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Château des Pommes Bleues

27 de junio de 2005

MAUREEN TENÍA LA BOCA SECA y experimentaba la sensación de que la cabeza le pesaba tres toneladas. ¿Dónde estaba? Intentó darse la vuelta. ¡Ay! El dolor procedía de la cabeza, pero por lo demás estaba cómoda. Muy cómoda. Estaba en la cama, en el castillo. Pero ¿cómo?

Aturdida, todo era confuso. Por un momento, pensó que tal vez la habían drogado, además de golpearla. ¿Quién la había agredido? ¿Dónde estaba Peter?

Voces al otro lado de la puerta. Exaltadas. Disgustadas y preocupadas. ¿Airadas? Hombres. Intentó identificar los acentos. Occitano, sin duda. Roland. La exaltada era… ¿escocesa? Irlandesa. Era Peter. Intentó llamarle, pero sólo consiguió emitir un ronco quejido. De todos modos, bastó para llamar la atención de los que estaban afuera, que entraron corriendo en la habitación.

Peter nunca se había sentido más aliviado en su vida que cuando oyó el ruido procedente de la habitación de Maureen. Empujó a un lado al gigantesco Roland y consiguió entrar en la habitación antes que Sinclair. Los otros dos le pisaron los talones. Maureen tenía los ojos abiertos y parecía aturdida, pero consciente. Tenía la cabeza vendada, lo cual le daba el aspecto de una víctima de guerra.

—Maureen, gracias a Dios. ¿Me oyes?

Peter asió su mano.

Ella intentó asentir. Mala idea. La cabeza le dio vueltas, y la vista se le nubló durante un minuto.

Sinclair se detuvo detrás de Peter, y Roland se apostó en silencio al fondo de la habitación.

—No te muevas, si puedes evitarlo —le recomendó Sinclair—. El médico ha dicho que debes permanecer inmóvil el máximo tiempo posible.

Se arrodilló al lado de Peter para estar más cerca de Maureen. Su rostro transparentaba dolor y preocupación.

Maureen parpadeó varias veces para indicar que comprendía. Quería hablar, pero descubrió que no podía.

—Agua —logró susurrar.

Sinclair indicó un plato con cubitos de hielo y una cuchara, que descansaba sobre la mesita de noche. Se esforzó por hablar con un tono despreocupado.

—Nada de agua todavía. Órdenes del médico. No obstante, puedes chupar cubitos de hielo. Si te sienta bien, nos darán el aprobado.

Sinclair y Peter hicieron de enfermeros de Maureen. Peter ayudó a levantarla con delicadeza, y Sinclair le puso en la boca cubitos de hielo con la cuchara.

Maureen, al sentir que volvía a hidratarse, intentó hablar de nuevo.

—¿Qué…?

—¿Qué ha pasado? — terció Peter. Miró a Sinclair, y después a Roland, antes de continuar su explicación—. Te lo contaremos cuando hayas descansado más. Roland… Bien, es tu héroe. Y el mío.

Los ojos de Maureen se desviaron hacia el mayordomo, quien asintió con aire solemne. Había llegado a sentir un gran afecto por el enorme occitano, y estaba agradecida por lo que hubiera hecho para devolverla al castillo. Pero no estaba preocupada por ella. Aún no había recibido la respuesta que necesitaba. Sinclair le dio otra cucharada de hielo, y ella probó de nuevo.

—¿El… arcón?

Sinclair sonrió por primera vez desde hacía días.

—A buen recaudo. Lo trajeron contigo, y está guardado bajo llave en mi estudio.

—¿Qué…?

—¿Qué hay dentro? Aún no lo sabemos. No lo abriremos sin ti, querida. Sería una equivocación. El arcón te fue encomendado, y tienes que estar presente cuando su contenido salga a la luz.

Maureen cerró los ojos aliviada, y permitió que el sueño confortable de los sedantes se apoderara de ella una vez más, tranquilizada después de saber que no había fracasado.

