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Le Château des Pommes Bleues

24 de junio de 2005

MAUREEN Y PETER SIGUIERON EL CÁNTICO melódico de los madrigales mientras recorrían los pasillos. Al acercarse a la entrada de la sala de baile, tuvieron un primer atisbo de la suntuosa y barroca fiesta de Sinclair.

Maureen experimentó la sensación de que había viajado en el tiempo. Habían adornado con colgaduras de terciopelo la cavernosa sala de baile, y con miles de flores y velas los pasillos. Criados con pelucas y disfraces se movían con celeridad y eficacia por el recinto, ofrecían comida y bebida, y limpiaban con discreción los desastres causados por los invitados más bulliciosos.

Pero eran los propios invitados las piedras preciosas de aquel lujoso joyero. Los disfraces eran recargados y extravagantes, trajes pertenecientes a diversas épocas de la historia francesa y occitana, o disfraces que representaban elementos de las tradiciones misteriosas. Una invitación a la fiesta de Sinclair era codiciada por la élite de los adeptos al esoterismo de todo el globo. Los gozosos elegidos dedicaban cantidades enormes de tiempo y dinero a diseñar el atavío apropiado. Se celebraba un concurso para elegir el disfraz más original, el más hermoso y el más humorístico. Sinclair era el único juez y jurado, y los premios que entregaba valían con frecuencia una pequeña fortuna, y lo más importante, ganar significaba un puesto en la lista de invitados del año siguiente.

La música, las risas, el tintineo de las copas de cristal, todo enmudeció cuando Maureen y Peter entraron en la sala.

Un hombre con librea hizo sonar una trompeta con una nota heráldica cuando Roland avanzó, vestido con un sencillo hábito cátaro, para anunciar su llegada. Maureen se llevó una sorpresa al ver a Roland vestido más como un invitado que como un empleado, pero tuvo poco tiempo para pensar en ello cuando la llamaron a escena.

—Es un privilegio anunciar a nuestros honorables invitados, mademoiselle Maureen de Paschal y el padre Peter Healy.

Los congregados estaban inmóviles como maniquíes de cera, contemplando a los recién llegados. Roland indicó al punto a la orquesta que siguiera tocando para aliviar aquel momento de desconcierto. Extendió el brazo para que Maureen lo tomara y la acompañó al interior de la sala. Los invitados seguían boquiabiertos, pero de una forma menos descarada. Los más duchos en situaciones semejantes disimulaban su sorpresa con fingido desinterés.

—No se sienta cohibida, mademoiselle. Usted es un rostro nuevo, y un nuevo misterio que hay que descubrir. Pero ahora —dijo de manera intencionada— la aceptarán enseguida. No les queda otra elección.

Maureen no tuvo tiempo de pensar en las palabras de Roland, pues la condujo hasta la pista de baile, mientras Peter se rezagaba para contemplar la escena con creciente interés.

—¡Reenie!

El acento americano de Tamara Wisdom llamaba la atención en aquel escenario europeo. Atravesó la sala de baile, donde Maureen había terminado de bailar con Roland. Tammy tenía un aspecto muy exótico con su disfraz de gitana. Su extraordinario pelo estaba teñido de negro como ala de cuervo, y le colgaba hasta la cintura. Brazaletes de oro cubrían sus brazos. Roland guiñó un ojo a Tamara (como si estuviera flirteando con ella, observó Maureen), antes de hacer una reverencia a ésta y excusarse.

Maureen abrazó a Tammy, contenta de ver otra cara conocida en aquel país cada vez más extraño.

—¡Estás guapísima! ¿De qué vas disfrazada?

Tammy giró sobre sus talones, y su pelo de color ébano flotó detrás de ella.

—Sara la egipcia, también conocida como la Reina de los Gitanos. Era la doncella de María Magdalena.

Tammy levantó la falda de tafetán rojo de Maureen con un dedo.

—No hace falta preguntarte quién eres. ¿Berry te lo ha dado?

—¿Berry?

Tammy rio.

—Así llaman sus amigos a Sinclair.

—No sabía que erais tan íntimos.

Maureen esperó que la decepción no se hubiera transparentado en su voz.

