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Château des Pommes Bleues

23 de junio de 2005

SINCLAIR GUIÓ A MAUREEN Y PETER por un sendero adoquinado que se alejaba de la inmensa residencia. Estaban rodeados por accidentadas laderas de roca roja, coronadas por las ruinas de un castillo en una colina cercana.

Maureen estaba embelesada por el impresionante paisaje.

—Este lugar es asombroso. Tiene algo místico.

—Estamos en el corazón del país cátaro. Toda esta región estuvo dominada en otro tiempo por los cátaros. Los Puros.

—¿Cómo consiguieron ese título?

—Sus enseñanzas descendían en una línea pura e ininterrumpida de Jesucristo. A través de María Magdalena. Fue la fundadora del catarismo.

Peter parecía muy escéptico, pero fue Maureen quien verbalizó la duda.

—¿Por qué no lo he leído en ninguna parte?

Bérenger Sinclair se limitó a reír, nada preocupado por si le creían o no. Estaba tan a gusto con sus creencias, y tenía tanta confianza en sí mismo, que la opinión de los demás carecía de valor para él.

—No, ni tampoco lo leerá. La verdadera historia de los cátaros no se encuentra en los libros de historia, y el único lugar donde puede llevar a cabo investigaciones auténticas es aquí. La verdad del pueblo cátaro reside en las rocas rojas del Languedoc, y en ningún otro sitio.

—Me encantaría leer algo sobre ellos —dijo Maureen—. ¿Puede recomendarme algún libro que considere veraz?

Sinclair se encogió de hombros y meneó la cabeza.

—Muy pocos, y casi ninguno que me haya parecido creíble se ha traducido al inglés. La mayor parte de los libros sobre historia cátara se basan en confesiones extraídas mediante tortura. Todos los tratados medievales sobre los cátaros fueron escritos por sus enemigos. ¿Cree que son muy fiables? Espero que entienda ese principio, Maureen, basado en su propio reexamen de la historia. Ninguna práctica cátara auténtica se ha consignado por escrito. En esta zona, sus tradiciones han pasado de generación en generación durante dos mil años, pero son tradiciones orales fuertemente protegidas.

—¿No dijo Tammy que habían lanzado una cruzada oficial contra ellos? — preguntó Maureen, mientras continuaban por el sendero serpenteante que se internaba en las colinas rojas.

Sinclair asintió.

—Un salvaje acto de genocidio, que acabó con más de un millón de personas y cuyo responsable fue el papa Inocencio Tercero. Un nombre muy irónico. ¿Ha oído alguna vez la frase «Matadles a todos y dejad que Dios los elija?».

Maureen se encogió.

—Sí, por supuesto. Un juicio bárbaro.

—Fue pronunciada por primera vez en el siglo trece, por las tropas papales que masacraron a los cátaros en Béziers. Para ser exactos, dijeron, Neca eos omnes. Deus suos agnoset, lo cual quiere decir: «Matadlos a todos. Dios reconocerá a los suyos».

Se volvió hacia Peter con brusquedad.

—¿Reconoce la frase?

Peter negó con la cabeza, sin saber adónde quería ir a parar Sinclair, pero sin ganas de caer en una trampa intelectual.

—La tomaron prestada de san Pablo. De la segunda epístola a Timoteo, versículo segundo: «Conoció el Señor a los que son suyos».

Peter levantó una mano para acallar a Sinclair.

—No puede culpar a san Pablo por el hecho de que sus palabras se tergiversaran.

—¿No? Yo creo que sí. Pablo me saca de quicio. No es casual que nuestros enemigos utilizaran sus palabras contra nosotros durante muchos siglos. Eso sólo es el principio.

Maureen intentó aplacar la creciente animadversión entre los dos hombres, retomando el hilo de la historia local.

—¿Qué pasó en Béziers?

—Neca eos omnes. Matadlos a todos —repitió Sinclair—. Eso fue precisamente lo que los cruzados hicieron en nuestra hermosa ciudad de Béziers. Pasaron a cuchillo a todos sus habitantes, desde los más ancianos a los más tiernos infantes. Los carniceros no perdonaron a nadie. Tal vez hasta cien mil personas murieron tan sólo en ese asedio. La leyenda dice que nuestras colinas son rojas, incluso ahora, en duelo por los inocentes exterminados.

Caminaron en silencio unos momentos, por respeto a las almas fallecidas de aquella tierra antigua. Las masacres habían tenido lugar casi ocho siglos antes, pero se intuía la presencia de aquellos espíritus errabundos por todas partes, una presencia que flotaba hasta en la brisa que soplaba en las estribaciones de los Pirineos. Aquello era y sería siempre país cátaro.

