Carcasona
25 de junio de 2005
TAMARA WISDOM Y DEREK WAINWRIGHT PARECÍAN la típica pareja de turistas norteamericanos, paseando ante las murallas de Carcasona. Se encontraron en el vestíbulo del hotel de Derek, y éste la besó con apasionamiento nada más llegar. Ella sonrió con coquetería, al tiempo que le apartaba con suavidad.
—Habrá mucho tiempo después para eso, Derek.
—¿Prometido?
—Por supuesto. — Recorrió con un dedo su espalda como para confirmarlo—. Pero ya sabes que soy una adicta al trabajo. En cuanto me lo quite de encima, tendremos el resto del día para… jugar.
—Bien, vámonos. Será mejor que conduzca yo.
Derek tomó la mano de Tammy y la guió hasta el aparcamiento y el coche que había alquilado. Salió a la calle y rodeó la ciudad amurallada, para luego desviarse por una carretera que se internaba en las colinas.
—¿Seguro que no hay peligro? — preguntó ella.
Derek asintió.
—Todos se han ido a París esta mañana. Todos, excepto…
—¿Excepto quién?
Dio la impresión de que iba decírselo, pero al final se echó atrás.
—Nada. Uno se ha quedado en el Languedoc, pero hoy está ocupado y no existe ninguna posibilidad de que se tope con nosotros.
—¿Te importaría explicarte más?
Derek rio.
—Todavía no. Ya es bastante que corra este riego. ¿Sabes cuál será el castigo si me pillan?
Tammy negó con la cabeza.
—No, ¿cuál? ¿Libertad condicional?
Él la miró de soslayo.
—Bromea lo que quieras, pero estos tipos no juegan.
Se pasó el dedo índice de un lado a otro de la garganta.
—No hablarás en serio.
—Pues sí. El castigo por revelar secretos de la Cofradía a alguien que no pertenece a ella es la muerte.
—¿Ha ocurrido alguna vez o es el hombre del saco que se han inventado para aumentar la mística de sociedad secreta y controlar a sus miembros?
—Hay un nuevo Maestro de Justicia, así llamamos a nuestro líder, y es un radical.
Tammy sopesó la información en serio un momento. Derek le había confesado que era miembro de la Cofradía hacía algunos años, en un momento de indiscreción alcohólica, pero después se serenó y no quiso volver a hablar de ello. Le había extraído más información durante la fiesta de la noche anterior. Al final, la combinación de alcohol y su deseo largamente frustrado de poseerla habían conseguido que revelara el lugar donde se hallaba su sede: en las afueras de Carcasona. O al menos eso creía ella. Derek incluso se había ofrecido a enseñarle el sanctasanctórum hoy. Pero Tammy no quería llevar sobre su conciencia las siniestras consecuencias de su indiscreción, si es que éstas eran ciertas.
—Escucha, Derek, si esto es tan peligroso, no quiero empujarte a hacerlo. En serio. Te puedo utilizar como fuente anónima si decido hablar de la Cofradía en mis proyectos. Volvamos a Carcasona y comamos algo. Podrás explicarme más cosas en la seguridad de un café, a plena luz del día.
Ya estaba. Le había proporcionado una salida fácil. Se sorprendió de que no la aceptara.
—Oh, no. Quiero enseñarte esto. De hecho, ardo en deseos de hacerlo.
El entusiasmo de su respuesta inquietó a Tammy.
—¿Por qué?
—Ya lo verás.
Derek aparcó detrás de un seto, a varios cientos de metros de la entrada de la propiedad. Caminaron con cautela siguiendo la carretera, y después se desviaron por un camino estrecho y sin pavimentar. Anduvieron otros cien metros, hasta que apareció ante su vista la capilla de piedra, la misma iglesia en que los miembros de la Cofradía habían celebrado la ceremonia religiosa la noche anterior.
—Ésa es la iglesia. Entraremos después, si quieres verla.
Tammy asintió, satisfecha con seguirle y ver adónde la conducía. Hacía años que conocía a Derek, pero nunca habían hablado demasiado. Ahora se dio cuenta de que no le conocía lo bastante bien para saber cuáles eran sus verdaderos motivos. Al principio, había supuesto que era una cuestión de instintos básicos masculinos, algo que podía manejar sin problemas. Pero, de repente, hacía gala de una determinación desconocida, algo que jamás había visto en él. La asustaba. Gracias a Dios que Sinclair y Roland sabían dónde estaba.
La guió hasta una casita alargada que había detrás de la iglesia, sacó una llave del bolsillo y abrió la puerta. El exterior vulgar del edificio no preparó a Tammy para el tamaño y la ornamentación del Salón de la Cofradía. Era lujoso, dorado, y las paredes estaban cubiertas hasta el último centímetro cuadrado de obras de arte…, y cada una era la copia de un cuadro de Leonardo da Vinci. En la pared opuesta, el primer espacio que se veía al entrar en la sala, dos versiones del San Juan Bautista de Leonardo colgaban una al lado de la otra.
—Dios mío —susurró Tammy—. Así que es verdad. Leonardo era un juanista. Un absoluto hereje.
Derek rio.
