París
19 de junio de 2005
EL SOL BRILLABA SOBRE EL SENA, mientras Maureen y Peter paseaban por la orilla del río. La luz de principios de verano bañaba París, y ambos estaban contentos de poder relajarse un poco y disfrutar de los encantos de la ciudad más bella del mundo. Ya tendrían tiempo para preocuparse por el encuentro con Sinclair, que tendría lugar dentro de dos días.
Los dos primos estaban disfrutando de sendos cucuruchos de helado, que consumían con rapidez antes de que el sol los derritiera y dejara una senda arcoirisada en el suelo.
—Mmmm, tenías razón, Pete. Puede que Berthillon sea el mejor helado del mundo. Es asombroso.
—¿Qué sabor has pedido?
Maureen estaba practicando su francés.
—Poivre.
—¿Pimienta? — Peter estalló en carcajadas—. ¿Has pedido helado con sabor a pimienta?
Maureen enrojeció, pero lo intentó de nuevo.
—Pauvre?
—¿Pobre? ¿Es de sabor a pobre?
—De acuerdo, me rindo. Deja de atormentarme. Tiene sabor a pera.
—Poire. Poire es pera. Lo siento, no debería burlarme de ti. Al menos, lo has intentado.
—Bien, no cabe duda de cuál es el miembro de la familia que más facilidad tiene para los idiomas.
Ambos rieron, disfrutando de la frivolidad del momento y la belleza del día.
La magnificencia gótica de Notre-Dame dominaba la Île de la Cité, como lo había hecho durante ochocientos años. Cuando se acercaron a la catedral, Peter miró con reverencia la impresionante fachada, con su mezcla de santos y gárgolas.
—La primera vez que la vi dije: «Dios vive aquí». ¿Quieres entrar?
—No, prefiero quedarme fuera con las gárgolas, que es mi sitio.
—Es el edificio gótico más famoso del mundo, y un símbolo de París. Como turista, estás obligada a entrar. Además, el vitral es fenomenal, y tienes que ver el rosetón al sol de mediodía.
Maureen vaciló, pero Peter la tomó del brazo y tiró de ella.
—Vamos. Te prometo que los muros no se derrumbarán cuando entres.
Los rayos solares atravesaban a chorros el rosetón más famoso del mundo, iluminando a Peter y Maureen con una luz azul celeste veteada de púrpura. Él estaba extasiado, con el rostro alzado hacia las ventanas, disfrutando de un momento de perfecto arrobo. Maureen caminaba con parsimonia detrás de él, intentando no olvidar que se trataba de un edificio de enorme significado histórico y arquitectónico, y no de otra iglesia más.
Un sacerdote francés pasó a su lado y cabeceó a modo de solemne saludo. Maureen tropezó en aquel instante. El sacerdote se detuvo y extendió una mano para sostenerla, al tiempo que le hablaba con cierta preocupación en francés. Ella sonrió y levantó una mano para indicar que estaba bien. Peter volvió a su lado y el sacerdote continuó su camino.
—¿Te encuentras bien?
—Sí. Un poco mareada de repente. Efecto del jet lag, supongo.
—No has dormido mucho estos últimos días.
—Estoy segura de que eso no me ha ayudado. — Maureen señaló uno de los bancos laterales alineados con el rosetón—. Voy a sentarme ahí un momento a disfrutar del vitral. Ve a dar una vuelta.
Él parecía preocupado, pero Maureen le indicó con un ademán que se fuera.
—Estoy bien. Vete. Enseguida voy.
Él asintió y fue a explorar la catedral. Maureen se sentó en el banco. No quería admitir delante de Peter que se sentía muy mareada. Le había sucedido sin previo aviso, y sabía que si no se sentaba caería al suelo. Pero no había querido decírselo a su primo. Debía ser una combinación de jet lag y agotamiento.
Maureen se palmeó la cara con las manos, intentando sacudirse de encima el aturdimiento. Rayos caleidoscópicos de luces de colores, procedentes del rosetón, caían sobre el altar e iluminaban un gran crucifijo. Maureen parpadeó varias veces. Daba la impresión de que el crucifijo estaba aumentando de tamaño cada vez más.
Se agarró la cabeza cuando el mareo la envolvió y la visión se apoderó de ella.
El rayo hendió el cielo anormalmente negro, en aquella lúgubre tarde de viernes, la mujer de rojo subió la colina dando tumbos, esforzándose por llegar a la cumbre. Era indiferente a los cortes y arañazos que se iban acumulando en su cuerpo y desgarraban sus ropas. Tenía un único objetivo, y era llegar a él.
El sonido de un martillo remachando un clavo, metal contra metal, resonó en el aire con una determinación nauseabunda. La mujer perdió la compostura al fin y lanzó un gemido, un sonido singular de irreprimible desesperación humana.
La mujer llegó al pie de la cruz justo cuando empezó a llover. Le miró, y gotas de su sangre cayeron sobre su rostro transido de dolor, y se mezclaron con la lluvia incesante.
Perdida en la visión, Maureen no sabía dónde estaba. Su gemido, un eco perfecto de la desesperación de María Magdalena, resonó en toda la catedral de Notre-Dame, asustando a los turistas. Peter corrió a reunirse con ella.
—¿Dónde estamos?
Maureen despertó en un sofá, en una habitación chapada en madera. El rostro serio de Peter flotaba sobre ella cuando contestó.
—En una de las oficinas de la catedral.
