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Château des Pommes Bleues

25 de junio de 2005

MAUREEN REGRESÓ A SU CUARTO, presa de miedo y angustia. No entendía nada y no sabía qué hacer. Se desvistió poco a poco, intentando pensar, a pesar de las recientes revelaciones y el efecto del vino tinto. Será inútil, — se dijo—. Esta noche no podré dormir.

Pero cuando se entregó a la suntuosa comodidad de la enorme cama, se durmió en cuestión de minutos. Y el sueño la reclamó.

La mujer menuda del velo rojo avanzaba sigilosamente en la oscuridad. Su corazón latía acelerado, mientras intentaba no quedarse demasiado atrás de los dos hombres y sus largas zancadas. Era todo o nada, un terrible peligro para todos ellos, pero se trataba de la circunstancia más importante de su vida.

Bajaron a toda prisa las escaleras exteriores. Sería el momento más peligroso, porque quedarían expuestos a la noche de Jerusalén, y sólo podían rezar para que hubieran retirado los guardias, tal como les habían prometido.

Se miraron con alivio cuando se acercaron a la entrada subterránea. No había guardias. Un hombre se quedó fuera para vigilar. El otro hombre, que sabía orientarse por los pasillos de la prisión, continuaba guiando a las mujeres. Se detuvo ante una pesada puerta y sacó una llave escondida entre los pliegues de su túnica.

Miró a las mujeres y les dijo algo de manera rotunda. Todos sabían que tenían poco tiempo y que corrían el riesgo de ser descubiertos, sobre todo ella.

El hombre giró la llave en la cerradura y abrió la puerta para que ella pasara, y la cerró a su espalda con el fin de proporcionar intimidad a la mujer y el prisionero.

No sabía qué había esperado, pero no era esto. Habían tratado con crueldad a su hermoso hombre, de eso no cabía duda. Tenía las ropas desgarradas y moratones en la cara. Pero pese a todas sus heridas, él sonrió con ternura y amor a la mujer, que se arrojó a sus brazos.

La retuvo apenas un momento, pues el tiempo obraba en su contra. Después, la tomó por los hombros y empezó a darle instrucciones, perentorias y categóricas. Ella asintió una y otra vez, le aseguró que le había entendido y que todos sus deseos se cumplirían. Por fin, él apoyó las manos sobre la hinchazón de su estómago y le dio la orden final. Cuando hubo terminado, ella se arrojó en sus brazos por última vez, y trató con valentía de reprimir los sollozos que estremecían su cuerpo.

Los mismos sollozos estremecían a Maureen. Lloraba de manera incontrolada, con la cara sepultada en la almohada para que nadie la oyera. La habitación de Peter era la más cercana, y no deseaba atraer su atención.

Este sueño había sido el peor de todos. Era demasiado real, demasiado intenso. Sentía cada segundo de tensión y dolor, sentía la urgencia de las directrices que habían sido dictadas. Y sabía por qué. Eran las últimas instrucciones que Jesucristo había dado a María Magdalena la víspera del Viernes Santo.

Y había otra directriz urgente en el sueño, ésta para Maureen. Había oído la voz del hombre en su oído… ¿Era su oído? ¿O era el oído de María? La veía a ella desde fuera, pero al mismo tiempo sentía todo cuanto María experimentaba en su interior. Y oyó las instrucciones finales.

—Porque ha llegado el momento. Ve, y asegúrate de que nuestro mensaje perdure.

Maureen se sentó en la cama e intentó pensar. Ahora se estaba guiando por los instintos y otra cosa, algo indefinible, sin lógica ni razón. Algo en lo que tenía que confiar con el corazón, y no analizar con el cerebro.

Reinaba la noche en el Languedoc, negra y sedosa, y rayos de luna entraban en la habitación de Maureen. La luz iluminó el hermoso rostro de María Magdalena en el desierto, cuando la Madonna de Ribera miraba hacia el cielo en busca de consejo divino. Maureen decidió imitar a María. Por primera vez desde que tenía ocho años, se puso a rezar para pedir ayuda.

Más tarde, Maureen no pudo recordar cuánto tiempo había transcurrido hasta que oyó la voz. ¿Segundos? ¿Minutos? Daba igual. Cuando la oyó, supo lo que debía hacer. Era como en el Louvre, el mismo susurro femenino insistente que la llamaba, que la guiaba. Esta vez, la llamó por el nombre.

—Maureen, Maureen…

El susurro era cada vez más perentorio.

