseo replicó en sentido afirmativo, consciente de que estaba cayendo en una trampa, pero sin saber cómo salir de ella.

—¿No pedirías que emulara a David si he de ser su heredero? ¿Quién de los aquí presentes no consideraría positivo y honorable seguir los pasos de David?

La multitud se hizo eco de la pregunta de Easa, reconociendo con asentimientos y gestos que sería positivo imitar el modelo del Gran León de Judá.

—Pues eso es exactamente lo que he hecho. Al igual que David se casó con la viuda Abigail, una excelente hija de Israel, yo he contraído matrimonio con una viuda de sangre noble.

El fariseo sabía que había caído en su propia trampa y desapareció entre la muchedumbre, pero no era fácil desmontar la estructura de poder de los hombres del templo. A medida que lanzaban más preguntas a Easa, las respuestas eran como flechas afiladas que disparaba contra los fariseos. Otro hombre, vestido con el hábito sacerdotal, se acercó a él con agresividad no disimulada.

—Me han dicho que tú y tus discípulos transgredís la tradición de vuestros mayores. ¿Por qué no os laváis las manos cuando coméis pan?

Numerosos murmullos habían recorrido la muchedumbre durante estos últimos intercambios. La disensión pendía en el aire, y Easa sabía que debía adoptar una actitud firme. Estos hombres de Jerusalén no eran como los de Galilea y las regiones más lejanas. Los hombres de la ciudad exigían acción. Podían seguir a un rey capaz de liberarlos de sus cadenas, pero antes tendría que demostrar su fuerza y valía.

La voz de Easa resonó, no tanto en defensa de los nazarenos como condenando a los sacerdotes.

—¿Por qué transgredís los mandamientos de Dios con vuestras tradiciones? Hipócritas. — El insulto resonó en los muros del templo—. Mi primo Juan os llamó víboras, con todo el derecho. — La referencia al Bautista era una cita astuta para ganarse el apoyo de los hombres más conservadores de la muchedumbre—. Juan era Isaías encarnado, y fue Isaías quien dijo: «Este pueblo me honra con los labios, pero sus corazones están lejos de mí». Ahora veo que los fariseos estáis limpios por fuera, pero por dentro estáis llenos de codicia y perversidad. ¿Acaso no creó el Señor lo que hay dentro y lo que hay fuera?

Easa alzó la voz para culminar su razonamiento.

—Ésta es la diferencia entre mis nazarenos y estos sacerdotes —dijo—. Nosotros nos preocupamos por la limpieza de nuestras almas, para tener en la tierra el Reino de Dios que está en los cielos.

—¡Eso es una blasfemia contra el templo! — gritó un hombre. A continuación, se produjo un gran tumulto, gritos a favor y otros en contra.

El ruido y el alboroto iban en aumento. María, que estaba observando la escena desde una colina, pensó al principio que sólo se trataba de una reacción a las palabras osadas de Easa. De hecho, ésa era la causa de gran parte de la turbación que afectaba a los hombres de Jerusalén, pero varios discípulos del nazareno se estaban abriendo paso entre las turbas para llegar hasta Easa, a la cabeza de un grupo de hombres y mujeres que habían oído hablar de las curaciones milagrosas. Todos estaban tullidos, trágicos guiñapos que se consideraban menos que humanos debido a su ceguera o sus deformidades.

Los prestamistas y mercaderes protestaron por la intrusión de los lisiados. Era su semana más beneficiosa, y esa turba estaba perjudicando los negocios que tenían su sede en el templo. Cuando un ciego tropezó con la mesa de un mercader y esparció sus ganancias, los ánimos se desataron. El mercader persiguió al ciego con un bastón, al tiempo que gritaba insultos contra el pobre desgraciado y los nazarenos. Easa fue en ayuda del ciego, le ayudó a ponerse en pie con delicadeza y susurró algo en su oído. Indicó a sus discípulos con un ademán que apartaran a un lado a los tullidos y volcó otras mesas del cruel mercader que había atacado al ciego. Gritó para hacerse oír por encima del tumulto.

—Está escrito que el templo de Dios debería ser una casa de oraciones. Vosotros lo habéis convertido en una guarida de ladrones.

Otros mercaderes apostrofaron a Easa cuando avanzó por el templo. El caos amenazaba con provocar graves disturbios, hasta que el Mesías levantó las manos y pidió a sus discípulos que le siguieran hasta la fachada del templo. Allí condujeron a los desgraciados plagados de toda clase de enfermedades y deformidades. Easa empezó a curarlos a todos de uno en uno, y el primero fue el ciego.

La multitud que rodeaba el templo iba aumentando en número. Pese a las osadas palabras de Easa, o tal vez por ello, los hombres y mujeres de Jerusalén estaban muy interesados por este nazareno, el hombre que sanaba en segundos enfermedades incurables hasta ese momento. María ya no le veía desde donde estaba. Además, Tamar y Juan estaban inquietos, con el nerviosismo de los pequeños cuando se encuentran en un ambiente agitado. María se alejó del lugar para llevar a los niños al mercado.

Mientras caminaban por las calles adoquinadas, vio a dos fariseos enfundados en sus hábitos negros delante de ella. Estaba segura de haber oído el nombre de Easa en sus labios. Se tapó casi toda la cara con el velo y se mantuvo a escasa distancia de ellos, con los niños cogidos de sus manos. Los hombres hablaban sin disimulo, pero en griego, porque sabían que el populacho que los rodeaba no entendía el idioma más culto. Pero María, debido a su noble cuna, hablaba el griego con fluidez.

Entendió muy bien lo que dijo uno de los hombres cuando se volvió hacia su acompañante.

—Mientras viva este nazareno, no tendremos paz. Cuanto antes nos deshagamos de él, mejor para todos.

María encontró a Bartolomé en la plaza del mercado. Le habían enviado a comprar provisiones para los discípulos. Ella le rogó que volviera con Easa y le dijera que ni él ni sus seguidores debían pernoctar en casa de José. Tendrían que irse de Jerusalén por el bien de Easa. María creía que la casa de Betania que había compartido con Lázaro y Marta era la mejor elección. Estaba a un buen trecho de Jerusalén, pero permitía acceder a la ciudad sin tardar mucho o escapar de ella con celeridad.

Aquella noche Easa se encontró con María y los niños en Betania. Algunos discípulos se quedaron con ellos en casa de Lázaro, mientras otros fueron a casa de Simón, su amigo de confianza. Era en casa de Simón donde María había desobedecido a Lázaro y Juan con desastrosas consecuencias años antes. Los discípulos se reunieron después para comentar los acontecimientos del día y planear sus siguientes pasos.

María estaba preocupada. Intuía que las opiniones estaban divididas en Jerusalén: la mitad a favor del brillante nazareno, obrador de milagros y defensor de los pobres, y la mitad opuesta a un arribista que desafiaba al templo y a sus tradiciones de una forma tan descarada. Repitió la conversación de los sacerdotes, tal como la había oído en la plaza del mercado. Mientras hablaba, Judas llegó de casa de Jairo con más noticias.

—Ella tiene razón. Jerusalén se está haciendo peligrosa para ti —dijo a Easa—. Jairo dice que Anás y Caifás piden que te ejecuten por blasfemo.

—Disparates —dijo Pedro, asqueado—. Easa jamás ha proferido una blasfemia, y no podría hacerlo aunque quisiera. Ellos son los blasfemos, esas víboras.

Easa no parecía preocupado.

—Da igual, Pedro. Los sacerdotes carecen de autoridad para condenar a muerte a un hombre. Sólo Roma puede hacerlo, y los romanos no reconocen las leyes sobre la blasfemia de los judíos.

Los hombres hablaron hasta bien entrada la noche acerca de la estrategia que debían adoptar al día siguiente. María quería mantener alejado a Easa de Jerusalén durante un día, para que la calma regresara a la ciudad, pero él se negó en redondo. Multitudes aún más numerosas le esperaban al día siguiente, pues había corrido la voz por toda Jerusalén de las atrevidas enseñanzas y las extraordinarias curaciones de Easa. No decepcionaría a quienes habían viajado hasta Jerusalén para verle. Tampoco se rendiría a las presiones de los sacerdotes. Ahora, más que nunca, necesitaba ser un líder.

María prefirió quedarse en Betania con los niños y Marta al día siguiente. Estaba empezando a acusar los efectos de su avanzado embarazo, y el largo y apresurado regreso a Betania la había agotado. Mantuvo ocupados a los niños en la casa, mientras intentaba alejar de su mente los posibles peligros a los que Easa se enfrentaría dentro de los muros de la ciudad.

Estaba sentada en el jardín, mirando jugar a Tamar en la hierba, cuando vio que una mujer se acercaba a la casa, cubierta con un espeso velo negro. Llevaba ocultos la cara y el pelo, de forma que era imposible saber si la conocía o no. Tal vez era una amiga de Marta o una nueva vecina.

La mujer se acercó más y María oyó una carcajada reprimida.

—¿Qué pasa, hermana? ¿Ya no me reconoces después de tanto tiempo?

El velo descendió y reveló que la mujer era Salomé, la princesa de la familia Herodes. Su rostro había perdido la redondez de la infancia, y estaba alcanzando la plena madurez. María corrió para abrazarla, y se quedaron así durante un largo minuto. Después de la muerte de Juan, había sido demasiado peligroso para Salomé ser vista en compañía de los nazarenos. Su presencia era peligrosa para Easa. Además aspiraba a ganarse a los seguidores de Juan, así que no podía permitir que le vieran en compañía de la mujer a la que acusaban de provocar su detención, cuando no su muerte.

La separación forzosa había sido dura para ambas. Salomé se sintió muy afligida cuando no pudo terminar su preparación de sacerdotisa y tuvo que alejarse de la gente a la que había llegado a querer más que a su familia. Para María, era otra secuela amarga de la opinión injusta que había recaído sobre ellas después de la ejecución de Juan.

Salomé chilló cuando vio a la pequeña Tamar en la hierba.

—¡Mírala! ¡Es igual que tú!

María sonrió y asintió.

—Por fuera, pero por dentro se está convirtiendo en la viva imagen de su padre.

María contó algunas anécdotas de la pequeña Tamar, y de cómo había demostrado ser especial desde que empezó a andar. Había curado a un cordero caído en una zanja en Magdala, con una simple caricia de su mano infantil. Ahora tenía algo más de tres años, pero sabía hablar muy bien, tanto en griego como en arameo.

—Tiene suerte de que seáis sus padres —dijo Salomé, y su rostro se ensombreció—. Y hemos de conservar vuestras vidas, por eso estoy aquí. Traigo noticias de palacio, María. Easa corre grave peligro.