Cuando Maureen se removió por segunda vez, Tammy estaba sentada al lado de su cama en una de las butacas de cuero rojo.

—Buenos días, guapa —dijo, y dejó a un lado el libro que había estado leyendo—. La enfermera Tammy a su servicio. ¿Qué le apetece? ¿Un margarita? ¿Una piña colada?

Maureen quiso sonreír, pero aún no podía.

—¿Prefieres unos cubitos de hielo? Ah, ya veo, el signo internacional de los pulgares hacia arriba. Vamos allá.

Tammy levantó el plato de los cubitos y se acercó a Maureen. Le puso algunos en la boca.

—¿Deliciosos, no? Los preparé esta mañana.

Esta vez, Maureen pudo sonreír un poco. Al cabo de unas cuantas cucharadas más, pensó que podía hablar. Mejor todavía, podía pensar. Le dolía la cabeza, pero el aturdimiento se estaba desvaneciendo e iba recobrando la memoria poco a poco.

—¿Qué me ha pasado?

El humor desapareció de la cara de Tammy. Se sentó de nuevo al lado de Maureen, muy seria.

—Confiamos en que puedas contarnos la primera mitad. Después nosotros te contaremos la segunda. Ahora no, por supuesto, sino cuando te sientas con fuerzas para hablar. Pero la policía…

—¿La policía? — graznó Maureen.

—Chisss, no te pongas nerviosa. No tendría que haber dicho eso. Todo va bien. Es lo único que debes saber.

—Ni hablar. — Maureen estaba recobrando la voz, además de las fuerzas—. Tengo que saber qué pasó.

—De acuerdo —asintió Tammy—. Iré a buscar a los chicos.

Los cuatro entraron en la habitación de Maureen. Primero Sinclair, y después Peter, Roland y Tammy. Sinclair se acercó a su cama y se sentó en la única silla que había al lado.

—Maureen, no puedo decirte cuánto lo siento. Te traje aquí y te puse en peligro, pero jamás imaginé que pudiera ocurrirte algo semejante. Estaba seguro de que podría protegerte en los terrenos del castillo. No habíamos previsto que te aventuraras sola en la noche.

Tammy se acercó más a Maureen.

—¿Recuerdas lo que te dije? ¿Que habría gente empeñada en impedir que descubrieras el tesoro?

Maureen asintió, lo suficiente para que vieran el gesto, pero sin correr el riesgo de que la cabeza le diera vueltas.

—¿Quiénes son? — susurró.

Sinclair intervino de nuevo.

—La Cofradía de los Justos. Un grupo de fanáticos que actúan en Francia desde hace siglos. Sus objetivos son complejos, de modo que te los explicaré cuando te hayas recuperado por completo.

Maureen empezó a protestar. Quería respuestas verdaderas. Por sorprendente que fuera, fue Peter quien acudió en auxilio de Sinclair.

—Tiene razón, Maureen. Tu estado de salud es todavía delicado, de manera que vamos a dejar los detalles sórdidos para cuando estés más fuerte.

—Te siguieron —continuó Sinclair—. Han controlado tus movimientos desde que llegaste a Francia.

—Pero ¿cómo?

Sinclair se veía pálido y agotado cuando se inclinó hacia ella, que reparó en las ojeras púrpura a causa de la falta de sueño.

—Es ahí donde te fallé, querida. Teníamos un infiltrado. Yo lo ignoraba por completo, pero uno de los nuestros era un topo, un traidor, desde hacía años.

El dolor de aquel fracaso, sumado a la vergüenza, había afectado a Sinclair. No obstante, mientras él parecía abrumado, Roland parecía dispuesto a matar a quien fuera. Maureen le hizo la pregunta a él.

—¿Quién?

El hombretón escupió en el suelo.

—De la Motte.

