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Château des Pommes Bleues

24 de junio de 2005

MAUREEN SE ACOSTÓ poco después de que terminaran los fuegos artificiales. Peter había aparecido cuando bajaba la escalera con Sinclair, y se ofreció a acompañarla a la habitación. Ella aceptó la oferta, más que dispuesta a retirarse a una soledad que necesitaba mucho. Habían sido veinticuatro horas abrumadoras, y le dolía la cabeza.

Más tarde, unas voces en el pasillo la despertaron. Pensó reconocer a Tammy, que hablaba en susurros. Le contestó una voz masculina apagada. Después oyó la carcajada ronca, una característica de Tammy tan distintiva como sus huellas dactilares. Maureen escuchó, contenta de que su amiga estuviera disfrutando de la fiesta.

Sonrió mientras volvía a dormirse, con la idea vaga de que la voz que oía susurrar en tono íntimo a Tammy no era norteamericana.

Carcasona

25 de junio de 2005

DEREK WAINWRIGHT GRUÑÓ cuando el sol de la mañana entró a raudales sin compasión a través de la ventana de la habitación de su hotel.

Hoy había dos cosas a las que no quería enfrentarse: la resaca y los ocho mensajes nuevos de su móvil.

Se levantó poco a poco para calibrar la intensidad de su dolor de cabeza, se arrastró hasta su bolsa de viaje de piel italiana y sacó un frasco. Lo abrió y vio el surtido de píldoras. Encontró la que buscaba y engulló un Vicodin, al que añadió tres Tylenoles. Fortalecido de esta manera, echó un vistazo a su móvil, que descansaba sobre la mesita de noche. Lo había desconectado anoche, cuando regresó al hotel. No podía soportar los pitidos incesantes, y no tenía el menor deseo de escuchar los mensajes.

Derek se pasaba la vida eludiendo las responsabilidades de forma similar. Hijo de una familia de la costa Este inmensamente rica e influyente, el benjamín del magnate de bienes inmuebles Eli Wainwright lo había tenido todo muy fácil desde el principio. Entró como si nada en Yale gracias a las donaciones de su padre y su hermano mayor, y se adjudicó un empleo de alto ejecutivo en una firma de inversiones pese a sus notas mediocres. Perdió el trabajo al cabo de menos de un año, cuando decidió que el horario no era compatible con su estilo de vida de playboy. Tampoco era que necesitara trabajar. La fortuna de su familia bastaba para mantenerle durante toda su vida, y las vidas de sus hijos y nietos, si es que alguna vez sentaba la cabeza y tenía alguno.

Eli Wainwright había exhibido una paciencia sorprendente con los defectos de su hijo menor. Derek carecía del ansia de aprender y la aptitud de sus hermanos, pero había demostrado el máximo interés en un elemento vital de la vida y éxito de su familia: ser miembro de la Cofradía de los Justos. Bautizado por primera vez de niño, y de nuevo a los quince años tal como era tradicional en la organización, daba la impresión de que Derek poseía una afinidad natural con la sociedad y sus enseñanzas. Su padre lo eligió para sustituirle. Era uno de los miembros de la Cofradía más importantes de Estados Unidos, una organización que se extendía no sólo a lo largo y ancho del mundo occidental, sino también a países de Asia y Oriente Próximo. La Cofradía de los Justos contaba entre sus miembros con algunos de los hombres más influyentes del mundo de los negocios y la política internacional.

La condición de miembro se transmitía de generación en generación, y los hombres bautizados debían casarse con las Hijas de la Justicia, hijas de los cofrades que eran educadas según un estricto código de decoro. Preparaban a las muchachas para que supieran comportarse como esposas y madres, y recibían las lecciones contenidas en un antiguo documento conocido como El libro verdadero del Santo Grial, que había pasado de generación en generación durante siglos. Algunos de los bailes de debutantes y cotillones más concurridos de la costa Este, el sur y Texas eran «fiestas de puesta de largo» para las Hijas de la Justicia, que anunciaban su buena disposición a ingresar en el mundo como esposas obedientes y virtuosas de los miembros de la Cofradía.

Todos los hijos mayores de Eli se habían casado con Hijas de la Justicia, y estaban instalados a la perfección en sus vidas de clase alta. El más joven de los Wainwright, ya con treinta años, estaba empezando a recibir presiones para que se comportara de manera similar. Derek no estaba interesado, aunque no se atrevía a decírselo a su padre. Consideraba a las Hijas de la Justicia inmensamente aburridas, con toda su inmaculada virginidad. La idea de acostarse cada noche con alguna de aquellas princesas de hielo tan bien educadas le provocaba escalofríos. Podría hacer lo mismo que sus hermanos y demás miembros de la Cofradía, es decir, casarse con la adecuada y digna madre de sus hijos, y buscarse por su cuenta alguna zorra seductora para mantener el interés. Pero ¿por qué apoltronarse en esta fase de su vida? Aún era joven y terriblemente rico y tenía pocas responsabilidades. Mientras hubiera mujeres sensuales y exóticas como Tamara Wisdom que le sedujeran, no iba a encadenarse a alguna yegua que le recordara demasiado a su madre. Si su padre seguía convencido de que sólo estaba interesado en la Cofradía, Derek podría evadirse de las demás responsabilidades unos años más.

Lo que Eli Wainwright no veía, con los ojos ciegos de un padre que prefiere no fijarse en los defectos de su hijo, era que a Derek no le atraía la filosofía de la Cofradía, sino la mística de una sociedad al margen de la ley, los ritos, la sensación de elitismo que proporcionaba saber secretos que habían sido transmitidos durante siglos, protegidos por la sangre. La verdadera atracción procedía de saber que cualquier acto repugnante de un miembro de la Cofradía podía ser borrado y ocultado con celeridad, debido a la red mundial de influencias. Estas cosas deleitaban a Derek, así como la forma en que le trataban allá donde iba, debido a la riqueza y los contactos de su padre. O al menos hasta que el ex Maestro de Justicia había muerto de manera misteriosa, siendo sustituido por este nuevo, el fanático inglés que gobernaba la Cofradía con mano de hierro.

