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Los Ángeles

Abril de 2005

MAUREEN ESTABA AGOTADA cuando entró en el aparcamiento de su lujoso edificio de apartamentos en Wilshire Boulevard. Dejó que André, el empleado de guardia, aparcara el coche, y pidió que le subiera la bolsa. El retraso del vuelo en el aeropuerto de Dulles, combinado con la imposibilidad de conciliar el sueño la noche anterior, habían dejado sus nervios en un estado delicado.

Lo último que esperaba o necesitaba era una sorpresa, pero eso era justo lo que la estaba esperando cuando entró en el vestíbulo.

—Buenas noches, señorita Paschal. Perdone. — Laurence era el encargado de la recepción del edificio. Un hombre diminuto y con cara de severidad salió de detrás del mostrador para hablar con Maureen—. Discúlpeme, pero esta tarde tuve que entrar en su apartamento. La entrega era demasiado grande para guardarla en el vestíbulo. Tendría que habernos avisado de que esperaba algo de ese tamaño.

—¿Entrega? ¿Qué entrega? No esperaba nada.

—Bien, no cabía duda de que era para usted. Debe tener un gran admirador.

Maureen, perpleja, dio las gracias a Laurence y subió en el ascensor al séptimo piso. Cuando la puerta se abrió, percibió un penetrante aroma a flores. El perfume se multiplicó por diez cuando abrió la puerta de su apartamento, y lanzó una exclamación ahogada. No podía ver la sala de estar por culpa de las flores. Había recargados arreglos florales por todas partes, algunos altos y sobre pilares, otros en jarrones de cristal depositados sobre las mesas. Todos contenían variaciones sobre el mismo tema: rosas rojas, calas y lirios blancos de Casablanca. Los lirios estaban florecidos por completo, el origen del olor embriagador de la habitación.

Maureen no tuvo que buscar la tarjeta. Estaba pegada a un enorme cuadro de marco dorado que plasmaba una escena bucólica clásica, apoyado en la pared del fondo de la sala de estar. Tres pastores, vestidos con togas y coronados de laurel, estaban congregados alrededor de un gran objeto de piedra que daba la impresión de ser un sepulcro vertical. Estaban señalando una inscripción. El motivo central era una mujer, una pastora pelirroja que parecía ser su líder.

Habían pintado su rostro de manera que tenía un parecido sobrenatural con Maureen.

—Les Bergers d’Arcadie. — Peter leyó la inscripción en una placa de latón que había en la base del marco, impresionado por la excelente copia que se erguía en la sala de estar de Maureen—. De Nicholas Poussin, el maestro del barroco francés. He visto el original de este cuadro. Está en el Louvre.

Maureen escuchaba mientras Peter seguía hablando, aliviada de que hubiera llegado tan pronto.

—Traducido, quiere decir Los pastores de Arcadia.

—No estoy segura de si debería estar desaforadamente halagada o completamente asustada. Dime que, en el original, la pastora no se parece a mí como si hubiera sido la modelo, por favor.

Peter lanzó una carcajada.

—No, no. Esto parece un añadido hecho por el autor de la reproducción, o por el remitente. ¿Quién es…?

Maureen meneó la cabeza y entregó un sobre grande a Peter.

—Fue enviado por alguien llamado… Sinclair, o algo por el estilo. No tengo ni idea de quién es.

—¿Un admirador? ¿Un fanático? ¿Un chiflado que acabó de perder la cabeza después de leer tu libro?

Maureen lanzó una carcajada nerviosa.

—Podría ser. Mi editora ha recibido algunas cartas raras para mí durante los últimos meses.

—¿Admiradores o detractores?

—Ambas cosas.

Peter sacó una carta del sobre. Estaba escrita con letra recargada en elegante papel vitela. Una prominente flor de lis grabada, el símbolo de la realeza europea durante siglos, adornaba el pergamino. Letras doradas al pie de la página anunciaban que el autor era Bérenger Sinclair. Peter se colocó sus gafas de leer y leyó en voz alta:

Mi querida señora Paschal:

Le ruego perdone la intromisión.