Cabeceó en dirección al sacerdote francés que habían visto antes, el cual había entrado por una puerta disimulada al fondo de la habitación, con expresión preocupada.
—El padre Marcel me ayudó a traerte aquí. No podías ni moverte.
El padre Marcel avanzó y le ofreció un vaso de agua. Ella bebió agradecida.
—Merci —dijo al sacerdote, quien asintió en silencio y se retiró al fondo de la habitación para esperar con discreción, en caso de que volvieran a necesitar su ayuda—. Lo siento —dijo a Peter sin demasiada convicción.
—Tranquila. Es evidente que no pudiste controlarlo. ¿Quieres decirme qué viste?
Ella le contó la visión. El rostro de Peter fue palideciendo a cada nueva palabra que oía. Cuando ella terminó, estaba muy serio.
—Maureen, sé que no querrás oír esto, pero creo que estás teniendo visiones divinas.
—¿Crees que debería hablar con un cura? — bromeó la joven.
—Hablo en serio. Esto está fuera de mi esfera de acción, pero encontraré a alguien que sepa de estas cosas. Sólo para hablar. Podría serte de ayuda.
—Ni se te ocurra —replicó Maureen, al tiempo que se incorporaba en el sofá—. Llévame de vuelta al hotel para que pueda descansar un poco. En cuanto haya dormido un rato, estoy segura de que me encontraré bien.
Maureen pudo, por fin, sobreponerse a la visión y salir por su propio pie de la catedral. Experimentó un gran alivio al encontrar una salida lateral, lo cual le ahorró tener que atravesar de nuevo el interior de ese gran icono de la cristiandad.
En cuanto Peter depositó a Maureen sana y salva en su habitación, volvió a la suya. Estuvo sentado un momento, contemplando el teléfono. Era demasiado temprano para llamar a Estados Unidos. Saldría un rato y volvería cuando la hora fuera un poco más apropiada para aquella zona horaria.
En las cercanías del Sena, el padre Marcel atravesó el interior iluminado con velas de la catedral gótica más famosa del mundo. Le seguía un sacerdote irlandés, el obispo O’Connor, que intentaba interrogarle en un francés muy deficiente.
El padre Marcel le condujo al banco donde Maureen había tenido la visión y le explicó lo sucedido poco a poco, en un intento de salvar el abismo idiomático. Si bien fue un intento sincero de comunicarse con el irlandés, daba la impresión de que el sacerdote francés estaba hablando con un idiota. O’Connor le despidió con un ademán impaciente, se acomodó en el banco y miró el crucifijo que colgaba sobre el altar, abismado en sus pensamientos.
París
19 de junio de 2005
LA CUEVA DE LOS MOSQUETEROS era menos ominosa de día, iluminada por un tubo fluorescente implacable. Los ocupantes iban vestidos con traje de calle, sin los extraños cordones alrededor del cuello que los identificaban como la Cofradía de los Justos.
Una réplica del retrato de Juan el Bautista pintado por Leonardo Da Vinci colgaba en la pared del fondo, a sólo una manzana de distancia de donde residía el original, en el Louvre. En este famoso cuadro, Juan mira desde el lienzo con una sonrisa de complicidad en la cara. Tiene la mano alzada, y el dedo índice y el pulgar apuntan hacia el cielo. Leonardo pintó a Juan en esta postura, a menudo citada como el gesto de «Acordaos de Juan», en diversas ocasiones. El significado de esta postura concreta había sido objeto de discusiones durante siglos.
El inglés estaba sentado a la cabecera de la mesa, como de costumbre, dando la espalda a la pintura. Un norteamericano y un francés estaban sentados a cada lado de él.
—No entiendo qué está tramando —dijo con brusquedad el inglés. Levantó un libro de tapa dura de la mesa y lo agitó en dirección a los dos hombres—. Lo he leído dos veces. Aquí no hay nada nuevo, nada que pueda interesarnos. Ni a él. Entonces, ¿qué es? ¿Se os ha ocurrido alguna idea, o estoy hablando con las paredes?
El inglés tiró el libro sobre la mesa con evidente desprecio. El norteamericano lo recogió y pasó las páginas con aire ausente.
Miró una de las solapas y examinó la fotografía de la autora.
—Es guapa. Quizá no haya más que eso.
El inglés se encrespó. El típico yanqui ridículo, que no se entera de nada. Siempre se había opuesto al ingreso de miembros norteamericanos en la Cofradía, pero este idiota era de una familia rica relacionada con su legado, y no podían quitárselo de encima.
—Con el dinero y el poder del que dispone, Sinclair tiene algo más que chicas «guapas» a su servicio, las veinticuatro horas del día. Sus hazañas amorosas son legendarias en Inglaterra y en el continente. No, hay algo más que ganas de tirarse a esa tía, y espero que los dos lo descubráis. Cuanto antes.
—Casi estoy seguro de que cree que es la Pastora, pero pronto lo sabré —aseguró el francés—. Este fin de semana voy al Languedoc.
—Este fin de semana es demasiado tarde —replicó el inglés—. Vete a más tardar mañana. Hoy sería preferible. El tiempo juega en nuestra contra, como ya sabes.
—Es pelirroja —observó el norteamericano.
—Cualquier puta con veinte euros y las ganas puede teñirse el pelo de rojo. Ve allí y averigua por qué es importante. Deprisa. Porque si Sinclair encuentra lo que está buscando antes que nosotros…
No terminó la frase. No hacía falta. Los demás sabían muy bien qué sucedería en ese caso, sabían lo que había sucedido la última vez que alguien del otro bando se acercó demasiado. El yanqui era particularmente impresionable, y pensar en la escritora pelirroja decapitada le causó desazón.