Su nuevo líder lo había cambiado todo. Se jactaba de su relación hereditaria con Oliver Cromwell, al tiempo que estudiaba las tácticas despiadadas, y en ocasiones espantosas, de su antepasado para tratar con la oposición. En cuanto accedió al cargo de Maestro de Justicia, John Simon Cromwell dejó clara su postura mediante una horrible ejecución. Cierto, el hombre asesinado era enemigo de la Cofradía y líder de una organización que se les había opuesto durante centenares de años. Pero el mensaje era claro: eliminaré a cualquiera que me desafíe, y lo haré de la forma más desagradable. Decapitar al hombre con una espada y amputarle el dedo índice derecho comunicaba el toque dramático y literal del imparable fanatismo de su nuevo líder.

Derek intentó apartar aquella imagen concreta de su cerebro algo obnubilado, mientras conectaba el móvil para ver qué llamadas tenía en su buzón de voz. Había llegado el momento de afrontar los hechos. Tenía una misión que cumplir y se había comprometido a ello, decidido a demostrar a aquel bastardo inglés de una vez por todas de qué pasta estaba hecho. Ya se había hartado de que el francés y el líder le ridiculizaran. Le trataban como a un idiota, y nadie lo había hecho hasta entonces.

Mientras los mensajes empezaban a reproducirse, Derek se preparó para soportar el acento de Oxford, más amenazador a cada mensaje que escuchaba. Después de escuchar las últimas palabras del octavo mensaje, ya sabía qué debía hacer.

Château des Pommes Bleues

25 de junio de 2005

TAMARA WISDOM SE CEPILLÓ SU lustroso pelo negro, mientras se miraba en el gigantesco espejo dorado. El potente sol de la mañana iluminaba su habitación, tan majestuosa como la de Maureen. Había rosas de tonos crema y lavanda en jarrones de cristal que descansaban sobre todas las mesas. De su enorme cama, que pocas veces ocupaba sola, colgaban terciopelos púrpura y pesados brocados.

Sonrió, y se regodeó un momento en los recuerdos de la noche anterior. El calor del hombre había dejado una impresión en su piel mucho después de que se marchara, justo antes del amanecer. Gracias a su actitud abierta y desenfrenada ante la vida había conocido muchas grandes pasiones, pero ninguna como ésta. Por fin comprendía lo que los alquimistas querían decir cuando hablaban de la Gran Obra, la unión perfecta de un hombre y una mujer, una fusión perfecta de cuerpo, mente y espíritu.

Su sonrisa se desvaneció cuando volvió a la realidad de lo que debía hacer aquel día.

Al principio, todo había sido muy divertido, como una gran partida de ajedrez que se jugara de continente a continente. Enseguida se había encariñado con Maureen. A todos les había pasado lo mismo. Para colmo, el cura no era la persona entrometida que habían temido. Era un místico a su manera, muy lejos del rígido dogmático que sospechaban.

Después estaba la cuestión del papel que estaba desempeñando ella. Jugar a Mata Hari había sido divertido al principio, pero ahora se le antojaba repelente. Hoy tendría que equilibrar ambos polos opuestos para obtener la información que necesitaba y no perderse en el intento. Tenía que alcanzar varios objetivos, por ella, por la Sociedad y por Roland. No debes olvidar lo que de verdad importa, Tammy —recordó—. Si te alzas con el éxito, lo ganamos todo, pero lo perdemos todo si fracasas.

El juego había cambiado. Y se estaba convirtiendo en algo mucho más peligroso de lo que habían previsto.

Tammy dejó el cepillo y se roció las muñecas y la garganta con una embriagadora fragancia floral, en preparación para lo que se avecinaba. Cuando se disponía a salir de la habitación, se detuvo ante la asombrosa pintura que decoraba su pared. Era del pintor simbolista francés Gustave Moreau, y plasmaba a la princesa Salomé, cubierta con los siete velos y sosteniendo la cabeza de Juan el Bautista en una bandeja.

—Ésta es mi chica —susurró Tammy para sí, y partió hacia el último y más crucial episodio de su intriga.

Maureen desayunaba sola en el comedor. Roland, que pasaba por el corredor contiguo, se dio cuenta y entró.

—Bonjour, mademoiselle Paschal. ¿Está sola?

—Buenos días, Roland. Peter aún duerme, así que no quise molestarle.

Roland asintió.

—Le traigo un mensaje de su amiga, la señorita Wisdom. Ahora se aloja en el castillo y le gustaría cenar con usted esta noche.

—Eso sería estupendo. — Maureen estaba ansiosa por reunirse con Tammy y comentar la fiesta—. ¿Dónde está?

El mayordomo se encogió de hombros.

—Esta mañana se fue temprano a Carcasona. Algo relacionado con la película que está rodando. Sólo me dio este mensaje para usted. Ahora, mademoiselle, iré a buscar a monsieur Bérenger, pues si la descubriera desayunando sola se disgustaría muchísimo.

Sinclair interrumpió los pensamientos de Maureen, pues apareció en el comedor apenas se hubo marchado Roland.

—¿Ha podido dormir?

—¿Cómo evitarlo en esa cama? Es como dormir sobre nubes.

Maureen había observado la primera noche que había un enorme colchón de plumas bajo las caras sábanas de algodón egipcio.

—Soberbio. ¿Tiene algún plan esta mañana?

—Hasta las once no. Tengo una cita con Jean-Claude, ¿recuerda?

—Sí, por supuesto. La lleva a Montségur. Un lugar asombroso. Sólo lamento no ser yo quien se lo enseñe por primera vez.

—¿Le gustaría acompañarnos?

Sinclair rio.

—Querida mía, Jean-Claude ordenaría que me colgaran, ahogaran y descuartizaran si yo la acompañara hoy. Ahora es la estrella de la región, después de su gran debut de anoche. Todo el mundo quiere saber más cosas de usted. Aumentará el prestigio de Jean-Claude en cien puntos cuando le vean paseando con usted.

»Pero no le guardaré rencor. Yo también tengo algo que enseñarle, en cuanto haya terminado de desayunar, algo que, estoy seguro, considerará inolvidable.

Estaban en el mismo balcón desde donde habían presenciado los fuegos artificiales la noche anterior. Los extraordinarios jardines del castillo se extendían ante ellos.

—Es mucho más fácil ver y apreciar los jardines a la luz del día —dijo Sinclair con orgullo, al tiempo que indicaba tres secciones distintas—. ¿Ve que forman un dibujo de flor de lis?