Pero creo que tengo las respuestas a lo que anda buscando, y usted tiene algunas que yo he estado buscando. Si tiene el valor de defender sus creencias y participar en una asombrosa expedición para descubrir la verdad, espero que se reúna conmigo en París el día del solsticio de verano. La mismísima Magdalena requiere su asistencia. No la decepcione. Tal vez este cuadro sirva para estimular su inconsciente. Considérelo una especie de plano, un plano de su futuro, y tal vez también de su pasado. Confío en que honrará el gran apellido Paschal, tal como su padre lo intentó.

Suyo sinceramente,

Bérenger Sinclair

—¿El gran apellido Paschal? ¿Tu padre? — preguntó Peter—. ¿Qué quiere decir eso?

—Ni idea.

Maureen estaba intentando asimilarlo todo. La mención a su padre la había perturbado, pero no quería que Peter se percatara. Su respuesta fue frívola.

—Ya sabes cómo era la familia de mi padre. De los pantanos y regiones apartadas de Luisiana. No tenían nada de especiales, a menos que la locura equivalga a la grandeza.

Peter no dijo nada y esperó a que continuara. Maureen hablaba en muy raras ocasiones de su padre, y sentía curiosidad por ver si se explayaría. Se quedó un poco decepcionado cuando desechó el tema con un encogimiento de hombros.

Maureen recuperó la carta y volvió a leerla.

—Qué raro. ¿De qué respuestas crees que está hablando? No es posible que se haya enterado de mis sueños. Sólo lo sabemos tú y yo.

Recorrió la carta con el dedo mientras pensaba.

Peter paseó la vista a su alrededor, y examinó los arreglos florales y la enorme pintura.

—Sea quien sea, este montaje habla de dos cosas: fanatismo y mucho dinero. Según mi experiencia, es una mala combinación.

Maureen sólo estaba escuchando a medias.

—Fíjate en la calidad del papel. Es excelente. Muy francés. Y este dibujo estampado en los bordes… ¿Qué son? ¿Uvas? — El dibujo le sonaba de algo—. ¿Manzanas azules?

Peter se ajustó las gafas sobre la nariz y examinó el pie de la carta.

—¿Manzanas azules? Mmmm, creo que tienes razón. Mira esto, al pie de la página. Parece una dirección: Le Château des Pommes Bleues.

—Mi francés sólo es pasable, pero ¿no habla de manzanas azules?

Peter asintió.

—Castillo, o casa, de las Manzanas Azules. ¿Te dice algo?

Maureen asintió poco a poco.

—Maldita sea, se me escapa. Sé que tropecé con referencias a manzanas azules en el curso de mi investigación. Es una especie de código, me parece. Estaba relacionado con grupos religiosos franceses que adoraban a María Magdalena.

—¿Los que creían que fue a Francia después de la crucifixión?

Maureen asintió.

—La Iglesia los persiguió por herejes, porque afirmaban que sus enseñanzas procedían directamente de Cristo. Se vieron empujados a la clandestinidad y se convirtieron en sociedades secretas. Las manzanas azules eran el símbolo de una de ellas.

—Muy bien, pero ¿cuál es el significado concreto de las manzanas azules?

—No me acuerdo de la respuesta. — Maureen se esforzaba por pensar, pero no se le ocurría nada—. Pero conozco a alguien que sí lo sabrá.

Marina del Rey, California

Abril de 2005

MAUREEN PASEABA POR EL PUERTO de Marina del Rey. Veleros de lujo, la recompensa de los superprivilegiados de Hollywood, relucían bajo el sol del sur de California. Un surfista con una camiseta raída y el lema «Otro día de mierda en el paraíso» la saludó desde la cubierta de un pequeño yate. Tenía la piel bronceada y el pelo casi blanco por la continua exposición al sol. Maureen no le conocía, pero la sonrisa beatífica, combinada con la botella de cerveza que sostenía en la mano, indicaban que estaba de buen humor.

