18

Château des Pommes Bleues

29 de junio de 2005

NADIE HABLÓ CUANDO PETER terminó de leer su traducción del primer libro. Todos guardaron silencio durante un largo momento, asimilando cada cual a su manera la enormidad de la información. Todos habían llorado en un momento u otro: los hombres de una forma más reservada, las mujeres sin disimulos al escuchar la historia de María.

Por fin, Sinclair rompió el silencio.

—¿Por dónde empezamos?

Maureen meneó la cabeza.

—Yo ni siquiera sabría por dónde. — Miró a Peter, para ver cómo afrontaba las circunstancias. Parecía muy sereno, incluso sonriente, cuando sus ojos se encontraron—. ¿Te encuentras bien?

Peter asintió.

—Nunca me había sentido mejor. Es muy extraño, pero no me siento escandalizado, preocupado ni sorprendido… Sólo me siento… satisfecho. No puedo explicarlo, pero eso es lo que siento.

—Parece agotado —observó Tammy—. Pero ha hecho un trabajo asombroso.

Sinclair y Roland manifestaron su acuerdo, y ambos dieron las gracias a Peter por su empeño en terminar la traducción.

—¿Por qué no vas a descansar un poco y empiezas con los demás libros mañana? — sugirió con ternura Maureen—. Te lo digo en serio, Peter, tienes que descansar.

Peter negó con la cabeza, obstinado.

—Ni hablar. Quedan dos libros más: el Libro de los Discípulos y el que ella llama El Libro del Tiempo de la Oscuridad. Creo que hemos de asumir que es la crónica de la crucifixión relatada por un testigo, y no iré a ninguna parte hasta que lo averigüe.

Cuando comprendieron que Peter no cambiaría de opinión, Sinclair mandó que le trajeran una bandeja con té. El sacerdote se negó a comer, pues creía que debía ayunar mientras efectuaba las traducciones. Después le dejaron solo, y Sinclair, Maureen y Tammy se trasladaron al comedor para tomar una cena ligera. Invitaron a Roland a unirse a ellos, pero el criado se negó cortésmente, aduciendo que tenía demasiadas cosas que hacer. Miró a Tammy desde el otro lado de la sala y se fue.

La cena fue frugal, pues ninguno tenía demasiada hambre. Aún les costaba expresar con palabras lo que sentían tras la lectura del primer libro. Por fin, Tammy habló de las características de Juan.

—Después de pasar el día con Derek, todo adquiere mucho más sentido. Ahora entiendo por qué los seguidores de la Cofradía odian tanto a María y Salomé, pero es muy injusto.

Maureen estaba confusa. Aún desconocía los descubrimientos de Tammy.

—¿Qué quieres decir? ¿Es la gente que me atacó?

Su amiga explicó todo lo que Derek le había revelado durante aquella horrible visita a Carcasona. Maureen escuchó sumida en un silencio estupefacto.

—Pero ¿ya sabíais que María tenía un hijo de Juan el Bautista? — Hizo la pregunta a los dos—. Porque para mí ha sido una absoluta sorpresa. Me he quedado de piedra.

Sinclair asintió.

—Será una sorpresa para casi todo el mundo. Es una tradición conocida por la gente de la región, pero muy pocas personas, aparte de nuestras orgullosas sectas heréticas, la conocen. Se llevó a cabo un esfuerzo compartido… por ambos bandos para eliminar estos hechos de la historia. Es sabido que los seguidores de Jesús no querían que ninguna información sobre Juan hiciera sombra a la historia del Mesías, tal como cuentan cautelosa e inteligentemente los autores de los evangelios.

Tammy le interrumpió.