—Son magníficos.

Maureen era sincera. Los jardines eran asombrosos en su belleza escultural, vistos desde arriba.

—Pueden contar la historia de nuestros antepasados mucho mejor que yo. Sería un honor para mí enseñárselos. ¿Me permite?

Ella tomó su brazo. Bajaron la escalera y atravesaron el atrio. Observó que la mansión estaba inmaculada, pese a los cientos de invitados que había recibido la noche anterior. Los criados habrían tenido que trabajar sin descanso para limpiar y sacar brillo. Un orden impecable reinaba en el castillo.

Atravesaron las enormes puertas cristaleras y salieron al patio de mármol, y luego siguieron el meticuloso sendero que serpenteaba hacia las puertas doradas. Sinclair extrajo una llave del bolsillo y la introdujo en el grueso candado. Soltó la cadena y empujó las barras doradas, y de esta manera accedieron a su sanctasanctórum.

Una fuente reluciente de mármol rosado gorgoteaba ante ellos, el adorno principal de la entrada del jardín. El sol se reflejaba en las gotas de agua que caían sobre los hombros de una escultura de tamaño natural de María Magdalena, tallada en mármol marfileño. Sostenía una rosa en la mano izquierda. Sobre su mano derecha extendida se posaba una paloma. En la base de la fuente estaba tallada la omnipresente flor de lis.

—Anoche conoció a mucha gente. Todos ellos sostienen teorías sobre esta región y su misterioso tesoro. Estoy seguro de que habrá escuchado muchas, que oscilan entre lo sublime y lo ridículo.

Maureen rio.

—La mayoría ridículas, en efecto.

Sinclair sonrió.

—Todos sostienen teorías, y todos creen, al menos eso diría yo, que María Magdalena es la reina del sur de Francia. Eso es lo único en que todos los congregados aquí anoche coinciden.

Maureen escuchaba con atención. Sinclair hablaba en un tono entusiasta, impaciente. Era contagioso.

—Y todos saben que existe un linaje. Un linaje real que nace de María Magdalena y sus hijos. Pero pocos conocen toda la verdad. La auténtica historia está reservada a los verdaderos seguidores del Camino. El Camino tal como fue enseñado por nuestra Magdalena, el Camino tal como fue enseñado por el propio Jesucristo.

Maureen le detuvo, algo vacilante.

—No sé si es oportuno que se lo pregunte, pero ¿cuál es el objetivo de su Orden de las Manzanas Azules?

—La Orden de las Manzanas Azules es antigua y compleja. Le contaré más a su debido momento. Por ahora, baste decir que la Orden existe para defender y proteger la verdad.

»Y la verdad es que María Magdalena fue madre de tres hijos.

Maureen se quedó estupefacta.

—¿Tres?

Sinclair asintió.

—Muy poca gente conoce toda la historia, porque los detalles fueron ocultados a propósito para proteger a los descendientes. Tres hijos. Una trinidad. Y cada uno fundó una estirpe de sangre real que cambió la faz de Europa, y por fin del mundo. Estos jardines celebran la dinastía fundada por cada hijo. Mi abuelo los creó. Yo los he ampliado y me he comprometido a protegerlos.

Tres pasajes abovedados diferentes se desviaban del jardín principal.

—Venga, empezaremos con nuestra antepasada.

Condujo a la aturdida Maureen a través de la puerta central.

—¿Qué pasa? ¿Le sorprende que seamos parientes? Muy lejanos, sin duda, pero procedemos del mismo linaje.

—Estoy intentando asimilar tanta información. Para usted es algo archisabido, pero para mí resulta sorprendente. No puedo imaginar qué opinaría el resto del mundo.

Entraron en un jardín de extraordinaria exuberancia. Varias especies de lirios estaban plantadas en círculo alrededor de otra estatua. Esta combinación proyectaba el magnífico perfume que Maureen había percibido la noche anterior.

Una paloma blanca zureaba y volaba sobre las exquisitas rosas entrelazadas, mientras Sinclair y Maureen caminaban en silencio. Ella se detuvo para oler una rosa roja en todo su esplendor.

—Rosas. El símbolo de todas las mujeres del linaje. Y lirios. El lirio es el símbolo específico de María Magdalena. La rosa puede referirse a cualquier mujer que sea descendiente de ella, pero en nuestra tradición sólo Ella es portadora del lirio.

Condujo a Maureen hasta la impresionante estatua, que representaba a una mujer esbelta con el pelo suelto.

A Maureen le costó encontrar la voz. Su pregunta fue poco más que un susurro.

—¿Ésta es la hija?

—Permítame que le presente a Sara Tamar, la única hija de Jesús y María Magdalena. La fundadora de las dinastías reales francesas. Y nuestra mutua tatarabuela de hace mil novecientos años.

Maureen miró la estatua antes de volverse hacia Sinclair.

—Es todo tan increíble… Y sin embargo, no me resulta difícil aceptarlo. Tan extraño, pero parece… cierto.

—Porque su alma reconoce la verdad.

Una paloma zureó desde los rosales como para mostrar su acuerdo.

—¿Oye las palomas? Son el símbolo de Sara Tamar, emblemas de su corazón puro, y más tarde se convirtieron en el símbolo de sus descendientes: los cátaros.

—¿Fue ése el motivo de que la Iglesia ordenara acabar con los cátaros por herejes?

—Sí, en parte. Porque podían demostrar, mediante ciertos objetos y documentos que se hallaban en su posesión, que eran descendientes de Jesús y María, y su misma existencia significaba una amenaza para Roma. Hombres, mujeres, niños. La Iglesia intentó exterminarlos a todos para guardar el secreto. Pero no se trata tan sólo de eso. Venga.

Sinclair y Maureen describieron un semicírculo entre las rosas, lo cual proporcionó a la joven la oportunidad de experimentar la belleza del jardín bajo el sol del verano de una dorada mañana del Languedoc. Él tomó su mano y ella se lo permitió, pues se sentía sorprendentemente a gusto con aquel excéntrico extranjero. Le siguió cuando la guió a través del pasaje abovedado y rodearon la fuente de María Magdalena.

—Es hora de conocer al hermano pequeño.

Maureen se dio cuenta de que Sinclair estaba cada vez más entusiasmado, y se preguntó qué debía sentir al guardar un secreto de tal magnitud. Pensó por un momento, algo agitada, que pronto lo sabría por experiencia propia.