—Entremos para que nadie nos oiga —contestó María.

Se agachó para levantar a Tamar, pero su abultado estómago le dificultó la tarea. Salomé extendió las manos.

—Ven con tu hermana Salomé —dijo. Tamar miró a la desconocida, y después a su madre como pidiendo permiso. Una sonrisa de dientes perfectos se dibujó en la cara de la niña, que saltó a los brazos de la princesa.

Entraron juntas en la casa, y María indicó con un gesto a Marta que se llevara a Tamar.

Marta tomó a la pequeña de los brazos de Salomé.

—Ven, princesita. Vamos a buscar a tu hermano.

Juan había salido a pasear por las tierras con Lázaro. Marta indicó que iba a llevarse a su sobrina para que María y Salomé hablaran en privado. Después de que se marchó, Salomé aferró la mano de María.

—Escúchame, lo que debo decirte es muy urgente. Mi padrastro ha estado hoy en casa de Poncio Pilatos, y yo le he acompañado. Se marcha a Roma dentro de dos días para ver al emperador, y necesitaba un informe completo del procurador. Utilicé la excusa de que deseaba ver a Claudia Prócula, la esposa de Pilatos, para ir con él. Claudia es la nieta de César Augusto, y sabía que mi padrastro no me lo negaría. Pero no quería ir por eso, claro está. Sabía que Easa, tú y los demás estabais aquí. ¿Dónde está María la Mayor?

—Aquí —contestó María—. Esta noche se hospeda en casa de la familia de José con algunas mujeres más, pero mañana te acompañaré a verla, si quieres.

Salomé asintió y continuó su historia.

—Utilicé la excusa de ir a ver Claudia para saber qué noticias había en Jerusalén de los nazarenos. ¡Poco imaginaba yo lo mucho que Claudia tenía que contarme! ¿No es asombroso?

María no sabía muy bien a qué se refería Salomé.

—¿El qué?

Los ojos oscuros y exóticos de Salomé relucieron.

—¿No lo sabes? Oh, María, esto es demasiado. La noche que Easa resucitó a la hija de Jairo, ¿te acuerdas de una mujer que había entre la multitud cuando os fuisteis? Iba con un griego que llevaba a un niño enfermo en brazos, un niño pequeño.

María recordó toda la escena. Había visto el rostro de la mujer las dos últimas noches, antes de dormir.

—Sí —contestó—. Se lo dije a Easa y se volvió para curar al niño. Es lo único que sé con seguridad, aparte de que la mujer no parecía plebeya, ni judía.

Salomé lanzó una carcajada.

—María, esa mujer era Claudia Prócula. ¡Easa curó al hijo de Poncio Pilatos!

María estaba asombrada. Ahora todo adquiría sentido: la sensación de clarividencia, de saber que algo, además de la curación, estaba pasando en aquel momento.

—¿Quién sabe esto, Salomé?

—Nadie, salvo Claudia, Pilatos y el esclavo griego. Pilatos ha prohibido a su esposa que hable de ello, y ha dicho a todo el mundo que le ha preguntado por la milagrosa recuperación del niño que había sido la voluntad de los dioses romanos. — Salomé hizo una mueca para expresar su desagrado—. La pobre Claudia ardía en deseos de contárselo a alguien, y sabía que yo había sido nazarena en otra época.

—Aún eres una nazarena —dijo María, mientras se levantaba para permitir que el niño cambiara de posición en su vientre. Tenía que meditar sobre esta importante información. Era reconfortante, pero aún no se atrevía a esperar demasiado de ella. Tal coincidencia debía formar parte del plan maestro que Dios había trazado para Easa. ¿Había dado a Claudia un hijo enfermo para que Easa le curara y demostrara su divinidad a Pilatos? Y si el sino de Easa terminaba en las manos de Poncio Pilatos, ¿cómo iba a condenar a muerte al hombre que había salvado a su hijo?

—Pero hay más, hermana. — El semblante de Salomé se entristeció de nuevo—. Cuando estaba allí, esos horribles Anás y su yerno Caifás acudieron para ver a Pilatos y a mi padrastro. Están acumulando pruebas contra Easa. — Dirigió una sonrisa astuta a María—. Oí que los anunciaban y supliqué a Claudia que me dijera el mejor lugar para esconderme y poder escucharles sin ser vista.

María sonrió a Salomé, tan impetuosa como siempre.

—Pilatos no quiso saber nada de ello, y trató de desechar el tema como carente de importancia, porque quería terminar su entrevista con Herodes. A Pilatos sólo le importa que llegue a Roma un buen informe sobre su capacidad de gobernante. Aspira a un puesto en Egipto.

María estaba escuchando con paciencia, y su corazón se aceleró cuando Salomé continuó.

—Pero mi padrastro, ese arrogante Herodes, se alineó con esos sacerdotes idiotas. Jugaron con él, le dijeron que Easa se hacía llamar rey de los judíos y que deseaba suplantar a Herodes en el trono.

María meneó la cabeza. Era absurdo, por supuesto. Easa no deseaba sentarse en ningún trono. Era rey en los corazones de la gente, el que les entregaría el Reino de Dios. Para eso, no necesitaba palacio ni trono. Pero un inseguro Herodes se sentía amenazado debido a las manipulaciones de Anás y Caifás.

—Poco después, oí que Pilatos entraba en los aposentos de Claudia (no me vio porque seguía escondida), y le dijo: «Querida mía, temo que los hados se han confabulado contra tu Easa el Nazareno. Los sacerdotes piden a gritos su cabeza, y quieren que le detenga antes de Pascua». A lo que Claudia respondió: «Pero tú le perdonarás, ¿verdad?». Pilatos no dijo nada, y oí que Claudia repetía: «¿Verdad?», y no volví a oír nada más hasta que Pilatos salió de la habitación. Cuando estuve segura de que se había ido, salí y encontré a Claudia en un estado lamentable. Dijo que su marido no la había mirado al marcharse. Oh, María, está muy preocupada por lo que le pueda suceder a Easa, y yo también. Tienes que sacarle de Jerusalén.

—¿Dónde cree tu padrastro que estás ahora?

Salomé se encogió de hombros.

—Le dije que iba a pasar el día comprando sedas. Está demasiado preocupado por su viaje a Roma para que le importe dónde paso la noche. Tiene sus propias diversiones en Jerusalén.

María estaba tratando de diseñar una estrategia. Debía esperar a que Easa regresara a casa por la noche para contárselo todo. Sabía que no necesitaría animar mucho a Salomé para que pernoctara en su casa y le diera todos los detalles.

Salomé se quedó, y experimentó una gran alegría cuando María la Mayor acudió por la tarde. La madre de Easa trajo con ella a las demás Marías, su hermana, María la de Santiago, y su prima, María Salomé, madre de los dos seguidores más leales de Easa. Fue un honor para Salomé estar en compañía de estas sabias mujeres, fuertes aunque a menudo silenciosas líderes de la tradición nazarena. No obstante, su alegría fue fugaz, como la de María Magdalena.

—He visto una gran oscuridad en el horizonte, hijas mías —les dijo María la Mayor—. He venido para ver a mi hijo. Todas debemos estar preparadas para la prueba de fe y coraje que esta Pascua nos traerá.

Las noticias procedentes de Jerusalén eran, ciertamente, preocupantes. Multitudes más numerosas habían recibido a Easa y los nazarenos aquella mañana al llegar a la ciudad, causando nerviosismo entre los guardias romanos. Los nazarenos se habían instalado frente al templo, donde Easa predicó y contestó a las preguntas y desafíos que le plantearon. Al igual que el día anterior, representantes del sumo sacerdote y del templo habían infiltrado hombres entre la muchedumbre. El nerviosismo aumentó cuando los mercaderes y prestamistas que habían sido reprendidos el día anterior fueron a protestar por la presencia de los nazarenos. Por fin, en un esfuerzo por mantener la paz y evitar derramamientos de sangre, Easa se marchó con sus seguidores nazarenos más leales.

Aquella noche, en Betania, la combinación de las observaciones de Salomé, la información facilitada por Jairo y la profecía de María la Mayor creó una atmósfera de consternación y preocupación. Sólo Easa parecía indiferente a las amenazadoras circunstancias, mientras hacía planes para el día siguiente.

Simón y Judas, que habían pasado el día reunidos con sus hermanos zelotes, habían trazado un plan.

—Somos suficientes para luchar contra cualquiera que te ataque —dijo Simón—. Mañana habrá una multitud en el templo. Si vas y dices al pueblo que el Reino de Dios, tal como lo conocemos, liberará a los judíos de la opresión de Roma, las masas te seguirán.

—¿Con qué objetivo? — preguntó Easa con calma—. El resultado de tal acción sería la matanza de muchos judíos inocentes. Ése no es el Camino. No, Simón, no incitaré disturbios que derramen la sangre de nuestro pueblo en la víspera de un día tan sagrado. ¿Cómo puedo demostrar que el Reino de Dios está en todos los hombres y mujeres si les pido que den su sangre y mueran por él? No habéis comprendido el sentido del Camino, hermanos míos.

—Pero no hay Camino sin ti —replicó Pedro. Las tensiones de los últimos días estaban afectando a Pedro más que a cualquiera de los discípulos. Había sacrificado todo por su fe en Easa y en el Camino. Era demasiado para él plantearse cualquier desenlace adverso.

—Te equivocas, hermano —repuso Easa. No había reproche en su voz cuando se volvió hacia Pedro—. Te he dicho esto desde que éramos niños, Pedro. Tú eres la roca sobre la cual florecerá nuestro ministerio. Tu legado pervivirá tanto como el mío.

Pedro no pareció consolarse, ni tampoco los demás discípulos. Easa se dio cuenta y alzó las manos.

—Escuchadme, hermanos y hermanas. Recordad lo que os he dado, la certeza de que el Reino de Dios vive en vuestro interior, y de que ningún opresor os lo podrá arrebatar. Si cobijáis esa verdad en vuestros corazones, jamás conoceréis ni un día de miedo o dolor.

Después extendió las manos hacia los discípulos y rezó el padrenuestro.

Easa dejó a sus seguidores aquella noche para conversar en privado con María la Mayor. Cuando terminaron, deseó buenas noches a su madre y fue en busca de su esposa.

—No has de tener miedo de lo que va a ocurrir, palomita —dijo con ternura.

María escudriñó su cara. Easa solía ocultar sus visiones a los discípulos, pero a ella raras veces. Era la única persona con la que lo compartía todo. Pero esa noche percibió su reserva.

—¿Qué has visto, Easa? — preguntó en voz baja.