El norteamericano levantó el ejemplar del libro de Maureen de la mesa, lo encajó bajo el brazo y siguió a su compañero francés al deslumbrante sol de París.
Cuando sus subordinados se fueron, el inglés, quien había sido bautizado con el nombre de John Simon Cromwell, se levantó de la mesa y caminó hasta la parte posterior del sótano. Al doblar la esquina, había un estrecho nicho que no se veía desde la sala principal. Dentro de ese espacio había un pesado armario de madera oscura. A su derecha, se elevaba un pequeño altar. Un único reclinatorio permitía que una persona se arrodillara ante el altar.
Las puertas del armario tenían elementos de hierro forjado, y el compartimiento inferior estaba cerrado con un candado macizo. El inglés se llevó una mano al cuello, en busca de la llave atada a un cordel que le colgaba alrededor de la garganta. Se arrodilló, aplicó la llave a la cerradura del candado y abrió el compartimiento.
Extrajo dos objetos. En primer lugar, un frasco de lo que parecía ser agua bendita, la cual vertió en una pila dorada que descansaba sobre el altar. A continuación, sacó un relicario pequeño pero recargado.
Cromwell depositó el relicario sobre el altar y hundió las manos en el agua. Se frotó el cuello con el líquido y pronunció una invocación. Después, alzó el relicario hasta la altura de los ojos. A través de una diminuta ventana practicada en la caja de oro macizo se veía un destello marfileño. El hueso humano, largo, estrecho y surcado de muescas, vibró dentro de su estuche cuando el inglés lo miró. Apretó el hueso contra su pecho y rezó una ferviente oración.
—Oh, gran Maestro de Justicia, sabes que no te fallaré, pero suplicamos tu ayuda. Ayúdanos a encontrar la verdad. Ayúdanos, a los que sólo vivimos para servir a tu glorioso nombre.
»Sobre todo, ayúdanos a poner en su sitio a esa puta.
El norteamericano, que se había quedado solo, iba por la calle de Rivoli gritando en su móvil para hacerse oír por encima del tráfico de París.
—Ya no podemos esperar más. Es un renegado, y ha perdido por completo el control.
La voz de su interlocutor emulaba su acento norteamericano: educada, del noreste y muy irritada.
—Cíñete al plan. El propósito es alcanzar nuestro objetivo de una manera metódica y total. Fue trazado por gente mucho más sabia que tú —dijo en tono cortante la voz, que pertenecía a un hombre mayor que él.
—Esa gente no está aquí —replicó el más joven—. No ve lo que yo veo. Maldita sea, papá, ¿cuándo vas a reconocer mis méritos?
—Cuando te lo ganes. Entretanto, te prohíbo que cometas cualquier idiotez.
El joven norteamericano cerró el móvil con brusquedad, al tiempo que blasfemaba. Había doblado la esquina del hotel Regina, atajando por la Place des Pyramides. Alzó la vista, a tiempo de evitar la colisión con la famosa estatua dorada de Juana de Arco, esculpida por el gran Frémiet.
—Puta —increpó a la salvadora de Francia, y se detuvo el tiempo justo para escupir sobre ella, sin importarle quién le viera.
París
20 de junio de 2005
LA PIRÁMIDE DE VIDRIO de I. M. Pei centelleaba bajo los rayos del sol del verano francés. Maureen y Peter, ambos repuestos después de una noche de verdadero sueño, esperaban en la cola con los demás turistas para entrar en el Louvre.
Peter miró a la gente que esperaba en la larga cola, aferrando sus guías.
—Tanto alboroto por la Mona Lisa. Nunca lo entenderé. El cuadro más sobrevalorado de todo el planeta.
—Estoy de acuerdo, pero mientras se amontonan para verla, tendremos el ala Richelieu para nosotros solos.
Maureen y Peter compraron las entradas y examinaron el plano del Louvre.
—¿Adónde vamos primero?
—Nicholas Poussin —contestó Maureen—. Quiero ver Los pastores de Arcadia con mis propios ojos antes que nada.
Atravesaron el ala que albergaba a los maestros franceses, escudriñando las paredes en busca de la enigmática obra maestra de Poussin.
—Tammy me dijo que este cuadro ha sido objeto de controversia desde hace varios cientos de años —explicó Maureen—. Luis Catorce luchó por obtenerlo durante dos décadas. Cuando por fin se hizo con él, lo encerró en un sótano de versalitales, donde nadie más pudiera verlo. Extraño, ¿verdad? ¿Por qué crees que el rey de Francia se esforzaría tanto por conseguir una obra de arte importante, y después la ocultó al mundo?
—Es otro en una larga serie de misterios. — Peter iba comprobando los números en la guía mientras escuchaba—. Según esto, el cuadro debería estar…
—¡Aquí! — exclamó Maureen. Peter se detuvo a sus espaldas y los dos contemplaron el cuadro unos instantes. Ella se volvió hacia él y rompió el silencio.
—Me siento tan idiota. Como si estuviera esperando que la pintura me dijera algo. — Se volvió hacia el cuadro—. ¿Intentas decirme algo, pastora?
Una idea asaltó a Peter.
—No puedo creer que no lo pensara antes.
—¿Pensar en qué?
—La idea de la pastora. Jesús es el Buen Pastor. Tal vez Poussin, o al menos Sinclair, estaba indicando la Buena Pastora.