Sinclair la condujo por el pasillo abovedado situado más a la derecha hacia un jardín cuidado con primor.

—Esto parece muy inglés —observó Maureen.

—Muy bien dicho, querida. Ahora le enseñaré por qué.

La estatua de un joven de pelo largo, que sostenía un cáliz en alto, era el motivo central de la fuente de esta parte. Agua transparente como el cristal se derramaba del cáliz.

—Yeshua David, el hijo menor de Jesús y María. Nunca conoció a su padre, porque María Magdalena estaba embarazada de él cuando Cristo fue crucificado. Nació en Alejandría, donde su madre y su séquito se refugiaron antes de embarcarse rumbo a Francia.

Maureen se detuvo en seco. Se llevó una mano al vientre sin querer.

—¿Qué pasa?

—Estaba embarazada. Lo vi. Estaba embarazada en la Vía Dolorosa y… en el momento de la crucifixión.

Sinclair empezó a asentir como si ya lo supiera, y de pronto se detuvo. Ahora le tocó a Maureen preguntar.

—¿Qué pasa?

—¿Ha dicho en la crucifixión? ¿Tuvo una visión de la crucifixión?

Maureen sintió un nudo en la garganta y se agolparon lágrimas en sus ojos. Por un momento, tuvo miedo de hablar, temerosa de que su voz se quebrara. Sinclair se dio cuenta y se dirigió a ella tuteándola con gran ternura.

—Querida, puedes confiar en mí. Habla, por favor. ¿Tuviste una visión de Magdalena durante la crucifixión?

Las lágrimas se derramaron, pero Maureen no sintió la necesidad de reprimirlas. Era liberador, cuando menos, confesarse a alguien que comprendía.

—Sí —susurró—. Ocurrió en Notre-Dame.

Sinclair secó una lágrima de su rostro.

—Querida, querida Maureen. ¿Sabes lo extraordinario que es?

Ella negó con la cabeza. Sinclair continuó en voz baja.

—A lo largo de nuestra historia, cientos de descendientes han tenido sueños y visiones de Nuestra Señora, incluido yo. Pero las visiones se detienen antes del Viernes Santo. Que yo sepa, nadie la ha visto durante la crucifixión.

—¿Por qué es tan importante?

—La profecía.

Maureen esperó la explicación.

—Existe una profecía que se remonta a tiempos inmemoriales. La leyenda dice que formaba parte de un libro más voluminoso de profecías y revelaciones escrito en griego. El libro se atribuía a Sara Tamar, de modo que habría sido un evangelio por derecho propio. Sabemos que una princesa importante de la estirpe, Matilde de Toscana, duquesa de Lorena, poseía el libro original cuando construyó la abadía de Orval en el siglo once.

—¿Dónde está Orval?

—En lo que ahora es la frontera belga. Hay varios centros religiosos muy importantes en Bélgica que pertenecen a nuestra historia, pero Orval es el lugar donde las profecías de Sara Tamar se guardaron durante cierto número de años. Sabemos que el original de su libro estuvo después en posesión de los cátaros del Languedoc algún tiempo. Por desgracia, desapareció de la historia y se sabe muy poco de lo que fue de él. Nuestra única información sobre su contenido procede de Nostradamus.

—¿Nostradamus?

La cabeza de Maureen daba vueltas. Pensaba que nunca dejaría de sorprenderse de todos los hilos que iban apareciendo y de su mutua relación.

—Sí, sí —confirmó Sinclair—. Se lleva todo el mérito de sus sorprendentes visiones y revelaciones, pero las profecías no eran de él, sino de Sara Tamar. Por lo visto, Nostradamus tuvo acceso a una copia del manuscrito original cuando visitó Orval. La copia desapareció poco después, de modo que extrae tus propias conclusiones acerca de su destino.

Maureen rio.

—No me extraña que Tammy hable de él con tanto desprecio. Nostradamus era un plagiario.

—Y muy listo. Hemos de concederle el mérito de haber creado las cuartetas. Fueron invención suya. Se limitó a reescribir las profecías de Sara Tamar de tal forma que disfrazaran la fuente original y provocaran el máximo impacto en su tiempo. El viejo Michel era muy brillante, la verdad. Sus grandes conocimientos de alquimia le concedieron la posibilidad de descodificar lo que debió ser un documento muy complicado.

»Pero nos ha quedado muy poco de Sara Tamar, aparte de la obra de Nostradamus y la única profecía arraigada en algunos de los que vivimos aquí.

—¿Qué dice la profecía?

Sinclair alzó la vista hacia el agua que se derramaba del cáliz. Cerró los ojos y recitó una parte de la profecía.

—«Marie de Negre elegirá el momento oportuno para la llegada de la Esperada. La que nace del cordero pascual cuando el día y la noche son iguales, la que es hija de la resurrección. La que transporta el Sangral recibirá la llave tras presenciar el Día Negro de la Calavera. Se convertirá en la nueva Pastora del Camino».

Maureen estaba aturdida. Sinclair tomó su mano de nuevo.

—El Día Negro de la Calavera. Gólgota, el monte de la crucifixión, que traducido es «el lugar de la calavera», y el Día Negro es lo que hoy llamamos el Viernes Santo. La profecía indica que la hija del linaje que tenga visiones de la crucifixión tendrá la llave.

—¿La llave de qué?

Maureen aún dudaba. Su cabeza daba vueltas; demasiada información.

—La llave que abrirá el secreto de María Magdalena. Su evangelio. Una narración en primera persona de su vida y su época. Lo escondió utilizando un tipo de alquimia. Sólo podrá encontrarse cuando se hayan cumplido ciertos criterios espirituales.

Indicó la estatua del joven, y en concreto el cáliz que sostenía.

—Esto es lo que muchos han buscado durante tanto tiempo.

Maureen intentaba pensar y ordenar los numerosos pensamientos que cruzaban por su mente. El cáliz. Y entonces comprendió.

—El cáliz que sostiene… ¿es el Santo Grial?