—Los seguidores de Juan no hablan de ello porque desprecian a María Magdalena. He empezado a leer los documentos de la Cofradía, el llamado Libro verdadero del Santo Grial. Lo llaman así porque creen que la única sangre santa desciende de Juan y su hijo. Eso convierte a su linaje en el verdadero Santo Grial, el único de sangre sagrada auténtica. Si hubieran podido salirse con la suya, habrían eliminado toda mención de María Magdalena, no sólo en las Escrituras, sino en la historia. Una ley de la Cofradía impone que no se la puede mencionar sin añadir el título de puta a su nombre.

—Eso es absurdo —dijo Maureen—. Era la madre del hijo de Juan, y le reconocen como legítimo, así que ¿por qué odian todavía tanto a María Magdalena?

—Porque están convencidos de que Salomé y ella urdieron la muerte de Juan para que María pudiera casarse con Jesús, Easa, de forma que éste accediera al honor de ser ungido. Además, así podía usurpar el lugar de Juan como padre y educar a su hijo en las costumbres nazarenas. Una parte de su ritual consiste en negar a Cristo escupiendo sobre la cruz y llamándole el Usurpador.

Maureen miró a los dos.

—No sé si debería decirlo, pero me cuesta creer que Jean-Claude esté implicado en todo esto.

—Te refieres a Jean-Baptiste.

Tammy pronunció el nombre con desdén.

—Cuando estuvimos en Montségur… Sabía mucho de los cátaros. No sólo eso, sino que hablaba de ellos con reverencia, con respeto. ¿Era todo una pantomima?

Sinclair suspiró y le acarició el rostro.

—Sí, y sólo era una parte muy pequeña de una pantomima muy grande, por lo que tengo entendido. Roland ha descubierto que Jean-Claude fue educado desde pequeño para infiltrarle en nuestra organización. Su familia es rica, y gracias a los recursos de la Cofradía pudo crear esta identidad. Cierto, añadió con posterioridad el elemento Paschal, lo cual habría tenido que despertar mis sospechas, pero carecía de motivos para no creerle. Es cierto que se trata de un erudito e historiador consumado, un experto en nuestra historia. Pero en su caso no es para reverenciarla, sino para seguir aquel consejo de «conoce a tu enemigo».

—¿Desde cuándo se prolonga esta rivalidad?

—Dos mil años —respondió Sinclair—. Pero sólo por un bando. Nuestra gente no tiene nada contra Juan, y siempre ha dado la bienvenida a sus descendientes como hermanos nuestros. Al fin y al cabo, todos somos hijos de María Magdalena, ¿verdad? Así lo vemos aquí, desde siempre.

—Es la rama de su familia la que crea problemas —bromeó Tammy. Sinclair la interrumpió.

—Pero no todos los seguidores de Juan el Bautista son extremistas, y es importante recordarlo. Los fanáticos de la Cofradía constituyen una minoría. Un grupo aterrador, y muy poderoso, pero una minoría. Acompañadme, quiero enseñaros algo.

Los tres se levantaron de la mesa, pero Tammy se excusó. Pidió a Maureen que se reuniera más tarde con ella en la sala de audio y vídeo.

—Ahora que hemos llegado tan lejos, quiero enseñarte algunas cosas más que he descubierto en el curso de mi investigación.

Maureen se citó con Tammy al cabo de una hora, y siguió a Sinclair al exterior. El cielo del ocaso brillaba con los restos del sol del verano, mientras se dirigían hacia la puerta de entrada de los Jardines de la Trinidad.

—¿Te acuerdas del tercer jardín? ¿El que no llegaste a ver el otro día? Te lo voy a enseñar ahora.

Sinclair tomó el brazo de Maureen y la guió alrededor de la fuente de María Magdalena, por el primer pasillo abovedado de la izquierda. Un sendero de mármol los condujo hasta un barroco jardín que recordaba a una villa italiana.

—Parece de estilo románico —observó Maureen.

—Sí. Conocemos muy poco de este joven, Juan José. Por lo que yo sé, no hay nada escrito acerca de él, o al menos no lo había hasta hoy. Sólo contamos con unas pocas tradiciones y leyendas locales que han ido pasando de generación en generación.