Se vistió y calzó, temerosa de demorarse demasiado y perder el contacto con la guía etérea que la estaba llamando. Abrió la puerta de su habitación con cautela, rezando para que no chirriara y despertara a alguien. Como María Magdalena en el sueño, el sigilo era de capital importancia. No podían verla, todavía no. Era algo que tenía que hacer sola.

El corazón de Maureen martilleaba en sus oídos mientras avanzaba de puntillas por el castillo. Sinclair se había marchado y todo el mundo dormía. Cuando se encaminó hacia la puerta principal, un pensamiento la dejó petrificada. La alarma. La puerta principal estaba protegida con una alarma codificada. Había visto a Roland desactivarla una mañana después del desayuno, pero no vio el código. Había pulsado el teclado tres veces con rapidez. Tap tap tap. Tres números. El código de la alarma constaba de tres dígitos.

Se detuvo ante el panel e intentó pensar como Sinclair. ¿Qué código podría utilizar? El 22 de julio era la festividad de María Magdalena. Tecleó el código como había visto a Roland hacerlo. 7-2-2. Nada. Una luz roja destelló y se oyó un fuerte pitido, lo cual le provocó un gran sobresalto. ¡Maldita sea! Por favor, por favor, no dejes que ese ruido haya despertado a alguien.

Se serenó y pensó de nuevo. Sabía que no tenía demasiado margen de error. La alarma se dispararía si seguía pulsando códigos erróneos. Alzó la cabeza hacia el cielo y susurró:

—Por favor, ayúdame. No sabía qué esperar. ¿Contestaría la voz? ¿Le diría el código? ¿Se abriría la puerta como por arte de magia y la dejaría salir? Esperó un momento, pero no ocurrió ninguna de esas cosas.

No seas idiota. Piensa, Maureen. Y entonces, oyó algo. No la voz etérea de la mujer, sino en su propia cabeza, procedente de su memoria. La voz de Sinclair, la primera noche en el castillo.

—Querida, usted es el cordero pascual.

Maureen se volvió hacia el panel y tecleó los números 3-2-2: su cumpleaños, el día de la resurrección.

Sonaron dos breves pitidos, una luz verde destelló y una voz mecánica dijo algo en francés. Maureen no esperó a ver si había despertado a alguien. Abrió la pesada puerta y salió corriendo hacia el camino adoquinado iluminado por la luna.

Maureen sabía muy bien adónde iba. Ignoraba por qué pero sabía cuál era su destino. La voz ya no se oía, pero no la necesitaba. Otra cosa había tomado el mando, una certeza interior a la que seguía sin vacilar.

Rodeó la casa a toda prisa, la misma ruta que Sinclair había tomado cuando fueron a recorrer la finca. Había un sendero, invadido de malas hierbas y difícil, que habría sido imposible recorrer en una noche oscura, pero la luz de la luna iluminaba su camino. Lo siguió a buen paso hasta que vio su objetivo a lo lejos. El Capricho de Sinclair. La torre que Alistair Sinclair había construido en mitad de su propiedad sin ningún motivo concreto.

Sólo que sí existía un motivo, y ella sabía cuál era. Era una torre de vigilancia, como la torre Magdala de Bérenger Saunière en Rennes-le-Château. Los dos hombres vigilaban la región, a la espera del día en que María decidiera revelar sus secretos. Ambas torres dominaban la zona donde se creía que estaba oculto el tesoro. Maureen se dirigió hacia la torre con impaciencia, pero su corazón dio un vuelco cuando estuvo más cerca. Recordó que Sinclair la mantenía cerrada con llave. Había utilizado una llave para abrirla cuando fueron a verla.

Pero ¿qué había hecho al salir? Maureen intentó reconstruir la escena cuando se acercó a la torre. Habían estado conversando muy animadamente, y no recordaba que Sinclair hubiera cerrado con llave la puerta. ¿Era posible que se hubiera olvidado, absorto en la charla? ¿Habría vuelto después para reparar su negligencia? ¿Se cerraba de manera automática?

No tuvo que esperar mucho. Cuando rodeó la torre y llegó a la entrada, vio que la puerta estaba abierta.

Exhaló un suspiro de alivio y gratitud.

—Gracias —dijo al cielo. No sabía si era cosa de Sinclair o intervención divina, pero, fuera lo que fuera, se sentía muy agradecida.