—Sí. La palabra Grial procede de un antiguo término, Sangral, que significa la «Sangre de Dios». Simboliza el linaje divino, por supuesto. Pero no sólo estaban buscando a los hijos de dicho linaje. Casi todos los caballeros del Grial eran de la misma estirpe, y conocían muy bien el significado de su herencia. No, estaban buscando un descendiente concreto: una princesa del Grial, que también se conoce como la Esperada. Es la hija que estaba en posesión de la llave que todos ansiaban.

—Espera un momento. ¿Me estás diciendo que la búsqueda del Santo Grial era la búsqueda de la mujer de tu profecía?

—En parte, sí. El hijo menor, Yeshua David, fue a Glastonbury con su tío abuelo, el hombre que la historia conoce como José de Arimatea. Juntos fundaron la primera colonia cristiana de Inglaterra. Allí nacieron las leyendas del Santo Grial.

Sinclair señaló otra estatua del mismo jardín, pero más alejada. Parecía un rey blandiendo una enorme espada.

—¿Por qué se conoce al rey Arturo como el que reinó una vez y volverá a reinar? Porque desciende de Yeshua David. Cierta nobleza inglesa desciende de él. Sobre todo escocesa.

—Incluido tú.

—Sí, por parte de mi madre. Pero también desciendo del linaje de Sara Tamar por parte de mi padre, como tú.

Un pitido inoportuno le interrumpió. Maldijo, levantó el móvil, habló a toda prisa en francés y cortó.

—Era Roland. Jean-Claude ha llegado para alejarte de mí.

Maureen no pudo disimular su decepción. Aún no quería marcharse.

—Pero no he visto la tercera parte del jardín.

Dio la impresión de que el rostro de Sinclair se ensombreció. Algo apenas perceptible.

—Tal vez sea mejor así —dijo—. Hace un día espléndido. Y eso —indicó con un cabeceo— es el jardín del hijo mayor de la Magdalena.

Contestó a la pregunta no verbalizada de Maureen de aquella forma vaga y enigmática que parecía tan querida por los nativos de la región.

—Y si bien es hermoso a su manera, ese jardín parece invadido por sombras en un día como hoy.

Cuando salían del jardín, Sinclair se detuvo ante las puertas doradas de la entrada del mismo.

—El día que llegaste, me preguntaste por qué me gustaban tanto las flores de lis. Flor de lis significa «flor del lirio» y, como ya sabes, el lirio representa a María Magdalena. La flor del lirio representa a su progenie. Son tres, como los pétalos de la flor.

Siguió las tres ramas con el dedo.

—La primera rama, su hijo mayor, Juan José, es un personaje muy complicado, del cual te hablaré más cuando llegue el momento. Baste decir que sus herederos florecieron en Italia. El pétalo central representa a la hija Sara Tamar, y esta tercera hoja es el hijo menor, Yeshua David.

»Ése es el secreto bien conservado de la flor de lis. El motivo de que represente tanto a la nobleza italiana como a la francesa. El motivo de que la veas en la heráldica británica. La primera vez fue utilizada por los descendientes de la trinidad de hijos de María Magdalena. En un tiempo fue un símbolo muy secreto, de forma que sólo los iniciados en estas verdades podían reconocerse cuando viajaban por Europa.

La revelación asombró a Maureen.

—Y ahora es uno de los símbolos más conocidos del mundo. Se ve en joyas, ropas, muebles. Oculto a plena vista todo este tiempo. Y la gente no tiene ni idea de lo que simboliza.

El Languedoc

25 de junio de 2005

MAUREEN OCUPABA EL ASIENTO del pasajero del Renault deportivo de Jean-Claude, mientras esperaban a que se abriera la puerta electrónica del castillo que daba a la carretera principal. Vio con el rabillo del ojo que un hombre deambulaba de manera extraña por el perímetro de la verja.

—¿Qué sucede? —preguntó Jean-Claude, mientras observaba la expresión de Maureen.

—Hay un hombre ahí, junto a la verja. Ahora no puede verle, pero estaba hace un momento.

Jean-Claude se encogió de hombros al estilo francés.

—Tal vez es un jardinero o un guardia de seguridad de Bérenger. ¿Quién sabe? Hay mucho personal a su servicio.

—¿Hay guardias de seguridad apostados a todas horas?

Maureen sentía curiosidad por el castillo y todo cuanto contenía, incluido su propietario.

—Ah, oui. Apenas se les ve, porque su trabajo consiste en que no se les vea. Tal vez era uno de ellos.

Pero Maureen no gozó de la oportunidad de meditar sobre los aspectos mundanos de la administración del castillo. Jean-Claude se lanzó a relatar la leyenda de la familia Paschal, tal como él la conocía.

—Su inglés es perfecto —observó Maureen, mientras el hombre refería algunos de los acontecimientos históricos más complejos.

—Gracias. Pasé dos años en Oxford para perfeccionarlo.

Maureen estaba fascinada, pendiente de cada palabra, mientras el historiador francés atravesaba las estribaciones rojizas. Su destino era Montségur, el majestuoso y trágico emblema de la última batalla de los cátaros.

Hay lugares en la tierra que proyectan un aura poderosa de misterio y tragedia. Con sus raíces hundidas en ríos de sangre y siglos de historia, obsesionan a sus visitantes durante los años venideros, mucho después de que hayan regresado a su hogar y a las comodidades del mundo moderno. Maureen había visto algunos durante sus viajes. Cuando vivía en Irlanda, había experimentado esta sensación en ciudades históricas como Drogheda, donde Oliver Cromwell había exterminado a toda la población, así como en pueblos asolados por la Gran Hambruna de la década de 1840. En Israel, Maureen había subido a la montaña de Masada para ver salir el sol sobre el mar Muerto. Se había sentido conmovida sobremanera mientras caminaba entre las ruinas del palacio donde, en el siglo I, varios centenares de judíos habían preferido quitarse la vida a someterse a los opresores romanos y a una esclavitud segura.

Mientras Jean-Claude aparcaba al pie de la colina de Montségur, Maureen experimentó la abrumadora sensación de que se hallaba en uno de esos lugares tan extraordinarios. Incluso en aquel luminoso día de verano, la zona parecía envuelta en la noche de los tiempos. Alzó la vista hacia la montaña, mientras Jean-Claude la guiaba en dirección al sendero que subía a la cumbre.

—Un buen trecho. Por eso le dije que llevara calzado cómodo.