Se puso a hablar en su lengua natal, el occitano. Sinclair continuó la explicación donde su hombre de confianza la había dejado.

—Jean-Claude. Pero no debes sentirte traicionada por los de tu propia sangre. En realidad, no es del linaje de los Paschal. Eso era una mentira, como todo lo demás que contaba. Confiaba en él, de lo contrario nunca habría permitido que se acercara a ti. Cuando llegó ayer para recogerte, lo hizo como un espía.

Maureen estaba pensando en el encantador Jean-Claude, quien se había mostrado tan deferente y cordial durante la excursión. ¿Era posible que aquel hombre hubiera conspirado contra ella desde el primer momento? Costaba dilucidar el enigma. Además, había algo más que carecía de sentido. Intentó formular la pregunta.

—¿Cómo lo supieron? El momento elegido…

Roland, Sinclair y Tammy se miraron. Era evidente que se sentían culpables. Tammy levantó una mano, como presentándose voluntaria en broma.

—Yo se lo diré.

Se arrodilló junto a la cama de Maureen, y después miró a Peter para incluirle en la explicación.

—Es parte de la profecía. ¿Recuerdas el extraño reloj de sol de Rennes-le-Château? Indica una alineación astrológica de la que habla la profecía, la cual sólo ocurre cada veintidós años, más o menos, durante un período total de dos días y medio.

Sinclair continuó.

—Dicha alineación tiene lugar cada veintidós años, y los lugareños vigilan sin cesar la zona por si se produce alguna actividad poco usual. Para eso se construyeron las torres, la de Saunière y la mía. En ella estuve anoche. De hecho, no te vi por muy poco. Estuve vigilando en el Capricho de Sinclair durante varias horas, hasta que me desplacé a RLC para observar desde allí. Es la tradición familiar.

»Desde la Torre Magdala vi un punto brillante que crecía en el horizonte, hacia la zona de Arques, y comprendí que debía volver a mis propiedades de inmediato. Llamé al móvil de Roland, pero ya había salido en tu busca. Los alrededores de la tumba están vigilados por equipos de seguridad, y hay sensores de movimiento que disparan alarmas en las habitaciones de Roland. Los estaba vigilando con suma atención debido a la alineación, y porque Tammy nos había dicho que nuestros adversarios tal vez se hallaban más cerca de lo que pensábamos. Roland salió en cuanto se disparó una alarma cerca de la tumba, y llegó pocos segundos después de que fueras atacada. Yo llegué en coche enseguida. Diré que tu atacante… hoy no se siente tan bien como tú. Cuando le den el alta en el hospital, curará sus huesos rotos en la cárcel.

Maureen comprendió por qué la puerta de la torre estaba abierta: Sinclair había estado en ella.

—Jean-Claude calculó el momento tan bien como nosotros, porque hasta ayer mismo era miembro de nuestro círculo íntimo —continuó Sinclair—. Cuando te descubrimos a ti y a tu obra, dos años antes de la alineación, estuvimos casi seguros de que el momento había llegado, siempre que pudiéramos atraerte hasta aquí durante la alineación.

Peter hizo una pregunta que también estaba rondando por la cabeza de Maureen. Miró a Tammy con expresión acusadora.

—Espere un momento. ¿Desde cuándo sabía esto?

Tammy compuso una expresión abatida. Tenía los ojos enrojecidos a causa de la tensión, el insomnio y las lágrimas reprimidas.

—Maureen… —dijo con voz quebrada, pero se sobrepuso—, lo siento muchísimo. No he sido nada sincera contigo. Cuando te conocí en Los Ángeles hace dos años, vi tu anillo, escuché las historias que me contabas con tanta inocencia… Bien, en aquel momento no tomé ninguna decisión, pero procuré introducirme en tu círculo de conocidos y espiar tus progresos. En cuanto se publicó tu libro, envié un ejemplar a Berry. Hace años que somos amigos íntimos, y sabía lo que estaba buscando. Lo que todos estábamos buscando.