Maureen le devolvió el saludo y siguió caminando en dirección al complejo de restaurantes y tiendas para turistas. Entró en El Burrito, un restaurante mexicano con una terraza sobre el agua.

—¡Reenie! ¡Estoy aquí!

Maureen oyó a Tammy antes de verla, cosa que sucedía casi siempre. Se volvió en la dirección de la voz y descubrió a su amiga, que estaba bebiendo un margarita de mango en una mesa de la terraza.

Tamara Wisdom era todo lo contrario de Maureen Paschal. Era una belleza exótica, escultural y de piel olivácea. Llevaba el pelo largo hasta la cintura, con mechas de colores brillantes que decidía en función de su humor. Hoy tocaban resplandecientes reflejos violeta. En la nariz exhibía un diamante de buen tamaño, regalo de un ex novio, famoso director de cine independiente. Numerosos piercings adornaban sus orejas, y sobre el top de encaje negro colgaban diversos amuletos de diseño esotérico. Tenía casi cuarenta años, pero aparentaba diez menos.

Tammy era extravagante, llamativa y testaruda, mientras Maureen era conservadora, discreta y cauta. No habrían podido ser más diferentes en la vida y en el trabajo, pero habían encontrado un terreno de respeto mutuo que las había convertido en grandes amigas.

—Gracias por quedar conmigo con tan poca antelación, Tammy.

Maureen se sentó y pidió un té helado. Tammy puso los ojos en blanco, pero estaba demasiado entusiasmada por el motivo de la cita para criticar la conservadora elección de bebida de Maureen.

—¿Bromeas? ¿Bérenger Sinclair te persigue y crees que quiero perderme detalle de tan jugosa circunstancia?

—Bien, fuiste muy esquiva conmigo por teléfono, así que será mejor que desembuches. No puedo creer que conozcas a ese tipo.

—Y yo no puedo creer que tú no le conozcas. ¿Cómo es posible, en el nombre de Dios, literalmente, que publicaras un libro en que hablabas de María Magdalena sin ir a Francia a investigar? ¿Y tú te llamas periodista?

—Me considero periodista, y por eso no fui a Francia. No me interesa para nada todo ese rollo de las sociedades secretas. Ésa es tu especialidad, no la mía. Fui a Israel a realizar investigaciones serias sobre el siglo uno.

La esgrima verbal era parte integral de su amistad. Maureen había conocido a Tammy cuando investigaba para escribir el libro. Una amiga mutua las había presentado después de averiguar que Maureen estaba investigando la vida de María Magdalena. Tammy había publicado varios libros alternativos sobre sociedades secretas y alquimia, y el documental que había dirigido sobre tradiciones espirituales clandestinas, destacando el culto a María Magdalena, había logrado buenas críticas en el circuito de los festivales. Maureen se había quedado sorprendida por las afirmaciones de una red de investigadores esotéricos, pues daba la impresión de que Tammy conocía a todo el mundo. Y si bien Maureen descubrió enseguida que el enfoque alternativo de Tammy estaba muy lejos de lo que ella buscaba, en términos de fuentes fidedignas, también reconoció la mente penetrante que ocultaba el espeso maquillaje, la sustancia debajo de la fachada. Maureen admiraba la valentía y la sinceridad brutal de Tammy, incluso cuando era el blanco de sus críticas.

Tammy introdujo la mano en su bolso naranja fluorescente y sacó un sobre elegante. Lo agitó ante la nariz de Maureen antes de empujarlo sobre la mesa hacia ella.

—Quería enseñarte esto en persona.

Maureen enarcó una ceja cuando vio el dibujo de la flor de lis, ahora ya familiar, combinado con las extrañas manzanas azules estampadas en el sobre. Extrajo una invitación impresa y se puso a leer.