—¿Qué sabes?

—Únicamente que este chico no era hijo de Jesús, sino de Juan. Sabemos su nombre, Juan José, aunque algunas leyendas se refieren a él como Juan Yeshua, e incluso Juan Marcos. La leyenda afirma que fue a Roma en algún momento y dejó a su madre y a sus hermanos en Francia. Si esto era o no parte de un plan maestro, son puras especulaciones. Tampoco sabemos qué fue de él. Hay dos escuelas de pensamiento.

Sinclair la condujo hasta una estatua de mármol de un joven, al estilo del Renacimiento. Se hallaba de pie ante una gran cruz, pero en una mano sostenía una calavera.

—Fue educado por Jesús, así que es posible que se integrara en la floreciente comunidad cristiana de Roma. En tal caso, es probable que acabara sus días como un gran número de los primeros líderes cristianos, que fueron eliminados por Nerón. El historiador romano Tácito dijo que «Nerón castigó con todo tipo de crueldades al grupo depravado conocido como los cristianos», y sabemos que eso es cierto por las crónicas sobre la muerte de Pedro.

—¿Crees que fue martirizado?

—Es muy posible, hasta puede que fuera crucificado con Pedro. Cuesta imaginar que alguien con sus antecedentes no fuera un líder, y todos los líderes fueron ejecutados. Pero también existe otro punto de vista.

Sinclair señaló la calavera que sostenía la mano de mármol de Juan José.

—Ésta es la otra posibilidad. Una leyenda dice que los seguidores más fanáticos de Juan el Bautista buscaron a su heredero en Roma y le convencieron de que los cristianos habían usurpado su legítimo lugar, de que su padre era el verdadero Mesías, y él, su único hijo, era el heredero del trono del ungido. Algunos dicen que Juan José dio la espalda a su madre y a su familia para abrazar las enseñanzas de los seguidores de su padre. No sabemos dónde terminó, pero sabemos que existe una secta de adoradores fanáticos de Juan en Irán e Irak, llamados los mandeanos. Gente pacífica, pero muy estricta en sus leyes y en su creencia de que Juan era el único y verdadero Mesías. Es posible que sean descendientes directos, que Juan José o sus herederos se hayan trasladado a Oriente, después del cisma del cristianismo primitivo. Además, ya te has enterado de la existencia de la Cofradía de los Justos, que afirman ser verdaderos descendientes del linaje aquí en Occidente.

Maureen miraba con atención la calavera, mientras escuchaba la explicación de Sinclair. Se le ocurrió de repente una idea.

—¡Es Juan! La calavera… aparece en toda la iconografía de María Magdalena, en las pinturas. Siempre la plasman con una calavera, y nadie ha sido capaz de darme una buena explicación de ello. Siempre vagas referencias a la penitencia. La calavera representa la penitencia. Pero ¿por qué? Ahora lo entiendo. Pintaban a María con una calavera porque estaba haciendo penitencia por Juan, literalmente, con la calavera de Juan.

Sinclair asintió.

—Sí. Y siempre aparece con un libro.

—Las Escrituras, tal vez —observó Maureen.

—Podría ser, pero no. María aparece con un libro porque es su libro, el mensaje que nos dejó para que lo encontráramos. Espero que eso sirva para aportar más datos sobre el misterio de su hijo mayor y de su suerte, porque no sabemos nada. Confío en que la María Magdalena ponga fin a ese misterio.

Atravesaron el jardín en silencio un momento, y gozaron de la panorámica del cielo del crepúsculo, tachonado de estrellas. Maureen habló por fin.

—Dijiste que había otros seguidores de Juan que no eran fanáticos.

—Por supuesto. Hay millones. Se llaman cristianos.

Maureen le miró, mientras él continuaba.