—¡Sí! — gritó Maureen, dejándose llevar por el entusiasmo—. Tal vez Poussin nos estaba enseñando a María Magdalena como la pastora, la líder del rebaño. ¡La líder de su propia Iglesia!
Peter se encogió.
—Bien, yo no he dicho exactamente eso…
—No hacía falta. Mira, hay una inscripción en latín en la tumba del cuadro.
—Et in Arcadia ego —leyó él en voz alta—. Mmm. No tiene sentido.
—¿Cómo se traduce?
—No se puede. Es un absurdo gramatical.
—Dime cuál sería la traducción más aproximada.
—O es un latín muy deficiente, o una especie de código. La traducción literal es una frase incompleta, algo así como «Y en Arcadia yo…». No significa nada.
Maureen intentaba escuchar, pero una voz de mujer empezó a gritar con urgencia al otro lado del museo, y eso la distraía.
—¡Sandro! ¡Sandro!
Buscó a su alrededor el origen de la voz, antes de pedir disculpas a Peter.
—Lo siento, pero la voz de esa mujer me está distrayendo.
La voz llamó otra vez, esta vez con mayor intensidad, lo cual irritó a Maureen.
—¿Quién es?
Peter la miró, perplejo.
—¿Quién es quién?
—La mujer que grita…
—¡Sandro! ¡Sandro!
Maureen miró a Peter cuando la voz se hizo más estentórea. Estaba claro que no la oía. Se volvió para mirar a los demás turistas y estudiantes, absortos en las maravillosas obras de arte que colgaban de las paredes. Nadie parecía ser consciente de la voz perentoria que llamaba.
—Oh, Dios. No la oyes, ¿verdad? Sólo yo la oigo.
Peter parecía desconcertado.
—¿Oír qué?
—Una voz de mujer llama desde el otro lado del museo. ¡Sandro, Sandro! Vamos.
Maureen agarró a Peter de la solapa y corrieron en dirección a la voz.
—¿Adónde vamos?
—Vamos a intentar localizar la voz. Viene de esa dirección.
Recorrieron a toda prisa los pasillos del museo. Maureen tuvo que disculparse varias veces cuando tropezó con diversos visitantes. La voz se había convertido en un susurro perentorio, pero la estaba conduciendo a alguna parte, y estaba decidida a seguirla. Atravesaron de nuevo el ala Richelieu, sin hacer caso de las miradas irritadas de un guardia del museo, bajaron unos escalones y siguieron otro corredor, pasando ante los letreros que indicaban el ala Denon.
—¡Sandro… Sandro… Sandro!
La voz calló de repente cuando Maureen y Peter subieron la gran escalinata y pasaron ante la mítica estatua de la diosa Nike, en toda su grandeza alada. En lo alto de la escalera, cuando doblaron la esquina, se encontraron con dos de las obras menos conocidas del Renacimiento italiano. Peter fue quien hizo la primera observación.
—Frescos de Botticelli.
Ambos cayeron en la cuenta al instante.
—Sandro. Alessandro Botticelli.
Peter miró los frescos, y luego desvió la vista hacia Maureen.
—¿Cómo lo has hecho?
Maureen se estremeció.
—Yo no he hecho nada. Sólo escuché y seguí la voz.
Devolvieron la atención a las figuras, casi de tamaño natural, de los frescos que se alzaban codo con codo. Peter tradujo la placa para Maureen.
—Este primer fresco tiene por nombre Venus y las Tres Gradas ofrecen regalos a una joven. El segundo, Un joven es presentado por Venus¿? a las Artes Liberales. Este fresco fue pintado para la boda de Lorenzo Tornabuoni y Giovanna Albizzi.
—Sí, pero ¿por qué hay signos de interrogación después de Venus? — preguntó Maureen.
Peter meneó la cabeza.
—No debían estar seguros de que era ella.
El cuadro era una elegante pero extraña plasmación de un joven que sostenía la mano de una mujer, envuelta en una capa roja. Estaban vueltos hacia siete mujeres, tres de las cuales sostenían objetos inusuales e incongruentes: una aferraba un enorme y amenazador escorpión negro, en tanto la mujer de al lado sujetaba un arco. La tercera asía una herramienta de arquitecto en un ángulo peculiar.
Peter estaba pensando en voz alta.
—Las siete artes liberales. Las esferas del saber superior. ¿Nos está diciendo que se trata de un joven muy culto?
—¿Cuáles son las siete artes liberales?
Peter cerró los ojos para recordar sus estudios clásicos y recitó.
—El trivium, o los tres primeros caminos del estudio, son la gramática, la retórica y la lógica. Las cuatro últimas, el quadrivium, son las matemáticas, la geometría, la música y la cosmología, y fueron inspiradas por Pitágoras y su teoría de que todos los números representaban el estudio de configuraciones en el tiempo y el espacio.
Maureen le sonrió.
—Muy impresionante. Y ahora, ¿qué?
Peter se encogió de hombros.
—No sé cómo encaja esto en nuestro rompecabezas, cada vez más complejo.
Ella señaló el escorpión.
—¿Por qué un retrato de bodas representaría a una mujer sujetando un enorme insecto venenoso? ¿A cuál de las artes liberales podría representar?
—No estoy seguro. — Peter se había acercado al fresco todo cuanto permitían las barreras del Louvre—. Pero fíjate bien: el escorpión es más oscuro y más intenso que el resto del cuadro. Todos los objetos que sujetan las mujeres lo son. Es casi como si…
Maureen terminó la sentencia por él.