—¿Según qué normas? En lo tocante a la Cofradía, los «cristianos» que siguen a Cristo son los verdaderos herejes. Nos gusta llamarle el Usurpador y el Sacerdote Malvado. — Derek abarcó el cuadro con un ampuloso ademán y habló de una forma que Tammy nunca le había oído—. Leonardo da Vinci era el Maestro de Justicia de su tiempo, el líder de nuestra Cofradía. Creía que sólo Juan el Bautista era el verdadero Mesías, y que Jesús le despojó de este puesto mediante la manipulación de las mujeres.
—¿La manipulación de las mujeres?
Derek asintió.
—Es la base de nuestra tradición. Salomé y María Magdalena planearon la muerte de nuestro Mesías con el fin de colocar en el trono a su falso profeta. La Cofradía las llama putas a las dos. Siempre lo ha hecho, y siempre lo hará.
Tammy le miró con incredulidad.
—¿Crees eso? Maldita sea, Derek, ¿hasta qué punto estás metido en esta filosofía? ¿Cómo has podido ocultarme este secreto?
Él se encogió de hombros.
—Los secretos es lo nuestro. En cuanto a la filosofía, me educaron para creer en ella y estudié los textos secretos durante años. Es muy convincente.
—¿A qué te refieres?
—Al material que se halla en nuestra posesión. Lo llamamos El libro verdadero del Santo Grial. Ha pasado de generación en generación desde la época de Roma, transmitido por seguidores de Juan el Bautista. Describe con todo lujo de detalles los acontecimientos que rodearon su muerte. Te parecería fascinante.
—¿Puedo verlo?
—Te conseguiré una copia. Tengo una en la habitación de mi hotel.
Había algo más que una leve insinuación en esta última frase.
Tammy tomó nota mental y procuró no acobardarse. No le cabía duda de lo que Derek esperaba a cambio de un documento tan valioso. Se alejó de él y cruzó la sala para mirar los cuadros.
—¿Observas lo que tienen en común? — preguntó él.
—¿Aparte de que todos son de Leonardo? — Tammy negó con la cabeza. No estaba viendo la relación; sólo distinguía lo evidente —. No. Al principio pensé que todos plasmaban a Juan el Bautista, pero no es así. Ése de ahí arriba parece un detalle de La Última Cena, pero es absurdo, a tenor de lo que acabas de decir. ¿Por qué estaría aquí, si la Cofradía considera a Jesús un usurpador y culpa a María Magdalena de la muerte de Juan?
—Por eso —dijo Derek, y extendió la mano derecha ante sí en un gesto concreto. Su dedo índice apuntaba al cielo, con el pulgar hacia arriba, y los otros tres dedos doblados hacia abajo. Tammy miró y reparó en que uno de los apóstoles del famoso fresco de Leonardo estaba haciendo el mismo gesto con la mano, de una forma casi amenazadora en dirección al rostro de Jesús.
—¿Qué significa eso? — preguntó Tammy—. Lo he visto antes, en el Juan el Bautista que hay en el Louvre. Supuse que era una referencia al cielo.
Derek rio con fingida decepción.
—Vamos, vamos, Tammy. Deberías saber que Leonardo siempre era sutil. Lo llamamos el gesto de «Acordaos de Juan», y posee múltiples significados. En primer lugar, si miras con atención, los dedos forman la «J» de Juan. El dedo índice derecho alzado también representa el número uno. De forma que el gesto, en su conjunto, significa «Juan es el primer Mesías». Ah, y hay otra cosa más importante acerca del gesto de «Acordaos de Juan», y es la reliquia.
—¿Tenéis una reliquia de Juan?
Derek sonrió con malicia.
—Ojalá estuvieran aquí para poder enseñártelas, pero el Maestro de Justicia nunca las suelta. Tenemos las falanges del dedo índice derecho de Juan, el mismo dedo utilizado para hacer el gesto que ha sido nuestra contraseña en público durante mil años. Permitía a caballeros y nobles reconocerse mutuamente con discreción en la Edad Media, y aún lo utilizamos hoy. Usamos el dedo de Juan en nuestras ceremonias iniciáticas. Y también la cabeza.
Eso llamó la atención de Tammy.
—¿Tenéis la cabeza de Juan?
Derek rio.
—Sí. El Maestro de Justicia le saca brillo cada día. Es la gran atracción de todos los ritos de la Cofradía.
—¿Cómo sabes que es la auténtica?
—La tradición. Ha sido transmitida desde tiempo inmemorial. Hay una gran historia detrás, pero dejaré que la leas en El libro verdadero del Santo Grial. Bien, a propósito del dedo índice: si te fijas, aparece en todos estos cuadros.
Incluso hablando de un tema tan importante, Tammy reparó en que la atención de Derek era errática, e iba saltando de un tema a otro. ¿Era a propósito? ¿Tenía intenciones ocultas? Hasta aquel momento, no había creído que poseyera una gran inteligencia, pero ahora experimentaba la sensación de que le había subestimado. Diversas ideas acudieron a su mente, mientras intentaba conservar la frialdad. ¿Aquel tipo era un fanático? ¿Cómo no se había dado cuenta de lo obcecado que era? Tammy intentaba no dejarse vencer por la espantosa idea de que se había metido hasta las cejas en una situación muy peligrosa.