Sinclair reanudó su lección.

—Algunos cátaros escaparon, por supuesto, y se refugiaron en España, Alemania e Italia. Conservaron sus secretos y enseñanzas, pero nadie sabe qué fue de su gran tesoro.

—¿A qué tesoro se refiere? — preguntó Peter.

Sinclair paseó la vista a su alrededor, su inextricable relación con el terruño era evidente en su expresión. Ese lugar y su historia estaban grabados a fuego en su alma. Por más veces que narrara aquella historia, en cada ocasión se revelaba su pasión sin precedentes.

—Existen muchas leyendas sobre el tesoro de los cátaros. Algunos dicen que era el Santo Grial, otros afirman que era el auténtico sudario de Cristo o la corona de espinas. Pero el verdadero tesoro era uno de los dos libros más sagrados jamás escritos. Los cátaros eran los guardianes del Libro del Amor, el único y verdadero evangelio.

Hizo una pausa para dotar de mayor énfasis a sus palabras, antes de asestar el golpe de gracia.

—El Libro del Amor era el único y verdadero evangelio, porque fue escrito en su totalidad por la mano del mismísimo Jesucristo.

Peter se quedó de una pieza al escuchar aquella revelación. Miró fijamente a Sinclair.

—¿Qué pasa, padre Healy? ¿No le hablaron del Libro del Amor en el seminario?

La expresión de Maureen también era de incredulidad.

—¿De veras cree que algo así existió?

—Ah, claro que existió. María Magdalena lo trajo desde Tierra Santa y fue transmitido con extrema cautela por sus descendientes. Es muy probable que el Libro del Amor fuera el verdadero propósito de la cruzada contra los cátaros. La Iglesia estaba desesperada por apoderarse del libro, pero no para protegerlo y atesorarlo, se lo aseguro.

—La Iglesia nunca dañaría algo tan preciado y sagrado —protestó Peter.

—¿No? ¿Y si dicho documento pudiera ser autentificado? ¿Y si el documento autentificado pusiera en duda no sólo muchos de los principios, sino la misma autoridad de la Iglesia? ¿Qué pasaría entonces, padre?

—Eso no son más que especulaciones.

—Usted tiene derecho a defender su opinión, como yo la mía. No obstante, la mía se basa en el conocimiento de hechos muy ocultos. Pero para continuar con mis… especulaciones, la Iglesia logró sus propósitos hasta cierto punto. Después de la persecución de los cátaros, los Puros se vieron obligados a pasar a la clandestinidad, y el Libro del Amor desapareció para siempre. Muy poca gente conoce su existencia. Menuda tarea, eliminar de la historia algo tan poderoso.

Peter había estado sumido en sus pensamientos durante el discurso de Sinclair. Habló al cabo de otro minuto de meditación.

—Ha dicho que el verdadero tesoro era uno de los dos libros más sagrados jamás escritos. Si el evangelio escrito por la propia mano de Jesús es uno, ¿cuál podía ser el otro?

Bérenger Sinclair se detuvo y cerró los ojos. El viento del verano, similar a los mistrales que soplan en Provenza, más al sur, revolvió su pelo. Respiró hondo, abrió los ojos y miró a Maureen cuando contestó.

—El otro es el Evangelio de María Magdalena, una narración pura y perfecta de su vida con Jesucristo.

Maureen se quedó petrificada. Miró a Sinclair, fascinada por su expresión de embeleso.

Peter rompió el encanto.

—¿Los cátaros afirmaban que también se hallaba en su posesión?

Sinclair apartó la vista de Maureen al cabo de otro segundo, y después meneó la cabeza.

—No. Al contrario que el Libro del Amor, que contaba con testigos históricos, nadie ha visto nunca el Evangelio de María Magdalena. Tal vez se debe a que nunca lo han encontrado. Se cree que tal vez esté oculto cerca del pueblo de Rennes-le-Château, que han visitado antes. ¿Les enseñó Tammy la Torre de la Alquimia?

Maureen asintió. Peter estaba demasiado ocupado intentando discernir cómo estaba tan bien enterado Sinclair de sus movimientos, pero Maureen se sentía cautivada por la historia viva y por el amor sin límites que manifestaba Sinclair por la misma.

—Sí, pero aún no entiendo por qué es tan importante.

—Es importante por muchos motivos, pero para nuestros propósitos actuales, algunos creen que María Magdalena vivió y escribió su evangelio en el lugar donde se alza ahora la torre. Después escondió los documentos en una cueva, para que permanecieran ocultos hasta que llegara el momento de revelar su versión de los acontecimientos.