—Los hubieran añadido con posterioridad.
—Pero ¿quién? ¿El propio Sandro? ¿Alguien que echó a perder los frescos del maestro?
Maureen meneó la cabeza, perpleja por todo lo que estaba sucediendo.
Mientras tomaban un café crème en la cafetería del Louvre, Maureen inspeccionó sus compras con Peter. En la tienda había adquirido reproducciones de cuadros importantes, así como un libro sobre la vida y el arte de Botticelli.
—Espero averiguar algo más sobre los orígenes de ese fresco.
—A mí me interesa más averiguar el origen de la voz que te condujo hasta el fresco.
Maureen tomó un sorbo de café antes de contestar.
—Pero ¿qué fue? ¿Mi inconsciente? ¿Guía divina? ¿Locura? ¿Fantasmas en el Louvre?
—Ojalá pudiera contestarte, pero no puedo.
—Menudo consejero espiritual estás hecho —bromeó Maureen, y después devolvió su atención a la reproducción de Botticelli que había sacado de su envoltorio. Cuando la luz refractada de la pirámide cayó sobre la reproducción, tuvo una revelación—. Espera un momento. ¿No has dicho que la cosmología era una de las artes liberales?
Maureen miró el dedo en el que llevaba el anillo de cobre.
Peter asintió.
—Astronomía, cosmología. Estudio de las estrellas. ¿Por qué?
—Mi anillo. El hombre de Jerusalén que me lo regaló dijo que era el anillo de un cosmólogo.
Peter se pasó la mano sobre la cara, como si con ese gesto pudiera estimular su cerebro para encontrar una solución.
—¿Cuál es la relación? ¿Que deberíamos buscar la respuesta en las estrellas?
Maureen posó su dedo sobre la enigmática mujer que sujetaba el enorme insecto negro, y casi saltó de su asiento cuando gritó:
—¡Escorpio!
—¿Perdón?
—Es el símbolo del signo astrológico, Escorpio. Y la mujer de al lado sostiene un arco. El símbolo de Sagitario. Escorpio y Sagitario están uno al lado del otro en el zodiaco.
—¿Crees que el fresco alberga algún tipo de código relacionado con la astronomía?
Maureen asintió poco a poco.
—Al menos, eso nos proporciona un lugar por donde empezar.
Las luces de París brillaban a través de la ventana de la habitación de Maureen, e iluminaban los objetos esparcidos sobre la cama. Se había quedado dormida leyendo el libro de Botticelli, y la reproducción de Poussin estaba desenrollada, al otro lado.
Maureen no era consciente de su entorno. Estaba de nuevo absorta en un sueño.
En una habitación de paredes de piedra, iluminada tenuemente por lámparas de aceite, una mujer anciana estaba encorvada sobre una mesa, la mujer llevaba un pañuelo rojo desteñido sobre su largo pelo gris. Su mano artrítica sujetaba una pluma de ave, y escribía con cuidado en la página.
El único otro adorno de la habitación era un cofre de madera grande. La anciana dejó de escribir, se levantó de la silla y avanzó poco a poco hacia el cofre. Se arrodilló con cuidado sobre sus articulaciones frágiles y levantó la pesada tapa. Miró hacia atrás, y una sonrisa de serenidad y complicidad se dibujó en su rostro. Se volvió hacia Maureen y le indicó por señas que se acercara.
París
21 de junio de 2005
EN UN ENCANTADOR TRIBUTO a la excentricidad gala, el puente más antiguo de París recibe el nombre de Pont Neuf. Es una arteria principal de la vida parisina, que cruza el Sena para comunicar el elegante Arrondissement I con el corazón de la orilla izquierda.
Peter y Maureen pasaron ante la estatua de Enrique IV, uno de los reyes más queridos de Francia, que se erigía en el puente que había sido terminado durante su tolerante reinado, en 1604. Era una hermosa mañana de París, impregnada de la radiante majestuosidad de la incomparable Ciudad de Luz. Pese a este marco perfecto, Maureen estaba nerviosa.
—¿Qué hora es?
—Cinco minutos más tarde de la última vez que me lo has preguntado —contestó Peter sonriente.
—Lo siento. Todo esto empieza a ponerme muy nerviosa.
—Su carta decía, en la iglesia a mediodía. Ahora son las once. Tenemos mucho tiempo.
Cruzaron el Sena y siguieron el plano de París en dirección a las calles serpenteantes de la orilla izquierda donde el Pont Neuf se convertía en la rue Dauphine, dejaron atrás la estación de metro Odéon y llegaron a la rue Saint-Sulpice, hasta desembocar en la pintoresca plaza del mismo nombre.
Los enormes campanarios disparejos de la iglesia dominaban la plaza, y arrojaban sombras sobre la célebre fuente construida por Visconti en 1844. Cuando Maureen y Peter se acercaron a las enormes puertas de entrada, él advirtió que su prima vacilaba.
—Esta vez no te dejaré.
Peter apoyó una mano tranquilizadora sobre su brazo y abrió las puertas de la cavernosa iglesia.
Entraron en silencio, y vieron un grupo de turistas en la primera capilla de la derecha. Por lo visto, eran estudiantes de arte ingleses. Su profesor les estaba explicando en voz baja las tres obras maestras de Delacroix que adornaban aquella zona de la iglesia: Jacob luchando con el ángel, Heliodoro expulsado del templo y El arcángel Miguel venciendo al demonio. Cualquier otro día Maureen se habría sentido inclinada a escuchar explicaciones en inglés sobre las famosas obras, pero hoy su mente estaba concentrada en otras cosas.