Derek le fue enseñando las pinturas, indicando el gesto de «Acordaos de Juan» en cada una. En los retratos de Juan, el propio Bautista hacía el mismo gesto. En La Última Cena, era uno de los apóstoles, un Tomás muy agitado.
—Varios apóstoles eran seguidores de Juan mucho antes de que Jesús apareciera —le informó Derek—. Lo más importante de esta versión de La Última Cena es que Jesús anuncia que uno de ellos le traicionará. Tomás lo afirma, y le explica el motivo con el gesto de «Acuérdate de Juan», en memoria del Bautista. El sino de Juan será el tuyo. Es lo que está diciendo con el dedo índice en las narices del falso profeta. Serás martirizado como Juan en venganza.
Tammy estaba conmocionada por aquella nueva y sorprendente interpretación de una de las imágenes más famosas del mundo. No pudo contener su siguiente pregunta.
—Supongo que no creerás que María Magdalena está sentada al lado de Jesucristo en La Última Cena.
Derek escupió en el suelo a modo de respuesta.
—Esto es lo que pienso de esa teoría, y de todos quienes la creen.
Derek desechó con un ademán La Última Cena, pero aún no había terminado la lección de historia del arte. Condujo a Tammy hasta la pared larga que albergaba las dos versiones de la famosa Virgen de las Rocas, y señaló en primer lugar el lienzo de la derecha.
—Encargaron a Leo un cuadro de la Virgen y el Niño para la fiesta de la Inmaculada Concepción. Por lo visto, esto no era lo que deseaba la Fraternidad de la Inmaculada Concepción. Lo rechazaron. Pero se ha convertido en un clásico de nuestra Cofradía, y todos guardamos una reproducción en casa.
El motivo central del cuadro era una Madonna con el brazo derecho alrededor de un niño, y la mano izquierda sobre otro niño sentado bajo ella. Un ángel observaba la escena.
—Todo el mundo cree que es María, pero se equivocan. El título original del cuadro era la Madonna de las Rocas, no la Virgen de las Rocas. Fíjate bien. Es Isabel, la madre de Juan el Bautista.
Tammy no se quedó muy convencida.
—¿En qué te basas para afirmar eso?
—En primer lugar, la tradición de la Cofradía. Lo sabemos —replicó con seguridad teñida de arrogancia—. Pero la historia del arte nos respalda. Leonardo se peleó con la Fraternidad por el pago de este cuadro, de modo que se vengó haciéndoles creer que les entregaba la escena tradicional que habían encargado. Pero en realidad pintó una versión de toda nuestra filosofía que era como una bofetada en plena cara. Era travieso y juguetón. Gran parte del arte de Leonardo consistía en tomar el pelo a la Iglesia y salirse con la suya, porque era mucho más inteligente que los estúpidos papistas de Roma.
Tammy intentó disimular la sorpresa que le causaba el fanatismo de Derek. Nunca había conocido esta faceta de él, que cada vez la incomodaba más. Acarició el móvil en su bolsillo. Si la situación empeoraba, podría enviar un mensaje de socorro. No obstante, se sentía desgarrada. Como escritora y realizadora, había encontrado la gallina de los huevos de oro. ¿Se atrevería a sacar partido de la situación?
Derek seguía perorando sobre Leonardo, su ídolo.
—¿Sabías que la Mona Lisa es un autorretrato? Leonardo hizo un boceto de sí mismo, y después lo convirtió en la mujer que conocemos hoy. Para él, fue una gran tomadura de pelo, y la sigue siendo, porque la gente hace cola durante horas para ver ese cuadro. Odiaba a las mujeres por culpa de su madre. Incluso intensificó las restricciones sobre las mujeres en la Cofradía, a modo de castigo por su desdichada infancia. Consta en una enmienda de El libro verdadero del Santo Grial. Ya lo verás.
Derek se explayó con una breve historia de Leonardo. El artista fue abandonado por su madre natural, y padeció una infancia confusa con una madrastra difícil. De hecho, todas las relaciones documentadas de Leonardo con mujeres fueron negativas o traumáticas. Su aversión hacia las mujeres había sido investigada a fondo por historiadores, quienes también habían consignado que el artista fue detenido y encarcelado en una ocasión por sodomía. Pero el peor estigma para su reputación llegó cuando adoptó a un niño de diez años como aprendiz, que permaneció con él durante largo tiempo. Si bien la vida personal de Leonardo fue escandalosa con frecuencia, se libró de problemas con las autoridades porque pintaba para la Iglesia y contaba con la protección de otros mecenas, que solicitaban favores por su mediación.
—Siempre que se veía obligado a pintar a una mujer, como la Mona Lisa, la convertía en una especie de chiste, sólo para divertirse. Era su forma de superar la aversión a pintar temas que no le apetecían.
Derek se volvió hacia la Madonna de las Rocas.
—La única mujer a la que respetaba, por lo que sabemos, era Isabel, la madre y mujer perfecta. La verdadera Madonna. Aquí está con el brazo alrededor de un niño, su hijo. Es Juan, no cabe la menor duda.