—He visto que mi Padre, que está en los cielos, ha dispuesto un gran plan y hemos de seguirlo.

—¿Para cumplir las profecías?

—Si tal es su voluntad.

María guardó silencio un momento. Las profecías eran concretas: afirmaban que el Mesías sería ejecutado por su propio pueblo.

—¿Qué me dices de Poncio Pilatos? — preguntó María con cierta esperanza—. Fuiste enviado a curar a su hijo para que se diera cuenta de quién eres. ¿No crees que eso forma parte del plan de Dios?

—María, escucha con atención lo que voy a decirte, porque te dará una idea del Camino de los nazarenos. Dios crea su plan y coloca a cada hombre y mujer en su lugar. Pero no les obliga a entrar en acción. Como cualquier buen padre, el Señor guía a sus hijos, pero les concede la oportunidad de tomar sus propias decisiones.

María escuchaba, y aplicó la filosofía de Easa a la situación actual.

—¿Crees que Poncio Pilatos fue colocado en este lugar por Dios?

Easa asintió.

—Sí. Pilatos, su buena esposa, su hijo.

—Y si Pilatos decide o no ayudarnos, ¿no será decisión de Dios?

Easa meneó la cabeza.

—El Señor no nos impone nada, María. Nos guía. Cada persona ha de elegir a su amo, lo cual equivale a elegir entre el plan de Dios y nuestros deseos terrenales. No puedes servir a Dios y a estas necesidades terrenales al mismo tiempo. El Reino de los Cielos es de aquellos que eligen a Dios. No sé a qué amo decidirá servir Poncio Pilatos cuando llegue el momento.

María escuchaba con atención. Aunque conocía bien las ideas nazarenas, el ejemplo de Easa sobre Poncio Pilatos no dejaba dudas al respecto. María, en un destello de clarividencia, experimentó la necesidad de saborear las palabras de su marido, de recordarlas con exactitud. Llegaría el momento en que enseñaría a los demás lo que él le había enseñado a ella.

—El sumo sacerdote y sus partidarios están decididos a conseguir mi detención. Ahora sabemos que no podemos escapar a eso —continuó explicando Easa—. Pero pediremos que me envíen ante Pilatos, y yo defenderé mi caso ante él. Dependerá entonces de su conciencia y fe tomar una decisión. Debemos estar preparados para ella, sea cual sea. Hemos de demostrar mediante nuestros actos que sabemos la verdad: cuando permitimos que el Reino de Dios more en nuestro interior, nada puede cambiar eso, ni un imperio, ni un opresor, ni el dolor. Ni siquiera la muerte.

Hablaron hasta bien entrada la noche de los planes de Easa para el día siguiente. María sólo formuló una vez la pregunta que estrujaba su corazón.

—¿No podríamos irnos de Jerusalén esta noche? ¿Volver a predicar en las colinas de Galilea, hasta que Anás y Caifás se encaprichen de otra presa?

—Tú, de entre todas las personas, sabes que eso no puede ser, María mía —la reprendió con ternura Easa—. Somos el centro de las miradas de la gente. Debo darles ejemplo.

Ella asintió para indicar que lo comprendía, y después Easa le contó su conversación con María la Mayor. Habían decidido que sería demasiado peligroso aparecer al día siguiente en el templo. Demasiados inocentes corrían el riesgo de resultar heridos si estallaban disturbios. La principal preocupación de Easa era la protección de sus discípulos. El sumo sacerdote le quería a él, no a los demás. Jairo se lo había confirmado. No era necesario que los demás corrieran peligro. Sus seguidores más íntimos se reunirían al atardecer en una propiedad de José para celebrar la cena de Pascua en privado. Allí Easa daría instrucciones a cada uno sobre su papel en el ministerio, por si le esperaba un largo período de encarcelamiento como a Juan, o por si ocurría algo peor. Pasarían la noche en los terrenos de José en Getsemaní, bajo las sagradas estrellas de Jerusalén.

Y allí Easa dejaría que le apresaran.

—¿Vas a entregarte a las autoridades del templo? — preguntó María con incredulidad.

—No, no. No puedo hacer eso. La gente perdería la fe en nuestro Camino si sucediera así. Debo conseguir que mi arresto se produzca fuera de la ciudad, de tal manera que no haya derramamiento de sangre ni disturbios. Ordenaré que uno de nosotros «me traicione» y delate el lugar donde me oculto de las autoridades. Los guardias irán a Getsemaní, donde no habrá multitudes, ni por tanto peligro de disturbios.

La cabeza de María daba vueltas. Todo estaba ocurriendo con mucha rapidez. Se le ocurrió una idea terrible.

—Oh, Easa, pero ¿quién? ¿Quién de los nuestros podría hacer algo semejante? No pensarás que Pedro o Andrés serían capaces. Ni Felipe o Bartolomé. Tu hermano Santiago derramaría antes su sangre, y Simón la de los demás.

Enseguida comprendió la respuesta, y los dos pronunciaron el nombre al unísono.

—Judas.

La expresión de Easa era seria.

—Ahora voy a verle, palomita. Debo hablar con él y decirle que ha sido elegido para esta tarea debido a su fortaleza.

Besó la mejilla de su esposa cuando se levantó para marchar. Ella le vio partir con una creciente sensación de miedo por lo que traería el día siguiente.

A la tarde siguiente, se reunieron para cenar juntos, tal como habían acordado: Easa, sus doce elegidos y todas las Marías. Los niños se quedaron en Betania con Marta y Lázaro.

Easa empezó la velada con su versión del ritual de la unción, invirtiendo los papeles, pues lavó los pies a todos los presentes en la sala. Explicó que era para reconocer a cada persona como hijo de Dios, con la misión especial de predicar la palabra del Reino.

—Porque ejemplo os di, para que, como yo hice con vosotros, así vosotros lo hagáis, y reconozcáis a los demás como iguales ante Dios. Y un nuevo mandamiento os doy esta noche, que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Y cuando salgáis al mundo, la gente os reconocerá como nazarenos por vuestra forma de amaros.

Cuando hubo lavado los pies a todos sus seguidores, Easa les condujo hasta la mesa para la cena de Pascua. Cogió un pedazo de pan ácimo, lo bendijo y dijo:

—Tomad y comed, porque esto es mi cuerpo. — Tomó una copa de vino y la fue pasando de uno en uno—. Ésta es la sangre del nuevo testamento, que será derramada para muchos.

María observaba en silencio junto con los demás. Sólo ella y las demás Marías sabían todos los detalles de los acontecimientos que se avecinaban. Cuando Easa hiciera una señal a Judas, éste abandonaría la cena e iría a ver a Jairo, el cual le conduciría ante la presencia de Anás y Caifás, y le presentaría como un traidor. Judas pediría treinta monedas de plata. De esta forma su traición parecería auténtica. A cambio del dinero, guiaría a los sacerdotes hasta el retiro secreto de Easa, donde, lejos de las impredecibles multitudes de la ciudad, sería fácil detenerle.

La tensión se leía en la cara de Judas. Los demás discípulos no sabían nada de este plan, porque Easa no quería correr riesgos. No deseaba discusiones, ni que los hombres opusieran resistencia. Más tarde, María lloraría por Judas y por la injusticia de todo ello. Le defendería ante los demás discípulos, que le considerarían un traidor. Pero para entonces ya sería demasiado tarde para Judas Iscariote. Dios había creado un lugar para él, y Judas había decidido aceptarlo.

Easa se volvió hacia él. Le tendió un pedazo de pan mojado en vino, la señal predeterminada.

—Lo que has de hacer, hazlo pronto.

Cuando María vio que Judas salía de la sala, su corazón dio un vuelco. Ya no había forma de volver atrás. Levantó los ojos a tiempo de ver que María la Mayor también miraba a Judas marchar, con el destino de Easa en sus manos. Las dos mujeres sostuvieron la mirada un momento, y rezaron en silencio para que Dios protegiera a su amado Easa.

Los guardias acudieron en gran número, con una fuerza que María no había sospechado. La noche estaba bastante avanzada cuando Judas apareció en lo alto de la colina con los soldados del sumo sacerdote. Se produjo el caos cuando el grupo de guardias, armados hasta los dientes, irrumpieron en la escena y despertaron a los discípulos. Las mujeres velaban despiertas junto al fuego. Todas, excepto María Magdalena, que esperaba con Easa.

Pedro se puso en pie de un salto y agarró la espada de uno de los soldados más jóvenes.

—¡Lucharemos por ti, Señor! — gritó, y fue tras un hombre al que había reconocido, Malco, criado del sumo sacerdote. Le cortó la oreja con la espada, y la sangre manó en abundancia de la herida.

Easa se levantó y caminó con calma hacia el grupo.

—Basta, hermanos —dijo a Pedro y los demás. Se volvió hacia la cohorte del sumo sacerdote—. Guardad vuestras armas. Ningún hombre os hará daño. Os doy mi palabra.

Se acercó a Malco, que había caído de rodillas y se apretaba la túnica contra la oreja cercenada. Easa apoyó la mano sobre la oreja.

—Ya has sufrido bastante por esto —dijo. Cuando apartó la mano, la oreja estaba curada y ya no sangraba.

Easa ayudó a Malco a levantarse.

—Caifás ha enviado a este grupo de hombres armados contra mí —le dijo—, como si fuera un asesino o un ladrón. ¿Por qué? Cada vez que he ido al templo no ha intentado detenerme, ni me ha considerado un peligro. En verdad que es una hora de oscuridad para nuestro pueblo.

Uno de los soldados, distinguido con la insignia del líder, avanzó y preguntó en un arameo gutural:

—¿Eres Easa el Nazareno?

—Lo soy —contestó éste en griego.

Algunos seguidores gritaron preguntas y acusaciones a Judas. Easa le había aconsejado callar si esto sucedía, y él obedeció. Besó a Easa en la mejilla, con la esperanza de que, gracias a esta señal, los discípulos comprendieran cuál había sido su misión.

El soldado con la insignia de su rango leyó la orden de detención, y Easa fue conducido ante la presencia de los sumos sacerdotes.

María Magdalena continuó la vigilia con las demás Marías hasta altas horas de la noche. No podían acercarse mucho a los hombres. Era demasiado peligroso. Los ánimos estaban exaltados, y las mujeres no podían revelar todo lo que sabían acerca de los acontecimientos de la noche.

Las Marías rezaron y se ofrecieron mutuo consuelo en silencio. En plena noche, vieron que una antorcha brillaba en el valle de Kidron, avanzando en su dirección. Era un grupo pequeño, dos hombres y una mujer menuda. María se levantó cuando reconoció la forma femenina de la princesa herodiana. Corrió hacia Salomé y la abrazó. Sólo entonces se dio cuenta de que el hombre de la antorcha era un centurión romano vestido de paisano, el hombre de los ojos azules a quien Easa había curado un brazo roto.

