17

Galilea

Año 26

MARÍA SENTÍA LA TIERRA blanda y fría bajo los pies. Los miró, consciente de que sus piernas desnudas estaban muy sucias. No le importó lo más mínimo. Además, sólo era uno más de los numerosos elementos indecorosos de su apariencia. Su lustroso pelo rojizo le colgaba suelto y enmarañado hasta la cintura, y llevaba la túnica suelta.

Antes, cuando intentaba salir de la casa sin que nadie la viera, Marta la había descubierto y expresado su desaprobación.

—¿Adónde crees que vas así?

María lanzó una alegre carcajada, indiferente a que la hubieran sorprendido cuando intentaba escapar.

—Sólo voy al jardín. Y está tapiado. Nadie me verá.

Su explicación no pareció convencer a Marta.

—Es indecoroso que una mujer de tu rango y condición corretee por el jardín como una criada descalza.

La regañina de Marta era más rutinaria que sincera. Estaba acostumbrada a las maneras libres de convencionalismos de su joven cuñada. María era una creación de Dios única, y Marta la adoraba. Además, la muchacha gozaba de pocas oportunidades de divertirse. Sobre su vida se proyectaba la sombra de la responsabilidad, y casi siempre soportaba ese hecho con elegancia y valentía. Eran escasos los días que María tenía un momento libre para pasear por el jardín, y sería injusto negarle ese pequeño placer.

—Tu hermano volverá antes de que se ponga el sol —le recordó Marta con énfasis.

—Lo sé. No te preocupes, no me verá. Volveré a tiempo de ayudarte en la cocina.

La mujer más joven dio un beso en la mejilla a la esposa de su hermano, y corrió a disfrutar de la privacidad de su jardín. Marta la vio alejarse con una sonrisa triste. María era tan menuda y esbelta que era fácil tratarla como a una niña. Pero ya no era una niña, se recordó Marta. Era una mujer en edad de casarse, una mujer muy consciente de su profundo y serio destino.

María no pensaba en el destino cuando entró en el jardín. Ya tendría bastante de eso mañana. Alzó la cabeza para aspirar el aroma especiado de octubre, mezclado con la brisa del mar de Galilea. El monte Arbel se alzaba hacia el noroeste, fuerte y tranquilizador bajo el sol de la tarde. Siempre la había considerado su montaña personal, una pila rocosa de suelo rojo y fértil que se elevaba al lado de su pueblo natal. Lo echaba mucho de menos. Últimamente, la familia pasaba más tiempo en la casa de Betania, pues el hecho de que Jerusalén estuviera cerca era importante para el trabajo de su hermano. Sin embargo, María amaba la belleza salvaje de Galilea, y experimentó una gran alegría cuando su hermano anunció que pasarían el otoño allí.

Estos momentos eran sus favoritos, rodeada de flores silvestres y olivos. Cada vez era más difícil encontrar un rato de soledad, y saboreaba cada segundo de estas oportunidades robadas. Aquí podía gozar en paz de la belleza de Dios, libre de las estrictas normas de vestimenta y tradición que eran parte integral de su posición social.

En una ocasión, su hermano la sorprendió en el jardín y le preguntó qué había hecho durante las horas en que había «desaparecido».

—¡Nada! ¡Absolutamente nada!

Lázaro había mirado con severidad a su hermana pequeña, pero luego se ablandó. Le había enfurecido que no apareciera a la hora de cenar, una ira nacida del miedo. Era algo más que simple preocupación de hermano. Quería muchísimo a su hermosa e inteligente hermana pequeña, pero también era su tutor. Su salud y bienestar constituían su principal prioridad. Debía ser protegida a toda costa, y ésa era su tarea sagrada, con su familia, con su pueblo, con Dios.

Cuando llegó a su lado, ella estaba tumbada en la hierba, con los ojos cerrados y muy quieta, lo cual le aterrorizó por un momento. Por suerte, María se había removido, como si presintiera su pánico. Se protegió los ojos del sol con la mano y miró el rostro furioso de su hermano. Parecía capaz de matar a alguien.

La ira de Lázaro se desvaneció cuando habló con él. Empezó a comprender por primera vez con cuánta desesperación necesitaba la joven estos escasos momentos de soledad. La única hija del linaje de Benjamín, su futuro había sido trazado desde la infancia. Suyo era el privilegiado destino de la sangre real y la profecía. La hermana pequeña estaba destinada a un matrimonio dinástico, predicho por los grandes profetas de Israel, un matrimonio que muchos consideraban voluntad absoluta de Dios.

Unos hombros tan diminutos para una carga tan pesada, había pensado Lázaro mientras la escuchaba. María habló de una manera que no solía permitirse, con franqueza y sentimiento. Consiguió que su hermano comprendiera, con una punzada de culpabilidad, que su papel predestinado en la historia le causaba un gran temor. Pocas veces pensaba en ella como un simple ser humano. Era un bien precioso, que debía proteger y cuidar. Se había dedicado a todas estas tareas con absoluta diligencia, y las había llevado a cabo a la perfección. Pero también la quería, aunque no se permitió tomar plena conciencia de ello hasta que conoció a su mujer, Marta.

Lázaro era muy joven cuando su padre murió. Demasiado joven, tal vez, para asumir la enormidad de las responsabilidades dinásticas de su familia, además de sus obligaciones como terrateniente. No obstante, el joven había jurado a su padre, durante aquellos últimos días, que no decepcionaría a la Casa de Benjamín. No decepcionaría a su pueblo ni al Dios de Israel.

Con gran determinación, Lázaro hizo frente a sus numerosas responsabilidades, la principal de ellas cuidar de su hermana menor, María. La suya era una vida de deberes y obligaciones. Lázaro se encargó de la educación de su hermana como correspondía a su noble cuna, pero nunca se permitió sentir nada. Los sentimientos eran un lujo, y con frecuencia peligrosos.

Pero entonces, Dios le dio a Marta.

Era la mayor de tres hermanas de Betania, nacidas de una familia noble de Israel. A decir verdad, había sido un matrimonio de conveniencia, aunque Lázaro pudo elegir entre las tres chicas. Había elegido a Marta por razones prácticas. Al ser la mayor, era sensata y responsable, con más experiencia en la tarea de llevar un hogar. Las hijas menores eran demasiado frívolas y mimadas. Le preocupaba que fueran una mala influencia para su hermana. Todas las muchachas eran encantadoras, pero la belleza de Marta era más serena. Obraba en él un extraño efecto balsámico.

El matrimonio de conveniencia se transformó en un gran amor, y Marta abrió el corazón de Lázaro. Cuando la madre de Lázaro murió de forma inesperada, dejando a María sin influencia materna, Marta adoptó ese papel sin el menor esfuerzo.

María estaba pensando en Marta cuando se sentó a descansar bajo su árbol favorito. Mañana, el sumo sacerdote Anás vendría y empezarían los preparativos de la boda. No habría más oportunidades de escapar sin escolta durante mucho tiempo, de modo que María decidió aprovechar al máximo su tiempo. Llegaría el momento, como todos sabían, en que se vería obligada a abandonar su amado hogar para viajar al sur con su futuro marido. ¡Su marido!

Easa.

Sólo pensar en el hombre al que estaba prometida infundió en María una sensación de felicidad. Cualquier mujer envidiaría su posición de futura reina de un rey dinástico. Pero era algo más que la posición lo que embargaba de gozo a María, era el hombre en cuestión. La gente le llamaba Yeshua, el hijo mayor y heredero de la casa de David, pero María le llamaba Easa, un apodo de la infancia, para disgusto de su hermano y de Marta.

—No es apropiado llamar a nuestro futuro rey y líder elegido del pueblo por un mote infantil, María —la había reprendido Lázaro durante la última visita de Easa.

—Ella puede hacerlo —respondió la voz profunda y dulce que reclamaba la atención sin el menor esfuerzo.

Lázaro calló al oír las palabras. Se volvió y vio al Hijo del León en persona detrás de él.

—María me conoce desde que era niña, y siempre me ha llamado Easa. No lo cambiaría por nada.

El hermano de María compuso una expresión mortificada, hasta que Easa salvó la situación con una sonrisa. Había magia en su expresión, una transformación imposible de resistir. El resto de la velada había sido maravilloso, con la presencia de la gente a la que María más amaba, reunida alrededor de Easa y escuchando su sabiduría.

Tumbada bajo el más grande de los dos olivos, María se durmió bajo el sol de la tarde, mientras imágenes de su futuro marido desfilaban por su cabeza.

Cuando María notó la sombra sobre su cara fue presa del pánico, pues pensó que había dormido más de la cuenta. ¡Estaba oscureciendo! Lázaro se pondría furioso.

Pero cuando sacudió la cabeza para desprenderse de la modorra, se dio cuenta de que todavía era mediodía, pues el sol brillaba en todo su esplendor sobre el monte Arbel. María alzó la vista para ver qué objeto había arrojado sombra sobre su rostro dormido. Lanzó una exclamación ahogada, paralizada por la sorpresa, antes de lanzarse con toda la exuberancia de una joven enamorada hacia la figura que tenía delante.

—¡Easa! — gritó con alegría.

Él abrió los brazos y la estrechó en un enorme abrazo durante un momento. Después retrocedió para contemplar su rostro exquisito.

—Mi palomita —dijo, utilizando el mote que le había dado de niña—. ¿Es posible que cada día seas más bella?

—¡Easa! No sabía que ibas a venir. Nadie me dijo…

—No lo sabían. Será una sorpresa para ellos. No podía permitir que los preparativos del matrimonio se hicieran sin mí.

Volvió a dirigirle toda la fuerza de aquella sonrisa. María examinó sus facciones un momento, los intensos ojos oscuros resaltados por los pómulos salientes. Era el hombre más bello que había visto, el hombre más bello del mundo.

—Mi hermano dice que es peligroso para ti estar aquí ahora.

—Tu hermano es un gran hombre que se preocupa demasiado —la tranquilizó Easa—. Dios proveerá y protegerá.

Mientras Easa hablaba con ella, María bajó la vista y comprobó horrorizada su apariencia desaliñada. El cabello largo hasta la cintura estaba enredado y lleno de briznas de hierba, aparte de una hoja seca, un marco adecuado para sus extremidades desnudas, cubiertas de tierra. En aquel momento, no parecía ni remotamente una futura reina. Empezó a farfullar una disculpa sobre su aspecto, pero Easa la acalló con una sonora carcajada.

—No te preocupes, palomita. Es a ti a quien he venido a ver, no a tu rango.

Le quitó una hoja del pelo.

Ella sonrió, se ajustó la túnica y se sacudió la tierra.

—Mi hermano no pensará lo mismo —dijo con fingida preocupación.

Lázaro era muy severo en lo tocante a los asuntos de protocolo y honor. Se enfadaría mucho si llegaba a saber que su hermana estaba en el jardín, sin escolta y mal vestida y en presencia del futuro rey de la Casa de David.

—Yo me ocuparé de Lázaro —la tranquilizó Easa—. Pero por si acaso, entra en casa y finge que no me has visto. Me iré por atrás y volveré esta noche después de haberme hecho anunciar como es debido. De esa forma, no pillaré desprevenidos ni a tu hermano ni a Marta.

—Entonces, nos veremos esta noche —contestó María, tímida de repente. Se volvió para ir hacia la casa.

—Finge sorpresa —le gritó Easa, y rio mientras veía alejarse a través del jardín a su futura esposa.

Aquel día, y la noche que le siguió, quedaron grabados en la memoria de María durante el resto de su vida. Era la última vez que iba a sentirse despreocupada, joven, enamorada y feliz.