Dejaron atrás a los estudiantes ingleses y se internaron en el vientre del edificio, ambos contemplando con admiración el gigantesco edificio histórico. Casi guiada por un instinto, se acercó al altar, flanqueado por un par de enormes pinturas. Cada una mediría unos nueve metros de altura. La primera era una escena en que aparecían dos mujeres: una con capa azul, y la otra con capa roja.
—¿María Magdalena con la Virgen? — preguntó Maureen.
—A juzgar por los colores de la vestimenta, yo diría que sí. El Vaticano decretó que Nuestra Señora sólo debía ser pintada de blanco o de azul.
—Y mi señora siempre de rojo.
Maureen se encaminó hacia la otra pintura.
—Mira esto…
El cuadro plasmaba a Jesús tendido en su sepultura, mientras María Magdalena parecía preparar su cuerpo para el entierro. La Virgen María y otras dos mujeres rezaban en el borde del cuadro.
—¿María Magdalena prepara el cuerpo de Cristo para su entierro? Eso no se cuenta en los evangelios, ¿verdad?
—Marcos quince y dieciséis habla de que ella y otras mujeres llevan especias al sepulcro para ungirle, pero no describe de manera concreta la unción del cuerpo.
—Mmm —meditó Maureen en voz alta—. Y aquí tenemos a María Magdalena haciéndolo. ¿Pero en la tradición hebrea la unción del cuerpo no estaba reservada en exclusiva a…?
—La esposa —contestó una voz aristocrática masculina, con un levísimo deje escocés.
Maureen y Peter se volvieron al instante hacia el hombre que se había acercado por detrás con tanto sigilo. Era una presencia impresionante. Un atractivo hombre moreno, vestido de manera impecable, y si bien sus ropas y su porte delataban a una persona educada, no se le veía pomposo. De hecho, todo en Bérenger Sinclair hablaba de un tipo excéntrico, original e individualista. Su corte de pelo era perfecto, pero lo llevaba demasiado largo para ser aceptado en la Cámara de los Lores. Su camisa de seda era de Versace, en lugar de Bond Street. El humor atemperaba la arrogancia natural que acompaña a los muy privilegiados, una sonrisa torcida, casi infantil, que amenazaba con encarnarse mientras hablaba. Maureen se quedó fascinada al instante, petrificada mientras escuchaba sus explicaciones.
—Sólo la esposa tenía permiso para preparar el funeral de su marido. A menos que muriera sin casarse, en cuyo caso el honor correspondía a la madre. Como verá en este cuadro, la madre de Jesús está presente, pero está claro que no lleva a cabo la tarea. Lo cual sólo nos puede conducir a una conclusión.
Maureen miró el cuadro, y después al hombre carismático erguido ante ella.
—Que María Magdalena era su esposa —terminó Maureen.
—Bravo, señorita Paschal. — El escocés le dedicó una reverencia teatral—. Pero disculpe, he olvidado por completo mis modales. Lord Bérenger Sinclair, a su servicio.
Ella avanzó para estrechar su mano, pero Bérenger la sorprendió al retenerla más de lo debido. No la soltó de inmediato, sino que le dio la vuelta y pasó el dedo sobre el anillo. Volvió a exhibir su sonrisa, algo traviesa, y le guiñó un ojo.
Maureen se sintió desconcertada. La verdad era que se había preguntado muchas veces cómo sería lord Sinclair en persona. Fueran cuales fueran sus expectativas, la realidad era muy diferente. Procuró no parecer intimidada cuando habló.
—Usted ya sabe quién soy yo. — Se volvió para presentar a Peter—. Éste es…
Sinclair la interrumpió.
—El padre Peter Healy, por supuesto. Su primo, si no me equivoco. Un hombre muy culto. Bienvenido a París, padre Healy. Claro que ya ha estado en otras ocasiones. — Consultó su elegante y carísimo reloj suizo—. Tenemos unos pocos minutos. Venga, hay cosas aquí que, en mi opinión, les van a resultar muy interesantes.
Sinclair habló sin volverse mientras avanzaba a buen paso por la iglesia.
—Por cierto, no se molesten en comprar la guía que venden aquí. Cincuenta páginas que ignoran por completo la presencia de María Magdalena. Como si ignorándola pudieran hacerla desaparecer.
Maureen y Peter le siguieron, y se detuvieron a su lado ante otro pequeño altar lateral.
—Como verán, en esta iglesia aparece de manera repetida, pero se la ignora concienzudamente. Aquí hay un ejemplo maravilloso.
Sinclair los había conducido hasta una elegante estatua de mármol, la clásica escultura de la Virgen María sosteniendo el cuerpo roto de Cristo. A la derecha de la Virgen, habían incluido a María Magdalena en la escena, con la cabeza inclinada sobre el hombro de la Virgen.
—La guía describe esta estatua como «Pietà, siglo dieciocho italiano». Una Pietà tradicional plasma a la Virgen acunando a su hijo después de la crucifixión. La inclusión de María Magdalena en esta pieza es muy poco ortodoxa, pero… se la ignora a propósito.
Sinclair exhaló un suspiro melodramático y meneó la cabeza ante aquella injusticia.
—¿Cuál es su teoría? — preguntó Peter, con más brusquedad de la que pretendía. La arrogancia de Sinclair le estaba sacando de quicio—. ¿Que hay alguna conspiración de la Iglesia para excluir a María Magdalena?