Sinclair indicó una serie de grietas grandes semejantes a cavernas en las montañas que los rodeaban.

—¿Ven aquellos cráteres en la montaña? Son cicatrices dejadas por los cazadores de tesoros durante los últimos cien años.

—¿Buscaban esos evangelios?

Sinclair emitió una risita irónica.

—La mayoría no sabían ni lo que estaban buscando. Carecían de la más mínima pista. Conocían la leyenda del tesoro cátaro, o habían leído alguno de los numerosos libros sobre Saunière y su misteriosa riqueza. Pero la mayoría no sabía qué era. Algunos creían que era el Santo Grial o el Arca de la Alianza, mientras que otros estaban seguros de que era el tesoro saqueado en el templo de Jerusalén, o un montón de oro visigodo enterrado en una tumba escondida.

»Pronuncie la palabra “tesoro”, y los seres humanos racionales se transforman al instante en salvajes. Durante siglos, ha venido gente aquí procedente de todas partes del mundo para descubrir los misterios del Languedoc. Créanme, lo he visto muchas veces. Los cazadores de tesoros utilizaron dinamita para perforar esas cuevas. Sin mi permiso, debería añadir.

Sinclair señaló más cavernas en la ladera de la montaña, y después prosiguió su explicación.

—Proteger la naturaleza del tesoro se convirtió en algo tan importante como el propio tesoro para los cátaros, por eso tan poca gente conoce en la actualidad la existencia de esos evangelios. Fíjense en la destrucción causada en estas montañas, basada tan sólo en especulaciones. Imagínense qué sería de nuestra tierra si la gente descubriera la naturaleza sagrada e inestimable del verdadero tesoro.

Sinclair los entretuvo con más relatos sobre las leyendas locales, así como con más historias sórdidas de buscadores carentes de escrúpulos que habían hecho estragos en los recursos naturales de la región. Les contó que los nazis habían enviado equipos durante la guerra, en un esfuerzo por descubrir objetos ocultos que creían enterrados en la zona. Por lo que se sabía, las tropas de Hitler no tuvieron éxito en su búsqueda, y al final se marcharon con las manos vacías y perdieron la guerra poco tiempo después.

Peter guardaba silencio para poder asimilar la cantidad de información que estaba recibiendo. Más tarde, clasificaría los detalles y decidiría cuánto había de cierto y cuánto de romanticismo propio del Languedoc. Era fácil dejarse atrapar por las leyendas del Grial y sobre manuscritos santos desaparecidos en un lugar tan misterioso y místico como ése. Peter sintió que su pulso se aceleraba al pensar en la existencia de tales escritos.

Maureen caminaba junto a Sinclair y escuchaba con reverencia. Peter no estaba seguro de si era Maureen la periodista o Maureen la soltera quien absorbía cada palabra de Sinclair, pero le prestaba toda su atención, concentrada por completo en el carismático escocés.

Cuando doblaron un recodo situado en lo alto de una pequeña colina, vieron una torre de piedra parecida a un torreón de castillo, y que daba la impresión de brotar de la ladera. Tendría una altitud de varios pisos, singular e incongruente en el paisaje rocoso.

—¡Se parece a la torre de Saunière! — exclamó Maureen.

—La llamamos el Capricho de Sinclair. Fue construida por mi bisabuelo. Y sí, imitó la de Saunière. Nuestra vista no es tan espectacular como la de Rennes-le-Château porque la altitud es menor, pero de todos modos es encantadora. ¿Les apetece verla?

Maureen miró al preocupado Peter, para ver si quería explorar la torre. Su primo meneó la cabeza.

—Yo me quedó aquí. Sube tú, si quieres.

Sinclair extrajo una llave de su bolsillo y abrió la puerta de la torre. Entró el primero y guió a Maureen por una empinada escalera de caracol. Abrió una puerta que daba al tejado y le indicó con un ademán que pasara delante.

La vista del país cátaro y los ruinosos y antiguos castillos que se alzaban en la lejanía era magnífica. Maureen saboreó la panorámica un momento.

—¿Por qué la construyó? — preguntó a Sinclair.

—Por la misma razón que Saunière construyó la suya. La vista excepcional. Creían que se podían distinguir muchos secretos desde aquí arriba.

Maureen se apoyó en el baluarte y emitió un gemido de frustración.

—¿Por qué todo son acertijos? Me prometió respuestas, pero hasta el momento sólo me ha planteado más interrogantes.

—¿Por qué no pregunta a las voces de su cabeza? O mejor aún, a la mujer de sus visiones. Es quien la ha traído aquí.