Tammy asintió. Estaba claro que el niño refugiado en los brazos de la mujer era Juan el Bautista.
—Ahora, mira la mano izquierda de Isabel. Está apartando a Cristo, para demostrar que es inferior a su hijo. Leonardo llega incluso a situar a Jesús por debajo de Juan para demostrar su inferioridad. Y mira los ojos del arcángel Uriel. ¿A quién está mirando con adoración? ¿Lo ves en la primera pintura? Está señalando a Juan, pero también está haciendo el símbolo de «Acordaos de Juan».
»A la gentuza de la Inmaculada Concepción no le gustó ni el cuadro ni su obvio mensaje juanista. Encargaron a Leo un segundo lienzo, y esta vez insistieron en que María y Jesús debían llevar halos, y en que el ángel no señalara a Juan. Mira aquí y verás que recibieron lo que deseaban, más o menos. María y Jesús tienen halo, pero Juan también. Asimismo, concedió a Juan un báculo bautismal, para dejar todavía más claro quién es y dotarle de más autoridad. En ambos cuadros, Jesús está bendiciendo a Juan. Bien, si miras los dos cuadros, ¿a quién crees que Leonardo veneraba como Mesías y profeta verdadero?
Tammy contestó con sinceridad.
—A Juan el Bautista, sin duda.
—Por supuesto. El arcángel Uriel está afirmando la superioridad de Juan el Bautista, y también la de su madre. En nuestra tradición, veneramos a Isabel de la misma forma que los engañados cristianos veneran a la madre de Jesús. Nuestras chicas son educadas a imagen y semejanza de Isabel, para convertirse en Hijas de la Justicia.
Tammy enarcó una ceja.
—¿Qué significa eso?
Derek sonrió con astucia y se acercó más a ella.
—Las mujeres deberían saber cuál es su lugar, y éste no es otro que ser obedientes y sumisas con los hombres en el curso de sus vidas. Pero no es tan horrible como suena. En cuanto son madres, se ganan el título de «Isabel» y son tratadas como reinas. Deberías ver los diamantes que mi padre regaló a mi madre por cada hijo que tuvo. Créeme, si supieras cómo fue su vida plena de privilegios, no sentirías compasión por ella.
—¿Tú apoyas la idea de que las mujeres han de ser dóciles?
Tammy no cedió terreno, pues no quería que se notara su creciente nerviosismo.
—Como ya he dicho, me educaron así. Ya me va bien.
Se encogió de hombros.
Ella meneó la cabeza, y después se puso a reír, una mezcla de ironía y nerviosismo.
—¿Qué pasa? — preguntó Derek.
—Estaba pensando en esta sala, con las herejías de Da Vinci, y en la sala de Sinclair y las herejías de Botticelli. Es una especia de «Lucha a muerte en el Renacimiento», Leonardo frente a Sandro.
Derek no rio.
—Sería divertido si no fuera tan dramático. La rivalidad entre los descendientes de Juan y los descendientes de Jesús ha causado un gran derramamiento de sangre. Todavía es origen de muchos problemas en la actualidad, más de los que creerías.
Tammy miró a Derek con fingida confusión. Sabía muy bien lo que quería decir, pero no podía permitir que se diera cuenta.
—¿Los descendientes de Juan? — preguntó con inocencia.
Derek pareció sorprenderse.
—Por supuesto. No me digas que no lo sabías.
Ella no cedió y negó con la cabeza.
—Pues no.
Su expresión le imploraba que continuara.
—Vamos, ¿no sabías que Juan tuvo un hijo? Los descendientes de Juan fundaron la Cofradía. Bien, es una larga historia, porque al final la mitad se vendieron a los papistas y a los seguidores de Cristo, como los Médicis.
Hizo una mueca cuando mencionó el nombre de la primera familia histórica de Italia.
—Incluso Leonardo acabó al servicio del enemigo al final de su vida, aunque creemos que le retuvieron cautivo en Francia contra su voluntad. Pero los demás, el núcleo duro, formaron nuestra Cofradía. De hecho, estás mirando a un tataranieto de Juan el Bautista, salvando un abismo de unos dos mil años.
Tammy temía lo inevitable, que acabaría en la habitación de Derek, y algo aún peor. Pero no había manera de sortear el escollo. Tenía que apoderarse de El libro verdadero del Santo Grial y descubrir que tramaban estos chicos juanistas. Tenía la oportunidad de ser la primera persona ajena a la Cofradía que obtuviera esta información secreta, y no iba a desperdiciarla. Se trataba de algo mucho más importante de lo que habían imaginado, y no pensaba marcharse sin ese libro. Lo haría por su futura película, lo haría por sus amigos de las Manzanas Azules, y sobre todo, lo haría por Roland. Él nunca sabría hasta dónde había tenido que llegar para obtener los documentos. Tendría que inventar una versión verosímil de los hechos. Por suerte, el chófer del Château des Pommes Bleues la recogería por la tarde, de modo que tendría tiempo para meditar sobre su historia durante el viaje de regreso a Arques.