Anás vino al día siguiente, pero llegó con intenciones diferentes. El clima político y espiritual de Jerusalén mostraba una inestabilidad creciente, y se habían cambiado los planes para evitar más amenazas de los romanos. Los sacerdotes habían elegido a un nuevo líder durante un consejo secreto, un consejo que declaró a Yeshua inapropiado para asumir las responsabilidades del ungido. Miembros de aquel consejo acompañaron a Anás para anunciar sus conclusiones.

María había sido expulsada de la habitación junto con Marta en cuanto llegaron, pero no quiso mantenerse al margen mientras los más poderosos de su pueblo discutían sobre su futuro. Easa le sonrió para tranquilizarla, pero ella vio algo en sus ojos que la asustó. Inseguridad. Nunca lo había visto antes, pero allí estaba y la aterrorizó. En contra de los deseos de Marta, María se escondió en el pasillo y escuchó.

Oyó voces alzadas, algunos gritos, hombres hablando entre sí. A veces, era difícil oír con precisión de qué estaban hablando. La voz áspera, sonora y rasposa pertenecía a Anás.

—Tú te lo has buscado por aliarte con los zelotes. Los romanos nunca nos permitirán ningún tipo de alianza contigo, debido a los asesinos y revolucionarios que se encuentran entre tus partidarios. Los invitaríamos a masacrar a nuestro propio pueblo.

La voz melódica que se escuchó después pertenecía a Easa.

—Acepto a todo hombre que elige seguirme y buscar el Reino de Dios. Los zelotes saben que desciendo de David. Soy su líder legítimo. Y el vuestro.

—No entiendes contra qué nos enfrentamos —replicó Anás—. El nuevo procurador, Poncio Pilatos, es un bárbaro. Derramará cuánta sangre le parezca conveniente para silenciar hasta nuestras demandas más básicas. Exhibe sus banderas paganas en nuestras calles, estampa sus símbolos de blasfemia en nuestras monedas, y todo nos recuerda que somos impotentes ante ello. No dudaría en eliminarnos a todos los que estamos reunidos aquí, si presintiera que estábamos alentando la insurgencia contra Roma desde el templo.

—El tetrarca nos apoyará —dijo Easa—. Tal vez intercedería ante el nuevo procurador.

Anás escupió.

—Herodes Antipas no apoya nada que no sean su lascivia y sus placeres. Roma le paga. Sólo es judío cuando conviene a sus ambiciones.

—Su esposa es nazarena —replicó Easa.

El silencio respondió a su comentario. Easa había abrazado las enseñanzas liberales del pueblo nazareno, uno de cuyos líderes era su madre. Los nazarenos no guardaban la ley con la estricta observancia de los judíos del templo. Entre sus diferentes tradiciones, incluían mujeres en sus ritos e incluso las reconocían como profetas. También permitían que los gentiles escucharan sus enseñanzas y participaran en sus ceremonias.

Aunque Anás había hecho hincapié en que la facción zelote era la razón principal de que el consejo hubiera decidido retirar su apoyo a Easa, todos los presentes en la habitación sabían que era una cortina de humo, destinada a disimular la verdad. Las enseñanzas de Easa eran demasiado revolucionarias, demasiado influidas por los nazarenos. Los sacerdotes del templo no podían controlarle.

Con el comentario de que la esposa de Herodes era nazarena, Easa había desafiado a los sacerdotes del templo. Adoptaría su papel profetizado de rey davídico y mesías sin ellos, y como nazareno. Tal decisión era extremadamente peligrosa. Si bien podía disminuir el poder de los sacerdotes del templo, también podía volverse en contra de Easa si la gente le retiraba el apoyo popular en favor de sus líderes tradicionales.

Pero el ataque de Anás aún no había terminado. Su voz resonó en la atmósfera tensa de la habitación.

—El que tiene esposa es el esposo.

El silencio se hizo de nuevo en la habitación, y María se quedó petrificada al otro lado de la puerta. Notó la lengua seca y pastosa en la boca. Era una referencia al Cantar de los Cantares, el poema escrito por el rey Salomón para celebrar la unión dinástica suprema de las casas nobles de Israel. Con el fin de que un rey gobernara a su pueblo, la tradición mantenía que necesitaba una novia de idéntico linaje real. María, como descendiente benjamita del rey Saúl, era la princesa de mayor rango de Israel por sangre. Como tal había sido prometida a Yeshua, el Hijo del León de Judá, desde su infancia. Las tribus de Judá y Benjamín habían estado emparentadas desde la antigüedad, y el matrimonio dinástico de estos dos linajes se había asegurado desde que la hija de Saúl, Michal, se casara con David.

Pero para ser rey dinástico por ley, debía tener una reina dinástica. Anás había urdido una amenaza frontal al compromiso.

Fue el hermano de María quien habló a continuación. Lázaro era un hombre que siempre controlaba sus emociones, y sólo los muy íntimos habrían percibido la tensión en su voz cuando se dirigió al sumo sacerdote.

—Anás, mi hermana está prometida a Yeshua por ley. Los profetas han dicho que es el Mesías de nuestro pueblo. No sé cómo podemos desviarnos de esta senda, cuando Dios nos la eligió.

—¿Osas decirme lo que Dios ha elegido? — replicó Anás.

María se encogió. Lázaro era un hombre justo, y le mortificaría ofender al sumo sacerdote.

—Creemos que Dios ha elegido a otro hombre. Un recto defensor de la ley, un hombre que defenderá todo lo que es sagrado para nuestro pueblo sin ofender políticamente a los romanos.

Aquélla era la verdad, y todos se dieron cuenta. Un recto defensor de la ley. Era la manera de Anás de demostrar a Easa que no iba a tolerar sus reformas nazarenas, pese a su linaje sin mácula.

—¿Y quién es ése? — preguntó Easa en voz baja.

—Juan.

—¿El Bautista? — preguntó Lázaro con incredulidad.

—Es de la estirpe del León —intervino otra voz áspera, que María no reconoció. Tal vez era el sacerdote más joven, Caifás, yerno de Anás.

—No es de la Casa de David —repuso con calma la voz de Easa.

—No —dijo Anás—, pero su madre es descendiente de la línea de sacerdotes de Aarón, y su padre de los saduceos. El pueblo cree que es heredero del profeta Elías. Será suficiente para animar al pueblo a seguirle, si se casa con la mujer apropiada.

El círculo se había cerrado. Anás había venido para asegurar el compromiso de María con el candidato a mesías de su elección. Ella era el objeto que todos necesitaban para legitimar cualquier monarquía.

La siguiente voz sonó colérica y se expresó a gritos. María no conocía a Santiago, un hermano menor de Easa, pero supuso que era él quien vociferaba. Este hombre sonaba como Easa, pero sin el control sereno omnipresente en su hermano mayor.

—No podéis elegir vuestros mesías como chucherías en un bazar. Todos sabemos que Yeshua es el elegido para liberar a nuestro pueblo de sus cadenas. ¿Cómo osáis adoptar un sustituto, debido a que teméis por vuestras posiciones privilegiadas?

Los hombres se pusieron a chillar entre sí para hacerse oír. María intentó distinguir las voces y las palabras, pero estaba temblando. Todo estaba a punto de cambiar, lo sentía en el fondo de su alma.

La voz rasposa y autoritaria de Anás se impuso a las demás.

—Lázaro, como tutor de la muchacha, sólo tú puedes tomar la decisión de romper el compromiso y entregar a la hija de Benjamín al candidato que hemos elegido. Ahora, todo está en tus manos. Pero debo recordarte que tu padre era un fariseo, siervo leal del templo. Yo le conocía bien. Él esperaría de ti que hicieras lo mejor por el pueblo.

María pudo sentir la carga que se abatía sobre los hombros de Lázaro. Era cierto, su padre se había dedicado en cuerpo y alma al templo, y fue siervo de la ley hasta su muerte. Su madre era nazarena, pero eso no importaba a hombres como éstos. Lázaro había jurado a su padre en su lecho de muerte que defendería la ley y protegería la posición de la Casa de Benjamín a toda costa. Se enfrentaba a una terrible decisión.

—¿Deseáis casar a mi hermana con el Bautista? — preguntó Lázaro con cautela.

—Es un hombre justo y un profeta. En cuanto Juan sea ungido como mesías, tu hermana gozará del mismo rango, siendo su esposa, que habría tenido con este hombre —contestó Anás.

—Juan es un eremita, un asceta —interrumpió Easa—. No tiene deseo ni necesidad de esposa. Ha elegido una vida de reclusión, pues considera que de esa forma tiene más posibilidades de escuchar la voz de Dios. ¿Vais a destruir su soledad y su buena obra, obligándole a un matrimonio con todas las responsabilidades que implica la ley?

—No —contestó Anás—. No vamos a obligar a Juan a nada. Se casará con la muchacha para confirmar su rango de mesías al pueblo. Después ella se irá a vivir con los familiares de él y Juan regresará a sus prédicas. Ella cumplirá los deberes dinásticos que exige la ley, y él también.

María escuchaba, rezando para que su estómago revuelto no impusiera su dictado y revelara su escondite. Sabía lo que significaban los «deberes dinásticos que exige la ley»: tener hijos con Juan el asceta. No era suficiente que aquellos hombres intentaran arrebatarle la mayor felicidad con la que había soñado, casarse con Easa. Encima, intentaban despojarle de su lugar como futuro rey.

Además, había que pensar en la idea del propio Bautista. María nunca había visto a este hombre que predicaba en las orillas del Jordán, pero era legendario entre la gente. Era el primo mayor de Easa, pero los dos eran de un temperamento muy diferente. Easa veneraba a Juan, decía de él a menudo que era un gran servidor de Dios, y un hombre sincero y recto. Pero también conocía sus límites. Se lo había explicado a María en una ocasión, cuando ella le preguntó por el fanático predicador que bautizaba con agua. Juan rechazaba a las mujeres, a los gentiles, a los lisiados o a los que consideraba impuros, mientras Easa creía que la palabra de Dios pertenecía a toda la gente que deseaba escucharla. No era un mensaje para las élites, explicaba Easa. Era el mensaje de la buena nueva para todos. Estas diferencias habían sido motivo de discusiones entre Easa y Juan.

Juan había pasado mucho tiempo en las áridas orillas del mar Muerto después de la muerte de sus padres. Se convirtió a las ideas de los esenios de Qumrán, una severa secta de ascetas, de la que había extraído muchas de sus estrictas observancias. La secta de Qumrán vivía en penosas condiciones y despreciaba a los que llamaban «buscadores de molicie». Hablaban de un Maestro de Justicia que les traería el arrepentimiento y la adhesión definitiva a la ley.

Easa también había pasado algún tiempo entre los esenios, y había explicado sus costumbres a María. Respetaba su devoción a Dios y a la ley, y alababa sus buenas obras. Easa contó con muchos esenios entre sus compañeros más íntimos durante toda la vida, y se retiraba a la absoluta soledad de Qumrán de vez en cuando para meditar. Pero mientras que Juan abrazaba las duras observancias de los esenios, Easa rechazaba muchas de sus creencias, por rigurosas y sentenciosas.

Easa explicó a María más detalles de Juan, acerca de la extraña dieta que había adoptado en Qumrán, langostas mezcladas con miel, y de su peculiar vestimenta, hecha de pieles de animales y áspero pelo de camello, que desgarraba la piel y producía urticaria. Había contado que su primo Juan el Bautista había optado por vivir al raso, bajo el cielo, porque se sentía más cerca de Dios. No era una existencia apropiada para una mujer o un hijo noble. Y, desde luego, no era aquello para lo que María Magdalena se había preparado durante toda la vida.