Por suerte, Maureen siempre viajaba con zapatillas de deporte resistentes, pues caminar era su ejercicio favorito. Iniciaron la larga y serpenteante ascensión a la montaña. Ella pensó que sus últimos compromisos no le habían dejado mucho tiempo libre para el ejercicio, y maldijo al descubrir que no estaba en su mejor forma. Sin embargo, Jean-Claude no tenía prisa y caminaba con parsimonia, al tiempo que hablaba sobre los misteriosos cátaros y contestaba a las preguntas de Maureen.

—¿Cuánto sabemos sobre sus prácticas? Con certeza, quiero decir. Lord Sinclair afirma que la mayor parte de lo que se ha escrito sobre ellos no son más que especulaciones.

—Eso es verdad. Sus enemigos inventaron muchos de los detalles que se les han atribuido, con el fin de convertirlos en seres aún más heréticos y monstruosos. Al mundo le da igual que extermines a parias, pero si masacras a cristianos que, en teoría, están más cerca de Cristo que tú, tal vez te encuentres con un problema. Por lo tanto, los historiadores de la época inventaron muchas falacias sobre las prácticas cátaras, y también los posteriores. No obstante, ¿sabe de lo que sí estamos seguros? La piedra angular de la fe cátara era el padrenuestro.

Maureen se detuvo al oír esto, para recuperar el aliento y formular más preguntas.

—¿De veras? ¿El mismo padrenuestro que rezamos hoy?

El hombre asintió.

—Oui, el mismo, pero recitado en occitano, por supuesto. Cuando estuvo en Jerusalén, ¿visitó la iglesia del Pater Noster en el Monte de los Olivos?

—¡Sí!

Maureen conocía muy bien el lugar. Era una iglesia de la zona este de Jerusalén, construida sobre una cueva que tenía fama de ser el lugar donde Jesús había rezado por primera vez el padrenuestro. Un hermoso claustro exterior exhibe la oración en paneles compuestos de mosaicos, escrita en más de sesenta idiomas. Maureen había fotografiado el panel que plasmaba la oración en una forma antigua de irlandés, para regalar a Peter la instantánea.

—Todos los cátaros rezaban la oración en occitano —explicó Jean-Claude— cuando se levantaban por la mañana. No por costumbre, como afirman muchos hoy, sino como un acto de meditación y verdadera oración. Cada línea significaba una ley sagrada para ellos.

Maureen pensó en esto mientras caminaban. Jean-Claude continuó.

—Como ve, aquí vivía gente en paz, y enseñaba lo que ellos llamaban el Camino, una vida centrada en las enseñanzas del amor. Era una cultura que reconocía el padrenuestro como su escritura más sagrada.

Maureen comprendió adónde quería ir a parar.

—Por lo tanto, si eres la Iglesia y quieres eliminar a esa gente, no puedes permitir que se sepa que son buenos cristianos.

—Exacto. De manera que se lanzaron falsas acusaciones contra los cátaros para poder exterminarlos.

Jean-Claude se detuvo cuando llegaron a un monumento situado en mitad del sendero. Era una losa de granito grande coronada con la cruz del Languedoc.

—Es el monumento a los mártires —explicó—. Está aquí porque fue el lugar donde se alzó la pira.

Maureen se estremeció. La misma sensación, evocadora pero estimulante al mismo tiempo, se apoderó de ella, la sensación de estar pisando un lugar terrible de la historia. Escuchó mientras Jean-Claude recitaba la historia del último baluarte de los cátaros.

A finales de 1243, el pueblo cátaro había sufrido casi medio siglo de persecución por los ejércitos del Papa. Ciudades enteras habían sido pasadas a cuchillo, y la sangre de los inocentes había corrido literalmente por las calles de ciudades como Béziers. La Iglesia estaba decidida a erradicar aquella «herejía» a cualquier precio, y el rey de Francia aportaba sus tropas de buena gana, porque cada victoria sobre los nobles cátaros, en otro tiempo ricos, significaba más tierras para los territorios franceses. Los condes de Toulouse habían amenazado demasiadas veces con crear su propio estado independiente. Si utilizar la ira de Dios era conveniente para detenerlos, el rey se decantaba por esa solución, confiado en que la historia le absolvería en parte.

Los restantes dirigentes de la sociedad cátara se refugiaron en la fortaleza de Montségur en marzo de 1244. Como los judíos de Masada más de mil años antes, se reunieron para rezar en comunidad con el fin de salvarse del opresor, y juraron que nunca renunciarían a su fe. De hecho, se especuló con que los cátaros habían tomado fuerzas «del legado de los mártires de Masada durante su asedio final. Al igual que los ejércitos romanos que eran sus antepasados, las fuerzas del Papa intentaron rendir por hambre al enemigo, cortando todos los accesos a la comida y el agua. Esto resultó tan difícil en Montségur como lo había sido en Masada, pues ambos estaban situados en precario sobre colinas casi imposibles de vigilar desde todos los ángulos. Los rebeldes de ambas culturas encontraron métodos de frustrar y confundir a sus opresores.

Tras varios meses de asedio, las fuerzas papales decidieron poner fin a la situación. Enviaron un ultimátum a los líderes cátaros. Si confesaban y se arrepentían de su herejía ante la Inquisición, salvarían la vida. Pero en caso contrario, todos arderían en la hoguera por insultar a la Santa Iglesia Católica. Les concedieron dos semanas para tomar una decisión.

El último día, los jefes del ejército del Papa encendieron la pira funeraria y exigieron una respuesta. El Languedoc nunca ha olvidado la que recibieron. Doscientos cátaros salieron de la fortaleza de Montségur, vestidos con sus sencillas túnicas y dándose las manos. Cantaron al unísono el padrenuestro en occitano, mientras caminaban en masa hacia la pira funeraria. Murieron como habían vivido, en perfecta armonía con la fe en Dios.

Las leyendas relacionadas con los últimos días de los cátaros eran abundantes, cada una más dramática que la anterior. La más memorable hablaba de los enviados franceses que parlamentaron con los cátaros en nombre de las tropas del rey. Los enviados, mercenarios empedernidos, fueron invitados a quedarse dentro de las murallas de Montségur y a escuchar las enseñanzas cátaras. Lo que vieron en aquellos últimos días fue tan milagroso, tan asombroso, que los soldados franceses solicitaron ser admitidos en la fe de los Puros. Sabiendo que sólo la muerte les esperaba, los franceses tomaron el postrer sacramento cátaro, conocido como el consolamentum, y desfilaron hacia las llamas en compañía de sus hermanos y hermanas recién encontrados.