Esta última revelación no agradó a Peter, porque Tammy había terminado por caerle bien. Sabiendo que había utilizado a Maureen, sus sentimientos hacia ella cambiaron de inmediato.

—Le ha estado mintiendo desde el primer momento.

Tammy dejó escapar las lágrimas.

—Tiene razón. Lo siento mucho. Más de lo que imagináis.

Roland rodeó con un brazo protector a Tammy, pero fue Sinclair quien habló en su defensa.

—No la juzguéis con demasiada dureza. Tal vez no os guste lo que hizo, pero tenía buenos motivos para ello. Además, ni siquiera sabéis hasta qué punto se ha arriesgado Tammy. Es generosa, una verdadera guerrera del Camino.

Maureen estaba intentando relacionarlo todo: las mentiras, el engaño deliberado, la consumación de años de extrañas profecías y sueños. Su nerviosismo debió reflejarse en su cara, porque Peter se apresuró a intervenir.

—Ya es suficiente por ahora. En cuanto estés mejor, te contarán lo que falta.

Maureen meditó unos momentos. Había una pregunta crucial que necesitaba una respuesta.

—¿Cuándo abriremos el arcón?

Le había sorprendido mucho que no lo hubieran hecho. Todos ellos habían dedicado dilatados períodos de su vida a buscar este tesoro. En el caso de Sinclair, varias generaciones habían gastado millones de dólares en su búsqueda. Era cierto que la consideraban la Esperada, pero no creía que mereciera ver el contenido del arcón antes que ellos. No obstante, Sinclair había insistido en que nadie lo tocara hasta que Maureen estuviera preparada, y Roland lo custodió durante las noches, durmiendo entre la puerta y el arcón.

—En cuanto te sientas con fuerzas para bajar —respondió Sinclair.

Roland daba muestras de nerviosismo, algo muy llamativo en un hombre de su corpulencia. Tammy se dio cuenta.

—¿Qué pasa, Roland? — preguntó preocupada.

El occitano se acercó más a Maureen.

—El arcón. Es una reliquia sagrada, mademoiselle. Creo… Creo que si lo toca, tal vez sanarán sus heridas.

Su fe conmovió a Maureen hasta lo más hondo. Tocó su mano. — Puede que tenga razón. Vamos a ver si puedo levantarme…

Peter estaba preocupado.

—¿Estás segura de que quieres intentarlo tan pronto? El recorrido por esos pasillos será largo, y hay varios tramos de escaleras.

Roland sonrió a Peter, y después a Maureen.

—No tiene que caminar, mademoiselle.

Como Maureen había dicho que estaba dispuesta, Roland la levantó de la cama y recorrió con ella en brazos el castillo.

El padre Peter Healy mascullaba detrás del gigante que cargaba por el castillo con la muñeca de trapo que era su prima. Nunca se había sentido tan impotente en su vida, tan falto de control sobre una situación. Experimentaba la sensación de que Maureen se hallaba ahora en un lugar donde él no podía alcanzarla. El descubrimiento del arcón se había producido mediante una especie de intervención divina. Lo veía en ella, y sabía que los otros se daban cuenta también. Algo monumental estaba sucediendo, y ninguno de ellos volvería a ser el mismo después de que todo hubiera acabado.

Además, era preciso pensar en el estado de salud de Maureen. El médico se había quedado estupefacto al ver la herida de la nuca. Había dicho que estaba viva de milagro. Peter pensó que tal vez habría que tomar aquella frase al pie de la letra. Tal vez Roland estaba en lo cierto. De hecho, Peter había insistido en que su prima fuera ingresada en un hospital. Fue Roland, no Sinclair, quien se opuso a la sugerencia. El hombretón insistía en que no había que alejar a Maureen del arcón. Acaso el contacto de Maureen con la reliquia obrara alguna especie de curación divina, pues el hecho de que hubiera sobrevivido era asombroso.