—No tenemos mucho tiempo, hermana —dijo Salomé sin aliento. Era evidente que habían llegado corriendo—. Vengo de la fortaleza Antonia. Claudia Prócula me ha enviado aquí para comunicarte su profundo pesar por la injusta detención de tu marido.

María asintió, animó a Salomé a continuar y disimuló su miedo. Si la esposa de un procurador romano enviaba mensajeros reales en plena noche, algo muy grave estaba pasando.

—Easa será llevado a juicio mañana ante Pilatos —continuó Salomé—. Pero Pilatos ha recibido muchas presiones para condenarle a muerte. Oh, María, él no quiere hacerlo. Claudia dice que su esposo sabe que Easa curó a su hijo, o al menos intenta aceptarlo al estilo romano. Pero mi abominable padrastro exige la muerte de Easa lo antes posible. Herodes va a viajar a Roma. Dijo a Pilatos que deseaba que estuviera solucionado este «problema nazareno» antes de irse. María, es necesario que comprendas la gravedad de la situación. Puede que ejecuten a Easa mañana.

Los acontecimientos se estaban precipitando. Nadie lo había imaginado, y menos así. Esperaban un período de encarcelamiento durante el cual Easa tendría tiempo para defender su caso ante Roma y ante Herodes. Siempre había existido la posibilidad de que sucediera lo peor, pero no con tanta rapidez.

Salomé continuó.

—Claudia Prócula nos ha enviado a buscarte. Estos dos hombres son servidores de confianza.

María alzó la vista y vio que la luz se reflejaba en el hombre silencioso que estaba detrás de la antorcha. Le reconoció. Era el griego que cargaba en brazos al hijo impedido de la romana delante de la casa de Jairo.

—Te conducirán al lugar donde Easa está encarcelado. Claudia ha pactado con los guardias que se retiren hasta el alba. Puede que sea tu última oportunidad de verle. Pero tenemos que irnos sin pérdida de tiempo.

María pidió que esperaran un momento, y fue en busca de María la Mayor. Sabía que la mujer no podría resistir un viaje tan apresurado, pero le ofreció la posibilidad de ir en su lugar.

María la Mayor besó a su nuera en la mejilla.

—Dale esto a mi hijo. Dile que estaré allí mañana, pase lo que pase. Ve con Dios, hija mía.

María y Salomé apresuraron el paso para alcanzar a los hombres silenciosos que se dirigían con rapidez hacia la parte este de la ciudad. María había empleado otro momento en cambiarse el velo rojo que la identificaba como sacerdotisa nazarena por uno negro, igual que el de Salomé. La princesa le informó mientras andaban.

—He enviado un mensajero a Marta. Easa quiere ver a los niños. Se lo dijo al criado de Claudia. — Indicó al esclavo griego—. Sabía que no tendrías tiempo de ir a Betania a recogerlos si ibas a verle.

La mente de María bullía de pensamientos. No quería que Tamar y Juan fueran testigos de algo traumático, pero si lo peor iba a ocurrir, Easa necesitaría ver a sus hijos por última vez. El pequeño Juan era tan suyo como Tamar. Easa amaba a ambos de manera incondicional. Cuando saliera el sol, habría que pensar en su protección y seguridad. María rezó en silencio un momento, pero tuvo poco tiempo para reflexionar sobre aquel problema. Habían llegado a la zona donde Easa estaba detenido. Hasta el momento, la oscuridad los había protegido y no habían atraído la atención, pero tendrían que bajar un largo tramo de escaleras exteriores iluminado por antorchas.

El centurión les susurró instrucciones, y esperaron a que el griego examinara la zona. El esclavo corrió hasta el pie de la escalera y les indicó por señas que podían continuar. Salomé se quedó en lo alto de la escalera para vigilar, mientras el griego se ocupaba del mismo cometido abajo. María y el centurión bajaron a toda prisa los peldaños y entraron en los corredores de la prisión. El hombre sostenía la antorcha en alto para iluminar el espacio subterráneo. María le seguía a toda prisa, intentando no pensar en los gemidos de los hombres doloridos y desesperados que resonaban en los muros de piedra que la rodeaban. Sabía que ninguno de tales sonidos procedía de Easa. Por más daño que le infligieran, nunca gritaría, no era propio de él. Pero experimentó una profunda compasión por las pobres almas que esperaban su sino en una prisión romana.

El centurión sacó una llave de debajo de la túnica y la introdujo en la puerta. Dejó entrar a María en la celda de su marido. María descubrió muchos años después cómo Salomé y Claudia habían logrado la hazaña de apoderarse de las llaves y alejar a los guardias. Había implicado un soborno masivo y un alto coste personal para la princesa. María estaría agradecida hasta el fin de sus días a la mujer romana, Claudia Prócula, y a su amiga, la incomprendida Salomé, no sólo por los acontecimientos de esa noche, sino también por el día terrible que los seguiría.

María tuvo que reprimir un grito de desesperación cuando vio a Easa. Le habían golpeado con brutalidad. Tenía contusiones en su hermoso rostro, y le vio encogerse cuando se levantó para abrazarla. Susurró la pregunta cuando examinó su rostro magullado.

—¿Quién te ha hecho esto? ¿Los hombres de Caifás y Anás?

—Chisss. Escúchame, María, hay poco tiempo y mucho que decir. No ha lugar para la culpa, pues ésta sólo engendra venganza. Cuando perdonamos, estamos más cerca de Dios. Esto es lo que hemos venido a enseñar a los hijos de Israel y al resto del mundo. No lo olvides y enséñalo a quien quiera escuchar, en memoria mía.

Esta vez fue María quien se encogió. No podía soportar que Easa hablara así de sí mismo, como si su muerte fuera inminente. Al notar su desesperación, él le habló con dulzura.

—La última noche, en Getsemaní, fui a rezar al señor nuestro Padre. Le pedí que apartara este cáliz de mí, si ésa era su voluntad. Pero no lo hizo. No lo hizo porque es su voluntad. No hay otra forma, ¿no lo entiendes? La gente es incapaz de comprender el Reino de Dios sin un ejemplo supremo. Yo lo seré, yo les enseñaré que puedo morir por ellos, sin miedo ni dolor. Nuestro Señor me enseñó el cáliz y yo bebí de él jubiloso. Está decidido.

María no pudo detener el torrente de lágrimas, pero se esforzó por reprimir los sollozos. Cualquier ruido los delataría. Easa intentó consolarla.

—Ahora has de ser fuerte, palomita, porque llevarás contigo el verdadero Camino nazareno y lo enseñarás al mundo. Los otros también harán lo que puedan, pues di instrucciones a cada uno después de la cena. Pero sólo tú sabes todo lo que hay en mi corazón y en mi cabeza, por lo cual has de convertirte en la líder de nuestro pueblo, y nuestros hijos harán lo mismo después de ti.

María intentaba pensar con serenidad. Necesitaba concentrarse en los últimos deseos de Easa, no en su aflicción. Ya tendría tiempo para llorarle más adelante. Ahora debía ser digna de la confianza depositada en ella.

—Easa, no todos los hombres me quieren, y tú lo sabes. Algunos no me seguirán. Aunque tú les has enseñado a tratar a las mujeres como iguales, temo que en cuanto te hayas ido ese entendimiento desaparecerá. ¿Cómo quieres que diga que me has elegido como líder de los nazarenos?

—Lo he estado pensando esta noche —contestó—. En primer lugar, sólo tú tienes El Libro del Amor.

María asintió. Easa había pasado gran parte de su ministerio escribiendo las creencias nazarenas y sus propias interpretaciones en un volumen al que llamaban El Libro del Amor. Los demás discípulos conocían su existencia, pero Easa sólo se lo había enseñado a María. Lo guardaba bajo llave en su casa de Galilea.

—Siempre he dicho que El Libro del Amor no vería la luz mientras yo viviera en la tierra, pues mientras yo esté aquí estará incompleto —continuó Easa—. Cada minuto de cada día que he vivido, Dios me ha concedido mayor entendimiento. Cada persona que he conocido me ha enseñado más sobre la naturaleza de Dios. He escrito estas cosas en El Libro del Amor. Cuando me haya ido, has de convertirlo en la piedra angular de todas las enseñanzas que seguirán.

María asintió. El Libro del Amor era un compendio hermoso y poderoso de todo cuanto Easa había enseñado en vida. Sus discípulos se sentirían admirados y honrados cuando lo conocieran.

—Hay algo más, María. Daré a los hombres una señal, algo que les indique con claridad que eres mi sucesora. No temas, palomita, porque informaré al mundo de que eres mi discípula más amada.

Easa apoyó las manos sobre el abdomen hinchado de María. Todavía quedaban muchas cosas por decir.

—Este hijo que llevas en tu seno, este hijo de los dos, lleva la sangre de profetas y reyes, al igual que nuestra hija. Sus descendientes ocuparán su lugar en el mundo, predicarán el Reino de Dios y las palabras contenidas en El Libro del Amor, para que todo el mundo viva en paz y justicia. — El niño pataleó en respuesta a la profecía de su padre—. A este hijo le aguarda un destino especial en las islas occidentales, donde sembrará la palabra del Camino. He dado a mi tío, José, instrucciones sobre la educación de este niño. Has de confiar en José y dejar que el niño siga el camino que Dios le dicte.

María lo aceptó. José era un gran hombre, sabio, fuerte y sofisticado. Viajaba mucho debido a su profesión, comerciante de estaño. De joven, Easa había acompañado a José a las verdes islas brumosas situadas al oeste de la Galia. En una ocasión dijo a María que, durante su estancia allí, tuvo la premonición de que el Camino nazareno florecería entre los fieros habitantes de ojos azules de las islas.

—Y has de llamarle Yeshua David, en recuerdo mío y del fundador de nuestro linaje real. El rey más grande que gobernará en la tierra descenderá de su sangre.

María accedió a la petición de Easa.

—¿Qué debo hacer con Sara Tamar?

Easa sonrió cuando oyó el nombre de su querida hija.

—Debe quedarse contigo hasta alcanzar la edad adulta, y después, ella decidirá. Nuestra Tamar posee tu energía. Sin embargo, he visto que Israel no será seguro ni para ti ni para los niños. José te llevará a Egipto, junto con todos aquellos que decidan acompañarte. Alejandría es el centro de enseñanza más importante para nuestro pueblo, y allí no corréis peligro. Podéis quedaros o viajar hasta los países occidentales. Lo dejo en tus manos, María. Has de decidir la mejor forma de comunicar al mundo las enseñanzas de los nazarenos. Sigue a tu corazón y confía en que Dios te guíe.