Tammy insistió en comer antes de regresar al hotel de Derek, y pidió una botella del vino color rubí del Pays d’Oc. Le había visto ingerir fármacos para combatir la resaca, y albergaba una mínima esperanza de que, combinados con el vino, transformaran a Derek en un ser más dócil, o le sumieran en la inconsciencia.
Durante la comida, Derek confesó a Tammy que le estaba contando secretos de la Cofradía porque quería que los aireara en letra impresa y en una película. Nunca podría hablar en público de ello (sus propósitos eran muy concretos, pero no estaba loco), pero quería que alguien revelara la verdad de la Cofradía.
—Pero ¿por qué? — preguntó Tammy. Para ella, carecía de sentido. Derek estaba metido hasta el cuello en la Cofradía, y la influencia de su doctrina en él era más que notable. La Cofradía era responsable en parte de la riqueza de su familia. ¿Por qué se volvía Derek contra ellos?
—Escucha, Tammy —susurró, al tiempo que se inclinaba hacia ella sobre la mesa—. Quiero contarte muchas cosas, cosas relacionadas con delitos graves. Incluido el asesinato. Pero no puedes decir a nadie que he sido yo, de lo contrario soy hombre muerto.
—Aún no lo entiendo —contestó ella—. ¿Por qué traicionas a una organización tan importante para ti y para tu familia?
—El nuevo Maestro de Justicia —replicó con rabia Derek—. Cromwell. Es un demente bastardo, y nos arrastrará a todos con él. De hecho, soy leal, no desleal. La única esperanza que tenemos de salvar a la Cofradía es eliminarle antes de que cause daños permanentes. Quiero desenmascararle a él, no a la Cofradía. Presentarle al mundo como una bomba de relojería, un loco fanático.
—¿Por qué me cuentas todo esto?
Tammy se sentía cada vez más inquieta. Esto era mucho más grande de lo que había imaginado, y mucho más turbio de lo que deseaba.
Derek acarició su brazo con un dedo, al parecer satisfecho de sí mismo.
—Porque eres ambiciosa y te encantará tener la exclusiva de esta información, que podrás explicar en tu libro y en tu película. Y porque mi fondo fiduciario equivale al producto nacional bruto de varias naciones independientes, y sabes que te extenderé todos los cheques que necesites para financiarte. ¿Me equivoco?
Tammy le sonrió con dulzura y posó la mano sobre la de él, intentando no vomitar. Tenía que seguir el juego.
—Claro que no.
Lo que Derek no había revelado en su conversación era que la delegación norteamericana estaba preparando un golpe en el seno de la Cofradía. En primer lugar, necesitaban atar algunos cabos sueltos en Europa, eliminando a quienes detentaban puestos de poder. Su padre, Eli Wainwright, sería el siguiente Maestro de Justicia (con Derek como eventual sucesor), si eran capaces de neutralizar la estructura de poder europea.
Derek Wainwright sonrió. En su rostro se dibujó la expresión astuta de un depredador. Había estado utilizando a Tammy para sus propósitos desde el primer momento. Si pensaba que le había alentado a revelar secretos de la Cofradía utilizando sus encantos femeninos, entonces era la golfa estúpida que merecía ser manipulada como él deseaba. De todos modos, sería una forma sumamente agradable de acabar la tarde. ¿Y acaso no le había excitado ya bastante la muy puta?
Tammy intentó no despertar a Derek mientras recogía sus cosas. Necesitaba salir cuanto antes de allí, ardía en deseos de volver a la seguridad del castillo y tomar una ducha muy larga. Se preguntó si lograría eliminar el hedor de estos fanáticos de la Cofradía que impregnaba su piel.
Por suerte, había evitado el peor desenlace posible. Había calculado bien: el consumo de fármacos, combinado con el vino y el agotamiento, habían hecho que Derek perdiera el sentido en cuanto regresaron a la habitación de su hotel.
Al principio, había sido difícil. Las manos de Derek no le concedieron tregua cuando llegaron a su habitación, pero Tammy le recondujo con habilidad hacia su obsesión evidente: derrotar a su rival, John Simon Cromwell. Subrayó que necesitaba la máxima información posible si iba a ser su socia en un juego tan peligroso. Derek reveló lo que había prometido, y algo más: documentos, secretos y la descripción horriblemente gráfica de un brutal asesinato cometido en Marsella años antes.
Tammy había necesitado hacer un gran esfuerzo para no vomitar cuando Derek describió la ejecución de un hombre del Languedoc, dos años antes. Habían decapitado y mutilado a la víctima, el dedo índice derecho seccionado como símbolo de la venganza de la Cofradía. Saber que semejante acto se había llevado a cabo le resultaba aborrecible, pero conocer quién había sido el muerto: el ex Gran Maestre de la Sociedad de las Manzanas Azules, hacía que para Tammy todo fuera aún más horrible. No podía permitir que Derek supiera que estaba enterada del crimen. Había procurado mostrarse lo más inexpresiva posible.
Se estaba esforzando por recogerlo todo y salir con sigilo de la habitación, cuando derribó con estrépito una lámpara de mesa. Oyó que Derek se removía y maldijo su torpeza.
—Eh —gruñó el hombre, atontado—. ¿Dónde vas?
—Ha llegado el coche de Sinclair para llevarme a Arques. He de volver para cenar esta noche con Maureen.