Cuando se acercaron a la puerta del estudio de Sinclair, Peter cayó en la cuenta de que se estaba clavando la cadena del rosario en la mano, debido a la fuerza con que asía las cuentas.

El arcón descansaba sobre el suelo, al lado de un suntuoso sofá. Roland depositó a Maureen con delicadeza sobre los almohadones de terciopelo, y ella le dio las gracias en voz baja. Tammy se sentó a un lado de ella, Peter al otro, mientras Roland y Sinclair seguían en pie. Nadie se movió ni habló durante un largo momento. Un leve sollozo de Maureen rompió el silencio.

Nadie se movió cuando ella se inclinó hacia adelante con cautela. Posó las manos sobre la tapa del arcón y cerró los ojos. Resbalaron lágrimas por sus mejillas. Por fin, abrió los ojos y miró de uno en uno a sus acompañantes.

—Están aquí —dijo en un susurro—. Lo presiento.

—¿Estás preparada? — preguntó Sinclair con dulzura.

Ella le sonrió, fue una sonrisa serena y cómplice que transformó su rostro. Por un momento, no fue Maureen Paschal, sino alguien por completo diferente, una mujer que transpiraba luz y paz interior. Más tarde, cuando Bérenger Sinclair recordó el momento, dijo que la mismísima María Magdalena había ocupado su lugar.

Maureen se volvió hacia Tammy con una sonrisa de radiante compasión. Apretó con fuerza la mano de su amiga un instante, y luego la soltó. En aquel segundo, Tammy comprendió que la había perdonado. Un propósito divino, un bien superior, las había llevado hasta allí, y todos los presentes en la habitación lo sabían. Era esa certeza lo que los transformaba, y los unía por toda la eternidad al mismo tiempo. Tammy sepultó la cara entre las manos y lloró en silencio.

Sinclair y Roland se arrodillaron al lado del arcón y miraron a Maureen como esperando su permiso. Cuando ella asintió, ambos hombres pasaron los dedos por debajo de la tapa y se prepararon para una operación difícil, pero los goznes no se resistieron como cabía esperar debido a la oxidación de todos aquellos años. La tapa se levantó sin esfuerzo, de tal modo que Roland estuvo a punto de perder el equilibrio. Nadie se dio cuenta. Todos se quedaron boquiabiertos al ver las dos grandes jarras de arcilla perfectamente conservadas que descansaban en el interior del arcón.

Peter estaba muy tenso al lado de Maureen, pero fue el primero en romper el silencio.

—Las jarras… Son casi idénticas a las utilizadas para guardar los manuscritos del mar Muerto.

Roland se arrodilló al lado del arcón y pasó la mano con reverencia por encima de una jarra.

—Perfecto —susurró.

Sinclair asintió.

—En efecto. Mira, no hay polvo ni erosión, ni señales de desgaste o del paso de los años. Es como si estas jarras hubieran estado suspendidas en el tiempo.

—Están precintadas con algo —comentó Roland.

Maureen pasó la mano por una jarra, y pegó un bote como si hubiera recibido una corriente eléctrica.

—¿Podría ser cera?

—Espera un poco —interrumpió Peter—. Hemos de hablar de esto un momento. Si esas jarras contienen lo que ustedes esperan y creen, no tenemos derecho a abrirlas.

—¿No? ¿Y quién lo tiene? — El tono de Sinclair era cortante—. ¿La Iglesia? Estas jarras no irán a ninguna parte hasta que hayamos comprobado su contenido. El último lugar donde quiero que terminen es en alguna cripta del Vaticano, allí las ocultarían al mundo durante otros dos mil años.