—¿Qué será del pequeño Juan? — preguntó María. Easa siempre trataba al niño como si fuera de él, pero su sangre y su destino siempre serían diferentes, y ambos lo sabían.

Los ojos de Easa se nublaron.

—Incluso a su edad, Juan es testarudo e inestable. Tú eres su madre y le guiarás, pero él necesitará la influencia de hombres que domeñen su inestabilidad. Pedro y Andrés le quieren mucho. Cuando Juan sea mayor, sería menester que Pedro o su hermano lo adoptaran.

Easa no necesitó dar más explicaciones. María sabía a qué se refería. Pedro y Andrés habían sido seguidores de Juan el Bautista, y todos se conocían desde que eran niños en Galilea e iban al templo de Cafarnaúm. Los dos hermanos veneraban al pequeño Juan por ser hijo del gran profeta, al tiempo que hijo adoptivo de Easa.

—Tengo palabras de gratitud y consuelo para una persona más —continuó Easa—. Has de decir a la mujer romana, Claudia Prócula, que parto de este mundo sintiéndome en deuda con ella. Ha sacrificado muchas cosas para conseguir que pudieras venir a verme, y le doy las gracias por ello. Dile que no juzgue a su marido con demasiada severidad. Poncio Pilatos debía elegir a su amo, y ya he visto que eligió mal. Sin embargo, a la postre, su decisión servirá al plan de Dios.

Easa dio más instrucciones a su mujer, algunas de carácter espiritual y otras de tipo práctico, antes de sus últimas palabras de consuelo.

—Sé fuerte, con independencia de lo que suceda mañana. No temas por mí, pues yo no siento el menor miedo. Me contento con tomar el cáliz de mi Padre y reunirme con Él en los cielos. María, guía a nuestro pueblo y no tengas miedo. Recuerda siempre quién eres. Eres una reina, una nazarena, y mi esposa.

Una María destrozada recorría las calles de Jerusalén dando tumbos, detrás de Salomé, mientras el cielo empezaba a teñirse con las primeras luces del alba. La princesa tenía una casa donde podrían alojarse sin correr riesgos, la misma a la que acudirían Marta y los niños. En cuanto María se encontrara a salvo en la casa, a la espera de que llegara su cuñada con Juan y Tamar, Salomé buscaría otro mensajero que transmitiera las últimas nuevas a María la Mayor y a los demás en Getsemaní.

En Jerusalén, otra noble mujer, Claudia Prócula, sentía el enorme peso que gravitaba sobre su familia aquel mismo día. Su sueño fue inquieto, hasta que el agotamiento la reclamó ya avanzada la noche. En cuanto el griego fue a informarla de que su misión con la esposa del nazareno había sido coronada con el éxito, se permitió cerrar los ojos.

Claudia se despertó bañada en un sudor frío. La había asaltado un sueño torturante. Lo sentía remolineando a su alrededor en la habitación. Cerró los ojos, pero las imágenes perduraron, así como el sonido de un cántico que invadía su cabeza. Un coro de voces, cientos de ellas, tal vez miles, repetían la frase «Crucificado por orden de Poncio Pilatos, crucificado por orden de Poncio Pilatos». El cántico se prolongaba, repetido obedientemente por las voces del sueño, pero ella sólo oía aquellas seis palabras.

Si los sonidos de la pesadilla eran inquietantes, las imágenes eran peores. Empezaban como un sueño hermoso, con niños bailando en una colina cubierta de hierba bajo el sol de primavera. Easa se erguía en el centro de un círculo, rodeado de niños vestidos de blanco. Pilo se encontraba entre los niños que reían y bailaban, al igual que Smedia. La colina se había llenado de gente de todas las edades, vestidas de blanco, que cantaban y sonreían.

Claudia reconoció a uno de los hombres que llegaban, Pretorio, el centurión al que Easa había curado la mano rota. El hombre le confió el secreto de su curación, después de escuchar los susurros sobre el milagro de Pilo. Pero cuando Claudia se dio cuenta de que todas las almas sonrientes del sueño, niños y adultos, habían sido curadas por Easa, el paisaje cambió. El baile se detuvo y el cielo se oscureció, mientras el cántico aumentaba de volumen: «Crucificado por orden de Poncio Pilatos, crucificado por orden de Poncio Pilatos».

Claudia vio en el sueño que su amado Pilo caía al suelo. La última imagen antes de despertar fue la de Easa inclinado sobre él para levantarle. Llevó en brazos a Pilo sin mirar atrás, mientras los demás caían al suelo a su alrededor. Entonces vio a Poncio, chillando inútilmente, mientras Easa el Nazareno se alejaba con el cuerpo sin vida de Pilo. Un rayo rasgó el cielo cuando el cántico los siguió colina abajo.

—Crucificado por orden de Poncio Pilatos.

—¡Crucifícale!

Este sonido era nuevo. No era el cántico tétrico de la pesadilla, sino el sonido real del odio que llegaba desde el otro lado de las murallas de la fortaleza Antonia.

—¡Crucifícale!

Claudia se levantó para vestirse, al tiempo que el esclavo griego entraba corriendo en la habitación.

—Mi señora, tienes que venir antes de que sea demasiado tarde. El amo se dispone a dictar sentencia, y los sacerdotes claman venganza.

—¿Qué son esos gritos?

—Una gran turba. Es temprano para que haya tantos. Los hombres del templo habrán hecho un gran esfuerzo esta noche para reunir a todo esta gentuza. La sentencia será ejecutada antes de que el pueblo de Jerusalén haya tenido tiempo de levantarse para salvar al nazareno.

Claudia se vistió a toda prisa, sin su cuidado habitual. Hoy no estaba interesada en su apariencia, le bastaba con estar decente para hacer acto de presencia ante los hombres que formaban el tribunal. Cuando se miró un momento en el espejo, un pensamiento cruzó por su mente.

—¿Dónde está Pilo? Aún no se ha despertado, ¿verdad?

—No, mi señora. Continúa acostado.

—Bien. Quédate con él y procura que no se mueva de su cuarto. Si despierta, mantenle lo más alejado que puedas de las murallas. No quiero que vea u oiga lo que está pasando en la ciudad.

—Por supuesto, mi señora —contestó el esclavo griego, mientras Claudia salía corriendo de su cuarto hacia la misión más importante de su vida.

Claudia Prócula se esforzó por disimular su desesperación y desagrado cuando entró en el patio que se había convertido en sala de juicio improvisada. Pilatos había accedido a esta medida para que los sumos sacerdotes no entraran en los aposentos oficiales romanos y se sintieran ultrajados. Esta zona estaba cercada, aislada de la plebe que se estaba congregando ante las murallas. Poncio Pilatos había ordenado que trajeran su silla, en la cual estaba sentado. Detrás de él se erguían dos de sus guardias de confianza, Pretorio, el de los ojos azules, y el hombre desagradable al que Claudia detestaba, Longinos. Pilatos estaba flanqueado en el estrado por Caifás y Anás a un lado, y por un enviado de Herodes en el otro. El enviado del templo, Jairo, se hacía notar por su ausencia.

En el suelo, delante de ellos, ensangrentado y atado, estaba Easa el Nazareno.

Claudia lo miró desde detrás de una cortina. Él alzó la vista como si hubiera intuido su presencia. Sus ojos se encontraron durante un largo segundo, que pareció prolongarse eternamente. En aquel momento, Claudia experimentó la misma sensación de amor y luz que había conocido la noche en que Pilo había sanado. No albergaba el menor deseo de romper el contacto visual, ni de apartarse de la ternura de ese hombre. ¿Es que no la sentían los demás? ¿Cómo era posible que estuvieran en ese espacio cerrado y no se sintieran afectados por el resplandor que emanaba un ser tan santo?

Carraspeó para advertir a su marido de su presencia. Pilatos alzó la vista de su silla y vio a Claudia.

—Os ruego que me excuséis —dijo el procurador, al tiempo que se levantaba para acercarse a su esposa. Ella se alejó para que no pudieran oírlos, y experimentó una oleada de pánico cuando vio el rostro ceniciento de su marido. El sudor resbalaba por su frente y sus sienes, aunque no hacía calor.

—No veo una salida fácil, Claudia —dijo en voz baja.

—No puedes permitirles que maten a ese hombre, Poncio. Ya sabes quién es.

Pilatos meneó la cabeza.

—No, no sé quién es, y por eso me cuesta decidir la sentencia.

—Pero sabes que es un hombre justo que ha hecho buenas obras por todo el país. Sabes que no ha cometido ningún crimen que exija un castigo severo.

—Le llaman insurgente. Si se le considera una amenaza para Roma, no puedo permitir que viva.

—¡Sabes que eso no es cierto!

Pilatos desvió la vista durante un largo momento. Respiró hondo antes de mirar a su esposa.

—Me siento atormentado, Claudia. Este hombre desafía toda la lógica y la razón romanas. La situación que afrontamos significa un reto a todas las filosofías que he estudiado. En el fondo de mi corazón sé que es inocente, y no debería condenar a un hombre inocente.

—¡Pues no lo hagas! ¿Por qué es tan difícil? Tienes el poder de salvarle, Poncio. Salva al hombre que nos devolvió a nuestro hijo.

Pilatos se pasó las manos por la cara para secar el sudor.

—Es difícil porque Herodes exige su ejecución, y la exige cuanto antes.

—Herodes es un chacal.

—Sí, pero un chacal que parte hacia Roma esta noche y tiene el poder de destruirme ante César si no le complazco. Este hombre puede acabar con nosotros, Claudia. ¿Vale la pena? ¿Vale la pena arruinar nuestro futuro por un judío insurgente más?

—¡No es un insurgente! — replicó ella.

El enviado de Herodes los interrumpió para reclamar la presencia de Pilatos en el tribunal. Cuando se volvió para despedirse de su esposa, Claudia le agarró del brazo.

—Esta noche he tenido un sueño terrible, Poncio. Por favor, temo por ti y por Pilo si no salvas a este hombre. La ira de Dios caerá sobre todos nosotros.

—Tal vez. Pero ¿qué dios? ¿Debo creer que el dios de los judíos gobierna Roma? — preguntó. Cuando otros hombres le llamaron para que volviera al tribunal, Pilatos miró fijamente a su mujer—. Estoy en un dilema, Claudia. El más difícil que he afrontado. No creas que este peso me agobia menos que a ti.