—Lo digo en serio. Piensa en tu país, en la cantidad de iglesias que se llaman baptistas. Son cristianos que han asumido la idea de Juan como profeta por derecho propio. Algunos le llaman el Precursor, y ven en él al que anunció la llegada de Jesús. En Europa, hay algunas familias del linaje que se fusionaron, mezclaron la sangre del Bautista con la sangre del Nazareno. La más famosa fue la dinastía de los Médicis. Estaban integrados, honraban tanto a Jesús como a Juan. Nuestro chico, Sandro Botticelli, también era uno de ellos.

Maureen se quedó sorprendida.

—¿Botticcelli descendía de ambos linajes?

Sinclair asintió.

—Cuando volvamos dentro, echa otro vistazo a la Primavera de Sandro. A la izquierda verás la figura de Hermes, el alquimista, sosteniendo en el aire su símbolo caduceo. Sus manos hacen el gesto de «Acordaos de Juan» del que te habló Tammy. Sandro nos está diciendo, en esta alegoría dedicada a María Magdalena y al poder de la resurrección, que hemos de reconocer a Juan, que la alquimia es una forma de integración, y la integración no admite la intolerancia ni el fanatismo.

Maureen le observaba con atención. En su interior estaba empezando a nacer una auténtica admiración por aquel hombre, que al principio había constituido un enigma para ella. Era un místico y un poeta por derecho propio, un buscador de verdades espirituales. Más todavía, era un buen hombre, bondadoso, afectuoso y muy leal. Le había subestimado, como fue evidente en sus últimas palabras sobre el tema.

—Opino que una actitud de perdón y tolerancia es la piedra angular de la verdadera fe. Durante las últimas cuarenta y ocho horas, he llegado a creer en eso con más fuerza que nunca.

Maureen sonrió, entrelazó su brazo con el de él y regresaron por el jardín. Unidos.

Ciudad del Vaticano

29 de junio de 2005

EL CARDENAL DECARO estaba a punto de colgar el teléfono cuando la puerta de su despacho se abrió con estrépito. El prelado se asombró de que el obispo O’Connor todavía no se hubiera dado cuenta de lo precaria que era su situación en Roma, pero daba la impresión de que el hombre no tenía ni idea de lo que estaba sucediendo. DeCaro aún no estaba seguro de si O’Connor estaba poseído por una ambición desmedida, o de si vivía en la inopia. Tal vez ambas cosas.

El cardenal escuchó con fingida paciencia y burlona sorpresa al irlandés, mientras éste le refería con palabras atropelladas el descubrimiento que se había producido en Francia. Pero después O’Connor dijo algo que provocó un escalofrío a DeCaro. Se trataba de información reservada. En este momento, nadie debería conocer todavía la existencia de los manuscritos ni su contenido, por supuesto.

—¿Quién es su informante? — preguntó el cardenal, aparentando indiferencia.

O’Connor se encogió. Aún no estaba dispuesto a revelar su fuente.

—Es de mucha confianza. Absoluta.

—Temo que no puedo tomarme esto muy en serio si es incapaz de darme más detalles, Magnus. Ha de comprender que por aquí circula mucha información falsa. No podemos investigarla toda.

El obispo Magnus O’Connor se removió en su asiento, inquieto. No se atrevía a revelar su fuente, aún no. Era el único as en la manga que le quedaba. Si revelaba su fuente, ya no tratarían directamente con él, y quedaría marginado de este importantísimo acontecimiento histórico. Además, tendría que responder ante otros, además del cardenal DeCaro y el Consejo del Vaticano.

—Consultaré con el informante si puedo revelar su identidad —dijo por fin O’Connor.

El cardenal DeCaro se encogió de hombros, lo cual irritó al irlandés. Esta forma indiferente de recibir tan increíble noticia no era lo que deseaba o esperaba.

—Muy bien. Gracias por su información —dijo el cardenal a modo de despedida—. Puede seguir con sus tareas habituales.

—Pero, Su Eminencia, ¿no quiere saber con exactitud qué han descubierto?