Tammy no tuvo oportunidad de contestar. Una joven las interrumpió, apenas una adolescente, vestida con una sencilla túnica cátara. La muchacha llevaba un lirio de agua que entregó a Maureen.

—Marie de Negre —dijo, inclinó la cabeza y se alejó a toda prisa.

Maureen se volvió hacia Tammy en busca de una explicación.

—¿A qué se refería?

—A ti. Esta noche eres la comidilla de la fiesta. Sólo existe una regla en esta soirée anual, y es que nadie tiene que ir vestido como Ella. Y entonces apareces tú, el vivo retrato de María Magdalena. Sinclair te está anunciando al mundo. Es tu fiesta de presentación en sociedad.

—Encantador. Ojalá me hubieran informado de este detalle. ¿Qué me ha llamado la chica?

—Marie de Negre. María la Negra. En la jerga de la zona es María Magdalena, la Madonna Negra. En cada generación, una mujer de su linaje recibe este nombre como título oficial y lo conserva hasta su muerte. Te felicito, aquí es un gran honor. Es como si hubiera dicho «su majestad».

Maureen tuvo poco tiempo para contemplar el caos que remolineaba a su alrededor. La sala rebosaba de distracciones: demasiada música, demasiados invitados excéntricos e interesantes. Sinclair no se veía por ninguna parte. Había preguntado a Roland por él mientras bailaban, pero el gigante se había encogido de hombros y ofrecido una respuesta tan vaga y enigmática como siempre.

Maureen paseaba la vista alrededor mientras Tammy hablaba.

—¿Buscas a tu perro guardián? — preguntó Tammy.

Maureen la fulminó con la mirada, pero asintió, con la esperanza de que su amiga pensara que estaba preocupada por el paradero de Peter. Tammy indicó que su primo se acercaba a ellas desde atrás.

—Compórtate, por favor — le susurró Maureen.

Tammy no le hizo caso. Ya se había adelantado para dar la bienvenida a Peter.

—Bienvenido a Babilonia, padre.

Él rio.

—Gracias. Creo.

—Llega justo a tiempo. Estaba a punto de dar a Nuestra Señora un paseo por el espectáculo de feria. ¿Se suma a nosotras?

Peter asintió y sonrió en un gesto de impotencia a Maureen, para luego seguir a Tammy a través de la sala de baile.

Mientras los guiaba, Tammy intercambiaba susurros conspiratorios con diversos grupos. Les presentaba cuando veía amigos o conocidos entre la muchedumbre. Maureen era muy consciente de ser el centro de atención de la sala.

El trío pasó junto a un grupo de hombres y mujeres vestidos de la forma más sucinta. Tammy dio un codazo a su amiga.

—El culto sexual. Creen que María Magdalena era la suma sacerdotisa de un extravagante conjunto de ritos sexuales, procedentes del antiguo Egipto.

Maureen y Peter se escandalizaron.

—No disparéis al mensajero, sólo los saludo cuando los veo. Pero espera, no contestes todavía. Mirad allí…

El grupo más peculiar hasta el momento, vestidos con atavíos de alienígenas repletos de antenas, se hallaba en la parte posterior de la sala.

—Rennes-le-Château es una puerta estelar, con acceso directo a otras galaxias.

Maureen estalló en carcajadas. Peter meneó la cabeza con incredulidad.

—No bromeaba acerca del espectáculo de feria.

—Y usted creía que me lo había inventado.

Se detuvieron para observar a un grupo que escuchaba con atención a un hombrecillo corpulento con perilla. Daba la impresión de estar hablando en verso, mientras sus admiradores intentaban absorber cada palabra.

—¿Quién es? — susurró Maureen.

—Nostradumbass[3] —bromeó Tammy.

Maureen reprimió una carcajada y Tammy continuó.

—Afirma ser la reencarnación de ya-sabes-quién. Sólo habla en cuartetos. Aburrido como él solo. Recuérdame después que te cuente porque odio el culto a Nostradamus. — Se estremeció de manera melodramática—. Charlatanes. Más les valdría vender aceite de serpiente.

Tammy siguió guiándolos.

—Por suerte, no todo son fenómenos de feria. Algunas de estas personas son asombrosas, y en este momento veo a dos. Vamos.