—No me refería a eso —dijo Peter, con más calma de la que sentía—. Lo que quiero decir es que, si los documentos de estas jarras han estado precintados durante dos mil años, exponerlos al aire de repente podría dañarlos, incluso destruirlos. Sólo estoy sugiriendo que busquemos un lugar apropiado aceptable, tal vez por mediación del Gobierno francés, donde abrir estas jarras. Si las estropeamos, su vida consagrada a la búsqueda de estos documentos no habrá servido de nada. Sería un acto criminal, en un sentido tanto literal como espiritual.

El rostro de Sinclair expresó su dilema. La idea de dañar el contenido de las jarras era demasiado horripilante para no tenerla en cuenta, pero costaba muchísimo resistir la tentación de convertir en realidad un sueño de toda la vida, que se encontraba a escasos centímetros de sus dedos, así como hacer caso omiso de las sospechas que despertaban en él los desconocidos interesados en los asuntos del linaje. Se quedó un momento sin habla, mientras Roland se arrodillaba delante de Maureen.

—Mademoiselle —dijo—, usted decide. Creo que Ella la ha conducido hasta nosotros, y que por su mediación nos revelará la verdad.

Maureen se dispuso a contestar a Roland, pero en aquel momento se sintió mareada. Peter y Tammy la sostuvieron para que no se desplomara. Ella perdió la consciencia, pero sólo un instante. Y después, lo vio todo claro como el cristal. Sus palabras brotaron como una orden.

—Abra las jarras, Roland.

La instrucción salió de su boca, pero la voz que habló no era la de Maureen.

Sinclair y Roland sacaron con cuidado las jarras del arcón y las depositaron sobre la gran mesa de caoba.

Roland habló a Maureen con reverencia excepcional.

—¿Cuál primero?

Ella, sostenida por Peter y Tammy, apoyó un dedo sobre una de las jarras. No podía explicar por qué aquélla debía ser la primera, pero sabía que era la decisión correcta. Roland siguió sus instrucciones y pasó un dedo por el borde de la jarra. Sinclair extrajo un abrecartas antiguo del escritorio y empezó a romper el sello de cera. Tammy estaba inmóvil, como transfigurada; no apartaba los ojos de Roland ni un momento.

Peter parecía petrificado. Era el único de ellos que sabía lo que era trabajar con documentos antiguos y datos del pasado de valor incalculable. Las posibilidades de causar daños tremendos eran inmensas. Hasta dañar las jarras sería una pena.

Justo en ese momento un aterrador crujido resonó en la habitación, donde reinaba la tensión. El abrecartas de Sinclair había roto la tapa de la primera jarra y astillado el borde. Peter se encogió y se llevó las manos a la cara. Pero no pudo esconderla mucho rato. La exclamación ahogada de Maureen le obligó a mirar.

—Mis manos son demasiado grandes, mademoiselle —dijo Roland.

Maureen avanzó un paso sobre sus piernas inseguras e introdujo una mano en la jarra.

Lo que extrajo, lenta y cautelosamente, parecían dos libros escritos en papel antiguo, similar al lino. La tinta negra de la escritura contrastaba con las páginas de color tostado. Las letras eran pequeñas, meticulosas y perfectamente legibles.

Peter se inclinó sobre Maureen, incapaz de contener su creciente nerviosismo. Miró los rostros embelesados que le rodeaban, pero se dirigió a su prima.

—La escritura —dijo, y su voz se quebró—. Está en… griego.

Maureen contuvo el aliento.

—¿Sabes leerlo? — preguntó esperanzada.

Pero ya sabía la respuesta antes de que él hablara. El color había abandonado su rostro. Todos los presentes comprendieron que el mundo que conocía el padre Peter Healy jamás volvería a ser el mismo.

—«Soy María, llamada la Magdalena —tradujo poco a poco—. Y…»

Calló, no para causar un efecto dramático, sino porque no estaba seguro de poder continuar. Una mirada al rostro de Maureen le bastó para comprender que no tenía otra alternativa que seguir traduciendo.

—«Soy la esposa legítima de Jesús, llamado el Mesías, que era hijo soberano de la casa de David».