El cardenal DeCaro le miró por encima de sus gafas de leer.

—Las fuentes carentes de base no me interesan. Buenas noches, señor. Que el Señor le bendiga y acompañe.

El cardenal dio media vuelta y recogió un fajo de papeles, que empezó a clasificar como si el obispo le hubiera dicho algo tan elemental como que el sol salía por la mañana y se ponía por la noche. ¿Dónde estaba la sorpresa? ¿La preocupación? ¿La gratitud?

El obispo O’Connor masculló una respuesta, furioso, y se marchó. De momento, había acabado con Roma. Iría a Francia. Entonces, les daría una buena lección.

Château des Pommes Bleues

29 de junio de 2005

TAL COMO HABÍA PROMETIDO, Maureen se encontró con Tammy en la sala de audio y vídeo después de su paseo por el jardín con Sinclair. Primero asomó la cabeza en el estudio para comprobar que Peter estaba inmerso en la traducción del segundo libro. Su primo alzó la vista y le dirigió un gruñido ininteligible, con los ojos vidriosos a causa del cansancio. Maureen sabía que no era un buen momento para interrumpirle, y fue en busca de Tammy.

En el castillo reinaba un ambiente de entusiasmo y júbilo. Maureen se preguntó qué sabían los criados, pero supuso que todos eran de absoluta confianza y lealtad. Roland y Sinclair estaban reunidos para hablar de las medidas de seguridad que deberían tomar hasta que se hubiera traducido el resto del Evangelio de María y decidido su futuro. Nadie había hablado de esto todavía, pero Maureen descubrió que sentía mucha curiosidad por las intenciones de Sinclair y por cuándo pensaba llevarlas a cabo.

—Entra, entra —dijo Tammy cuando la vio en la puerta.

Maureen se dejó caer en el sofá al lado de Tammy, y apoyó la cabeza en el respaldo con un gemido.

—¿Qué pasa?

Maureen sonrió.

—Nada y todo. Sólo me estaba preguntando si mi vida volverá a ser como antes.

Tammy contestó con una carcajada ronca.

—No, así que será mejor que te acostumbres a eso. — Tomó su mano. Esta vez, habló con más dulzura—. Escucha, sé que casi todo esto es nuevo para ti, y que has de asimilar muchas cosas en muy poco tiempo. Sólo quiero que sepas que eres mi heroína, ¿de acuerdo? Y también Peter, naturalmente.

—Gracias —suspiró Maureen—, pero ¿de veras crees que el mundo está preparado para este cataclismo que amenaza a sus creencias más sagradas? Porque yo no.

—No estoy de acuerdo —dijo Tammy con su habitual convicción—. Creo que es el momento óptimo. Estamos en el siglo veintiuno. Ya no quemamos a la gente en la pira por herejes.

—No, sólo les hundimos el cráneo.

Maureen se masajeó la nuca para subrayar sus palabras.

—Mensaje recibido. Lo siento.

—Me he puesto un poco dramática. Estoy bien, de veras. — Maureen indicó el televisor de pantalla gigante—. ¿En qué estás trabajando ahora?

—La otra noche nos desviamos del tema, y no tuve la oportunidad de enseñarte el resto. Creo que ahora, más que nunca, lo encontrarás interesante.

Tammy sujetaba el mando a distancia. Lo apuntó a la televisión.

—Estábamos mirando fotos del linaje, ¿te acuerdas? — continuó. Liberó el botón de la pausa y la pantalla se llenó de retratos—. El rey Fernando de España. Tu chica, Lucrecia Borgia. María Estuardo. Carlos Tercero de Inglaterra y Escocia, conocido como el Joven Pretendiente. La emperatriz María Teresa de Austria y su hija más famosa, María Antonieta. Sir Isaac Newton. — Detuvo una imagen de varios presidentes norteamericanos—. Y aquí empiezan los norteamericanos, con Thomas Jefferson a la cabeza. Después vamos avanzando poco a poco hacia los tiempos modernos.