Volvió al estrado para interrogar al prisionero, mientras Claudia miraba desde detrás de la cortina.

—Los sumos sacerdotes de tu nación te han entregado a mí y piden tu muerte —dijo Pilatos al prisionero nazareno—. ¿Qué has hecho? ¿Eres tú el rey de los judíos?

Easa contestó con su calma proverbial. Un extraño que estuviera observando la escena jamás habría sospechado que su vida dependía de la respuesta.

—¿Por tu cuenta dices eso o te lo han dicho otros de mí?

—Responde a la pregunta. ¿Eres un rey? Si dices que no, te devolveré a los sacerdotes para que te juzguen bajo vuestras leyes.

—Es que a nosotros no nos es permitido dar muerte a nadie, procurador —saltó Anás al instante—. Por eso hemos acudido a ti. Si no fuera un malhechor y un hombre peligroso, nunca te habríamos molestado con este asunto.

—El prisionero contestará a la pregunta —dijo Pilatos, sin hacer caso de Anás.

Easa obedeció, mirando sólo a Pilatos. Mientras Claudia observaba la conversación, tuvo la clara sensación de que ninguno de los dos veía ni oía a los demás presentes. Lo que estaba en juego se debatía entre ambos, una danza del destino y la fe que cambiaría el mundo. Claudia sintió que un escalofrío recorría su cuerpo.

—Vine al mundo para enseñar a la gente el Camino de Dios y para dar testimonio de la verdad.

El filósofo romano que moraba en Pilatos no pudo contenerse.

—La verdad —musitó—. Dime, nazareno, ¿qué es la verdad?

Los dos se miraron durante un largo momento, atrapados en sus destinos entrelazados. Pilatos desvió la vista y se volvió hacia los sacerdotes.

—Yo os diré qué es la verdad: la verdad es que yo no veo que este hombre haya cometido delito alguno.

El anuncio de una llegada interrumpió a Pilatos. El juicio se detuvo cuando Jairo entró en la sala y saludó a los demás sacerdotes. Pidió disculpas a Pilatos por el retraso, alegando asuntos urgentes relacionados con la Pascua.

—Buen Jairo —Pilatos se sintió aliviado al ver al enviado que había llegado a ser su amigo. Compartían un secreto—, he informado a tus hermanos de que no encuentro ninguna culpabilidad en este hombre, y no puedo juzgarle.

Jairo asintió.

—Entiendo.

Caifás fulminó a Jairo con la mirada.

—Sabes que este hombre es muy peligroso —dijo.

Jairo paseó la vista entre el sacerdote y Pilatos, intentando por todos los medios no mirar al prisionero.

—Pero es Pascua, hermanos. Una época de justicia y paz entre nuestro pueblo. ¿Sabes cuál es nuestra costumbre en esta época del año? — preguntó a Pilatos.

Éste comprendió las intenciones de Jairo y aprovechó la oportunidad.

—Sí, por supuesto. Cada año, en esta época, permito que tu pueblo elija un prisionero para liberarlo. ¿Llevamos al prisionero ante la multitud y le preguntamos su opinión?

—¡Excelente! — dijo Jairo.

Sabía que Caifás y Anás estaban acorralados y no podían rechazar esta generosa oferta de Roma. También sabía que la multitud estaba plagada de partidarios de los sumos sacerdotes y de bastantes mercenarios que habían sido pagados con generosidad para agitar al populacho contra el nazareno en caso necesario. Jairo sólo podía confiar en que los nazarenos y sus partidarios hubieran llegado ya con numerosos seguidores.

Pilatos indicó a los centuriones que sacaran al prisionero a lo alto de las murallas. Caifás y Anás se excusaron, aduciendo que no se les podía ver en presencia de romanos aquella mañana, pero que regresarían en cuanto se hubiera tomado una decisión respecto al prisionero. Pilatos sospechó que los sumos sacerdotes iban a sumarse a sus seguidores, pero no podía hacer nada por impedirlo. Jairo le miró y se excusó también. Los dos hombres intercambiaron una mirada de complicidad antes de que cada uno se dispusiera a cumplir sus respectivas obligaciones.

Pilatos se dirigió a la muchedumbre.

—Hay entre vosotros la costumbre de que os entregue a un prisionero en la Pascua. — Su voz resonó en la mañana de Jerusalén. Easa fue conducido con rudeza al lado de Pilatos. El procurador fulminó con la mirada a Longinos por su brutalidad innecesaria—. ¿Queréis, pues, que libere al rey de los judíos?

Se produjo una frenética actividad entre la multitud, mientras voces alzadas competían para hacerse oír.

—¡No tenemos otro rey que César! — gritó una voz.

—Libera a Barrabás el zelote —se escuchó.

Esta sugerencia fue saludada con gritos de aprobación por parte de la muchedumbre.

—Libera al nazareno —gritaron voces valientes, pero sin éxito. Los seguidores del templo estaban bien preparados y corearon el nombre de Barrabás.

—¡Barrabás, Barrabás, Barrabás!

Pilatos no tuvo otra opción que liberar al prisionero solicitado por la muchedumbre. Barrabás el zelote fue puesto en libertad para celebrar la Pascua, y Easa el Nazareno fue sentenciado a ser flagelado.

Claudia Prócula cortó el paso a su marido cuando bajaba de las murallas.

—¿Vas a azotarle?

—¡Paz, mujer! — replicó Pilatos, al tiempo que la agarró con rudeza para hacerla a un lado—. Le azotaré en público y ordenaré a Longinos y Pretorio que monten un buen espectáculo. Es nuestra última oportunidad de salvarle la vida. Tal vez eso satisfaga su ansia de sangre y dejen de chillar que le crucifique. — Exhaló un profundo suspiro y soltó a su esposa—. Es lo único que puedo hacer, Claudia.

—¿Y si no es suficiente?

—No hagas esa pregunta si no quieres que conteste.

Ella asintió. Era lo que sospechaba.

—Poncio, voy a pedirte una cosa más. La familia de este hombre, su mujer y sus hijos, están en la parte posterior de la fortaleza. Te pido que aplaces la flagelación lo suficiente para que pueda verlos. Tal vez sea su última oportunidad de hablar con sus seres queridos. Por favor.

Pilatos asintió con brusquedad.

—La aplazaré, pero no por mucho tiempo. Ordenaré a Pretorio que se lleve al prisionero. Es de confianza en lo tocante a tu nazareno. Enviaré a Longinos a preparar el espectáculo público.

Poncio Pilatos cumplió su palabra y permitió que Easa fuera conducido a los aposentos situados en la parte posterior de la fortaleza, para reunirse unos minutos con María y los niños. Easa abrazó a Juan y Tamar, y les dijo que debían ser muy valientes y cuidar de su madre. Besó a ambos.

—Recordad, pequeños míos, que pase lo que pase siempre estaré con vosotros.

Cuando el tiempo estaba a punto de expirar, abrazó a María Magdalena por última vez.

—Escúchame, palomita. Esto es muy importante. Cuando haya abandonado mi cuerpo de carne, no debes aferrarte a mí. Debes dejarme ir con la certeza de que siempre estaré con tu espíritu. Si cierras los ojos, me verás.

Ella intentó sonreír entre las lágrimas, esforzándose por ser valiente. Tenía el corazón destrozado, y estaba aturdida de dolor y terror, pero no debía mostrarlo. Su fuerza era el regalo final que podía darle.

Pretorio entró en la habitación para llevarse a Easa. El centurión tenía los ojos azules enrojecidos. Easa se dio cuenta y le consoló.

—Haz lo que debas.

—Te arrepentirás de haber sanado esta mano —dijo el centurión con voz estrangulada.

Easa negó con la cabeza.

—No. Preferiría saber que el hombre al que pertenece era un amigo. Has de saber que te perdono. ¿Me concedes un momento más, por favor?

Pretorio asintió y fue a esperar fuera.

Easa se volvió hacia los niños y posó la mano sobre su corazón.

—Recordad que estaré aquí. Siempre.

Ambos asintieron con solemnidad, Juan con sus enormes ojos oscuros muy serios, los de la pequeña Tamar anegados en lágrimas, aunque no acababa de comprender del todo la horrible situación.

Easa se volvió hacia María.

—Prométeme que no les dejarás ver nada de lo que suceda hoy —susurró—. No querría que fueras testigo de lo que ocurrirá a continuación. Pero al final…

Ella no le dejó terminar. Le apretó contra sí un último momento, para grabar en su cerebro y en su cuerpo el contacto de su carne. Guardaría este postrer recuerdo hasta el fin de sus días.

—Yo estaré allí —susurró—. Pase lo que pase.

—Gracias, María mía —dijo él, y la apartó con suavidad. Pronunció sus últimas palabras con una sonrisa, como si fuera a estar de vuelta para cenar al final de la jornada.

—No me echarás de menos, porque no me iré. Todo será mejor que ahora, porque nunca más volveremos a estar separados.

María y los niños salieron por la parte posterior de la fortaleza Antonia, acompañados por el esclavo griego de Claudia Prócula. María pidió ver a Claudia para darle las gracias en persona, pero el esclavo negó con la cabeza y habló en su lengua nativa.

—Mi ama está muy disgustada por los acontecimientos del día. Me ha dicho que no puede mirarte a la cara. Ha hecho lo imposible por salvarle.

—Dile que lo sé. Y Easa también lo sabe. Dile que espero que nos conozcamos algún día para darle las gracias.

El griego asintió con humildad y regresó con su ama.

María y los niños salieron al caos que era Jerusalén ese viernes infausto. Tenía que sacar a los niños de aquella zona, necesitaba alejarse lo máximo posible para que no oyeran el sonido de los azotes. La casa que Salomé les había facilitado estaba cerca. María decidió ir allí para encontrarse con Marta y decirle que llevara a sus hijos a Betania.

María la Mayor y las otras dos Marías estaban en casa, pero Marta no. Había salido a buscar a Magdalena y a los niños, sin saber que iban de regreso. María Magdalena se impuso la difícil tarea de explicar los acontecimientos de la mañana a la madre de Easa. María la Mayor asintió, mientras las lágrimas se agolpaban en sus ojos envejecidos, henchidos de sabiduría y compasión.

—Hace mucho tiempo que lo vio. Ambos lo vimos —dijo por fin.

Las mujeres tomaron la decisión de salir y enfrentarse a las turbas de Jerusalén. Localizarían a Marta y le dirían que se ocupara de conducir a Juan y Tamar a un lugar seguro, y después acudirían al lado de Easa. Si hoy iba a ser crucificado, no le abandonarían. María se lo había prometido. Él sólo había preguntado por ella y por su madre en estas últimas horas.