Ahora todo dependía de Lázaro, pensó con tristeza María. Los hombres estaban discutiendo de nuevo en la habitación de al lado, mientras las lágrimas rodaban sobre el rostro de María. Ya no podía distinguir una voz de otra. ¿Cuál era la de Lázaro, y qué estaba diciendo? Su hermano quería y respetaba a Easa, como hombre y como descendiente de David, aunque nunca había aceptado las reformas de los nazarenos. Lázaro era muy tradicional. Su padre había sido un fariseo, y había apoyado económicamente al templo de Jerusalén.

Anás le estaba obligando a tomar una dura decisión: si apoyaba a Easa, el legítimo rey dinástico y heredero de todas las profecías, Lázaro sería expulsado del templo. Estaba implícito en las palabras del sumo sacerdote. Lázaro no tendría otro remedio que alinearse con los nazarenos, abrazar un credo reformista en el que no creía.

Los más moderados de su pueblo, incluido Lázaro, se habían sentido satisfechos porque Easa había sido aceptado tanto por los nazarenos como por los sacerdotes del templo. Pero se hallaban en vísperas de un cisma, una separación absoluta de los dos bandos, lo cual crearía hostilidades entre las grandes familias dinásticas de Israel y daría nacimiento a una amarga rivalidad. Era necesario tomar una decisión que resultaría dolorosa para mucha gente corriente.

Pero en aquel momento a María sólo le importaba una decisión.

La decisión de Lázaro de aceptar la orden de los sacerdotes del templo haría algo más que destruir sus sueños juveniles y condenarla a un matrimonio aborrecible. Era una decisión que cambiaría el curso de la historia durante miles de años.

Easa llegó a un acuerdo con Lázaro aquella noche: quería ser él quien diera la noticia a María. Lázaro accedió, con bastante alivio, y condujeron a María a una cámara privada para que se reuniera con el hombre que siempre había considerado su futuro esposo.

Cuando Easa vio su cuerpo tembloroso y el rostro empañado en lágrimas, supo que la muchacha había oído lo hablado en la reunión. Y cuando María vio el dolor en los ojos de Easa, supo que su destino estaba sellado. Se arrojó en sus brazos y lloró hasta que las lágrimas se agotaron.

—Pero ¿por qué? — le preguntó—. ¿Por qué has accedido? ¿Por qué dejaste que te robaran tu reino?

Easa acarició su pelo para calmarla, y le dedicó su sonrisa consoladora.

—Tal vez mi reino no es de este mundo, palomita.

María meneó la cabeza. No entendía nada. Easa se dio cuenta y continuó su explicación.

—María, mi trabajo es enseñar el Camino, enseñar a la gente que el Reino de Dios está al alcance de la mano, que tenemos el poder de liberarnos aquí y ahora de la opresión. Para esto no necesito una corona terrenal o un reino. Me bastará con compartir la palabra de Dios con la mayor cantidad de gente posible.

»Siempre había pensado que heredaría el trono de David y que tú te sentarías a mi lado, pero si eso no ocurre en el curso de nuestras vidas, tendremos que resignarnos a la voluntad de Dios.

María reflexionó sobre sus palabras, y procuró ser valiente y aceptarlas con todas sus fuerzas. Había sido educada como una princesa. Por eso le habían dado el nombre de María, un título reservado a las hijas de familias nobles en la tradición nazarena. También había sido educada por mujeres nazarenas, a la cabeza de las cuales se encontraba la madre de Easa. María la Mayor se había ocupado de la educación de María desde muy temprana edad, con el fin de prepararla para la vida con el Hijo de David, pero también para instruirla en las lecciones espirituales de su credo reformista. En cuanto se casara con Easa, María Magdalena adoptaría el velo rojo de las sacerdotisas nazarenas, el mismo velo rojo que llevaba María la Mayor.

Pero eso no iba a suceder.

María no podía soportar el dolor y se puso a llorar de nuevo. En aquel momento, un terrible pensamiento la asaltó, y un sollozo estremecedor sacudió su cuerpo.

—Easa —susurró, temerosa de formular la pregunta.

—¿Sí?

—¿Te…? ¿Con quién te casarás ahora?

Easa la miró con tal ternura que María pensó que su corazón iba a estallar. Tomó sus manos y le habló con voz dulce, pero firme.

—¿Te acuerdas de lo que dijo mi madre la última vez que entraste en casa?

María asintió, y sonrió entre las lágrimas.

—Nunca lo olvidaré. Dijo: «Dios te ha hecho la perfecta compañera de mi hijo. Los dos os convertiréis en una sola carne. Ya no habrá dos, sino uno. Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre».

Easa asintió.

—Mi madre es la más sabia de las mujeres, además de una gran profeta. Vio que Dios te había hecho para mí. Si Dios ha decidido en su plan que no serás mía, no seré de otra.

María experimentó un inmenso alivio. De todas las cosas que no podía soportar, una mujer que no fuera ella como compañera de Easa era la más impensable. Otra realidad la asaltó con fuerza incontenible.

—Pero… si he de ser la esposa de Juan… nunca permitirá que me convierta en sacerdotisa nazarena.

—No, María —contestó Easa con semblante serio—. Juan insistirá en una observancia estricta de la ley. Desprecia las reformas de nuestro pueblo, y puede que sea muy severo contigo y te imponga crueles penitencias. Pero recuerda lo que te he dicho, y lo que mi madre te enseñó. El Reino de Dios está en tu corazón, y ningún opresor, ni los romanos, ni siquiera Juan, podrán arrebatártelo.

Alzó la barbilla de María y la miró a los enormes ojos color de avellana cuando habló:

—Escúchame bien, palomita. Hemos de recorrer esta senda con bondad, y hemos de hacer lo que es debido por los hijos de Israel. Esto significa que, en este momento, no puedo oponerme a Anás y al Templo. Acataré su decisión para que la enseñanza del Camino pueda continuar en paz y se propague por el país, y he accedido a dos cosas para demostrar mi apoyo. Asistiré a tu boda con Juan acompañado de mi madre, y permitiré que mi primo me bautice en público para demostrar que reconozco su autoridad espiritual.

María asintió con solemnidad. Recorrería esa senda que se extendía ante ella; era su responsabilidad como hija de Israel. Las palabras de amor y apoyo de Easa la ayudarían a superarlo.

Él la besó en la cabeza, y dio la vuelta para marcharse.

—Para ser tan menuda, eres muy fuerte —dijo con dulzura—. Siempre he visto esa fuerza en ti. Algún día serás una gran reina, una líder de nuestro pueblo.

Se detuvo en la puerta para mirarla por última vez y dejarla con un pensamiento final. Se llevó la mano al corazón.

—Siempre estaré contigo.

Manipular a Juan el Bautista no fue tan fácil como Anás y su consejo habían esperado.

Cuando fueron a comunicarle su propuesta, él rugió contra su falta de honradez y les llamó víboras. Les recordó que ya existía un mesías, y era su primo Yeshua, un profeta elegido por Dios, y que él, Juan el Bautista, no era digno de tal empresa. Los sacerdotes replicaron que la gente opinaba que él era un profeta más grande, el heredero de Elías.

—No soy ninguna de esas cosas —replicó Juan.

—Entonces, dinos qué eres, para poder explicárselo al pueblo de Israel, que te seguiría como profeta y como rey —adujeron.

Juan contestó de una manera enigmática.

—Yo soy la voz que clama en el desierto.

Despidió a los fariseos, pero el astuto Caifás había comprendido que la extraña afirmación de Juan, «Yo soy la voz que clama en el desierto», era una referencia al profeta Isaías. ¿Estaba calificándose de profeta Juan mediante las Escrituras? ¿Estaba poniendo a prueba a los sacerdotes?

Los enviados sacerdotales volvieron al día siguiente, y pidieron a Juan que los bautizara. Insistió en que se arrepintieran de todos sus pecados antes de meditar sobre la idea. Los sacerdotes se encolerizaron, pero sabían que debían ceñirse a las reglas de Juan, de lo contrario perderían la clave de su estrategia, el propio Bautista. Recibir el bautismo de Juan fortalecería su posición entre las multitudes que aclamaban al Bautista como profeta, su principal objetivo.

Cuando los sacerdotes anunciaron su arrepentimiento, Juan los sumergió en el Jordán, pero no sin recordarles algo.

—Yo os bautizo con agua, pero el que venga después será más poderoso que yo a los ojos de Dios.

Los sacerdotes se quedaron con Juan aquel día, y le hablaron de su plan en cuanto las multitudes que abarrotaban las orillas del río fueron disminuyendo. Juan no quiso saber nada de ello. Se oponía radicalmente a tomar esposa, y sobre todo si ésta era la prometida de su primo. Pero el consejo estaba preparado para las objeciones de Juan, y las habían analizado con detenimiento debido a su vehemencia del día anterior. Hablaron de Lázaro, el noble, recto y honrado miembro de la casa de Benjamín, y dijeron que aquel buen hombre temía que su piadosa hermana, al casarse, cayera bajo la influencia de los nazarenos.

El Bautista se encogió al escuchar esta revelación. Esta idea era el punto débil de Juan. Si bien aceptaba las profecías de que Yeshua era el elegido, le preocupaba cada vez más la senda que su primo estaba recorriendo con los nazarenos, y su flagrante indiferencia por la ley. Juan les despidió e interrumpió la discusión.

Los sacerdotes se marcharon sin que Juan hubiera cambiado de decisión.

Aquel día, más tarde, Easa llegó a la orilla este del Jordán para cumplir la promesa hecha a Anás. Un amplio séquito de seguidores le acompañaba, y este encuentro de dos hombres tan célebres atrajo a multitudes hasta el río. Juan el Bautista extendió la mano para detener a Easa.

—¿Vienes a que te bautice? — preguntó—. Tal vez tenga yo más necesidad de bautizo que tú, pues eres el elegido de Dios.

Easa sonrió.

—Primo, así ha de ser. Hemos de seguir el sendero de la justicia.

Juan asintió, sin demostrar sorpresa ni emoción alguna por la aceptación de Easa. Era la primera vez que ambos se reunían desde las intrigas de Anás, y la primera oportunidad de medirse mutuamente. El Bautista alejó a Easa de los oídos de la muchedumbre y habló con palabras muy meditadas, con el fin de conocer la opinión de su primo.

—El que tiene esposa es el esposo.

Easa no reaccionó a las palabras de Juan. Se limitó a asentir como si estuviera de acuerdo.

—El amigo del esposo, que le acompaña y le oye, se alegra grandemente de oír la voz del esposo —continuó Juan—. Pues así mi gozo es cumplido, tu generoso regalo de justicia, si es cierto que lo das de buen grado.

Easa asintió de nuevo.

—Me conformaré con ser el amigo del esposo. Preciso es que él crezca y yo mengüe, y así ha de ser.

Era un juego de palabras, una especie de danza entre los dos grandes profetas, mientras cada uno tomaba nota de la postura política del otro. Satisfecho de que su primo hubiera accedido pacíficamente a renunciar a su cargo, así como a su novia, Juan se volvió hacia la muchedumbre apelotonada en ambas orillas del Jordán. Habló a la gente antes de pedir a Easa que se adelantara.

—Detrás de mí viene uno que es antes de mí, porque era primero que yo.

Easa se sumergió en el río mientras resonaban las palabras de Juan. Habían sido elegidas con suma cautela, para indicar que si Juan debía asumir el papel de mesías, Yeshua sería el heredero de su trono si algo le sucediera. «Porque era primero que yo» era una clara referencia a que Juan todavía aceptaba las profecías sobre el nacimiento de Yeshua. Esta frase protegería a Juan de los moderados que le apoyaban y que tenían miedo de las reformas de los nazarenos, pero al mismo tiempo honraba a Easa como el hijo de las profecías. Sus primeras palabras, «Detrás de mí viene», eran una indicación de que Juan estaba meditando la posibilidad de asumir el papel de ungido.