Derek intentó incorporarse, se agarró la cabeza y gimió. Se derrumbó de nuevo en la cama.
—Ah, Maureen —dijo—. Maldita sea, casi me olvido de decírtelo.
Tammy se quedó petrificada.
—¿Qué?
—Puede que hoy tenga problemas.
—¿Cómo?
—Hoy ha ido de paseo con Jean-Claude de la Motte, ¿verdad?
Tammy asintió, mientras intentaba deducir algo de sus palabras. Derek rodó sobre su espalda y se estiró con languidez.
—Despierta, nena. Jean-Claude es uno de los nuestros. O quizá debería decir uno de ellos. Es el brazo derecho de ese chiflado Maestro de Justicia, y el jefe de nuestra sección francesa. Lo ha sido desde que era joven. Su verdadero nombre no es ni siquiera Jean-Claude, sino Jean-Baptiste. — Hizo una pausa para reír esta pequeña broma antes de continuar—. Pero no creo que le haya hecho nada. Todavía. Están demasiado interesados en si encuentra o no el supuesto tesoro durante su estancia. Y ambos sabemos que esa posibilidad tiene un límite de tiempo.
La cabeza de Tammy daba vueltas. Era incapaz de aceptar la traición de Jean-Claude, tan deprisa no. Hacía años que era amigo de Sinclair y Roland, y ambos confiaban en él. ¿Cuándo había empezado esta infiltración? No obstante, algo más la atormentaba, y debía saber. Rezó para disimular la agitación que experimentaba, y formuló la pregunta con una calma que no sentía.
—Desde un punto de vista histórico, la Esperada fue eliminada antes de que el tesoro se descubriera. ¿Por qué iba a ser ésta diferente? Si Jean… Baptiste y tu líder creen que Maureen es la de la profecía, ¿por qué no se deshacen de ella antes de que pueda desempeñar ese papel, como hicieron con Juana y Germana?
Derek bostezó.
—Porque quieren que les conduzca hasta el libro de la Magdalena de una vez por todas, y así poder destruirlo. Después tu amiga será historia antes de que tenga la oportunidad de escribir al respecto.
—¿Por qué me cuentas todo esto? — preguntó Tammy con cautela.
—Porque quiero que Jean-Baptiste se hunda con su líder, y me imagino que cuando tu Gran Maestre Sinclair se entere de que le han engañado, eliminará a ese gabacho entrometido y yo me quedaré contento.
Tammy tuvo ganas de chillar, tuvo ganas de decirle que Sinclair y los demás miembros de la organización no eran como Derek y los sembradores de odio de su Cofradía. Pero no iba a decir nada hasta que saliera sana y salva por la puerta.
Pero Derek aún no había terminado.
—Entretanto, digamos que yo en tu lugar sacaría a esa pelirroja del Languedoc lo antes posible.
Tammy se volvió hacia la puerta, y luego se detuvo. Tenía que hacer una última pregunta, tenía que saber hasta qué punto la había engañado Derek durante todos esos años.
—¿Qué sientes al respecto? — preguntó en voz baja.
—Todo me da igual, en realidad —contestó él en tono aburrido, más que dispuesto a volver al sopor inducido por el vino—. Aunque tu amiga parece bastante simpática, es hija de Jesús, y eso la convierte en mi enemiga natural. Las cosas son así. Tal vez no lo entiendas, pero nuestras creencias se remontan a tiempos inmemoriales. En cuanto al descubrimiento de los pergaminos de la puta, todo el mundo parece seguro de que esta vez ocurrirá, porque tu chica encaja en todo lo anunciado en la profecía, no sólo en algunas cosas. Pero no me preocupa. ¿Qué más da?
Rio un segundo y rodó de costado. Luego se incorporó sobre un codo y la miró.
—Lo más divertido es que nadie quiere esos pergaminos. El Vaticano no desea reconocerlos debido al contenido, ni tampoco las principales corrientes cristianas. Los historiadores no los quieren, porque todos los académicos y estudiosos de la Biblia quedarían como idiotas. Por lo tanto, existen muchas posibilidades de que nuestros enemigos los entierren antes de que la gente se entere de su existencia. Eso nos ahorrará el problema de saber qué hacer con ellos. Yo lo veo así.
Bostezó de nuevo, como si el tema fuera demasiado prosaico para concederle más importancia, y se tendió de nuevo.
—Los despreciamos porque sabemos que contienen mentiras sobre Juan el Bautista —añadió—. Y porque los escribió una puta.
Tammy deseaba huir del hotel, alejarse de Derek y de su odiosa filosofía de la Cofradía lo antes posible. Tenía agarrado con fuerza el móvil, y lo sacó del bolsillo en cuanto salió a la calle. No había tiempo para pensar, no había tiempo de hacer nada, salvo averiguar dónde estaba Maureen.
Pulsó la tecla que comunicaba con Roland y le entraron ganas de llorar cuando oyó su consolador acento occitano. La conexión era horrible, y tuvo que chillar varias veces para que la oyera.
—¡Maureen! ¿Sabes dónde está Maureen?
¡Maldición! No pudo oír su respuesta. Gritó de nuevo.