—Extraiga sus propias conclusiones, padre. Pero le diré una cosa: hay más iglesias dedicadas a María Magdalena en Francia que a cualquier otro santo, incluida la Virgen María. Toda una zona de París lleva su nombre. Ha estado en la Madeleine, supongo.
Maureen se quedó asombrada por el descubrimiento.
—No se me había ocurrido hasta ahora, pero Madeleine quiere decir Magdalena en francés, ¿verdad?
—En efecto. ¿Ha estado en la iglesia de la Madeleine? Un edificio enorme, dedicado de manera ostensible a ella, pero no había ni una imagen de María Magdalena entre todas las obras de arte y los adornos del interior. Ni una. Extraño, ¿verdad? Añadieron la escultura de Marochetti sobre el altar, que según me han dicho era en principio la Asunción de la Virgen, y la cambiaron por María Magdalena debido a la presión ejercida sobre ellos…, bien, por aquellos a quienes importaba la verdad.
—Supongo que va a decirme ahora que Marcel Proust dio nombre al célebre bollo por ella —replicó Peter. En contraste con la instantánea fascinación de Maureen, estaba irritado por la seguridad de Sinclair.
—Bien, tienen forma de veneras por algún motivo.
Sinclair se encogió de hombros, y dejó que Peter meditara sobre el acertijo mientras se reunía con Maureen cerca de la Pietà.
—Es como si hubieran intentado borrarla —comentó ella.
—Ya lo creo, señorita Paschal. Muchos han intentado hacernos olvidar el legado de María Magdalena, pero su presencia es demasiado fuerte. Como sin duda habrá observado, no será ignorada, sobre todo…
Empezaron a sonar las doce campanadas del mediodía, interrumpiendo así la contestación de Sinclair. Volvió a recorrer la iglesia a buen paso. Señaló una estrecha línea del meridiano de bronce empotrada en el suelo de la iglesia, la cual atravesaba el crucero de norte a sur. La línea terminaba en un obelisco de mármol de estilo egipcio, coronado por un globo de oro y una cruz.
—Vengan, deprisa. Es mediodía y han de ver esto. Sólo sucede una vez al año.
Maureen señaló la línea de bronce.
—¿Qué significa?
—El Meridiano de París. Divide Francia de una forma muy interesante. Pero mire, mire allí arriba.
Sinclair indicó una ventana al otro lado de la iglesia. Cuando se volvieron a mirar, un rayo de sol atravesó la ventana e iluminó la línea de bronce empotrada en la piedra. Miraron mientras la luz bailaba sobre el suelo de la iglesia y seguía el latón. La luz ascendió por el obelisco hasta llegar al globo, e iluminó perfectamente la cruz de oro en una lluvia de luz.
—Hermoso, ¿verdad? Esta iglesia está alineada para indicar el solsticio a la perfección.
—Es hermoso —admitió Peter—, y lamento decepcionarle, lord Sinclair, pero existe una legítima razón religiosa para esto. La Pascua se celebra el domingo posterior a la siguiente luna llena del equinoccio de primavera. No era raro que las iglesias se proveyeran de un medio para identificar los equinoccios y los solsticios.
Sinclair se encogió de hombros y se volvió hacia Maureen.
—Tiene toda la razón.
—Pero esto es algo más que el Meridiano de París, ¿verdad?
—Algunos lo llaman la Línea de la Magdalena. Si quieren descubrir por qué, reúnanse conmigo dentro de dos días en mi casa del Languedoc, y les enseñaré el motivo de esto, y de muchas cosas más. Ah, casi me olvidaba.
Sinclair extrajo uno de sus lujosos sobres de papel vitela de un bolsillo interior.
—Tengo entendido que conoce a esa deliciosa directora de cine, Tamara Wisdom. Asistirá a nuestro baile de disfraces del fin de semana. Espero que ustedes dos vengan con ella. También insisto en que se queden en el castillo como invitados.
Maureen miró a Peter para evaluar su reacción. No habían esperado esto.
—Lord Sinclair —empezó Peter—, Maureen ha recorrido una enorme distancia para presentarse a esta cita. En su carta, usted prometió algunas respuestas…
Sinclair le interrumpió.
—Padre Healy, la gente intenta comprender este misterio desde hace dos mil años. No puede esperar averiguarlo todo en un solo día. Hay que ganarse el verdadero conocimiento, ¿no? Bien, llego tarde a una cita y debo darme prisa.
Maureen apoyó la mano en el brazo de Sinclair para detenerle.
—Lord Sinclair, en su carta mencionó a mi padre. Esperaba al menos que me contara lo que sabe de él.
Sinclair miró a Maureen y se suavizó.
—Querida mía —dijo con ternura—, tengo una carta escrita por su padre que sin duda encontrará muy interesante. No la tengo aquí, por supuesto, sino en el castillo. Ése es uno de los motivos por los que tiene que venir a alojarse conmigo. Y el padre Healy, por supuesto.
Maureen se había quedado sin habla.
—¿Una carta? ¿Está seguro de que fue escrita por mi padre?
—¿Su padre no se llamaba Edouard Paul Paschal, escrito como en francés? ¿No residía en Luisiana?
—Sí —contestó Maureen, con apenas un susurro.
—Entonces, esa carta es de él. La descubrí en nuestros archivos familiares.
—Pero ¿qué dice…?