Mientras se preparaban para marchar, María la Mayor entregó a su nuera el velo rojo de su rango.

—Lleva esto, hija mía. Eres una nazarena y una reina, ahora más que nunca.

María Magdalena asintió poco a poco, tomó el largo velo rojo y lo dejó caer sobre su cuerpo, muy consciente de que su vida en la tierra nunca volvería a ser igual.

—¡Crucifícale! ¡Crucifícale! — vociferaba la multitud.

Pilatos contemplaba la escena con una mezcla de impotencia y asco. La brutal flagelación del prisionero no le había gustado. De hecho, daba la impresión de que no había logrado otra cosa que animar a las masas a pedir su muerte con más ahínco. Un hombre había avanzado con una corona de espinas afiladas y la había arrojado a Easa, todavía derrumbado contra el poste de la flagelación, la espalda expuesta al rabioso sol de la mañana.

—Aquí está tu corona, si eres rey —chilló el hombre, mientras el populacho reía en tono desdeñoso.

Pretorio desencadenó a Easa, y estaba apartándole del poste, cuando Longinos se apoderó de la corona y la clavó brutalmente en la cabeza de Easa. La carne de su cráneo y frente se abrió, de modo que la sangre se mezcló con el sudor y cegó sus ojos, mientras la bestial muchedumbre aullaba para demostrar su aprobación.

—¡Basta! — gruñó Pretorio a su compañero.

Longinos rio, con una carcajada áspera y amarga.

—Te estás ablandando —le espetó a Pretorio—. No te mostraste nada entusiasmado cuando azotaste a este rey de los judíos.

Cuando Pretorio contestó, lo hizo con una voz tan mortífera que un escalofrío recorrió la espina dorsal del encallecido Longinos.

—Si le tocas innecesariamente de nuevo —dijo—, tendrás una cicatriz nueva en la otra mejilla.

Pilatos se interpuso entre los dos al presentir el peligro. Hoy no podía permitirlo. Lo que aquellos dos se hicieran más tarde, lejos de la vista de la plebe, era problema de ellos, pero debía tomar el control antes de que la situación empeorara. El procurador alzó la mano para acallar a la multitud.

—He aquí el hombre —dijo—. El hombre, digo. Pero creo que no es un rey. No le considero culpable de nada, y ha sido flagelado según la ley romana. Nuestro trabajo ha terminado.

—¡Crucifícale! ¡Crucifícale! — se repitió el cántico, una y otra vez, como si lo hubieran ensayado. Pilatos estaba furioso por la manipulación de las masas y la situación en que le dejaba.

Apoyó la mano sobre la cabeza de Easa y se agachó para hablar con él.

—Escúchame, nazareno —dijo en voz baja—. Ésta es tu última oportunidad de salvarte. Te pregunto, ¿eres rey de los judíos? Porque si dices que no, no tengo motivos para crucificarte según la ley romana. Tengo poder para dejarte en libertad.

Pronunció esta última frase en tono perentorio.

Easa miró a Pilatos durante un largo momento.

¡Dilo, maldita sea! ¡Dilo!

Fue como si Easa hubiera leído los pensamientos de Poncio Pilatos.

—No puedo facilitarte las cosas —dijo en un susurro—. Eligieron nuestros destinos, pero tú has de elegir ahora a tu amo.

La tensión estaba aumentando entre la muchedumbre, y los gritos resonaban en el cerebro de Poncio Pilatos. Se escuchaban muchos gritos en favor del nazareno, pero eran ahogados por los bramidos sedientos de sangre de los mercenarios pagados con generosidad para cumplir su tarea. Pilatos tenía los nervios tensos como la cuerda de un arco, mientras sopesaba sus obligaciones, sus ambiciones, su filosofía y su familia, todo lo cual descansaba sobre las frágiles espaldas del nazareno. Un grito que sonó a su izquierda le sobresaltó, y vio que era el enviado de Herodes, el tetrarca de Galilea.

—¿Qué pasa? — preguntó con brusquedad Pilatos.

El hombre tendió a Pilatos un pergamino con el sello de Herodes. El procurador rompió el lacre y leyó el manuscrito.

«Soluciona de inmediato el problema del nazareno, pues parto hacia Roma temprano y he de saber que puedo dar al césar un excelente informe sobre cómo afrontas las amenazas contra su majestad imperial».

Fue el golpe definitivo para Poncio Pilatos. Leyó de nuevo el pergamino y se dio cuenta de que estaba manchado de sangre, la sangre del nazareno, que cubría las manos de Pilatos. Llamó a un criado y pidió que le trajeran una jofaina de plata llena de agua. Pilatos sumergió las manos en el agua, frotó las manchas y procuró no ver que el agua se teñía de rojo con la sangre del prisionero.

—¡Lavo mis manos de la sangre de este hombre! — gritó a la muchedumbre—. Crucificad a vuestro rey, si eso es lo que queréis.

Se volvió sin mirar a Easa y entró como una tromba en la fortaleza Antonia.

Pero los problemas de Poncio Pilatos aún no habían terminado. Caifás fue a verle momentos después con varios hombres del templo.

—¿Es que no he hecho bastante ya por vosotros en un solo día? — gritó Pilatos al sacerdote.

—Casi, excelencia.

Caifás le dedicó una sonrisa untuosa.

—¿Qué más quieres de mí?

—La tradición exige que se cuelgue un signo en la cruz, para anunciar al mundo el crimen cometido por el reo. Queremos que escribas que era un blasfemo.

Pilatos ordenó que le trajeran pergamino, cálamo y tinta para escribir el letrero.

—Escribiré el motivo de mi sentencia, no el que tú me pides. Ésa es la tradición.

Y escribió la abreviatura INRI, y debajo el significado: Easa el Nazareno, rey de los judíos.

Pilatos miró a su criado.

—Encárgate de que lo claven en la cruz del prisionero. Que el escriba copie lo mismo en hebreo y arameo.

Caifás se quedó estupefacto.

—¡No debería decir eso! Deberías escribir: «El que afirmaba ser rey de los judíos», para que la gente sepa que no le honramos como tal.

Pilatos estaba harto de aquel hombre y de sus manipulaciones. Inyectó veneno en su réplica.

—Lo escrito, escrito está.

Y dio la espalda a Caifás y a los demás, para retirarse a la tranquilidad de sus aposentos durante el resto del día.

La multitud se movía y crecía como un ser vivo, y engulló a María y los niños. Ella los llevaba cogidos de la mano, mientras se abría paso en busca de Marta. A juzgar por los rumores, Easa había sido sentenciado e iba camino del Gólgota para ser ejecutado. Examinó los movimientos de la multitud y se hizo una idea de dónde debía estar Easa. Se sentía cada vez más desesperada. Tenía que encontrar a Marta, tenía que poner a salvo a los niños para poder pasar estos últimos momentos con Easa.

Y entonces la oyó. La voz de Easa resonó en su cabeza con tanta claridad como si estuviera a su lado.

—Pedid y se os dará. Es muy sencillo. Hemos de pedir al Señor Nuestro Padre lo que queremos, y Él proveerá por los hijos a los que ama.

María Magdalena apretó las manos de sus hijos y cerró los ojos.

—Por favor, Señor, ayúdame a encontrar a Marta, para dejar los niños a su cuidado y estar con mi amado Easa en estos momentos de sufrimiento.

—¡María! ¡María, estoy aquí! — La voz de Marta llegó a oídos de su cuñada a los pocos momentos de terminar su plegaria. María abrió los ojos y vio que Marta avanzaba hacia ella. Se fundieron en un abrazo emocionado—. Te he reconocido porque llevas el velo rojo —explicó Marta.

María reprimió las lágrimas. No había tiempo, pero la presencia de su cuñada le resultó muy consoladora.

—Ven, princesita —dijo Marta a su sobrina, y levantó del suelo a Tamar—. Y tú también, jovencito —dijo al tiempo que asía la mano de Juan.

María abrazó a sus dos hijos un momento, y les aseguró que se reuniría con ellos en Betania muy pronto.

—Ve con Dios, hermana —susurró Marta—. Cuidaremos de los niños hasta que puedas venir.

Besó a su joven cuñada, ahora una mujer y una reina por derecho propio, y empezó a abrirse paso entre la multitud con los niños.

A María Magdalena le costó mucho avanzar entre la muchedumbre congregada. Consiguió moverse en paralelo a la turba, pero no acercarse a Easa. Vio los velos rojos de María la Mayor y de las otras Marías, y los siguió por el camino serpenteante del Gólgota, aunque la distancia que la separaba de ellas se iba haciendo cada vez más grande.

Cuando los centuriones llegaron a la cima de la colina conocida como el Lugar de la Calavera, vio que se hallaban cien metros más adelante. Divisó la figura acurrucada de Easa y los velos rojos de su madre y las demás Marías. La multitud le impedía avanzar. Le daba igual, pues lo único importante en este momento era llegar hasta Easa. Abandonó el sendero y empezó a subir por la ladera rocosa. Estaba erizada de piedras afiladas y matas de ortigas, pero continuó adelante. Su cuerpo no sentía absolutamente nada, mientras avanzaba con decidida determinación para llegar hasta Easa.

María estaba tan concentrada en su meta que al principio no se dio cuenta de que el cielo estaba oscureciendo. Resbaló en una roca, se desgarró la parte inferior del velo y la pierna con una mata de espinos. Cuando cayó, oyó el ruido estremecedor que la atormentaría todas las noches de su vida: metal sobre metal, un martillo clavando clavos. Se oyó un grito de agonía cuando María volvió a resbalar, pero no fue hasta después cuando cayó en la cuenta de que el grito había surgido de sus labios.

Estaba tan cerca que ya nada podía detenerla. Cuando María se levantó, comprendió que las rocas estaban resbaladizas debido al agua. El cielo se había ennegrecido y la lluvia caía como lágrimas divinas sobre la tierra agostada y condenada, donde el Hijo de Dios había sido clavado a una cruz de madera.

María Magdalena llegó al pie de la cruz unos momentos después, y se unió a la vigilia de su suegra y las demás Marías. Había otros dos hombres sufriendo en la colina del Gólgota, uno a cada lado de Easa. María no los miró. Sólo tenía ojos para Easa. Estaba decidida a no mirar sus heridas. Se concentró en su cara, que parecía serena y calma, con los ojos cerrados. Las mujeres estaban muy juntas, sosteniéndose mutuamente, rezando a Dios para que liberara a Easa de sus sufrimientos. María miró a su alrededor y se dio cuenta de que no conocía a nadie entre la multitud que tenían detrás, y de que no había visto a ninguno de los discípulos en todo el día.