Se acercaron a un grupo de hombres vestidos con disfraces de la nobleza de los siglos XVII y XVIII. Una enorme sonrisa apareció en el rostro de un patricio inglés cuando se acercaron.

—¡Tamara Wisdom! Es un placer volverte a ver, querida. Estás espléndida.

Tammy dio al inglés un beso en cada mejilla, al estilo europeo.

—¿Dónde está tu manzana?

El hombre rio.

—La dejé en Inglaterra. Haz el favor de presentarme a tus amigos.

Tammy procedió, y presentó al inglés como sir Isaac. Les explicó su disfraz.

—La manzana fue lo de menos para sir Isaac Newton. Su descubrimiento de las leyes de la gravedad llegó como consecuencia de su obra más importante. Newton fue uno de los alquimistas más dotados de la historia.

Al final del discurso de sir Isaac, un joven norteamericano se acercó al grupo, alto y bastante incómodo con su disfraz de Thomas Jefferson y la peluca empolvada.

—¡Tammy, nena!

Rodeó a Tammy en un abrazo de oso a la norteamericana, seguido de un beso en los labios. Ella rio y se volvió hacia Maureen.

—Te presento a Derek Wainwright. Fue mi primer guía en Francia cuando empecé a investigar esta locura. Habla un francés perfecto, lo cual salvó mi vida más veces de las que puedas imaginar.

Derek hizo una reverencia a Maureen. Su acento era de Cape Code puro, plagado de vocales cerradas de Massachusetts.

—Thomas Jefferson a su servicio, madame. — Saludó a Peter con un cabeceo—. Padre.

Derek fue el primer miembro del grupo en reconocer la presencia de Peter, observó Maureen, pero no tuvo mucho tiempo de pensar, porque su primo formuló una pregunta.

—¿Cuál es la relación de Thomas Jefferson con… todo esto?

—Nuestro gran país fue fundado por francmasones. Todos los presidentes norteamericanos, desde George Washington a George W. Bush, han sido descendientes del linaje de una manera u otra.

Maureen se quedó patidifusa.

—¿De veras?

—De veras —contestó Tammy—. Derek puede demostrarlo con documentos. Demasiado tiempo libre en el internado.

Isaac palmeó a Derek en el hombro.

—«Pablo fue el primero que corrompió las teorías de Jesús» —anunció con solemnidad—. ¿No es cierto, Tammy?

Peter se volvió a mirarle.

—¿Perdón?

—Es una de las citas más controvertidas de Jefferson —explicó el inglés.

Ahora fue Maureen la sorprendida.

—¿Jefferson dijo eso?

Derek asintió, pero daba la impresión de que sólo escuchaba a medias. Estaba paseando la vista a su alrededor, examinando la fiesta mientras Tammy hablaba.

—Eh, ¿dónde está Draco? He pensado que a Maureen tal vez le gustaría conocerle.

Los tres rieron al mismo tiempo.

—Le ofendí y salió corriendo en busca de los demás Dragones Rojos —contestó Isaac—. Estoy seguro de que están agazapados en un rincón con sus cámaras ocultas, tomando notas sobre todo el mundo. Hoy se han puesto sus colores, de forma que los reconocerás enseguida.

Maureen estaba intrigada.

—¿Quiénes son?

—Los Caballeros de los Dragones Rojos —contestó Derek, con fingido énfasis dramático.

—Escalofriante —dijo Tammy, y arrugó la nariz para expresar su desagrado—. Llevan esos atavíos parecidos a uniformes del Ku-Klux-Klan, sólo que en raso rojo intenso. Me dijeron que podría acceder a los secretos de su estimado club si donaba mi sangre menstrual para sus experimentos alquímicos. Rechacé la oferta, por supuesto.

—¿Y quién no? — replicó con sequedad Maureen, y después estalló en carcajadas—. ¿Quiénes son esos tipos? Me gustaría verlos.

Paseó la vista alrededor de ella, pero no vio a nadie que encajara con aquella descripción tan extravagante.

—Los vi salir —explicó Newton—, pero no sé si presentárselos a Maureen todavía. Puede que aún no esté preparada.

—Una sociedad muy secreta —explicó Tammy—, y todos afirman descender de algún miembro de la realeza famoso. El líder es un tipo al que llaman Draco Ormus.

—¿Por qué me suena el nombre? — preguntó Maureen.