Maureen se quedó estupefacta.

—¿Cómo lo sabe?

La sonrisa era de complicidad, pero no engreída.

—Usted lleva sangre Paschal en las venas. Cabía esperarlo. ¿Conoce los orígenes de su apellido paterno?

—¿Paschal? Mi padre nació en Luisiana de ascendencia francesa, como toda la gente del Bayou.

—¿Cajún? Maureen asintió.

—Por lo que tengo entendido. Murió cuando yo era pequeña. No me acuerdo mucho de él.

—¿Sabe de dónde procede la palabra cajún? De arcadiano. Los franceses que se establecieron en Luisiana fueron llamados arcadianos, término que en el dialecto local se convirtió en acadiano y finalmente en cajún. Dígame, ¿ha consultado alguna vez la palabra paschal en un diccionario de la lengua inglesa?

Maureen le estaba mirando con curiosidad, pero cada vez con más cautela.

—No, no puedo decir que lo haya hecho.

—Me sorprende que alguien tan entregado a la investigación sepa tan poco sobre el apellido de su familia.

Maureen desvió la vista cuando habló de su pasado.

—Al morir mi padre, mi madre me llevó a vivir con su familia de Irlanda. Después no volvió a ponerse en contacto con la familia de mi padre.

—De todos modos, uno de sus padres debió de tener una premonición de su destino.

—¿Por qué dice eso?

—Su nombre, Maureen. ¿Sabe qué significa?

El viento cálido sopló de nuevo y alborotó el pelo rojo de Maureen.

—Por supuesto. En irlandés es «pequeña María». Peter siempre me llama así.

Sinclair se encogió de hombros, como si hubiera dejado claro lo que quería decir, y desvió la vista hacia el Languedoc. Maureen siguió su mirada hacia una serie de enormes rocas esparcidas por la llanura cubierta de hierba.

A lo lejos se produjo un destello. Maureen forzó la vista, como si hubiera distinguido algo en el campo.

De pronto, Sinclair pareció muy interesado por saber qué había visto Maureen.

—¿Qué pasa?

—Nada. — Maureen negó con la cabeza—. Sólo… un destello del sol en mis ojos.

Sinclair no estaba muy convencido.

—¿Está segura?

Ella vaciló un largo momento, mientras contemplaba el campo de nuevo. Asintió, y después formuló la pregunta que la atormentaba.

—Tanto hablar sobre mi apellido familiar, pero ¿cuándo me enseñará la carta de mi padre?

—Creo que, cuando acabe la noche, sabrá más de lo que piensa.

Maureen regresó a su lujosa habitación del castillo para bañarse y vestirse para la cena. Cuando salió del cuarto de baño, reparó en algo que no había visto antes. Sobre su cama había un libro grande de tapa dura (un diccionario de inglés), abierto por la «P».

La palabra paschal estaba rodeada por un círculo rojo. Maureen leyó la definición.

—«Paschal: cualquier representación simbólica de Cristo. El Cordero Pascual es el símbolo de Cristo y de la Pascua».


Muchos me han hablado de ese hombre que se llamaba Pablo. Provocó un gran alboroto entre los elegidos, y algunos recorrieron la gran distancia desde Roma, y también desde Éfeso, para consultarme sobre ese hombre y sus palabras.

No soy yo quién para juzgar, ni tampoco puedo decir qué anidaba en su alma, pues no le conocía en persona y no le había mirado a los ojos. Pero puedo decir con certeza que este tal Pablo jamás conoció a Easa, y que me sentí muy afligida cuando me enteré de que hablaba en su nombre y de sus enseñanzas sobre la luz y la bondad, que constituyen el Camino.

Yo consideraba peligrosas muchas cosas de ese hombre. En el pasado estuvo conchabado con los partidarios más fanáticos de Juan, todos ellos hombres que despreciaban a Easa sobremanera. Se oponían a las enseñanzas del Camino que Él nos había legado. Me han dicho que en otro tiempo era conocido como Saulo de Tarso, y que perseguía a los elegidos. Estuvo presente cuando un joven seguidor de Easa, un hermoso joven llamado Esteban, con un corazón henchido de amor, fue lapidado. Algunos dicen que este tal Saulo alentó la lapidación de Esteban. Fue el primer hombre que murió después de Easa por su fe en el Camino. Pero no sería el último, ni mucho menos. Por culpa de hombres como Saulo de Tarso.

Había que tener mucho cuidado.

EL EVANGELIO DE ARQUES DE MARÍA MAGDALENA

EL LIBRO DE LOS DISCÍPULOS