Tal vez era fácil subestimar a Juan, el predicador del desierto, de vestimenta salvaje y estilo evangélico radical, pero aquel día, sus actos y palabras en la orilla del río Jordán demostraron que era un político mucho más avezado de lo que muchos imaginaban.

Cuando Easa salió del agua, la muchedumbre aclamó a los dos hombres, profetas emparentados tocados por la mano de Dios. Pero se hizo el silencio en el valle cuando una paloma surgió de los cielos y voló sobre la cabeza de Easa, el león de David. Fue un momento que sería recordado por la gente del valle del Jordán y de todos los pueblos hasta el fin de los tiempos.

Caifás regresó al río Jordán al día siguiente con su contingente de fariseos. Había planeado con mucho cuidado la estrategia relacionada con Juan. El bautismo de Yeshua el día anterior no había servido a los propósitos anhelados por Anás y él. Creían que, al someterse al bautismo, Easa reconocería en público la autoridad de Juan. En cambio, el acontecimiento había servido para recordar a la gente que el molesto nazareno era el elegido de la profecía. Ahora, más que nunca, los fariseos tenían que reducir el impacto de la idea de que Yeshua era el Mesías. La única forma de hacerlo era transferir el título de mesías a otra persona lo antes posible, y el único candidato aceptable era Juan.

Pero éste estaba preocupado por la señal de la paloma. ¿Acaso no demostraba esta aparición celestial tras el bautismo que Easa era el elegido de Dios? Juan vaciló, y al final volvió a apoyar la opción de su primo. Caifás, que había aprendido mucho de su suegro Anás, estaba preparado para esta posibilidad y contraatacó.

—Tu primo nazareno ha estado hoy con los leprosos —informó.

Juan se quedó estupefacto. No había nada más impuro que aquellos miserables abandonados de Dios. Era impensable que su primo hubiera acudido a aquellos seres después del bautismo.

—¿Estás seguro de que eso es cierto? — preguntó.

Caifás asintió con gravedad.

—Sí. Siento informarte de que Yeshua ha estado en el lugar más impuro esta mañana. Me han dicho que predicó la palabra del Reino de Dios. Hasta permitió que le tocaran.

Juan estaba asombrado de que Yeshua hubiera caído tan bajo. Conocía la profunda influencia que ejercían los nazarenos sobre su primo. ¿Acaso no era la madre de Yeshua una María, y miembro de ese grupo? Pero era una mujer, y por tanto, de escasa importancia, salvo por el hecho de que había influido mucho en su hijo. No obstante, si Yeshua se había mezclado con los impuros, cuando ni tan sólo había transcurrido un día completo desde el bautismo, tal vez Dios le había dado la espalda.

Y había que pensar en la muchacha, la hija de Benjamín. A Juan le preocupaba mucho que se llamara María, un nombre nazareno, una clara señal de que la muchacha había sido educada en sus impías costumbres.

Pero era preciso reflexionar con toda seriedad sobre la profecía relacionada con la muchacha, por el bien del pueblo. Se creía que era la Hija de Sión, tal como se describía en el libro del profeta Miqueas. El pasaje se refería a la Migdal-Eder, la Torre del Rebaño, una pastora que guiaría al pueblo: «A ti, torre del rebaño, fortaleza de la Hija de Sión, volverá tu antiguo poderío, y la realeza que es propia de la Hija de Sión».

Si María era en verdad la mujer de la profecía, Juan tenía la obligación de mantenerla en el camino de la rectitud. Caifás le aseguró que la muchacha era lo bastante joven y piadosa para ser adiestrada tal como él considerara conveniente, siguiendo la ley más tradicional. De hecho, su hermano suplicaba que lo hicieran antes de que fuera demasiado tarde. El compromiso de esta princesa benjamita con Yeshua se había disuelto, basándose en las inclinaciones nazarenas del novio. La ley consideraba esta decisión perfectamente aceptable. ¿Acaso el propio sumo sacerdote, Anás, no había redactado los documentos de disolución?

Lo más importante era que Yeshua y sus seguidores nazarenos no se oponían a esta decisión, y habían prometido apoyar a Juan cuando lo ungieran. Yeshua había accedido incluso a asistir al banquete de bodas para manifestar su apoyo. La oferta era perfectamente aceptable. Si Juan se casaba con la princesa de la Casa de Benjamín y se convertía en el ungido, el número de sus bautismos se multiplicaría por diez. Tendría acceso a muchísimos más pecadores, y les mostraría la senda del arrepentimiento. Se convertiría en el Maestro de Justicia de las profecías de sus antepasados.

Juan, teniendo en cuenta la posibilidad de convertir a más pecadores y enseñar la senda del arrepentimiento a los hijos de Israel, accedió a casarse con la muchacha y ocupar su lugar en la historia de su pueblo.

La boda de María, la hija de la Casa de Benjamín, y Juan el Bautista, del linaje sacerdotal de Aarón y Zadok, tuvo lugar en la colina de Caná, Galilea. A ella asistieron nobles, nazarenos y fariseos. Tal como había prometido, Easa fue con su madre, sus hermanos y un grupo de discípulos.

Isabel, la piadosa madre de Juan, era prima de la madre de Easa, María, pero tanto ella como su esposo Zacarías habían muerto hacía muchos años. No había pariente cercano que pudiera ocuparse de los preparativos de la celebración, y Juan desconocía el protocolo que, por otra parte, no le importaba en lo más mínimo. Cuando María la Mayor observó que nadie agasajaba a los invitados, se hizo cargo de los preparativos, como pariente femenino de mayor edad de Juan. Se acercó a su hijo, que estaba sentado con varios de sus seguidores.

—No hay vino para el convite de bodas —dijo.

Easa escuchó a su madre con atención.

—¿Qué tiene que ver esto conmigo? — preguntó—. No es mi boda. No sería apropiado que yo interviniera.

María explicó a su hijo que no estaba de acuerdo. En primer lugar, se sentía obligada a responsabilizarse de que el banquete fuera un éxito, en memoria de Isabel. Pero, además, María era una mujer sabia, que conocía a la gente y las profecías. Éste sería el momento oportuno de recordar a los nobles y sacerdotes congregados la posición única de su hijo en la comunidad. Easa accedió con cierta reticencia.

María llamó a los criados y les dio instrucciones.

—Haced lo que os pida sin dudarlo.

Los criados esperaron las órdenes de Easa. Al cabo de un momento, pidió que le trajeran seis tinajas, llenas hasta el borde de agua. Los criados obedecieron, y dejaron las tinajas de arcilla delante de él. Cerró los ojos y rezó una oración, al tiempo que pasaba las manos sobre cada tinaja. Cuando hubo terminado, aconsejó a los criados que sirvieran el líquido. La primera criada vertió un poco en su copa de servir. Las tinajas ya no estaban llenas de agua, sino de un espeso vino tinto.

Easa dio órdenes a un criado de que llevara una copa de vino a Caifás, quien oficiaba la ceremonia. Caifás levantó la copa en dirección a Juan, el novio, y alabó la calidad del vino.

—La mayoría sirven el mejor vino a primera hora y reservan el de escasa calidad para el final, cuando pocos se dan cuenta —bromeó Caifás—. Pero tú has reservado el mejor vino para el final.

Juan miró a Caifás, algo confuso. Ni él ni el sacerdote se habían dado cuenta de lo sucedido. El único indicio de que algo extraordinario había ocurrido eran los murmullos de los criados y de algunos discípulos. Pero no pasaría mucho tiempo antes de que toda Galilea supiera lo que había ocurrido en la boda de Caná.

Tras la boda de Juan y María, nadie volvió a hablar del esposo o de la esposa. Algo más extraordinario había relegado a un segundo plano la fusión dinástica. El tema de discusión entre la gente corriente era la milagrosa transformación del agua en vino, llevada cabo por el joven profeta. En la región situada al norte de Galilea, el nombre de Yeshua estaba en labios de todos. Era su único mesías, pese a las manipulaciones urdidas en el Templo.

El poder y la popularidad de Juan crecían en el sur, desde las orillas del Jordán, en las cercanías de Jericó, hasta las zonas desérticas del mar Muerto, pasando por Jerusalén. Auspiciado por los sacerdotes del Templo, el número de seguidores de Juan aumentó hasta que las orillas del río rebosaban de hombres que solicitaban el bautismo. Como Juan insistía en que estos hombres debían mantener la más estricta observancia de la ley, el número de sacrificios aumentó y, en consonancia, las arcas del Templo se llenaron aún más. Todo el mundo estaba complacido con el resultado del acuerdo.

Todos, salvo María Magdalena, que ahora estaba casada con el Bautista.

Tal vez era una bendición que esta unión no fuera deseada ni por el novio ni por la novia. Juan sólo quería volver al desierto y trabajar por Dios. Acataba la ley, la cual exigía a los hombres que fueran fértiles y se multiplicaran, y visitaba a su esposa en los días apropiados por motivos de procreación. Pero aparte de esos períodos, dictados por la ley y la tradición, detestaba la compañía de las mujeres.

Encontrar un lugar donde María viviera había sido la primera prioridad del recién casado Juan. En ningún momento ocultó que no sería bienvenida en las cercanías de su ministerio. De hecho, los esenios de Qumrán no permitían que vivieran mujeres con ellos, sino que las exiliaban a edificios separados porque eran impuras por naturaleza. Además, la madre de Juan había muerto, lo cual suponía un problema. De haber vivido Isabel, María habría vivido en casa de sus suegros.

Juan y Lázaro hablaron del asunto antes de la boda, pero María ya había expresado sus deseos a su hermano. Lázaro pidió a Juan que María pudiera seguir viviendo con Marta y él en sus propiedades de Magdala y Betania. De esta forma, María siempre tendría compañía, y estaría bajo la vigilancia de un hombre y una mujer piadosos. Además, Betania no estaba demasiado lejos de Jericó, en vistas a las raras ocasiones en que Juan debía visitar a su esposa.

Para éste fue una solución fácil y providencial, pues no albergaba el menor interés por las actividades de María, aparte de contar con la seguridad de que se comportara como una mujer piadosa y arrepentida en todo momento. Si esta muchacha tenía que ser la madre de su hijo, debía ser irreprochable. María aseguró a Juan que, durante su ausencia, obedecería en todo a su hermano, como siempre había hecho. Procuró no demostrar su alegría cuando acordaron que se iría a vivir con Lázaro y Marta.

Pero el placer de María duró poco, pues Juan impuso sus restantes leyes. No toleraría que María estuviera presente en prédicas de los nazarenos. No podría visitar el hogar de María la Mayor, su amiga y maestra más venerada. Y, desde luego, jamás aparecería en público si Easa estaba hablando. Juan estaba dolido porque algunos de sus discípulos habían abandonado las orillas del río para seguir a su primo. El Bautista les reprendió por convertirse en nazarenos y los acusó de ser «buscadores de molicie». Poco a poco, se estaba gestando una rivalidad entre los ministerios, muy diferentes, del nazareno Easa y del ascético Bautista. Su esposa no lo avergonzaría. Jamás podría estar en presencia de nazarenos. Juan arrancó esta solemne promesa a Lázaro.

Joven, ingenua, sin haber conocido otra cosa que amor y aceptación, María intentó hablar con él, pero recibió el primer puñetazo de su marido cuando protestó. La mano de Juan dejó una señal en la mejilla de María, lo cual le recordó durante el resto del día que no debía discutir con él sobre asuntos de obediencia. El Bautista abandonó a su esposa en su casa de Magdala el mismo día, sin ni siquiera despedirse.