Maureen subió por la escalera con cautela. Reinaba una oscuridad absoluta en el interior del extraño edificio de piedra, y no veía nada. Reprimió su tendencia a la claustrofobia y se impuso al miedo que la embargaba. Oyó la voz de Tammy en su cabeza, recordándole que tanto Sinclair como Saunière habían construido sus torres siguiendo la numerología espiritual. Contó con cuidado, pues sabía que encontraría la puerta después del peldaño veintidós. La puerta se abrió, y la luz de la luna inundó la escalera del torreón cuando Maureen salió al exterior.

Se quedó inmóvil un minuto, escudriñando la belleza sobrecogedora de la tibia noche. Como no sabía lo que estaba buscando, se limitó a esperar. Si había llegado hasta allí, tenía que confiar en que no era el fin de su viaje. La luz de la luna se reflejó en algo que había observado cuando había ido con Sinclair. Grabado en la pared de piedra, detrás de la puerta, había un reloj de sol similar al que había visto en Rennes-le-Château. Maureen pasó la mano sobre el grabado, pero no conocía lo bastante los símbolos para estar segura de si era idéntico o sólo similar al otro. Meditó sobre el dilema mientras regresaba al punto de observación situado más al centro. Por un momento, pensó que había visto algo en el horizonte. Esperó, contemplando la noche del Languedoc.

Entonces lo vio, primero como un destello en el límite de su visión. Volvió a mirarlo, como había hecho la primera vez que acompañó a Sinclair. Algo intangible, una especie de luz o movimiento, atrajo su mirada hacia el horizonte. Vio que la luz de la luna parecía hincharse, concentrar un rayo intenso en una zona situada justo delante de ella, a lo lejos. La luz se reflejó en algo. ¿Una piedra? ¿Un edificio?

Entonces, lo supo. La tumba. La luz estaba adquiriendo mayor intensidad en la zona de la tumba de Poussin.

Por supuesto. Oculto a plena vista, como todo hasta el momento.

La luz continuaba moviéndose, más opaca, como si estuviera adoptando una forma humana alargada. Ahora era una forma iridiscente, viva y bailarina, que se desplazaba por los campos hacia ella, y luego se alejaba. Le estaba pidiendo que la siguiera, le mostraba el camino. Miró fascinada todo el rato que se atrevió, antes de tomar la única decisión posible: seguirla.

Maureen dejó abierta la puerta para que la luz de la luna iluminara la escalera. Bajó corriendo los peldaños y salió de la torre, pero se detuvo cuando estuvo fuera. Llegar a la tumba en la oscuridad presentaba dificultades. No había un camino recto, ningún atajo. El terreno era accidentado, estaba sembrado de enormes cantos rodados y maleza espesa.

Sólo se le ocurrió un camino seguro: atravesar el sendero de entrada del castillo y seguir la carretera principal que daba la vuelta a la finca, hasta llegar a la tumba. Eso exigía pasar por delante de la puerta principal de la casa, con el peligro de ser vista si alguien circulaba por la carretera. Avanzó con la mayor rapidez posible por el sendero y vio la casa delante de ella. Reinaba el silencio y no se veía ninguna luz. Siguió el borde del largo camino de entrada y corrió sobre los adoquines hasta llegar a las puertas de acceso al castillo.

Experimentó un gran alivio al descubrir que las puertas estaban dotadas de detectores de movimiento, y se abrieron con un susurro mecánico cuando se acercó. Las atravesó y se desvió a la izquierda para seguir la carretera principal. Era noche cerrada, de manera que no parecía probable que pasaran muchos coches por aquella zona apartada. El silencio amenazaba con engullirla. Reinaba una quietud sobrecogedora, el tipo de silencio que desconcierta. La finca era extensa, y no había vecinos en las inmediaciones. El único sonido procedía del corazón de Maureen, que martilleaba desbocado contra su pecho.

Procuró no desviarse de la cuneta de la carretera, y mientras caminaba iba mirando a su alrededor.

El corazón le dio un vuelco cuando un sonido rompió el silencio. Procuró refrenar el pánico. Un vehículo. ¿De qué dirección venía? Era difícil saberlo, debido a la acústica de la montañosa región. No esperó a descubrirlo. Se arrojó al suelo y rezó para que la maleza y la hierba crecida bastaran para ocultarla a la luz de los faros. Permaneció inmóvil cuando un coche pasó y sus faros barrieron la zona circundante. El conductor debía de tener otras cosas en su mente, pues no disminuyó la velocidad cuando pasó al lado de la pelirroja tirada entre la maleza de la cuneta.