—Es escritor. Tenemos el mismo editor de libros sobre esoterismo en Inglaterra, por eso le conozco. Puede que te hayas topado con alguno de sus libros en tus viajes por el territorio de María Magdalena. Lo irónico de él es que escribe acerca de la importancia del culto a la diosa y al principio femenino, pero no admiten mujeres en su club sólo para chicos.

—Muy británico —dijo Derek, y dio un codazo a sir Isaac, que parecía preocupado.

—No me incluyas en esa compañía de lunáticos, vaquero. No todos los ingleses fueron creados iguales.

—Isaac es uno de los buenos —explicó Tammy—. Hay cierto número de genios de buena fe en Inglaterra, y algunos son grandes amigos míos, pero por mi experiencia sé que muchos ingleses dedicados al esoterismo son unos esnobs, todos creen que poseen el secreto del universo, y los demás, en especial los norteamericanos, son idiotas adeptos a las ideas New Age empeñados en investigaciones de pacotilla. Creen eso porque son capaces de escribir trescientas páginas sobre la geometría sagrada del Languedoc, y añadir otras doscientas páginas de árboles genealógicos, la mayoría ficticios, que han descubierto ellos solitos. Pero si dejaran sus brújulas a un lado un momento y se permitieran sentir algo, descubrirían que aquí hay muchas más cosas de las que pueden ser consignadas en el papel.

Tammy cabeceó en dirección a un grupo vestido con disfraces de la era isabelina, al otro lado de sala.

—Allí hay algunos, de hecho. Yo los llamo la Multitud Transportadora. Se pasan la vida analizando la geometría sagrada de los mapas topográficos. ¿Quieres una opinión sobre el significado de Et in Arcadia ego? Ellos te proporcionarán anagramas en doce idiomas diferentes y te los convertirán en ecuaciones matemáticas.

Señaló a una mujer atractiva, pero de aspecto arrogante, embutida en un trabajado vestido estilo tudor. Una «M» dorada, acompañada de una perla barroca, colgaba de una cadena que llevaba al cuello. La Multitud Transportadora congregada a su alrededor la estaba lisonjeando.

—La mujer del centro afirma ser descendiente de María Estuardo.

Como si presintiera que hablaban de ella, la mujer se volvió en su dirección. Clavó la vista en Maureen y la miró de arriba abajo con absoluto desprecio; luego volvió a centrar su atención en sus secuaces.

—Puta altanera —dijo con brusquedad Tammy—. Es la cabecilla de una sociedad casi secreta que quiere restaurar la dinastía Estuardo en la Corona británica. Con ella en el trono, por supuesto.

Maureen estaba fascinada por la cantidad de creencias representadas en la sala, por no hablar de las personalidades tan opuestas.

—Freud se lo pasaría en grande en este lugar —bromeó Peter.

Maureen rio, pero devolvió su atención al grupo inglés del otro lado de la sala.

—¿Qué opina de ella Sinclair? Es escocés. ¿No está emparentado con los Estuardos? — preguntó. Su curiosidad por Sinclair era cada vez mayor, y María Estuardo era una mujer hermosa.

—Oh, sabe que está como una chota, pero no subestimes a Berry. Es obsesivo, pero no estúpido.

—Mirad —interrumpió Derek, con su estilo juvenil y desenfadado—. Ahí van Hans y su banda de famosos. Me han dicho que Sinclair ha estado a punto de prohibirles la entrada este año.

—¿Por qué?

Maureen se sentía cada vez más fascinada por el Languedoc y la extraña subcultura esotérica que había alumbrado.

—Son cazadores de tesoros en el sentido más literal de la palabra —explicó sir Isaac—. Corren rumores de que ha sido el último grupo en utilizar dinamita en las montañas de Sinclair.

Maureen examinó el grupo de ruidosos alemanes. Los disfraces no mejoraban su imagen: todos iban vestidos de bárbaros.

—¿De qué se supone que van vestidos?

—De visigodos —contestó Isaac—. Esta parte de Francia fue su territorio alrededor de los siglos siete y ocho. Los alemanes creen que los tesoros de un rey visigodo están escondidos en la zona.