María temía las visitas de Juan, y agradecía que fueran escasas y separadas por largos intervalos de tiempo. Juan sólo iba a Betania cuando se hallaba en las cercanías ocupado en sus asuntos, por lo general cuando se desplazaba a Jerusalén. Se interesaba por la salud de María para salvaguardar las apariencias, y cuando era aceptable para la ley cumplía sus deberes de marido. Durante estas visitas, se pasaba el tiempo enseñando la ley a María e imponiéndole penitencias, así como advirtiéndola de que el Reino de Dios estaba cerca.

Como princesa de la Casa de Benjamín, María sabía que era indecoroso comparar a su marido con otro hombre, pero no podía evitarlo. Se pasaba los días y las noches pensando en Easa y en lo que le había enseñado. Era asombroso que Easa y Juan predicaran más o menos lo mismo (la cercanía del Reino de Dios), porque el significado era muy diferente para cada profeta. Para Juan, se trataba de un mensaje ominoso, una advertencia terrorífica para los perversos. Para Easa, era una hermosa oportunidad para todo el mundo de abrir sus corazones a Dios.

El día que María averiguó que Easa iría a Betania con su madre y un grupo de seguidores nazarenos, sintió que la alegría volvía a su corazón por primera vez desde hacía muchos días.

—No se alojarán aquí. Y no puedes ir a verlos, María. Tu marido lo tiene prohibido.

Lázaro se opuso con expresión inexorable a las súplicas de su hermana.

—¿Cómo puedes hacerme esto? — lloró María—. Son mis amigos más antiguos, y algunos también lo son tuyos. Los pescadores, Pedro y Andrés, que jugaban con nosotros en las escalinatas de Cafarnaúm y en las orillas de Galilea. ¿Cómo puedes negarles hospitalidad?

La dificultad de la decisión se leía en el rostro del hermano de María. Dar la espalda a sus amigos de la infancia, así como a Easa y María la Mayor, venerados hijos de David, era un acto espantoso, pero Lázaro había recibido órdenes del sumo sacerdote de no admitir a la facción nazarena cuando pasaran por la ciudad camino de Jerusalén. Además, el marido de su hermana había dado instrucciones explícitas de que ella no debía estar presente cuando los nazarenos predicaran. Lázaro había jurado proteger a María dentro de los límites trazados por su marido.

—Lo hago por tu bien, hermana.

—¿También me casaste con Juan el Bautista por mi bien?

María no esperó su respuesta, ni vio su expresión de asombro. Salió como una tromba al jardín, donde pudo llorar por fin.

—Te aseguro que desea lo mejor para ti.

María no había oído que Marta la seguía, tan inmersa estaba en su desdicha. Por más que amara a Marta, no quería oír más discursos sobre obediencia. María empezó a hablar, pero Marta la interrumpió.

—No he venido para reprenderte. He venido a ayudarte.

María la miró con cautela. Que ella supiera, la esposa de su hermano Lázaro jamás se había opuesto a sus deseos. No obstante, Marta poseía una energía oculta, y María la vio entonces en los ojos de su cuñada.

—María, eres como una hermana para mí, en algunos aspectos como mi propia hija. No puedo soportar ver el dolor que has padecido este último año. Estoy orgullosa de ti, al igual que tu hermano. Sé que él no te lo dice, pero a mí no para de repetírmelo. Cumpliste tu deber como noble hija de Israel, y siempre con la cabeza bien alta.

María se secó las lágrimas mientras Marta continuaba.

—Lázaro parte hacia Jerusalén en viaje de negocios. No volverá hasta mañana por la noche. Los nazarenos estarán en Betania, y se reunirán en casa de Simón.

María abrió los ojos de par en par mientras escuchaba. ¿La obediente y piadosa Marta estaba planeando una estratagema?

—¿Simón? ¿Te refieres a esa casa?

María señaló la casa en cuestión, que se veía con facilidad desde su propiedad. Marta asintió.

—Si tomas precauciones y eres discreta, haré la vista gorda si decides visitar a tus viejos amigos.

María rodeó a Marta entre sus brazos.

—¡Te quiero! — gritó.

—¡Chisss! — Marta se soltó de María, y miró a su alrededor para comprobar que nadie las había visto—. Si Lázaro viene a verte antes de marcharse a Jerusalén, tienes que estar furiosa con él. No puede sospechar nada, de lo contrario nos veríamos en un terrible trance.

María asintió con solemnidad y reprimió una sonrisa. Marta se marchó corriendo a la casa para despedir a Lázaro, mientras María bailaba bajo los olivos.

María se acercó a la casa de Simón desde una entrada lateral, llevaba su pelirroja cabellera cubierta por uno de sus velos más gruesos. Dijo la contraseña y la dejaron entrar al punto. Sintió una gran alegría cuando vio tantas caras conocidas. Paseó la vista alrededor de la habitación, pero no vio el rostro más amado e importante, pues Easa y su madre aún no habían llegado. Tuvo poco tiempo de pensar en esto, porque en aquel momento una voz femenina juvenil gritó su nombre. María se volvió y vio la exquisita sonrisa de Salomé, la hija de Herodías e hijastra del tetrarca de Galilea, Herodes. María gritó a su vez de júbilo, pues ambas habían sido adoctrinadas a los pies de María la Mayor. Se abrazaron con alborozo y cariño.

—¿Qué haces tan lejos de casa? — preguntó María.

—Mi madre me ha dado permiso para seguir a Easa y continuar mi adoctrinamiento, con el fin de tomar así los siete velos. — Sólo las mujeres que habían sido iniciadas como sumas sacerdotisas podían llevar los siete velos—. Herodes Antipas da a mi madre todo cuanto desea, y además, simpatiza con los nazarenos. Sólo detesta a Juan el Bautista.

Salomé se cubrió la boca al instante después de aquel desliz. Compuso una expresión mortificada.

—Lo siento. Me olvidé.

María sonrió con tristeza.

—No, Salomé, no te disculpes. A veces, yo también me olvido.

Salomé la miró compadecida.

—¿Tan horrible es para ti?

María meneó la cabeza. Quería a Salomé como a una hermana, y se llamaban entre sí por el título tradicional de las sacerdotisas nazarenas, pero María era todavía una princesa, educada para comportarse como tal. No hablaría mal de su marido con nadie.

—No, no es horrible. Veo muy pocas veces a Juan.

Salomé habló a toda prisa, como si quisiera seguir disculpándose por la metedura de pata.

—Espero no haberte ofendido, hermana. Es que el Bautista dice cosas terribles sobre mi madre. La llama puta y adúltera.

María asintió. Se había enterado. Herodías, la madre de Salomé, era la nieta de Herodes el Grande, y había heredado la tozudez del infame rey. Abandonó a su primer marido para casarse con Herodes Antipas, quien gobernaba Galilea, y el tetrarca se había divorciado a su vez de su esposa árabe para contraer matrimonio con Herodías. Juan se había sentido indignado por el hecho de que un monarca judío despreciara de una forma tan flagrante la ley, y había denunciado en público el matrimonio de Herodes Antipas con Herodías, acusándoles de adulterio. Hasta el momento, Herodes había expresado irritación, pero demostrado escaso interés por emprender alguna acción contra Juan. Como tetrarca de Galilea, ya tenía bastante con afrontar los caprichos de un césar y las exigencias de su difícil puesto. No necesitaba el dolor de cabeza añadido de un profeta asceta y desabrido.

El hecho de que Herodías fuera nazarena añadía más leña al fuego de Juan, y no mejoraba su opinión sobre la cultura nazarena. Además, demostraba por qué no podía permitirse que las mujeres asumieran cargos de autoridad o gozaran de libertad social. Estaba claro que las convertía en rameras. Juan utilizaba con frecuencia a Herodes y Herodías como ejemplos de la corrupción nazarena.

Pero mientras el Bautista se granjeaba la enemistad del tetrarca, Easa era muy admirado por la esposa de Herodes. Herodías había enviado a su única hija para ser adoctrinada en el Camino cuando tuvo edad para ello. Salomé y María se habían hecho amigas íntimas durante el tiempo que pasaron juntas en Galilea, unidas en su amor espiritual por María la Mayor y su hijo.

—Nuestra hermana Verónica está aquí —dijo Salomé, ansiosa por cambiar de tema. La sobrina de Simón, Verónica, era una joven espiritual y encantadora, que había sido adoctrinada con ellas en casa de la madre de Easa. María amaba a Verónica, y buscó con la vista a su amiga querida.

—¡Allí está!

Salomé asió la mano de María y la arrastró hacia la sonriente Verónica. Las tres mujeres, hermanas en el credo nazareno, se abrazaron con afecto, pero tuvieron poco tiempo para hablar, porque en aquel instante entró Easa.

Le seguían su madre y dos hermanos menores, Santiago y Judas, así como los hermanos pescadores de Galilea y un hombre de aspecto amargado, de nombre Felipe, si María no se equivocaba. Easa saludó a todos los presentes, pero se detuvo delante de María. La abrazó con ternura, pero con el decoro y el respeto debidos a una noble casada con otro hombre. Le dedicó una larga mirada para indicar la sorpresa que le producía el hecho de que hubiera desobedecido a su hermano, pero no dijo nada.

María le sonrió y apoyó la cabeza sobre su corazón.

—El reino de Dios está en mi corazón, y ningún opresor me lo puede arrebatar.

Easa le devolvió la sonrisa, con una expresión de afecto infinito, y después avanzó hacia la parte delantera de la habitación y se puso a predicar.

Fue una noche hermosa, impregnada del amor de los amigos y la palabra del Camino. María casi había olvidado hasta qué punto la Palabra había llegado a ser importante para ella, y que Easa era un maestro inspirador. Sentarse a sus pies y escucharle predicar era como experimentar el Reino de Dios en la tierra. No podía imaginar que alguien pudiera condenar palabras tan hermosas, o que intentara a propósito negar aquellas enseñanzas de amor, compasión y caridad.

Cuando Easa se levantó para marchar, se acercó a María y le acarició el estómago.

—Estás embarazada, palomita.

María lanzó una exclamación ahogada. Juan se había quedado una noche para cumplir sus deberes durante la última estación, pero ignoraba que había concebido.

—¿Estás seguro?

Easa asintió.

—Un niño crece en tu seno. Cuídale bien, pequeña. Porque quiero que des a luz sin peligro.

Una sombra cruzó su rostro un breve momento.

—Di a tu hermano que has de pasar tu confinamiento en Galilea. Pídele que te deje partir mañana, al alba.

María se quedó perpleja. Betania estaba cerca de Jerusalén, y las mejores comadronas estaban al alcance de la mano en caso de necesidad. Lo más sensato era quedarse aquí, y Lázaro tardaría en llegar un día más. No obstante, Easa había visto algo en aquel momento sombrío, algo que le impulsó a recomendarle que se marchara a Galilea de inmediato.

Lo que María ignoraba era que, en un clarividente momento de profecía, Easa había visto que la joven necesitaba alejarse lo máximo posible de Juan.

—¡Puta! — gritó Juan, mientras abofeteaba a María una y otra vez—. Sabía que era demasiado tarde para ti y para tus costumbres de ramera nazarena. ¿Cómo osas desobedecer a tu marido y a tu hermano?

Marta y Lázaro estaban en sus habitaciones de la casa de Betania, pero oían el estallido de violencia que se había producido. Marta lloraba en la cama, mientras escuchaba los golpes que llovían sobre el diminuto cuerpo de María. Era culpa de ella. La había animado a desobedecer las órdenes explícitas de su marido y su hermano. Marta pensaba que era ella quien merecía la paliza.