Maureen se secó una lágrima de la cara, mientras alzaba la vista hacia la montaña y luego miraba la cruz.

—¿Qué cree que fue? ¿Qué vieron los franceses, que les animó a morir con aquella gente? ¿Alguien lo sabe?

—No. — Jean-Claude meneó la cabeza—. Sólo son especulaciones. Algunos dicen que el Espíritu Santo apareció durante los rituales cátaros y les mostró el reino de los cielos que les aguardaba. Otros dicen que fue el famoso tesoro que poseían los cátaros.

La leyenda de Montségur siguió desplegándose ante Maureen mientras continuaban subiendo por la empinada senda. El penúltimo día del asedio, cuatro miembros del grupo de cátaros descendieron por la muralla más precaria del castillo y se pusieron a salvo. Se cree que recibieron información de los enviados franceses convertidos al catarismo, los cuales murieron con los demás al día siguiente.

—Se llevaron con ellos el legendario secreto de los cátaros. Lo que era, sigue siendo materia de especulación. Tenía que ser fácil de transportar, pues dos de los elegidos para la fuga eran mujeres jóvenes, y seguramente menudas. Además, todos estaban débiles tras meses de asedio y alimentos racionados. Algunos dicen que se llevaron el Santo Grial, la corona de espinas, o incluso el más valioso tesoro de la tierra, el Libro del Amor.

—¿El evangelio escrito por el propio Jesucristo?

Jean-Claude asintió.

—Todas las leyendas sobre él desaparecieron de la historia alrededor de esa época.

Maureen, como historiadora y periodista, estaba saturada de información.

—¿Puede recomendarme algún libro? ¿Documentos que pueda investigar durante mi estancia en Francia, y que me proporcionen más información sobre esto?

El francés lanzó una leve carcajada y se encogió de hombros.

—Mademoiselle Paschal, a la gente del Languedoc le gusta proteger sus secretos y leyendas, por lo tanto no los consignan por escrito. Sé que a muchos les cuesta comprenderlo, pero mire a su alrededor, chérie. ¿Quién necesita libros, cuando tiene todo esto para que le cuente la historia?

Habían llegado a la cima de la colina, y las ruinas de lo que había sido una gran fortaleza se extendían ante ellos. En presencia de aquellas enormes piedras, que parecían proyectar la historia de su entorno, Maureen comprendió a la perfección las palabras de Jean-Claude. De todos modos, estaba desgarrada entre lo que le dictaban sus instintos y la necesidad del periodista de autentificar todos sus descubrimientos.

—Un sentimiento extraño para un hombre que se autocalifïca de historiador —observó.

Él rio con ganas, y sus carcajadas resonaron en el verde valle que se abría bajo sus pies.

—Me considero historiador, pero no académico. Existe una diferencia, sobre todo en un lugar como éste. Los académicos no son necesarios en todas partes, mademoiselle Paschal.

La expresión de Maureen debió revelar desconcierto, de modo que el hombre se explicó.

—Para conseguir los títulos más prestigiosos del mundo académico, basta con leer todos los libros adecuados y escribir los documentos apropiados. Cuando estuve dando una serie de conferencias en Boston, conocí a una norteamericana que tenía un doctorado en historia de Francia y estaba especializada en las herejías medievales. Ahora está considerada una de las grandes expertas en el tema, y ha escrito uno o dos textos universitarios. ¿Sabe lo más curioso? Nunca ha estado en Francia, ni una sola vez. Ni siquiera en París, y mucho menos en el Languedoc. Peor todavía, no lo considera necesario. Haciendo honor a la tradición académica, cree que todo cuanto necesita se encuentra en libros o documentos disponibles en las bases de datos de la universidad. La comprensión del catarismo de esa mujer es tan realista como leer un tebeo, y dos veces más risible. No obstante, se la reconoce públicamente como una autoridad muy superior a cualquiera de nosotros, debido a los títulos que posee y a las asociaciones a las que pertenece.

Maureen escuchaba mientras avanzaban entre las rocas y recorrían las magníficas ruinas. El razonamiento de Jean-Claude la impresionó. Siempre se había considerado una académica, pero su experiencia como reportera la había impulsado a investigar los artículos en su entorno nativo. No podía imaginar escribir sobre María Magdalena sin visitar Tierra Santa, y había insistido en ir a versalitales y a la prisión de la Conserjería cuando investigaba para escribir el capítulo sobre María Antonieta. Ahora, pese a los pocos días que había pasado en la historia viva del Languedoc, reconocía que se trataba de una cultura que necesitaba ser vivida.

Jean-Claude aún no había terminado.

—Permítame que le dé un ejemplo. Puede leer cualquiera de las cincuenta versiones de la tragedia de Montségur escritas por historiadores. Pero mire a su alrededor. Si no hubiera subido a esta montaña, ni visto el lugar donde ardió la hoguera, ni observado lo inexpugnables que son estas murallas, ¿cómo habría podido entenderlo? Venga, le enseñaré algo.

Maureen siguió al francés hasta el borde de un precipicio, donde se habían derrumbado las murallas de la otrora inexpugnable fortaleza. Señaló la pronunciada pendiente que caía hasta el valle. Soplaban vientos tibios, que alborotaron su pelo mientras intentaba ponerse en el lugar de una joven cátara del siglo XIII.

—Por este punto escaparon los cuatro —explicó el hombre—. Imagínelo ahora. En plena noche, cargados con las más preciadas reliquias de su pueblo, sujetas con cuerdas a su cuerpo, debilitados después de meses de nerviosismo y hambre. Uno de ellos es una joven y está aterrorizada, y sabe que, aunque pueda sobrevivir, todas las personas a las que más quiere en el mundo serán quemadas vivas. Con todo esto en su mente, la bajan por una muralla al frío y la soledad de la noche, con bastantes posibilidades de precipitarse al vacío y morir.

Maureen exhaló un profundo suspiro. Era una experiencia emocionante hallarse en un lugar donde las leyendas gozaban de vida y realidad.

Jean-Claude interrumpió sus pensamientos.