—Sería el equivalente europeo de descubrir la tumba de Tutankamón —continuó Tammy—. Oro, joyas, objetos de un valor incalculable. El típico rollo de los tesoros.

Un grupo particularmente vocinglero de invitados atravesó corriendo la habitación delante de ellos, apartando a empujones a Peter y Tammy. Cinco hombres con túnica perseguían a una mujer vestida con coloridos velos orientales. Portaba una grotesca cabeza humana en una bandeja. Los hombres la llamaban, y al parecer se dirigían a la cabeza cercenada.

—¡Háblanos, Bafomet, háblanos!

Tammy se encogió de hombros.

—Baptistas —explicó.

—Pero no son auténticos —intervino Derek.

—No, no son auténticos.

Tammy se volvió hacia él.

—Estoy segura de que sabe qué día es hoy en el calendario cristiano, ¿verdad, padre?

Peter asintió.

—Se celebra la festividad de San Juan Bautista.

—Los verdaderos seguidores de Juan el Bautista nunca asistirían a una fiesta como ésta en el día de su onomástica —continuó Derek—. Sería una blasfemia.

Tammy terminó la explicación.

—Son un grupo muy conservador, al menos la rama europea. — Cabeceó en dirección a la mujer que portaba la cabeza en una bandeja—. Es una parodia. Bastante brutal, debería añadir.

Los invitados contemplaban la peregrina escena mostrando diversos grados de diversión. Algunos reían a carcajadas, otros meneaban la cabeza, otros parecían escandalizados.

Derek les interrumpió, al parecer incapaz de ceñirse a un tema durante demasiado rato.

—Necesito una copa. ¿Quién quiere algo del bar?

Peter aprovechó la partida de Derek para excusarse un rato. El disfraz le torturaba, y se sentía incómodo por diversos motivos. Dijo a Maureen que iba a buscar un lavabo. En cambio, se dirigió hacia el patio. Al fin y al cabo, estaba en Francia: seguro que allí encontraría a alguien que le diera un cigarrillo.

Un francés, increíblemente elegante pese a su sencilla túnica cátara, abordó a Maureen y Tammy. Saludó con una inclinación de cabeza a la segunda y dedicó una reverencia la primera.

Bienvenue, Marie de Negre.

Maureen rio, incómoda a causa del saludo.

—Lo siento, mi francés es terrible.

El francés hablaba un inglés perfecto, aunque con algo de acento.

—He dicho que «el color le sienta bien».

Una voz chilló el nombre de Tammy desde el otro extremo de la sala. Maureen pensó que se trataba de Derek, y luego miró a su amiga, que estaba radiante.

—¡Ajá! Parece que Derek ha acorralado a uno de mis inversores en potencia en el bar. ¿Me perdonas un momento?

Tammy se fue en un abrir y cerrar de ojos, y dejó a Maureen con el misterioso francés, quien besó su mano derecha, vaciló un momento mientras miraba el adorno del anillo y se presentó.

—Soy Jean-Claude de la Motte. Bérenger me ha dicho que usted y yo somos parientes. El apellido de mi abuela también era Paschal.

—¿De veras?

Maureen estaba entusiasmada por la noticia.

—Sí. Aún quedan algunos Paschal en el Languedoc. Conoce nuestra historia, ¿no?

—La verdad es que no. Me avergüenza decirle que lo poco que sé me lo ha explicado lord Sinclair estos últimos días. Me encantaría saber más cosas de nuestra familia.

Invitados disfrazados con vestidos de versalitales del siglo XVIII pasaron bailando junto a ellos mientras Jean-Claude hablaba.

—El apellido Paschal es uno de los más antiguos de Francia. Fue un apellido adoptado por una de las grandes familias cátaras, descendientes directos de Jesús y María Magdalena. Casi toda la familia fue exterminada durante la cruzada contra nuestro pueblo. En la masacre de Montségur, los supervivientes fueron quemados vivos por herejes, pero algunos escaparon, y más tarde se convirtieron en consejeros de los reyes y reinas de Francia.

Jean-Claude señaló a una pareja disfrazada de Luis XVI y María Antonieta.

—¿María Antonieta y Luis?

Maureen estaba sorprendida.