Lázaro estaba sentado inmóvil, petrificado de miedo e impotencia. Estaba furioso con Marta y María, pero mucho más preocupado por la paliza que su hermana estaba recibiendo a manos de su marido. No podía hacer nada al respecto. Intervenir sólo serviría para insultar todavía más a Juan, algo que no se atrevía a hacer. Además, era normal que un marido pegara a una esposa desobediente. En los hogares más tradicionales, se trataba de algo habitual. Los actos de Juan se ajustaban a su interpretación de la ley.

Aún no sabían cómo había llegado Juan a descubrir que María había asistido a la reunión nazarena. ¿Había un delator entre los presentes en la velada? ¿O el don de la profecía que poseía Juan el Bautista era tan poderoso que veía a María en sus visiones?

Fuera cual fuera el agente catalizador, Juan había llegado a Betania a la tarde siguiente, preso de una rabia incontrolada, decidido a castigar a todos los implicados en el engaño. Sabía que su joven esposa se había sentado devotamente a los pies de su primo la noche anterior. Peor todavía, se había sentado con la lasciva hija de la puta Herodías. Que María exhibiera sus simpatías por los nazarenos y su amistad por Salomé era una fuente de vergüenza y aflicción para Juan. Era algo susceptible de perjudicar su reputación.

¡Malditas fueran las mujeres! ¿Es que no comprendían que cualquier lacra que manchara su nombre podía influir en su obra y atenuar el mensaje de Dios? Esto era una prueba de que las mujeres carecían de sentido común, eran incapaces de pensar en las consecuencias de sus actos. Las hembras eran seres pecadores por naturaleza, hijas de Eva y Jezabel. Estaba llegando a la conclusión de que era imposible redimirlas.

Juan gritaba estas cosas y otras mientras continuaba propinándole la paliza. María estaba acurrucada en un rincón con los brazos sobre la cabeza, en un esfuerzo inútil para protegerse la cara. Era demasiado tarde. Un círculo púrpura estaba empezando a extenderse alrededor de un ojo, y tenía el labio inferior hinchado y ensangrentado debido a un manotazo.

—¡Basta, vas a matar al niño! — consiguió gritar por fin.

Juan detuvo su mano.

—¿Qué has dicho?

María respiró hondo para calmarse.

—Estoy embarazada.

Juan la miró con frialdad.

—Eres una puta nazarena que ha pasado la noche en casa de otro hombre sin escolta. Ni siquiera puedo estar seguro de que el niño es mío.

María habló poco a poco, mientras intentaba levantarse.

—No soy lo que tú me llamas. Acudí a ti como novia virgen y no he estado nunca con otro hombre, excepto contigo, mi esposo según la ley. — Enfatizó las últimas cinco palabras—. Estás furioso por mi desobediencia, y soy merecedora de tu ira.

Le plantó cara. Aunque le sacaba una cabeza, se irguió en toda su estatura y le miró a la cara.

—Pero tu hijo no merece que duden de su origen. Algún día será un príncipe de nuestro pueblo.

Juan emitió un sonido gutural y dio media vuelta para marcharse.

—Explicaré los términos estrictos de tu confinamiento a Lázaro.

Abrió la puerta y salió al pasillo. Sin volverse, lanzó una última amenaza.

—Si es una niña, os abandonaré a ambas.

Avanzada la tarde del día siguiente, María decidió salir al jardín para tomar un poco de aire. Se había pasado en la cama casi todo el día, curando sus contusiones. El jardín estaba aislado, encerrado entre muros, de manera que nadie podía ver las marcas del deshonor en su cara. Al menos, eso pensaba ella.

María oyó un ruido entre los arbustos que le dejó sin respiración. ¿Qué era? ¿Quién era?

—¿Hola? — preguntó en voz alta, vacilante.

—¿María? — susurró una voz femenina, y se oyeron más ruidos. De repente, una figura salió de detrás de una hilera de setos cercanos al muro del jardín.

—¡Salomé! ¿Qué haces aquí?

María corrió a abrazar a su amiga, una princesa que merodeaba como un vulgar ladrón.

Salomé no pudo contestar enseguida. Se había quedado inmóvil, mirando el rostro amoratado de María.

Ésta volvió la cabeza.

—¿Tanto se nota? — preguntó en un susurro.

Salomé escupió en el suelo.

—Mi madre tiene razón. Juan el Bautista es un animal. ¿Cómo se atreve a tratarte así? Eres una noble.

María quiso defender a Juan, pero no tuvo energías. De pronto se sentía agotada, exhausta por los acontecimientos del día anterior y por los efectos que el embarazo estaba causando en su cuerpo menudo. Se sentó en un banco de piedra, acompañada de su amiga.

—Te he traído esto. — Salomé tendió a María una bolsa de seda—. En el tarro hay un ungüento medicinal. Curará tus heridas.

—¿Cómo te has enterado? — preguntó María. Se le ocurrió de repente que Salomé sabía algo que sólo habían presenciado Lázaro y Marta.

Su amiga se encogió de hombros.

—Él lo vio. — Sólo podía referirse a una persona—. No me contó lo sucedido. Me dijo: «Lleva tu mejor ungüento a tu hermana María. Lo necesitará de inmediato». Y luego añadió que nadie debía verme entrar aquí, por culpa de Juan.

María intentó sonreír al pensar en la visión de Easa, pero el dolor del corte en el labio se lo impidió. El adorable rostro de Salomé se ensombreció cuando vio a su amiga encogerse.

—¿Por qué lo hizo? — preguntó Salomé.

—Le desobedecí.

—¿Cómo?

—Asistiendo a la reunión de los nazarenos.

Salomé empezó a comprender.

—Ah, de manera que ahora somos el enemigo, según él. Me pregunto cuándo denunciará en público a Easa. No me cabe duda de que será pronto.

María lanzó una exclamación ahogada.

—Son parientes, y Juan proclamó en público a Easa cuando le bautizó. No haría una cosa semejante.

—¿No? Yo no estaría tan segura, hermana. — Salomé reflexionó—. Mi madre dice que Juan es astuto como una serpiente. Piénsalo. Se casó contigo para legitimar su monarquía, y ahora estás embarazada de su heredero. Denuncia a mi madre por adúltera y utiliza el hecho de que es nazarena en su contra, y como un arma contra nosotros. ¿Cuál es el siguiente paso? Retirar en público su apoyo a Easa, basándose en su creencia de que los nazarenos despreciamos la ley. No quedará satisfecho hasta destruir el Camino.

—Creo que Juan no haría eso, Salomé.

—¿No? — La muchacha rio, un sonido amargo para ser tan joven—. No has vivido tanto tiempo como yo con los Herodes. Lo que hacen los hombres para mejorar su condición es asombroso.

María suspiró y meneó la cabeza.

—Sé que cuesta creerlo, pero Juan es un buen hombre y un verdadero profeta. No me habría casado con él si no lo hubiera creído, ni mi hermano habría accedido. Juan es diferente de Easa, es rudo y riguroso, pero cree en el Reino de Dios. Sólo vive para ayudar a los hombres a encontrar a Dios por mediación del arrepentimiento y la ley.

—Sí, cree en ayudar a los hombres. En cuanto a las mujeres, Juan preferiría ahogarnos en su precioso río antes que ofrecernos la salvación. — Salomé hizo una mueca para expresar su desdén—. Se ha convertido en un títere de los fariseos, aunque sólo sea porque carece de toda habilidad política o social. Hace lo que le dicen. Te garantizo que le ordenarán cuestionar la legitimidad de Easa aún más si no le detenemos.

María miró a su amiga. La forma de hablar de Salomé la estaba poniendo nerviosa, pero era un temor mezclado con respeto. Su amiga de la infancia había desarrollado una profunda comprensión de la política de su tiempo en los palacios de Herodes.

—¿Qué propones?

Cuando María levantó la vista, un rayo de sol iluminó su rostro, revelando las moraduras y cardenales. La princesa se estremeció al ver semejantes marcas en la cara hermosa y adorable de María. Cuando Salomé habló, lo hizo con suave determinación.

—Lograré que Juan el Bautista pague lo que ha hecho, contra ti, contra Easa y contra mi madre. No escatimaré medios.

Un estremecimiento sacudió el cuerpo de María al oír aquellas palabras. Pese al calor del sol de mediodía, sintió de repente mucho frío.

La celeridad de la detención de Juan fue asombrosa. María averiguó mucho después que Salomé había ido sin demora al palacio de invierno del tetrarca, cerca del mar Muerto, donde se celebraba la fiesta de cumpleaños de Herodes Antipas. Éste había pedido que Salomé bailara para él y sus invitados. La gracia y belleza de la muchacha eran legendarias, y había gente que había recorrido grandes distancias para rendir tributo a Herodes. El tetrarca consideraba que sería un gesto de buena voluntad exhibir a su exquisita hijastra.

Salomé entró en la sala donde la celebración se hallaba en pleno apogeo. Iba vestida con sedas relucientes y cadenas de oro que le había regalado su generoso padrastro. Cuando hizo acto de aparición, se produjo un revuelo entre los invitados, que estiraron el cuello para ver mejor a la extraordinaria princesa.

—Eres la joya más preciosa de mi reino, Salomé —anunció su padrastro—. Baila para nosotros, te lo ruego. Admirar tu prodigiosa gracia estremecerá de emoción a nuestros invitados.

Salomé se acercó al trono de Herodes, que dominaba el banquete. Era el mal humor personificado.

—No sé si seré capaz de bailar, padrastro. Mi corazón está tan transido de dolor por lo que he tenido que padecer durante mi viaje que no creo tener fuerzas para bailar.

Herodías, reclinada sobre un almohadón al lado de su esposo, se enderezó.

—¿Qué ha obrado ese efecto en ti, hija?

Salomé les contó una historia lacrimógena sobre el hombre horrible al que llamaban el Bautista, y dijo que sus palabras la atormentaban y parecían perseguirla a todas partes.

—¿Quién es este hombre, el Bautista? — preguntó un noble romano que estaba de visita.

Herodes hizo un gesto desdeñoso.

—Nadie. Uno de los diversos mesías que están de moda este año. Es un agitador, pero carece de importancia.

Al oír esto, Salomé estalló en lágrimas y se arrojó a los pies de su madre. Habló entre sollozos de los terribles calificativos que Juan el Bautista dedicaba a Herodías. Estaba asustada, porque este profeta pedía que echaran a Herodes y predecía que el palacio se vendría abajo con todos dentro. Incitaba al odio contra los Herodes, hasta el punto de que Salomé ya no podía viajar con los nazarenos a menos que fuera disfrazada.

—Parece más un insurgente que un profeta —observó el noble romano—. Lo mejor es acabar con los de su ralea lo antes posible.

Herodes no estaba de humor para discutir de política, pero no podía aparecer como un gobernante débil ante un enviado romano. Llamó a sus guardias y dio la orden.

—Detened a ese hombre, el Bautista, y traedle aquí. A ver si tiene la valentía de decirme semejantes cosas a la cara.

Los invitados aplaudieron esta decisión e imitaron al noble romano cuando alzó su copa en honor del anfitrión. Salomé se secó las lágrimas de los ojos y sonrió con dulzura a Herodes Antipas.

—¿Qué danza quieres que baile esta noche, padrastro?

Juan el Bautista era un prisionero molesto. Herodes Antipas no había sospechado el número de seguidores de Juan, que había alcanzado extraordinarias proporciones. Invadían el palacio cada día y exigían la liberación de su profeta. Apelaban a Herodes como judío, suplicaban que fuera compasivo con uno de los suyos. Como el palacio de invierno se encontraba en las cercanías de Qumrán, la comunidad esenia enviaba emisarios cada día para pedir la libertad de su virtuoso prisionero. No se trataba de un simple profeta regional, que pudiera ser reprendido y castigado con facilidad. Juan el Bautista era un fenómeno.