Cuando estuvo segura de que el automóvil se había alejado lo suficiente, se levantó y se sacudió la hierba. Siguió andando por la carretera. Echó un vistazo al castillo, ahora ya lejano. ¿Había una luz en una ventana de arriba? Forzó la vista un momento, con la intención de concretar qué ventana podía ser, pero el edificio era demasiado enorme, y no tenía tiempo para pararse a pensarlo.

Aceleró el paso de nuevo, y se quedó atónita cuando dobló un recodo que reconoció. Justo en lo alto de aquella elevación, la tumba de Poussin brillaba bajo la luz de la luna.

—Et in Arcadia ego —susurró Maureen—. Allá voy.

Buscó el sendero que Peter y ella habían descubierto unos días antes, el que estaba oculto de una forma tan evidente. Maureen lo encontró gracias a una combinación de suerte, buena memoria y, tal vez, algo más, y subió hacia el lugar donde la tumba se alzaba desde hacía siglos, testigo leal y silencioso de un antiguo legado que aún no había revelado sus secretos.

¿Y ahora qué? Maureen paseó la vista a su alrededor y se acercó a la tumba, pensando y a la espera. La asaltó un breve momento de duda, y de nuevo oyó la voz de Tammy en su memoria. «Alistair excavó cada centímetro de aquella tierra, y Sinclair ha utilizado todo tipo de tecnología imaginable».

No sólo eso, sino que cientos de cazadores de tesoros habían recorrido también esos terrenos, una y otra vez. Nadie había encontrado nada. ¿Por qué iba a ser ella diferente? ¿Por qué pensaba que tenía derecho a esperar más?

Pero entonces oyó la voz del sueño. La voz de Él.

—Porque ha llegado el momento.

Un ruido entre los arbustos la sobresaltó hasta el punto de que perdió pie y cayó al suelo. Su mano derecha golpeó una roca afilada, y notó que le hacía un corte en la palma. No podía permitirse el lujo de pensar en el dolor. Estaba demasiado asustada por el ruido. ¿Qué era? Maureen esperó, inmóvil. No podía respirar. Entonces el ruido se repitió, cuando dos palomas blancas salieron volando de los arbustos y se perdieron en la noche del Languedoc.

Maureen respiró de nuevo. Se incorporó y avanzó hacia la maraña de arbustos que ocultaban un grupo de cantos rodados encarados a la montaña. Empujó con las manos para ver si había algo detrás. Nada, salvo roca. Empujó con más fuerza, pero las rocas no se movieron ni cedieron. Se detuvo a descansar un momento y trató de pensar. Le dolía el corte de la mano, y la sangre le corría por la palma. Cuando levantó la mano derecha para examinar la gravedad de la herida, la luz de la luna se reflejó en su anillo, en el dibujo circular grabado en el cobre antiguo.

El anillo. Siempre se quitaba las joyas antes de acostarse, pero esta noche el cansancio se había impuesto a sus hábitos, y se había dormido con el anillo puesto. El dibujo de estrellas circular. Lo que está arriba es igual que lo está abajo. Había un duplicado del dibujo en la parte posterior del monumento.

Maureen rodeó la tumba y apartó la maleza en busca del dibujo. Pasó la mano sobre él, y la sangre de su palma manchó el interior del círculo. Contuvo el aliento y se quedó quieta, esperando lo que sucedería a continuación.

No pasó nada. El silencio se prolongó varios minutos, hasta que se sintió atrapada en un vacío: era como si hubieran absorbido el aire de la noche. Entonces, un sonido vibró en el aire. Desde una distancia desconocida, tal vez desde lo alto de la extraña colina donde estaba emplazado Rennes-le-Château, sonó la campana de una iglesia. El sonido estremeció el cuerpo de Maureen. O bien era el sonido más santo que había escuchado en toda su vida, o bien el más impío. El extemporáneo tañido de la campana en plena noche era ensordecedor.

La campana sacudió la oscuridad que rodeaba a Maureen, pero fue seguida a continuación por un agudo y ominoso crujido. Procedía de la losa que tenía a su espalda, el lugar del que se habían elevado las palomas. El extraño foco lunar lo iluminaba ahora, pero había cambiado. Donde antes se alzaba una muralla de maleza y roca sólida, había ahora una abertura, una hendidura en el costado de la montaña, que invitaba a Maureen a entrar.

Avanzó con cautela hacia la caverna. Temblaba de pies a cabeza, casi de manera incontrolada. Pero siguió adelante. Al acercarse a la entrada, lo bastante grande para estar de pie, vio un tenue resplandor en el interior. Reprimió su miedo, se agachó y entró en las profundidades de la montaña.