—Oui. María Antonieta era una Habsburgo, y Luis un Borbón, ambos descendientes del linaje a través de distintas ramas. Con ellos se unieron dos brazos de la misma estirpe, por eso la gente les tenía tanto miedo. La revolución fue provocada en parte porque se temía que las dos familias, al unirse, formaran la dinastía más poderosa del mundo. ¿Ha estado en versalitales, mademoiselle?

—Sí, durante mis investigaciones sobre María Magdalena.

—¿Conoce, pues, la aldea?

—Por supuesto.

La aldea había sido el lugar favorito de Maureen de todo versalitales. Experimentó una abrumadora compasión por la reina mientras visitaba los salones de la residencia real. Cada una de las actividades cotidianas de María Antonieta, desde sentarse en el retrete hasta los preparativos para acostarse, eran presenciados por nobles que ejercían de perros guardianes. Sus hijos nacieron ante un público compuesto por nobles apretujados en su dormitorio.

María Antonieta se rebeló contra las asfixiantes tradiciones de la realeza francesa, e intentó escapar de su prisión dorada.

—Entonces, también sabrá que a María Antonieta le gustaba mucho disfrazarse de pastora. En todas sus reuniones privadas, sólo ella llevaba ese disfraz.

Maureen sacudió la cabeza, asombrada, mientras todas las piezas encajaban en su lugar.

—María Antonieta siempre se vestía de pastora. Lo sabía cuando fui a versalitales, pero no sabía nada de todo esto.

Indicó con un gesto la escena que les rodeaba.

—Por eso la aldea fue construida lejos del palacio y bajo medidas estrictas de seguridad —continuó Jean-Claude—. Así celebraba María Antonieta en privado las tradiciones del linaje. Pero otros sí lo sabían, pues en aquel palacio no había secretos. Demasiados espías, demasiado poder en juego. Fue uno de los factores que condujeron a la muerte de Marie… y a la revolución.

»Los Paschal fueron leales a la familia real, por supuesto, y a menudo eran invitados a las fiestas privadas de María Antonieta, pero la familia se vio obligada a huir de Francia durante el Reinado del Terror.

Maureen sintió que se le erizaba el vello de los brazos. La historia de la trágica reina austríaca siempre había sido una fuente de intensa fascinación, y se había convertido en un importante factor de estímulo a la hora de escribir su libro. Jean-Claude continuó.

—La mayoría se establecieron en Luisiana.

La atención de Maureen se disparó al punto.

—De ahí era mi padre.

—Por supuesto. Cualquiera con ojos en la cara se daría cuenta de que usted desciende de esa rama del linaje real. Tiene visiones, ¿no?

Maureen vaciló. No le gustaba hablar de sus visiones, ni siquiera con sus íntimos, y aquel hombre era un completo desconocido. No obstante, estar en compañía de otros como ella, otros que consideraban de lo más natural tener tales visiones, era inmensamente liberador.

—Sí —se limitó a contestar.

—Muchas mujeres del linaje tienen visiones de la Magdalena. A veces, incluso los hombres, como Bérenger Sinclair. Las tiene desde niño. Es muy corriente.

A mí no me parece tan corriente, pensó Maureen, pero sintió curiosidad por aquella nueva revelación.

—¿Lord Sinclair tiene visiones?

A ella no se lo había dicho.

Pero tendría la oportunidad de preguntárselo en persona, pues Sinclair estaba atravesando la sala en su dirección, disfrazado del último conde de Toulouse.

—Jean-Claude, veo que has descubierto a nuestra prima perdida.

—Oui. Hace honor al apellido de la familia.

—En efecto. ¿Puedo robártela un momento?

—Sólo si me permites llevarla a dar un paseo en coche mañana. Me gustaría enseñarle algunos lugares relacionados con el apellido Paschal. No ha estado en Montségur, ¿verdad, cherie?

—No. Hemos visitado varios sitios con Roland esta mañana, pero no llegamos a Montségur.

—Es suelo sagrado para los Paschal. ¿Te importa, Bérenger?

—En absoluto, pero Maureen es perfectamente capaz de tomar sus propias decisiones.

—¿Me concederá ese honor? Le enseñaré Montségur, y después la llevaré a un restaurante tradicional. Sólo sirven comida preparada al auténtico estilo cátaro.