—¿Qué? No te oigo. Grita, Roland. Grita, a ver si te oigo.
—¡Maureen… está… aquí!
—¿Estás seguro?
—Sí. Te estaba buscando. Ella…
La conexión se interrumpió. Mejor —pensó Tammy—. No quiero explicar nada a Roland hasta que haya tenido tiempo de pensar en todo esto. Mientras Maureen estuviera a salvo en el Château des Pommes Bleues, habría tiempo de reorganizarse. Se encontraría con Sinclair antes de la cena para elaborar alguna estrategia.
Tammy consultó la hora en el móvil. Faltaban menos de treinta minutos para la hora en que había quedado con el chofer, cerca de las puertas de la ciudad. No estaba muy lejos, pero se sentía débil y no estaba segura de que sus piernas temblorosas la sostuvieran. Empezó a andar, intentando respirar mientras reflexionaba sobre todas las noticias sorprendentes que Derek le había comunicado. Lo recordó todo en vividos colores y se le revolvió el estómago. Al observar el jardín de un pequeño hotel que había enfrente, corrió y llegó a los arbustos justo a tiempo de vomitar.
Château des Pommes Bleues
25 de junio de 2005
MAUREEN SE SENTÍA MUY CULPABLE por haberse olvidado de Peter, pero cuando regresó de su paseo con Jean-Claude, no lo encontró por ninguna parte.
—No he visto al padre desde esta mañana —le informó Roland—. Desayunó tarde, y al cabo de poco le vi marcharse con el coche que alquilaron. Pero es domingo. A lo mejor ha ido a misa. Hay muchas iglesias en la zona.
Maureen asintió, sin preocuparse demasiado. Peter era un hombre de mundo y hablaba francés con fluidez, de modo que era lógico que hubiera decidido ir a misa y seguir explorando aquella extraordinaria región.
Había quedado para cenar con Tammy más tarde en el castillo, algo que estaba impaciente por hacer, pero no a expensas de herir los sentimientos de Peter.
—¿Hay alguna forma de ponerse en contacto con Tamara Wisdom? — preguntó a Roland—. Olvidé preguntarle si tiene móvil.
—Oui, tiene. La llamaré, porque he de preguntarle algo relacionado con lord Bérenger. ¿Ocurre alguna cosa?
—No, sólo me estaba preguntando si le importaría que Peter cenara con nosotras.
—Estoy seguro de que no habrá ningún problema, mademoiselle Paschal. De hecho, creo que ella espera que el padre acuda. Pidió que preparara cena para los cuatro a las ocho.
Maureen dio las gracias a Roland y se retiró a su habitación. Antes se detuvo ante la puerta de Peter y llamó con los nudillos, pero nadie contestó. Giró el pomo dorado, empujó la puerta con suavidad y asomó la cabeza en el interior. Sus cosas estaban colocadas pulcramente al lado de la cama: la Biblia forrada de cuero y el rosario de cuentas de cristal. Pero él no estaba.
Maureen volvió a su suite palaciega y sacó la libreta Moleskine más grande. Quería escribir sobre Montségur mientras todo estuviera fresco en su mente, pero cuando quitó la goma elástica de la libreta y abrió las páginas, se sorprendió de que otra historia de martirio acudiera a su mente.
Una mañana, durante su visita a Tierra Santa, Maureen había subido a las escarpadas montañas de la región del mar Muerto, y seguido la senda rocosa y serpenteante junto con un puñado de turistas. No estaba segura de qué la había impulsado a emprender aquella agotadora ascensión. Incluso a una hora tan temprana, el calor era agobiante. Los otros visitantes eran judíos, y para ellos debía tratarse de un peregrinaje emotivo. Maureen no podía alardear de herencia o religión semejantes.
Se detuvo muchas veces durante el camino para admirar el panorama de luz y color, de una belleza casi dolorosa, que se dibujaba sobre el extraño paisaje lunar y se reflejaba en los cristales de sal del agua dormida. La vista le dio fuerzas para seguir abusando de sus músculos doloridos.
Escuchó retazos de conversación de los demás peregrinos mientras subían. No entendía el hebreo, pero la pasión que les había empujado hacia aquel viaje era inconfundible. Se preguntó si estarían hablando de los mártires de Masada, que eligieron morir antes que vivir de rodillas, o ver a sus mujeres e hijos sometidos a la esclavitud y corrupción de los romanos.
Al llegar a la cumbre exploró los restos de lo que había sido una gran fortaleza, deambuló entre los salones en ruinas y los muros derruidos. Al tratarse de un espacio muy amplio, pronto se encontró sola, separada de los demás peregrinos, que estaban explorando otros espacios del recinto sagrado. Reinaba una quietud absoluta en aquel lugar, un calmo silencio que era una ruina en sí mismo, tan tangible como las piedras. Estaba inmersa en aquella sensación mientras miraba casi ausente las ruinas de un mosaico romano. Entonces la vio.