Herodes se propuso interrogarle, y ordenó que trajeran a su presencia al ascético predicador. Interrogó a Juan en persona, esperando respuestas farisaicas y los desvaríos típicos de estos predicadores del desierto y supuestos mesías. Para Herodes, esto era una especie de deporte, y tenía muchas ganas de atormentar al hombre que tan preocupadas tenía a su esposa y a su hijastra. Después de jugar con el prisionero un rato, decidiría la sentencia definitiva.

El interrogatorio no siguió el curso que había esperado el tetrarca. Si bien el tal Juan iba vestido como un salvaje y tenía aspecto incivilizado, sus palabras no eran las de un loco. Herodes descubrió que poseía una inquietante inteligencia, tal vez incluso sabiduría. Juan habló con severidad de los pecadores y de la necesidad del arrepentimiento, y no vaciló en mirar a Herodes a los ojos cuando le advirtió de que alguien cargado con los pecados del tetrarca no entraría en el Reino de Dios. Pero aún quedaba tiempo para la redención, si Herodes renunciaba a su esposa adúltera y se arrepentía de sus muchas transgresiones.

Al final del interrogatorio, Herodes estaba muy preocupado por el encarcelamiento de Juan. Deseaba liberar al asceta, pero no podía hacerlo sin quedar como un hombre débil e ineficaz ante Roma. ¿No había estado presente un enviado romano cuando dio la orden de prender a Juan? Poner en libertad al hombre daría la impresión de que Herodes era incongruente, y tal vez incluso incompetente para enfrentarse a los insurgentes judíos. No, no se atrevía a liberar a Juan el Bautista, al menos todavía no. A cambio, mejoró las condiciones del encarcelamiento y le permitió que recibiera visitas de sus seguidores y de los esenios de las cercanías.

Cuando se enteró de estas medidas, María de Magdala envió un mensajero a palacio, preguntando si su esposo querría verla o recibir noticias del hijo que llevaba en su seno. Juan hizo caso omiso del mensaje. Las únicas palabras que había recibido María de Juan durante su encarcelamiento fueron de condenación. Sus seguidores más acérrimos le comunicaron que Juan seguía dudando de la paternidad de su hijo, y se refería a ella en los términos más despectivos. Culpaba a su joven esposa de su detención, y sus seguidores más fanáticos habían enviado amenazas a su familia. Por fin, María convenció a su hermano y a Marta de que la llevaran de vuelta a Galilea, lo más lejos posible de Juan el Bautista y de sus seguidores. No entendía cómo era posible que una noche de desobediencia inocente le hubiera hecho merecer una reputación de ramera, pero era la realidad que debía afrontar. María prefería hacerlo en el refugio de su hogar al pie del monte Arbel, más cerca de los nazarenos y de sus simpatizantes.

Juan continuaba su ministerio desde la cárcel, y su leyenda e influencia seguían aumentando en la región del sur. No obstante, el ministerio de su primo, el carismático nazareno, florecía con renovados bríos en la zona norte del Jordán y en Galilea. Los seguidores de Juan le informaron en la cárcel de las grandes obras y las curaciones milagrosas de Easa, pero también dijeron que el nazareno continuaba siendo indulgente con los gentiles y los impuros. ¡Hasta había impedido la lapidación de una mujer adúltera! Estaba claro que el primo de Juan ya no se ceñía a la ley. Había llegado el momento de que él adoptara una postura.

Siguiendo instrucciones de Juan, sus seguidores asistieron a un numeroso encuentro de nazarenos. Cuando Easa apareció ante la multitud congregada para empezar a predicar, dos embajadores de los ascetas se adelantaron. Habló el primero, dirigiéndose a Easa, y después a la muchedumbre.

—Venimos de la celda de Juan el Bautista. Nos ruega que os hagamos llegar este mensaje a todos vosotros. Te dice a ti, Yeshua el Nazareno, que duda de ti. Que antes creía que eras el Mesías enviado por Dios, pero no puede creer que aceptar a los impuros esté contemplado por la ley. Por consiguiente, te pregunta si eres tú el esperado, o si debería esta buena gente esperar a otro.

Estas palabras inquietaron a la multitud. El bautismo de Jesús por Juan había sido un momento decisivo para algunos de los discípulos más recientes del nazareno. Aquel mágico día a orillas del Jordán, cuando Juan anunció a su primo como el elegido, y Dios demostró su favor en forma de paloma, había transformado a muchos en seguidores del Camino. Ahora, Juan el Bautista estaba retirando el apoyo a su primo al cuestionarle en público.

La pregunta dejó indiferente al nazareno, así como el insulto. Silenció a la muchedumbre.

—No hay mayor profeta en esta tierra que Juan el Bautista —contestó.

Se volvió hacia los hombres que le habían desafiado.

—Dad recuerdos a mi primo —añadió—. Id y contadle lo que habéis visto y oído hoy.

Mucho tendrían que contar. El líder nazareno se abrió paso entre la multitud y atendió a los enfermos. Se dice que aquel día devolvió la vista a muchos que habían estado ciegos. Curó las enfermedades de los ancianos, expulsó malos espíritus y humores enfermizos de los afligidos. Todo ello sin dejar de predicar la palabra del Camino y hablar a la gente de la luz de Dios. Contó una historia, una parábola acerca de una mujer que fue perdonada de sus pecados porque su corazón estaba henchido de fe y amor. Fue su último mensaje del día.

—Los pecados de los que están henchidos de amor se perdonan, pero si el hombre más recto no guarda amor en su corazón, poco perdón se le otorgará.

Fue un día que definió el ministerio de Yeshua el Nazareno como el Camino regenerador del amor y el perdón, un sendero de salvación al alcance de todos cuantos quisieran caminar bajo aquella luz.

Herodes Antipas tenía un problema. El enviado romano que había presenciado la orden de detención de Juan el Bautista meses antes había regresado. Cuando el romano preguntó a los funcionarios del tetrarca por qué había tantos judíos rodeando el palacio, le dijeron que el profeta encarcelado continuaba atrayendo seguidores. El enviado se quedó estupefacto al enterarse de que Herodes no había tomado ninguna decisión en firme sobre el insurgente.

Durante la cena, el noble romano habló con Herodes del tema en términos severos.

—No puedes ser blando con esa chusma. Estás aquí porque César confía en ti para representar a Roma, y porque cree que la gente te acepta más por el hecho de ser judío. Sería una terrible equivocación aparentar demasiada debilidad. Este hombre insulta a Roma cada día desde la prisión donde está encarcelado, y tú lo permites.

El tetrarca defendió su postura.

—Esta tierra desértica está controlada por sectas esenias y otras que llaman profeta a este hombre. Ejecutarle provocaría disturbios.

—¿Tú, ciudadano romano y rey, permites que te tomen como rehén esos habitantes del desierto? — le reprendió el enviado.

Herodes sabía cuándo estaba acorralado. Este hombre regresaría a Roma al día siguiente, y no podía correr el riesgo de que informara de cualquier debilidad a César. Ya tenía bastantes enemigos, que se regocijarían de ver su caída de una vez por todas. Eso no podía suceder. Antipas no era del linaje de tales reyes para nada. ¿Acaso su abuelo no había ejecutado a sus propios hijos, cuando consideró que constituían una amenaza para su trono? Herodes sabía luchar por lo que era suyo.

El tetrarca dio dos palmadas para llamar a sus criados, y ordenó que se presentaran los centuriones.

—Comunicad de inmediato la sentencia al prisionero Juan el Bautista. Será ejecutado a espada.

El enviado romano asintió vigorosamente cuando Herodes Antipas ocupó un lugar en la historia por primera vez, pero no la última.

Antes de su ejecución, Juan sólo pidió una cosa: que enviaran un mensaje a su esposa en Galilea. Se le permitió recibir a un seguidor que haría las veces de emisario. Juan le dio las últimas instrucciones, antes de que el centurión descargara su espada. El primer golpe separó la cabeza del cuerpo, y Juan el Bautista, profeta del Jordán, fue enviado al Reino de Dios.

La cabeza de Juan fue clavada en una lanza, que se colocó en lo alto de la puerta del palacio para demostrar al enviado romano con qué velocidad y severidad se castigaba la traición. Se quedó allí hasta que fue despojada de la carne por las aves carroñeras, pero una noche desapareció misteriosamente. Los restos del cuerpo de Juan fueron entregados a los seguidores esenios para ser enterrados.

La noticia de la ejecución de Juan el Bautista fue comunicada a una María de Magdala en fase avanzada de su embarazo. El mensajero repitió ante ellas las últimas palabras de su esposo.

—Arrepiéntete, mujer. Haz penitencia cada día por los pecados que nos han conducido a este lugar. Hazlo en mi memoria y por el bien del hijo que llevas en tu vientre. Si existe alguna esperanza de que el niño sea aceptado en el Reino de Dios, has de arrepentirte y bautizar al niño cuando nazca.

María nunca supo si Juan creía que el hijo era suyo. Que se molestara en enviar un mensaje con su última petición indicaba que tal vez sí. María se tomó las palabras al pie de la letra y rezó hasta el fin de sus días por el perdón de Juan. Había sido injusto con ella, pero no le guardaba rencor. Easa y María la Mayor le habían enseñado que el perdón era divino, y abrazaba aquel principio con toda sinceridad.

Juan había sido un enigma para ella desde el primer momento. Había sido un hombre rudo que nunca había pedido lo que se le impuso, nunca quiso tomar esposa. Ella hizo lo posible por comportarse de una forma que Juan considerara obediente, pero jamás le había complacido en nada. Por desgracia, se había casado con el único hombre de Israel que no habría dado cualquier cosa por poseerla. Era hermosa, virtuosa, rica por nacimiento y llevaba la sangre real de su pueblo. Ninguna de estas cualidades había interesado lo más mínimo a Juan el Bautista.

El matrimonio había sido una especie de sentencia para ambos. La bendición fue que estuvieron separados casi siempre, y sólo se reunieron cuando los fariseos insistieron a Juan en que tuviera un heredero. Al final, el matrimonio fue más aborrecible para él que para ella. Ahora estaban libres, pero María habría dado cualquier cosa por cambiar las circunstancias que le habían permitido recuperar la libertad.

Al igual que María había sido acusada del encarcelamiento de Juan, sus más leales seguidores la acusaron de la ejecución. La única mujer más vilipendiada del reino era Salomé. La princesa fue acusada de actos terribles, incluido el incesto con su padrastro. Morbosas habladurías hablaban de la sexualidad desatada de Salomé, que había utilizado para pedir la cabeza de Juan el Bautista en una bandeja de plata. Nada de esto era cierto. Salomé había empleado una argucia infantil para conseguir el encarcelamiento de Juan, pero más tarde confesó entre lágrimas a María que nunca había pensado que le ejecutarían. Sólo quería tener apartado una temporada a Juan, disminuir su creciente poder entre la gente, para que no perjudicara a Easa y María. Salomé era demasiado joven e inexperta en política y religión para prever que la detención de Juan le granjearía todavía más popularidad entre el populacho. Peor aún, no había previsto el desafortunado dilema de Herodes y su singular solución.

Un anónimo mensajero enviado por los partidarios de Juan entregó una última e inesperada reliquia de arrepentimiento a su joven viuda algunas semanas después. Sin decir palabra, el asceta le tendió una cesta de caña entretejida y partió con celeridad. No iba acompañada de ningún mensaje, y el correo no la miró a los ojos cuando le entregó la cesta. María levantó la tapa para descubrir su contenido, picada por la curiosidad.

La calavera blanqueada por el sol de Juan el Bautista descansaba sobre un almohadón de seda dentro de la cesta.