Maureen no hubiera encontrado una forma elegante de negarse aunque hubiera querido, pues la combinación del encanto francés y la posibilidad de averiguar más cosas sobre su historia familiar era irresistible.

—Será un placer —contestó.

—Entonces, nos veremos mañana, prima. ¿A las once?

Jean-Claude besó su mano de nuevo cuando ella accedió, y después se despidió de Bérenger.

—Me marcho, pues quiero hacer planes para mañana.

Maureen y Sinclair sonrieron cuando se fue.

—Veo que ha impresionado mucho a Jean-Claude. No me sorprende. Está maravillosa con ese vestido, como ya sabía que pasaría.

—Gracias por todo.

Maureen sabía que estaba enrojeciendo, ya que no estaba acostumbrada a tantas atenciones masculinas. Desvió la conversación hacia Jean-Claude.

—Parece muy simpático.

—Es un erudito brillante, un experto absoluto en historia de Francia y Occitania. Trabajó durante años en la Biblioteca Nacional, donde tuvo acceso a los más asombrosos materiales de investigación. A Roland y a mí nos ha ayudado muchísimo.

—¿Roland?

El trato deferente que Sinclair deparaba a su criado sorprendió a Maureen. No parecía el típico comportamiento de un aristócrata.

Sinclair se encogió de hombros.

—Roland es un hijo leal del Languedoc. Está muy interesado en la historia de su pueblo. — Tomó el brazo de Maureen y la guió a través de la sala—. Venga, quiero enseñarle algo.

Subieron un tramo de escaleras y entraron en una pequeña sala de estar con una terraza privada. El balcón dominaba el patio y los enormes jardines que se extendían al otro lado. Los jardines, con sus puertas doradas en forma de flor de lis, estaban cerrados y protegidos por guardias en ambos lados.

—¿Por qué hay tantos guardias en la puerta?

—Es mi dominio más privado, suelo sagrado. Los llamo los Jardines de la Trinidad, y permito la entrada a muy pocos visitantes. Créame, muchos invitados de esta noche pagarían lo que fuera por franquear esas puertas.

Sinclair se explicó.

—El baile de disfraces es una tradición, el encuentro anual que preparo para reunir a personas que comparten un mismo interés. — Indicó a los invitados del patio—. Respeto a algunos, incluso los venero. A otros los llamo amigos. Otros… Otros me divierten. Pero a todos los vigilo con cuidado. A algunos, con mucho cuidado.

—Pensaba que le parecía interesante ver a gente que viene de todas partes del mundo para investigar los misterios del Languedoc.

Maureen contempló la escena desde el balcón, y disfrutó de la brisa sedosa que transportaba el aroma de la rosaleda cercana. Observó que Tammy parecía muy pegada a Derek, a quien se le iban las manos sobre el cuerpo de la sensual reina de los gitanos. Vio a alguien que tal vez era Peter, pero luego decidió que no. El hombre estaba fumando. Peter no fumaba desde que era adolescente.

De pronto, se volvió hacia Sinclair.

—¿Cómo me localizó?

El hombre levantó su mano derecha con delicadeza.

—El anillo.

—¿El anillo?

—Lo lleva en la foto de la solapa del libro.

Maureen asintió y empezó a comprender.

—¿Sabe lo que significa el dibujo?

—Tengo una teoría sobre ese dibujo, por eso la he traído hasta este balcón en concreto. Venga.

Sinclair tomó a Maureen del brazo y la condujo al interior, hasta un objeto encerrado en una caja de cristal montada en la pared. La pieza era pequeña, no más larga que una fotografía de 20 x 25 centímetros, pero quedaba destacada por el hecho de estar situada en el centro y por la cuidada iluminación.

—Es un grabado medieval —explicó el hombre—. Representa la filosofía. Y las siete artes liberales.

—Como en el fresco de Botticelli.

—Exacto. Como puede ver, se basa en la perspectiva clásica de que, si abrazas las siete artes liberales, puedes conseguir el título de filósofo. Por eso la figura femenina central está representada como una diosa, Philosophia, y las artes liberales están a sus pies, a su servicio. Pero aquí está lo que, en mi opinión, le parecerá más interesante.

Empezó por la izquierda, y fue nombrando las artes liberales al tiempo que las seguía con los dedos. Se detuvo en la séptima y última.