Sucedió con suma rapidez, sin previo aviso, como sus demás visiones. No podía recordar cómo había sabido que la niña estaba allí, sólo supo que había una presencia cercana. A unos tres metros de distancia, una niña que no tendría más de cuatro o cinco años estaba mirándola con sus enormes ojos oscuros. Su ropa estaba raída y desgarrada. Las lágrimas se mezclaban con el barro que manchaba su cara. No habló, pero en aquel momento Maureen supo que la niña se llamaba Hannah, y que había presenciado acontecimientos que ningún niño debería padecer.
Maureen también sabía que, de alguna manera, la niña había sobrevivido a la indecible tragedia de Masada. Abandonó este lugar y se llevó con ella la historia de lo ocurrido. Ése era su legado, divulgar la verdad de lo ocurrido a su pueblo.
Ignoraba cuánto rato hacía que la niña había aparecido ante ella. Sus visiones parecían ser ajenas al transcurrir del tiempo. ¿Fueron minutos? ¿Segundos? ¿Eternidades?
Más tarde, Maureen habló con uno de los guías israelíes de Masada. Era joven y franco, y se sorprendió a sí misma refiriéndole el encuentro con la niña. El joven se encogió de hombros y dijo que no consideraba increíble o anormal ver algo así en un lugar tan cargado de emociones. Explicó que corrían leyendas sobre los supervivientes de Masada, una mujer y varios niños que se escondieron en una cueva y lograron escapar, y que se llevaron la verdadera historia y la conservaron a su manera.
Maureen creía que la pequeña Hannah era uno de esos niños.
Desde aquel día se había preguntado muchas veces por qué había tenido la visión, por qué le había pasado a ella. Se consideraba indigna de aquel honor, de un encuentro tan profundo con la historia sagrada del pueblo judío. Pero después de la experiencia en Montségur, todo comenzaba a formar un delicado dibujo que Maureen estaba empezando a comprender por fin. La pequeña Hannah y la muchacha cátara conocida como la Paschalina estaban relacionadas, en espíritu cuando no por herencia de sangre. Eran niñas que habían huido para conservar la historia, a fin de que la verdad nunca se perdiera. Su destino era convertirse en los más sagrados maestros de la humanidad. Aquellas niñas, y las mujeres en que se convirtieron, encarnaban la historia y supervivencia de la raza humana. Sus experiencias carecían de fronteras. Sus historias pertenecían a todo el mundo, con independencia de razas y creencias religiosas.
Al comprender esa relación, ¿no podíamos compartir todos el conocimiento de que, en último extremo, constituíamos una sola tribu?
Maureen dio las gracias a Hannah y a la Paschalina en un susurro, mientras terminaba de escribir en su diario.
Tammy entró corriendo en el castillo, con la esperanza de no cruzarse con nadie antes de tomar una ducha. Estaba agotada, y sentía sucio hasta el último centímetro de su cuerpo. Pero la soledad no le iba a ser concedida. Roland la interceptó cuando llegó a la puerta de su habitación.
La abrió para dejarla pasar.
—¿Te encuentras bien? — preguntó con semblante grave.
—Estoy bien.
Había ensayado un discurso durante el trayecto de vuelta, pero una sola mirada al enorme occitano bastó para derretir su corazón. Experimentó un enorme alivio al encontrarse con él, de forma que se arrojó entre sus brazos y lloró.
Roland se quedó estupefacto. Nunca había observado el menor signo de vulnerabilidad en aquella mujer.
—¿Qué ha pasado, Tamara? ¿Te ha hecho daño? Tienes que decírmelo.
Tammy intentó serenarse. Dejó de llorar y miró a Roland.
—No, no me ha hecho daño, pero…
—¿Qué ha sucedido?
Ella tocó su rostro, el rostro anguloso y masculino que estaba empezando a amar.
—Roland —susurró—. Roland… Tenías razón en lo referente a la identidad del asesino de tu padre. Creo que ahora puedo demostrarlo.
… Easa era el hijo de la profecía, todo el mundo lo sabía. Y la profecía significaba un destino que debía cumplirse de la manera exacta. Easa lo hizo. No por cubrirse de gloria, sino para que los hijos de Israel comprendieran y abrazaran mejor su papel de Mesías. Cuanto más se adaptara la existencia de Easa a la naturaleza exacta de la profecía, más fuerte sería la gente cuando él se hubiera marchado.
Pero pese a todo eso, no esperábamos que sucediera de esa forma.
Easa entró en Jerusalén a lomos de un asno, fiel a las palabras del profeta Zacarías acerca de la llegada del ungido. Le seguimos con palmones y cantando hosanas. Una gran muchedumbre se congregó cuando entramos en Jerusalén, y una sensación de alegría y esperanza impregnaba el aire. Muchos nos seguían desde Betania, y salieron a nuestro encuentro los compatriotas de Simón, los zelotes. Hasta representantes de un movimiento muy solitario de esenios habían abandonado su morada del desierto para acompañarnos en este día triunfal.
Los hijos de Israel se regocijaban de que este elegido hubiera venido para liberarlos de Roma y del yugo de la opresión, la pobreza y la miseria. Este hijo de la profecía se había hecho hombre y era un mesías. Había fortaleza en nuestros corazones, y en nuestras filas.
EL EVANGELIO DE ARQUES DE MARÍA MAGDALENA
EL LIBRO DE LOS DISCÍPULOS