—Ahora, imagine que de esto sólo sabe lo que ha leído en una biblioteca de New Haven. La experiencia es diferente, ¿no?

Maureen asintió.

—Sin la menor duda.

—Ah, y algo que me olvidaba. La chica más joven que escapó aquella noche es muy posible que sea su antepasada. Más tarde adoptó el apellido Paschal. De hecho, la llamaron la Paschalina hasta que murió.

Maureen se quedó aturdida: otra antepasada Paschal admirable.

—¿Sabe más cosas de ella?

—Muy poco. Murió en el monasterio de Montserrat, en Cataluña, a una edad muy avanzada, y en él se guardan todavía documentos sobre su vida. Sabemos que se casó con otro cátaro refugiado en España y tuvieron varios hijos. Está escrito que llevó al monasterio un regalo de incalculable valor, pero la naturaleza de ese regalo nunca se ha revelado.

Maureen arrancó una de las flores silvestres que crecían en las grietas de las murallas derruidas. Caminó hasta el borde del precipicio, por donde la muchacha cátara, que más tarde sería conocida como la Paschalina, había descendido la montaña, la última esperanza de su pueblo. Tiró la diminuta flor púrpura por el borde y rezó una breve oración por la mujer que tal vez había sido su antepasada. Casi daba igual. Con la historia de aquel hermoso pueblo, y el propio regalo de la tierra, aquel día ya la había cambiado de manera irrevocable.

—Gracias —dijo a Jean-Claude en un susurro. Él la dejó a solas, para que reflexionara sobre la forma en que su pasado y su futuro estaban entrelazados con aquel antiguo y enigmático lugar.

Maureen y Jean-Claude comieron en el diminuto pueblo situado al pie de Montségur. Tal como había prometido, el restaurante servía comida al estilo cátaro. El menú era sencillo, pues consistía sobre todo en pescado y verduras frescas.

—Existe la falsa idea de que los cátaros eran vegetarianos estrictos, pero comían pescado —explicó Jean-Claude—. Se tomaban al pie de la letra ciertos aspectos de la vida de Jesús. Como Jesús dio de comer a las multitudes pan y pescado, creían que era una indicación de que debían incluir el pescado en su dieta.

Maureen encontró la comida muy buena, y descubrió que estaba disfrutando mucho. Sinclair tenía razón: Jean-Claude era un historiador brillante. Ella le había ametrallado a preguntas mientras bajaban de la montaña, y él había contestado a todas con paciencia y asombrosa perspicacia. Cuando se sentaron a comer, ella respondió de buen grado a las preguntas del hombre.

Jean-Claude empezó preguntándole por sus sueños y visiones. Antes, este tipo de interrogatorio la incomodaba en grado sumo, pero estos últimos días en el Languedoc habían abierto su mente al respecto. Aquí, aquel tipo de visiones se consideraban normales, un hecho más de la vida. Era un alivio hablar de ellas con esta gente.

—¿Tenía visiones de niña? — quiso saber Jean-Claude.

Maureen negó con la cabeza.

—¿Está segura?

—Si las tuve, no me acuerdo. Las primeras que recuerdo son las que tuve en Jerusalén. ¿Por qué lo pregunta?

—Simple curiosidad. Continúe, por favor.

Maureen se explicó con más detalle, mientras Jean-Claude parecía escuchar con mucha atención, y de vez en cuando intercalaba alguna pregunta. Su interés aumentó cuando ella describió la visión de la crucifixión que la había asaltado en Notre-Dame.

Maureen se dio cuenta.

—Lord Sinclair también pensó que esa visión es significativa.

—Lo es —asintió Jean-Claude—. ¿Le habló de la profecía?

—Sí, es fascinante, pero me preocupa un poco que piense en mí como la Esperada de la profecía. Para que luego hablen del miedo a salir a escena.

El francés rio.

—No, no. Estas cosas no pueden forzarse. O lo es o no, y si lo es lo sabrá muy pronto. ¿Cuánto tiempo piensa quedarse en el Languedoc?

—Habíamos pensado pasar cuatro días antes de volver a París, para estar unos cuantos días más allí. Pero ahora no estoy segura. Aquí hay mucho que ver y aprender. Improvisaré sobre la marcha.

Jean-Claude la escuchaba con semblante pensativo.

—¿Le ocurrió algo extraño anoche, después de la fiesta? ¿Algo que considerara poco común? ¿Algún sueño nuevo?

Maureen meneó la cabeza.

—No, nada. Estaba agotada y dormí muy bien. ¿Por qué?

Jean-Claude se encogió de hombros y pidió la cuenta. Cuando habló, fue casi como si lo hiciera para sí.

—Bien, eso reduce las posibilidades.

—¿Qué posibilidades?

—Pues que si piensa dejarnos pronto, tendremos que ver qué podemos hacer para decidir si es la descendiente de la Paschalina, si en verdad es la Esperada que nos conducirá hasta el gran tesoro secreto.

Guiñó un ojo a Maureen, mientras le retiraba la silla y se preparaban para abandonar el suelo sagrado de Montségur.

—Será mejor que volvamos, antes de que Bérenger pida mi cabeza.


¿Cómo empiezas a escribir sobre una época que cambia el mundo?

He esperado tanto porque siempre he temido que este día llegaría y tendría que revivirlo todo de nuevo. Lo he visto en mis sueños todos estos años, una y otra vez, pero llega sin permiso para atormentarme. Nunca he deseado devolverlo a la vida con una intención concreta. Pues si bien he perdonado a todos los que participaron en el sufrimiento de Easa, el perdón no ha traído el olvido.

Pero así debía ser, porque soy la única que queda capaz de contar lo que pasó en realidad durante aquellos días de oscuridad.

Hay quienes dicen que Easa lo planeó desde el primer momento. Esto no es cierto. Fue planeado para Easa, y lo vivió debido a su obediencia a Dios. Bebió del cáliz que le sirvieron con una valentía y un talante que nunca más se ha visto, salvo en su madre. Sólo su madre, María la Mayor, oyó la llamada del Señor con la misma claridad, y sólo su madre respondió a esa llamada con idéntico coraje.

Los demás nos conformamos con aprender de la gracia de ambos.

EL EVANGELIO DE ARQUES DE MARÍA MAGDALENA

EL LIBRO DE LOS DISCÍPULOS