—Ya hemos llegado. La cosmología. ¿Ve algo que le parezca familiar?

Maureen lanzó una exclamación ahogada.

—¡Mi anillo!

La figura que representaba la cosmología sostenía un disco adornado con el dibujo del anillo de Maureen. Contó las estrellas y levantó la mano hacia la imagen.

—Es idéntico, incluso en la distancia que separa del centro a algunos círculos.

Calló un momento, y luego se volvió hacia Sinclair.

—Pero ¿qué significa todo esto? ¿Qué relación guarda con María Magdalena y conmigo?

—Hay explicaciones espirituales y alquímicas. En relación con los misterios de María Magdalena, creo que este símbolo aparece con frecuencia como una pista, un recordatorio de que hemos de prestar atención a la relación crítica entre la Tierra y las estrellas. Los antiguos lo sabían, pero nosotros lo hemos olvidado en la edad moderna. Lo que está arriba es igual que lo que está abajo. Las estrellas nos recuerdan cada noche que tenemos la oportunidad de crear el paraíso en la Tierra. Creo que es eso lo que querían enseñarnos. Era su regalo definitivo, su mensaje de amor.

—¿A quiénes se refiere?

—Habló de Jesucristo y María Magdalena. Nuestros antepasados.

Como si un temporizador cósmico hubiera sido preparado para puntuar esta frase, los fuegos artificiales iniciaron su espectáculo de luz en el jardín, mientras los invitados miraban complacidos. Sinclair condujo a Maureen al balcón para que viera los estallidos de color sobre los terrenos del castillo. Cuando la rodeó con el brazo, ella se lo permitió, y sintió una extraña comodidad en la calidez de su abrazo.

En el patio, el padre Healy no estaba mirando los fuegos artificiales. Al menos, los del cielo no. Su atención estaba concentrada en Bérenger Sinclair, que se hallaba en el balcón rodeando firme y posesivamente con su brazo la cintura de la prima pelirroja de Peter. A diferencia de Maureen, no se sentía nada cómodo, ni con Sinclair, ni con esta gente, ni con sus planes.

Había otros ojos que vigilaban la evolución de la química entre Sinclair y Maureen aquella noche. Derek miraba desde abajo, en el extremo opuesto del patio. Examinó el balcón y vio que su colega francés estaba bien posicionado arriba, tal vez lo bastante cerca para escuchar la conversación entre su anfitrión y la mujer vestida de María Magdalena.

Derek Wainwright palmeó su cuerpo con discreción, para asegurarse de que el cordón rojo ceremonial de su Cofradía estaba bien oculto entre los pliegues de su disfraz de Thomas Jefferson. Aquella noche lo necesitaría más tarde, cuando regresara a Carcasona.


… Tal vez soy la única defensora de la princesa Salomé, pero es mi deber hacerlo. Lamento haberlo demorado tanto, porque no merecía su terrible destino. Hubo un tiempo en que hablar de ella y de sus actos significaba la muerte, y no podía defenderla sin poner en peligro a los seguidores de Easa y el sendero superior del Camino. Pero como muchos de nosotros, fue juzgada por aquellos que desconocían la verdad.

Primero diré esto: Salomé me amaba, y amaba a Easa todavía más. De haber gozado de la oportunidad, en otro tiempo, lugar o circunstancias, la muchacha podría haber sido una verdadera discípula, una sincera seguidora del Camino de la Luz. Por ello la incluyo en el Libro de los Discípulos, por lo que habría podido ser. Como Judas, Pedro y los demás, el papel de Salomé estaba escrito, y pocas oportunidades tuvo de escapar de ese lugar. Su nombre estaba grabado en las piedras de Israel, grabado en la sangre de Juan, y tal vez también en la de Easa.

Si sus actos infantiles e impulsivos fueron fruto de su juventud, de una joven que habla sin pensar, de ello es culpable. Pero ser recordada, insultada y despreciada como la meretriz que ordenó la muerte de Juan el Bautista, creo que es una de los mayores injusticias que puedo recordar.

El Día del Juicio, tal vez me perdone.

Y tal vez Juan nos perdone a todos.

EL EVANGELIO DE ARQUES DE MARÍA MAGDALENA

EL LIBRO DE LOS DISCÍPULOS