Los romanos mantenían a la multitud alejada del lugar de la ejecución. Vio a Pretorio al mando. Rezó en silencio para darle gracias. Sin duda era el responsable de haber permitido a la familia estar al pie de la cruz.

Se quedaron petrificadas cuando oyeron que Easa intentaba hablar. Era difícil, pues la presión del peso del cuerpo sobre el diafragma casi imposibilitaba que respirara y hablara a la vez.

—Madre… —susurró—. He aquí a tu hijo.

Las mujeres se acercaron más a la cruz para escuchar sus palabras. Manaba sangre de su cuerpo destrozado, y se mezclaba con las gotas de lluvia que caían sobre las caras de las mujeres.

—Amada mía —dijo a la Magdalena—. He aquí a tu madre.

Easa cerró los ojos y dijo en voz baja, pero con toda claridad:

—Todo ha terminado.

Inclinó la cabeza y se quedó inmóvil.

Se hizo un silencio absoluto y nadie se movió. El cielo se ennegreció por completo, pero no del color del cielo henchido de lluvia, sino de un negro como la pez, desprovisto por completo de luz.

El pánico se apoderó de la muchedumbre, y gritos de miedo resonaron en el aire, pero la negrura duró tan sólo un momento, y adquirió un tono gris oscuro cuando dos soldados se acercaron a Pretorio.

—Tenemos órdenes de acelerar la muerte de estos prisioneros, para que sus cadáveres puedan ser retirados antes del sabbat de los judíos.

Pretorio miró el cuerpo de Easa.

—No es necesario romper las piernas de este hombre. Ya está muerto.

—¿Estás seguro? — preguntó un soldado—. Por lo general, un hombre tarda horas en morir crucificado, y a veces días.

—Este hombre ha muerto —gruñó Pretorio—. No le toquéis.

Los dos soldados captaron la amenaza latente en el tono de su oficial. Tomaron los garrotes y se dedicaron a la desagradable tarea de romper las piernas de los otros dos crucificados, con el fin de acelerar el proceso de asfixia.

Pretorio estaba tan preocupado dando órdenes que no vio a Longinos acercarse desde el otro lado de la cruz. Cuando volvió la vista hacia Easa, ya era demasiado tarde. Longinos hundió la lanza en el costado derecho del prisionero. María Magdalena lanzó un grito de protesta.

La carcajada de Longinos fue áspera y sádica.

—Sólo para asegurarme, pero tienes razón. Está muerto. — Se volvió hacia Pretorio, que estaba lívido de rabia—. ¿Qué vas a hacer al respecto?

Pretorio empezó a hablar, pero se contuvo. Cuando lo hizo, habló con suma serenidad.

—Nada. No necesito hacer nada. Con tu acto, tú mismo te has condenado.

—¡Bajad a este hombre! — ordenó Pretorio.

Desde la fortaleza de Pilatos habían enviado un emisario con el mensaje de que bajaran el cuerpo del nazareno y lo entregaran a los suyos para ser enterrado antes de la caída del sol. Era algo muy poco habitual, pues las víctimas de la crucifixión se dejaban pudrir en sus cruces como advertencia a la gente. Pero el caso de Easa el Nazareno era diferente.

El acaudalado tío de Easa, José, el mercader de estaño, había llegado con Jairo a la fortaleza Antonia, donde se reunió con Claudia Prócula. Era ella quien había obtenido permiso para que se llevaran el cuerpo de inmediato con el fin de darle sepultura. Cuando José llegó a la cruz, consoló a María la Mayor mientras bajaban a su hijo del instrumento de su ejecución. La madre de Easa extendió los brazos cuando los soldados recogieron el cuerpo.

—Me gustaría abrazar a mi hijo por última vez —dijo.

Pretorio tomó el cadáver de Easa y lo depositó con delicadeza sobre el regazo de María la Mayor. Fue entonces cuando se permitió llorar sin disimulos por la pérdida de su hermoso hijo. María Magdalena se arrodilló a su lado, y María la Mayor abrazó a los dos, con un brazo alrededor de su nuera y el otro acunando la cabeza de Easa.

Permanecieron juntas en esa postura de duelo durante mucho rato.

José había adquirido un sepulcro para su familia en un cementerio no lejos del Gólgota. Fue allí donde los nazarenos transportaron el cadáver de Easa. Nicodemo, un joven empleado de José, llevó mirra y áloe a la tumba. María empezó los preparativos para sepultar el cadáver colocando el sudario, pero cuando llegó el momento de ungir a Easa con mirra, María la Mayor entregó el tarro a María Magdalena.

—Este honor te está reservado a ti sola —dijo.

Magdalena se encargó de las tareas reservadas a las viudas en el rito funerario. Besó a Easa en la frente y se despidió de él, mientras sus lágrimas se mezclaban con los aceites de mirra. Mientras lo hacía, estuvo segura de oír su voz, débil pero segura, que llegaba desde el sepulcro.

—Siempre estaré contigo.

Las mujeres nazarenas se despidieron y abandonaron la cámara interior de la tumba. Habían elegido una enorme lápida para cerrarla y proteger así los restos de Easa. Hicieron falta muchos hombres y una polea hecha de cuerda y tablas para apoyar la lápida sobre la tumba. Una vez finalizada la tarea, el contrito grupo regresó a la seguridad de la casa de José. María Magdalena se derrumbó nada más llegar, y durmió hasta el día siguiente.

El sábado por la tarde, cierto número de apóstoles se reunieron en casa de José para encontrarse con María Magdalena y las otras Marías. Contaron su versión de los acontecimientos del día anterior, mientras lloraban y se consolaban juntos. Era un momento de desesperación, pero también de unión. Aún no había llegado la hora de pensar en el futuro del movimiento, pero el espíritu de unidad era un bálsamo que curaba sus heridas psíquicas.

Pero María Magdalena estaba preocupada. Nadie sabía nada de Judas Iscariote desde la detención de Easa. Jairo fue a casa de José y pidió hablar con él. Explicó que Judas se hallaba en un terrible estado después de la detención. La noche anterior había gritado a Jairo: «¿Por qué me eligió para este acto? ¿Por qué fui yo el elegido para perpetrar este crimen contra nuestro pueblo?»

Mientras María explicaba al círculo íntimo de discípulos que Easa había ordenado a Judas entregarle a las autoridades, los de fuera ignoraban la verdad, que además les estaba vedada. Por consiguiente, el nombre de Judas se convirtió en sinónimo de traidor en todo Jerusalén, y la noticia se esparció a toda prisa. La reputación que el discípulo se ganó fue otra de una larga serie de injusticias que sucedieron en este sendero del destino y la profecía. María rezó para poder limpiar algún día el nombre de Judas. Pero no sabía cómo hacerlo.

Él no supo nunca si María sería capaz de devolver el honor a su nombre. Descubrieron después que ya era demasiado tarde, que otra tragedia había acaecido en aquella tarde negra. Incapaz de aceptar que su nombre quedara unido para siempre a la muerte de su Señor y Maestro, Judas Iscariote se suicidó el Día de la Oscuridad. Le encontraron colgando de un árbol ante las murallas de Jerusalén.

María Magdalena durmió mal aquella noche. Había demasiadas imágenes en su cabeza, demasiados sonidos y recuerdos. Y algo más. Había empezado como una sensación de inquietud, una vaga certeza de que algo iba mal. María se levantó de la cama y atravesó en silencio la casa de José. El cielo aún estaba oscuro. Faltaba una hora para el amanecer. No había nadie despierto, la normalidad reinaba en la casa.

Entonces lo supo. Sintió aquel destello de profecía que combina la certeza con la visión. Easa. Tenía que ir a la tumba. Algo estaba ocurriendo en su tumba. María vaciló un momento. ¿Debía despertar a José o a alguno de los otros para que la acompañaran? ¿Pedro, tal vez?

¡No! Has de venir tú sola.

Oyó la respuesta en su cabeza, pero resonó a su alrededor. Envuelta en su fe y en el velo de luto, María Magdalena se acercó con sigilo a la puerta. En cuanto estuvo fuera de la casa, corrió hacia la tumba.

Aún estaba oscuro cuando María llegó al cementerio que albergaba el sepulcro. El cielo era más púrpura que negro. No tardaría en amanecer. Había suficiente luz para que María viera la enorme piedra, la losa que requería la fuerza de casi una docena de hombres para levantarla, apartada de la tumba.

Corrió hacia la entrada abierta, con el corazón encogido de miedo. Agachó la cabeza para entrar en la tumba y vio que Easa había desaparecido. Había luz en el sepulcro, un extraño resplandor que iluminaba la cámara. María vio que el sudario descansaba sobre la lápida. Se veía en la tela el contorno del cuerpo de Easa, pero era la única prueba de que había estado allí.

¿Cómo había sucedido? ¿Los sacerdotes odiaban tanto a Easa que habían robado su cadáver? No debía ser ése el caso. ¿Quién habría hecho algo semejante?

María salió de la tumba en busca de aire. Se derrumbó en el suelo, llorando por lo que consideraba otra indignidad infligida a Easa. Mientras lloraba, el sol inició su periplo de luz a través del cielo. Los primeros rayos de sol bailaron sobre su rostro, y entonces oyó una voz masculina detrás de ella.

—Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?

María no alzó la vista enseguida. Pensó que tal vez un jardinero había ido de buena mañana para cuidar de las flores y la hierba que rodeaban las tumbas. Después se preguntó si habría sido testigo de algo, y si podría prestarle su ayuda. Habló entre lágrimas mientras levantaba la cabeza.

—Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde le han puesto. Si sabes dónde está, te ruego que me lo digas.

—María —fue la sencilla respuesta, procedente de una voz inconfundible. Se quedó petrificada, temerosa por un momento de volverse, insegura de lo que vería detrás de ella—. Estoy aquí, María —habló de nuevo la voz.

María Magdalena se volvió, mientras los primeros rayos del sol de la mañana iluminaban la hermosa figura que tenía delante. Era Easa, vestido con una inmaculada túnica blanca y curado de sus heridas. Le sonrió, su hermosa sonrisa tierna y cálida.

Cuando avanzó hacia él, Easa levantó una mano.

—No te aferres a mí, María —dijo con afecto—. Mi tiempo en la Tierra ha terminado, pero aún no he subido al Padre. Antes debía darte esta señal: ve con nuestros hermanos y diles que ahora subo a mi Padre, que también es el tuyo y el de ellos.

María asintió, henchida de asombro, sintiendo la luz pura y cálida de la bondad que la rodeaba.

—Mi tiempo aquí ha terminado. Ahora empieza el tuyo.