Nada más entrar contuvo el aliento, estupefacta. Dentro de la cueva había un arcón antiguo y abollado. Maureen lo había visto en su sueño de París. La anciana se lo había enseñado, la había atraído hacia él. Estaba segura de que era el mismo. Un extraño resplandor rodeaba el arcón. Maureen se arrodilló y apoyó las manos sobre el objeto con reverencia. No tenía cerradura. Cuando deslizó los dedos bajo la tapa para levantarla, estaba tan concentrada en la tarea que no oyó los pasos detrás de ella. Después sólo tuvo conciencia del cegador dolor que recorrió su nuca antes de que la negrura invadiera el mundo.

Roma

26 de junio de 2005

SI EL OBISPO MAGNUS O’CONNOR había esperado que el Consejo del Vaticano le recibiera como a un héroe, iba a llevarse una cruel decepción. Los rostros de los estoicos hombres sentados alrededor de la antigua mesa eran inescrutables. El cardenal DeCaro se había convertido en el gran inquisidor.

—¿Tendría la bondad de explicar al Consejo por qué el primer hombre que mostró cinco puntos de estigmas desde san Francisco de Asís no fue tomado en serio?

El obispo O’Connor estaba sudando profusamente. Estrujaba un pañuelo en el regazo, que utilizaba para secar las gotas que se acumulaban sobre su cara. Carraspeó, y habló con voz más temblorosa de lo que había deseado.

—Su Ilustrísima, Edouard Paschal caía en trances preocupantes. Gritaba, lloraba y afirmaba tener visiones. Se decidió que no eran nada más que desvaríos lunáticos de una mente perturbada.

—¿Quién tomó esa decisión oficial?

—Yo, Su Ilustrísima. Pero ha de comprender que se trataba de un hombre vulgar, un cajún de los pantanos…

DeCaro no conseguía controlar su irritación. Ya no le importaban las explicaciones del obispo. Había demasiado en juego, y tenían que actuar con celeridad. Sus preguntas eran cada vez más incisivas, y su tono más áspero.

—Describa esas visiones para los que no han tenido la oportunidad de leer los expedientes.

—Tenía visiones de Nuestro Señor con María Magdalena, visiones muy preocupantes. Vociferaba acerca de su… unión, y hablaba de hijos. Estos desvaríos adquirieron más virulencia después de… los estigmas.

Los miembros del Consejo se removieron inquietos y susurraron entre sí. DeCaro continuó su implacable interrogatorio.

—¿Qué fue de este hombre, Edouard Paschal?

O’Connor tragó saliva antes de contestar.

—Sus delirios le atormentaban hasta tal punto que… se pegó un tiro en la cabeza.

—¿Y después de su muerte?

—Como suicida, no podíamos permitir que se le enterrara en tierra sagrada. Cerramos su expediente y nos olvidamos de él. Hasta…, hasta que su hija reclamó nuestra atención.

El cardenal DeCaro asintió y levantó otra carpeta roja del escritorio. Se dirigió a los demás miembros del consejo.

—Ah, sí, eso nos lleva a la cuestión de la hija.


… Muchos considerarán sorprendente que incluya a la romana Claudia Prócula, nieta de César Augusto e hija adoptiva del emperador Tiberio, entre nuestros seguidores. Pero no fue su condición de romana lo que la convirtió en un miembro inesperado de nuestro grupo. Claudia era la esposa de Poncio Pilatos, el mismo procurador que había condenado a Easa a morir crucificado.

De los muchos que acudieron en nuestro auxilio durante los días más oscuros, Claudia Prócula arriesgó más por Easa que nadie. De hecho, tenía mucho más que perder que cualquiera.

Pero la noche en que nuestras vidas se cruzaron en Jerusalén, nuestros corazones y espíritus quedaron unidos, y así continuamos desde aquel día, como esposas, madres y mujeres. Leí en sus ojos que llegaría a ser una hija del Camino cuando llegara el momento. Vi la luz que acompaña a la conversión, cuando un hombre o una mujer ve a Dios con toda claridad.

El corazón de Claudia estaba henchido de amor y perdón. Que estuviera al lado de Poncio Pilatos durante todo aquel episodio fue un signo de su fidelidad. Hasta su fin, sufrió por él como sólo puede hacerlo una mujer que ama de verdad. Esto es algo que conozco muy bien.

La historia de Claudia aún no se ha contado. Espero hacerle justicia.

EL EVANGELIO DE ARQUES DE MARÍA MAGDALENA

EL LIBRO DE LOS DISCÍPULOS