Una fotografía actual de una familia norteamericana numerosa llenó la pantalla.

—¿Qué es eso?

—La reunión de la familia Stewart en Cherry Hill, Nueva Jersey. La tomé el año pasado. Y ésta también. Gente corriente en lugares corrientes, pero todos son del linaje.

Maureen tuvo una idea.

—¿Has estado alguna vez en McLean, Virginia?

Tammy compuso una expresión de perplejidad.

—No. ¿Por qué?

Maureen le habló de sus improbables experiencias en McLean, y de la encantadora librera que había conocido.

—Se llamaba Rachel Martel, y…

Tammy la interrumpió.

—¿Martel? ¿Has dicho Martel?

Maureen asintió, y Tammy estalló en carcajadas.

—Sí, no me extraña que tenga visiones —dijo Tammy—. Martel es uno de los apellidos más antiguos del linaje. Carlos Martel, de la estirpe de Carlomagno. Si escarbas en esa parte de Virginia, encontrarás una gran concentración de familias del linaje. Debieron de llegar buscando refugio durante el Reinado del Terror. Por eso, casi todas las familias nobles francesas acabaron en Estados Unidos, sobre todo en Pensilvania.

Maureen rio.

—Por eso hay tantas visiones allí. Tendré que llamar a Rachel cuando vuelva a casa para informarla.

Devolvieron su atención a la pantalla, donde había aparecido otro retrato de grupo mientras Tammy hablaba.

—Aquí tenemos una reunión de la familia Saint Clair en Baton Rouge, el verano pasado. Luisiana cuenta con la mayor concentración de familias del linaje, debido a la herencia francesa. Ahora lo sabes de primera mano. ¿Ves este tipo de aquí? — Tammy pulsó el botón de la pausa para congelar la imagen de un joven músico callejero melenudo, que tocaba el saxo en el Barrio Francés. Liberó la pausa, y una melodía de saxo bellísima sonó en la sala. Volvió a congelar la imagen—. Se llama James Saint Clair. Es un indigente. Sobrevive como puede en las calles de Nueva Orleans, pero cuando toca el saxo te parte el corazón. Me senté en la esquina y estuve hablando con él tres horas. Un hombre hermoso y brillante.

—¿Esta gente sabe que es del linaje?

—Claro que no. Eso es lo más bonito de todo, y también el punto final de mi película. En dos mil años de historia y evolución, debe de haber un millón de personas en la tierra portadoras de la sangre de Jesucristo en sus venas. Tal vez más. No es una cuestión de elitismo o secretismo. Podría ser el verdulero del barrio, o el cajero del banco. O el indigente que te parte el corazón cada vez que toca el saxo.

Château des Pommes Bleues

2 de julio de 2005

PETER TRABAJABA SIN CESAR, pero su afán perfeccionista se impuso, y transcurrieron otros dos días antes de que estuviera preparado para leer la traducción de los últimos manuscritos, El Libro del Tiempo de la Oscuridad.

Maureen se había quedado dormida en el sofá la tarde del segundo día, contenta de estar en el lugar donde se estaba traduciendo el Evangelio de María.

Los sollozos de su primo la despertaron.

Alzó la vista y vio a Peter, con la cabeza sepultada entre las manos, rendido al agotamiento y la emoción que le invadían. Sin embargo, Maureen no pudo decidir de inmediato cuál era el sentimiento: ¿alegría o dolor? Miró a Sinclair, sentado delante de Peter. Él meneó la cabeza, indicando que tampoco podía comprender la reacción del sacerdote.

Maureen se acercó a Peter y apoyó una mano sobre su hombro.

—Pete, ¿qué pasa?

Él se secó las lágrimas de la cara y miró a su prima.

—Preferiría que te lo contara ella —susurró, al tiempo que señalaba la traducción—. ¿Quieres llamar a los demás, por favor?