—Señorita Paschal, sería una terrible injusticia intentar contárselo aquí, puesto que mi memoria es abominable. He de irme, porque ya llego tarde. Si necesita algo antes de venir, marque el número de la invitación y pregunte por Roland. Le ayudará en todo cuanto necesite. Absolutamente todo, sólo tiene que decir en qué.
Sinclair se marchó a toda prisa sin despedirse. Miró un momento hacia atrás.
—Ah, creo que ya lleva un plano. Limítese a seguir la Línea de la Magdalena.
Los pasos del escocés resonaron en la cavernosa iglesia cuando salió del edificio. Maureen y Peter intercambiaron una mirada de impotencia.
Repasaron su extraño encuentro con Sinclair mientras comían en un bistrot de la orilla izquierda. Cada uno sostenía una opinión absolutamente diferente sobre el hombre. Peter era suspicaz hasta el borde de la irritación. Maureen estaba fascinada hasta el punto del embelesamiento.
Decidieron bajar la comida dando un paseo por los jardines de Luxemburgo, uno de los parques más famosos de Europa.
Una familia con un grupo de niños alborotadores estaba comiendo en la hierba cuando pasaron. Dos de los niños más pequeños jugaban a fútbol, mientras los mayores y sus padres los jaleaban. Peter se paró a mirarlos con expresión nostálgica.
—¿Qué pasa? — preguntó Maureen.
—Nada, nada. Sólo estaba pensando en mi familia. Mis hermanas, sus hijos. ¿Sabes que hace dos años que no voy a Irlanda? No diré cuánto tiempo ha transcurrido desde la última vez que fuiste tú.
—Está a poco más de una hora de avión de aquí.
—Lo sé. Créeme, lo he estado pensando. Veremos cómo van las cosas por aquí. Si tengo tiempo, puede que vaya a pasar unos cuantos días.
—Pete, soy adulta y muy capaz de manejar todo esto. ¿Por qué no aprovechas para ir a casa?
—¿Y dejarte sola en las garras de Sinclair? ¿Has perdido el juicio?
La pelota de fútbol, ahora controlada por los chicos mayores, voló hacia Peter. Éste la paró con un pie y la devolvió a los niños. Les saludó con la mano y siguió paseando con Maureen.
—¿Te has arrepentido alguna vez de tu decisión?
—¿Qué decisión? ¿La de acompañarte?
—No. La de ser sacerdote.
Peter se detuvo con brusquedad, sorprendido por la pregunta.
—¿Por qué demonios me preguntas eso?
—Porque acabo de darme cuenta. Te gustan los niños. Habrías sido un padre estupendo.
Él reanudó el paseo mientras se explicaba.
—No me arrepiento. Sentí la vocación y la seguí. Aún la siento, y creo que nunca la perderé. Sé que siempre te ha costado entenderlo.
—Y aún me cuesta.
—Mmm. ¿Sabes lo más irónico de todo?
—¿Qué?
—Tú eres uno de los motivos de que me hiciera sacerdote.
Esta vez fue Maureen quien paró en seco.
—¿Yo? ¿Cómo? ¿Por qué?
—Leyes anticuadas de la Iglesia te volvieron contra tu fe. Ocurre muy a menudo, y no tiene por qué ser así. Ahora hay órdenes, órdenes más jóvenes, eruditas y progresistas, que intentan inyectar espiritualidad en el siglo veintiuno y hacerla accesible a la juventud. Lo descubrí con los jesuitas que conocí en Israel. Intentaban cambiar las mismas cosas que a ti te alejaron. Quise colaborar. Quería ayudarte a encontrar de nuevo la fe. A ti, y a otros como tú.
Maureen le estaba mirando fijamente, y un muro inesperado de lágrimas se agolpó en sus ojos.
—No puedo creer que no me lo dijeras antes.
Peter se encogió de hombros.
—Nunca me lo preguntaste —contestó.
… El sufrimiento final de Easa fue un gran tormento para todos nosotros, y a Felipe le costó muchísimo asumirlo. Con frecuencia lloraba en sueños, y no me decía por qué ni permitía que le ayudara. Por fin, fue Bartolomé quien me dijo la verdad, y me reveló que Felipe no quería hacerme daño con aquellos recuerdos tan horribles. La agonía de Easa atormentaba cada noche a Felipe, por la forma en que habían descrito sus heridas.
Los hombres me rindieron homenaje, pues fui la única del grupo que presenció la pasión de Easa.
Durante nuestra estancia en Egipto, Bartolomé se convirtió en mi estudiante más entregado. Quería saber lo máximo posible cuanto antes. Estaba ansioso de conocimientos, hambriento como un hombre famélico que anhela un pedazo de pan. Era como si el sacrificio de Easa hubiera abierto un hueco en Bartolomé que sólo pudiera llenarse con las enseñanzas del Camino. Me di cuenta entonces de que tenía una vocación especial, que llevaría las palabras del Amor y la Luz al mundo, y sería capaz de cambiar a los demás. Cada noche, cuando los niños y los demás dormían, yo enseñaba los secretos a Bartolomé. Estaría preparado cuando llegara el momento.
Pero ignoraba si yo lo estaría. Había llegado a amarle tanto como a mi propia sangre, y temía por él, pues su belleza y pureza no serían comprendidas por los demás tal como las comprendían aquellos que le amaban. Era un hombre carente de artimañas.
EL EVANGELIO DE ARQUES DE MARÍA MAGDALENA
EL LIBRO DE LOS DISCÍPULOS