María dio a luz prematuramente. Fue una bendición, porque su frágil cuerpo no habría sido capaz de llegar hasta el final. En cualquier caso, dio a luz un niño robusto. Llegó a la vida vociferando contra la iniquidad del mundo. Al cabo de un día, era la viva imagen de Juan.

Cualquiera que oyera la insistencia de los lloriqueos del niño le habría reconocido como hijo legítimo de Juan el Bautista.

María de Magdala comunicó mediante un mensaje a María la Mayor y a Easa que su hijo había nacido sano y salvo, y les dio las gracias por sus oraciones de bienvenida.

Puso al niño el nombre de Juan José, el de su padre.

Después de la ejecución de Juan, los seguidores de Easa insistieron en que adoptara una postura de firmeza. Fue al desierto y se reunió con los esenios y los discípulos de su primo, y predicó el Reino de Dios a su manera. Algunos esenios aceptaron a Easa como su nuevo Mesías y le siguieron, porque era de la estirpe de David. Otros se opusieron a sus reformas nazarenas, porque Juan había hablado con aspereza de estas cosas al final de su vida. Para la mayoría de habitantes del desierto, Juan era el único Maestro de Justicia, y cualquiera que intentara sustituirle era un impostor.

En aquellos días se creó la profunda división entre los seguidores de Juan y los fieles a Easa. El espíritu nazareno hablaba de amor y perdón, accesible a todos cuantos quisieran abrazarlo. La filosofía juanista era muy diferente, basada en juicios severos y normas estrictas. Mientras que Easa y los nazarenos daban la bienvenida y honraban a las mujeres, los seguidores de Juan las vilipendiaban. Éste siempre había tenido muy mala opinión de las mujeres, y su descripción de María y Salomé como las putas de Babilonia fortaleció la idea entre sus seguidores de que las mujeres eran impuras.

Se forjó una imagen inexacta e injusta de María Magdalena como pecadora arrepentida, y de Salomé como ramera decadente. Los seguidores de Juan el Bautista atizaron estas llamas de injusticia, y dieron lugar a una conflagración que ardería durante varios miles de años.

Easa el Nazareno, príncipe de la casa de David, pretendía cambiar la opinión pública sobre la calumniada princesa, recién viuda. Él, más que cualquiera, sabía que esa bondadosa y virtuosa mujer había sufrido una terrible injusticia. Seguía siendo, como antes, una princesa de la casa de Benjamín. Su sangre aún era real, su corazón todavía puro, y él todavía la amaba.

Lázaro se quedó estupefacto cuando el Hijo del León apareció en su puerta, completamente solo y sin sus seguidores.

—He venido a ver a María y al niño —dijo.

Lázaro, azorado, llamó a Marta, al tiempo que invitaba a Easa a pasar. Su esposa entró en la habitación y no hizo el menor esfuerzo por disimular su alborozo. Hacía mucho tiempo que simpatizaba con los nazarenos, pese al conservadurismo de su familia. Siempre había querido y venerado a Easa.

—Traeré a María y al niño —dijo, y salió a toda prisa de la habitación.

Cuando se quedaron solos, Lázaro intentó hablar de nuevo.

—Yeshua, tengo tantas cosas de que disculparme…

Easa alzó una mano.

—Paz, Lázaro. No he sabido jamás que hicieras algo que no consideraras recto y justo en el fondo de tu corazón. Eres fiel a ti mismo y fiel a tu Señor. Por lo tanto, no has de pedirme disculpas ni a mí ni a nadie.

Lázaro experimentó un tremendo alivio. Desde hacía mucho tiempo cargaba con la tristeza de haber roto el compromiso entre Easa y su hermana, y con la culpa de negar alojamiento a los nazarenos aquella noche en Betania, circunstancia que se había convertido en una inmensa calamidad para María. Pero no tuvo tiempo para decir nada de eso, porque el pequeño Juan José anunció su llegada a la sala con un potente chillido.

Easa se volvió y sonrió a María y a su hijo. Extendió los brazos hacia el niño, que estaba congestionado debido a sus gritos.

—Es tan hermoso como su madre y tan obstinado como su padre —rio, y tomó al niño en sus brazos. En cuanto Easa le tocó, el niño dejó de llorar. Permaneció en silencio y examinó aquella nueva figura con sumo interés. El pequeño Juan emitió unos gorgoritos de felicidad cuando Easa le meció en sus brazos.

—Le caes bien —dijo María, tímida de repente en presencia del hombre que se había convertido en una leyenda entre su pueblo.

Easa la miró con seriedad.

—Eso espero. — Miró a Lázaro—. Querido hermano, me gustaría hablar en privado con María de un asunto muy serio. Es viuda, y lo más apropiado es hablarlo con ella sin intermediarios.

—Claro —murmuró Lázaro, y salió a toda prisa de la habitación.

Easa, sosteniendo todavía al pequeño Juan, indicó con un ademán a María que se sentara. Guardaron silencio un momento, mientras el niño seguía emitiendo gorgoritos y agarraba el largo pelo de Easa, que lo llevaba al estilo nazareno.

—He de pedirte algo, María.

Ella asintió en silencio, sin saber qué iba a decirle, pero embargada de una gran felicidad por estar cerca de él otra vez. La presencia de Easa era un bálsamo para su espíritu conturbado.

—Has sufrido mucho, por tu fe en mí y en el Camino. Quiero enmendar ese yerro, por ti y por este niño. María, quiero que seas mi esposa y me des permiso para criar a Juan como si fuera hijo mío.

María se quedó petrificada. ¿Había oído bien? Era imposible, no cabía duda.

—No sé qué decir, Easa. — Hizo una pausa, intentando atajar los pensamientos que desfilaban por su mente sorprendida—. Toda la vida soñé que me casaría contigo. Cuando no pudo ser… Nunca volví a pensar en ese sueño. Pero no puedo permitir que hagas algo semejante. Sería perjudicial para ti y para tu misión. Hay demasiados que me culpan de la muerte de Juan, hombres que me odian y me llaman pecadora.

—Eso a mí me da igual. Cualquiera que me sigue sabe la verdad, y enseñaremos la verdad a aquellos que todavía no la saben. De hecho, es apropiado que te tome como esposa. Eres la viuda de Juan y yo soy pariente suyo. Soy el pariente varón más cercano de tu esposo, y como tal debería educar a este niño según las mismas tradiciones que obedecen los seguidores de Juan. Y le educaré como príncipe de su pueblo, como mi heredero elegido y el hijo del profeta. Es una unión adecuada, para la ley y para el pueblo de Israel. Todavía soy el hijo de David y tú todavía eres la hija de Benjamín.

María estaba abrumada. Nunca había esperado que algo semejante pudiera suceder. A lo sumo, había confiado en que Easa bautizaría a su hijo, tal como Juan había solicitado. Pero ¿adoptar al pequeño y tomarla a ella como esposa? Era más de lo que podía soportar. Apoyó la cabeza en las manos y se puso a llorar.

—¿Por qué lloras, palomita? No somos menos perfectos el uno para el otro, a los ojos de Dios, que cuando decidimos unir nuestras vidas.

María se secó las lágrimas y miró al nazareno, su Easa, que Dios le había devuelto.

—Jamás creí que volvería a conocer la felicidad —susurró.

En contraste con la fastuosa boda de Caná, Easa y María contrajeron matrimonio en una pequeña ceremonia íntima, presidida por María la Mayor y rodeados de los nazarenos más leales. El acontecimiento tuvo lugar en Galilea, en el pueblo de Tagba.

Pero la noticia del enlace se esparció con celeridad, y al día siguiente multitudes de personas empezaron a llegar a Tagba. Algunos eran seguidores, otros simples curiosos, atraídos por la idea del novio y la novia anunciados en la profecía de Salomón. A otros no les hacía ninguna gracia que su amado profeta de Galilea se uniera con esa mujer de reputación empañada. Pero Easa se alegró de la presencia de todos. Repitió a María una y otra vez que cada día significaba una nueva oportunidad de enseñar el Camino a alguien que no lo había visto nunca, una oportunidad de devolver la vista a los ciegos.

La noticia de la boda atrajo a miles de personas durante los dos días siguientes.

María la Mayor fue a ver a Easa al final del segundo día. Le recordó el primer milagro de las bodas de Caná, cuando no hubo suficiente vino para el convite. Ahora Galilea rebosaba de viajeros que no habían comido desde hacía varios días, y les quedaban muy pocos alimentos. Su madre le pidió que considerara la posibilidad de celebrar su banquete de bodas aquel día.

Easa llamó a sus seguidores más fieles. Les pidió que contaran el número de invitados.

—Hay casi cinco mil —contestó Felipe—, y sólo tenemos dinero para doscientos.

—Conozco a un muchacho que es hijo de un pescador —intervino Andrés, el hermano de Pedro—. Tiene unas cinco hogazas de pan de cebada y dos pececillos, pero eso es todo. No es nada comparado con el número de visitantes.

—Decidles que se sienten en la hierba —dijo Easa—. Traedme los panes y los peces.

Andrés obedeció, y dejó los panes y los peces dentro de una cesta, a los pies del maestro. Easa rezó una oración de acción de gracias por la abundancia de comida, y después devolvió la cesta a Andrés.

—Empieza con esta cesta y pásala entre los invitados. Reúne todos los fragmentos, para que no se pierda nada. Después coloca esos fragmentos en otras cestas y pásalas también.

Andrés obedeció las órdenes, con la ayuda de Pedro y los demás. Se quedaron maravillados al ver que las cestas que apenas contenían unos mendrugos rebosaban de hogazas de pan. Pronto hubo hasta doce cestas grandes cargadas de comida. Las pasaron entre la multitud, hasta que cada persona hubo tomado su parte.

Todos los congregados en las orillas de Tagba aquel día se quedaron convencidos, sin la menor duda, de que Easa el Nazareno era el auténtico Mesías de la profecía. Su reputación de gran obrador de milagros, así como de sanador, continuó propagándose, y sus partidarios aumentaron en número. Muchos más se sintieron inclinados a aceptar a María de Magdala en aquel momento. Si un gran profeta había elegido a aquella mujer, debía ser digna de él.

El rango y posición de María presentaban un problema: su nombre. En una época en que las mujeres eran definidas por su parentesco con los hombres, su situación era delicada y difícil desde un punto de vista político. No habría sido correcto referirse a ella como la viuda de Juan, ni tampoco era del todo aceptable llamarla esposa de Easa. Fue conocida en aquel tiempo por su propio nombre, como líder que era. Reinaría para siempre jamás como Hija de Sión, la Torre de su Rebaño: la Migdal-Eder. Su nombre era el de una reina. La gente la llamaba sencillamente María Magdalena.

Este período de ministerio que siguió al milagro de los panes y los peces sucedido en Tagba fue llamado por María Magdalena el Gran Momento. Poco después de la boda, los nazarenos, con María ahora entre sus filas, partieron hacia Siria. Easa curó a un número asombroso de personas durante el viaje. Dedicó el tiempo a enseñar en sinagogas y llevar la palabra del Camino a nuevos oídos. Pero al cabo de unos meses, el grupo volvió a Galilea. María Magdalena estaba embarazada, y Easa quería que su hijo naciera donde ella se sentía más a gusto: en su hogar.

María dio a luz a una hija perfecta y diminuta nada más regresar a Galilea. Le dieron el doble nombre de una princesa, Sara Tamar. El nombre de Sara evocaba a una noble hebrea de las Escrituras, la esposa de Abraham. Tamar era un nombre galileo. Hacía referencia a las abundantes palmeras que crecían en la región, y había sido elegido para las hijas de casas reales desde hacía generaciones.

La noble familia estaba aumentando en número, su ministerio crecía, y los hijos de Israel albergaban esperanza en el futuro. Era, en verdad, un Gran Momento.