Tammy y Roland corrieron al estudio de Sinclair. No fue difícil localizarlos, porque ya no disimulaban su intimidad. Tampoco querían estar demasiado lejos de los manuscritos, por temor a perderse algo. Ambos repararon en la expresión febril de Peter cuando entraron en el estudio.

Roland llamó a una criada y pidió que trajera té para todos. En cuanto la puerta se cerró a su espalda, Peter reanudó la conversación donde la había dejado.

—Ella lo llama el Libro del Tiempo de la Oscuridad —dijo Peter—. Relata la última semana de la vida de Cristo.

Sinclair intentó formular una pregunta, pero Peter le detuvo.

—Ella la cuenta mucho mejor que yo.

Y empezó a leer.


… Es importante saber quién era Judas Iscariote, con el fin de comprender su relación conmigo, con Easa y con las enseñanzas del Camino. Al igual que Simón, era un fanático en lo tocante a expulsar a los romanos de nuestra tierra. Ya había matado por esta idea, y ardía en deseos de volverlo a hacer. Hasta que Simón le presentó a Easa.

Judas abrazó el Camino, pero su conversión no fue ni rápida ni fácil Descendía de un linaje de fariseos, y su concepto de la ley era muy estricto. De joven, era seguidor de Juan, y sospechaba de mí a causa de todo cuanto le habían contado. Con el tiempo, nos convertimos en amigos, hermano y hermana en el Camino, gracias a Easa, el gran unificador. No obstante, había momentos en que Judas y sus antiguas costumbres emergían, lo cual causaba tensión entre sus seguidores. Era un líder nato, y se ganaba a pulso la autoridad. Easa admiraba esta virtud, pero no sucedía lo mismo con otros seguidores. Sin embargo, yo comprendía a Judas. Como yo, su destino era ser incomprendido.

Judas creía que debíamos aprovechar todas las oportunidades de expandir nuestra enseñanza, mediante donaciones a los pobres. Easa lo nombró tesorero, y su responsabilidad principal era recaudar dinero para distribuirlo entre los necesitados. Era un hombre honrado y concienciado en lo referente a esta tarea, pero también era un hombre intransigente.

La mayor discusión se suscitó la noche en que ungí a Easa en Betania, en casa de Simón. Tomé un tarro de alabastro lacrado que nos habían enviado desde Alejandría. Estaba lleno de una mezcla de nardos aromáticos y mirra. Rompí el sello y ungí la cabeza y los pies de Easa con el bálsamo, y le proclamé nuestro Mesías, obedeciendo a las tradiciones de nuestro pueblo y del Cantar de los Cantares, que nos había transmitido Salomón. Fue un momento espiritual para todos nosotros, henchido de esperanza y simbolismo.

Pero Judas no dio su aprobación. Estaba irritado y me reprendió delante de todo el mundo, diciendo: «Ese bálsamo era valioso. Lacrado, habría alcanzado un precio muy elevado, dinero que habríamos podido destinar a los pobres».

No tuve que defender mis decisiones, porque Easa lo hizo en mi nombre. Reprobó a Judas, y dijo: «Siempre tendrás a los pobres, pero no siempre me tendrás a mí. Déjame decirte esto: donde se alaben mis actos, también se alabará el nombre de esta mujer. Haced esto en conmemoración de ella y de sus buenas obras».

Aquel momento demostró que Judas no acababa de comprender del todo los ritos sagrados del Camino, y enojó a algunos de los elegidos, que nunca volvieron a confiar en él después de aquello.

Como ya he dicho, no le guardo rencor por aquel acto, ni por cualquier otro. Judas era incapaz de sobreponerse a lo que dominaba su corazón, y siempre fue fiel a eso.

Todavía le lloro.

EL EVANGELIO DE ARQUES DE MARÍA MAGDALENA

EL LIBRO DE LOS DISCÍPULOS