—Es una invitación para el muy exclusivo baile de disfraces anual de Sinclair. Parece que por fin he triunfado. ¿También te ha enviado una?

Maureen negó con la cabeza.

—No, sólo un mensaje raro para que me reúna con él el día del solsticio de verano. ¿Cómo has conseguido esta invitación?

—Le conocí cuando fui a investigar a Francia —replicó Tammy —. Le he pedido fondos para terminar mi nuevo documental. Le interesa hacer uno, de manera que estamos negociando. O sea, le rascaré la espalda si él me rasca la mía.

—¿Estás trabajando en un nuevo documental? ¿Por qué no me lo has dicho?

—Últimamente no se te ha visto mucho el pelo, ¿no crees?

Maureen compuso una expresión contrita. Había olvidado a su amiga por completo durante la locura de los últimos meses.

—Lo siento. Y basta de parecer tan complacida contigo mismo. ¿Qué me estás ocultando? ¿Sabías que Sinclair me… persigue?

—No, no. En absoluto. Sólo le vi una vez. Ojalá quisiera hablar conmigo. Su fortuna se calcula en mil millones, y es encantador. Rennie, esto podría ser estupendo para ti. Por los clavos de Cristo, suéltate el pelo y ve a vivir una gran aventura. ¿Cuándo fue la última vez que saliste con alguien?

—Ésa no es la cuestión.

—Tal vez sí.

Maureen desechó la pregunta con un ademán, y trató de contener su exasperación.

—No tengo tiempo para relaciones. Tampoco tengo la impresión de que me haya pedido una cita.

—Peor aún. No hay lugar en el planeta más romántico.

—Por eso has pasado tanto tiempo en Francia últimamente.

Tammy rio.

—No, no. Es que Francia es el centro neurálgico del esoterismo occidental, así como el crisol de la herejía. Podría escribir cien libros sobre el tema, o rodar el mismo número de películas, y sólo habría arañado la superficie.

A Maureen le costaba concentrarse.

—¿Qué crees que desea Sinclair de mí?

—Quién sabe. Tiene fama de excéntrico y extravagante. Demasiado tiempo libre y demasiado dinero para gastar. Supongo que algo de tu libro le habrá llamado la atención y quiere añadirte a su colección. Pero no tengo ni idea de qué pueda ser. Tu trabajo no es precisamente su especialidad.

—¿Qué quieres decir? — Maureen se puso un poco a la defensiva—. ¿Por qué no es su especialidad?

—Demasiado convencional y demasiado académico. Vamos, Maureen. Cuando escribiste aquel capítulo sobre María Magdalena fuiste tan cauta, tan políticamente correcta. Puede que María Magdalena sostuviera relaciones con Jesús, pero no hay pruebas, bla, bla, bla… Todo muy comedido. Créeme, Sinclair no tiene nada de comedido. Por eso me gusta.

Maureen replicó con más rudeza de lo que pretendía.

—Tú te dedicas a revisar la historia basándote en tus creencias personales. Yo no.

Tammy le estaba tocando la fibra hoy, pero como de costumbre su amiga se negó a tirar la toalla y siguió acosándola.

—¿Y cuáles son tus creencias? A mí me parece que ni siquiera lo sabes. Escucha, eres una buena amiga y no quiero faltarte al respeto, de modo que no te enfades, pero sabes tan bien como yo que existen pruebas de que María Magdalena sostuvo relaciones con Jesús y de que tuvieron hijos. ¿Por qué te aterra tanto esa posibilidad? Ni siquiera eres creyente. No debería significar una amenaza para ti.

—No significa una amenaza para mí. No quería seguir ese camino. Tenía miedo de que contaminara el resto de mi obra. Está claro que tu punto de vista acerca de las «pruebas» y el mío no son el mismo. Me he pasado casi toda mi vida adulta investigando para ese libro, y no iba a tirarlo por la ventana arrojándome en brazos de una teoría mal hilvanada y carente de sustancia que no me interesa en lo más mínimo.

—La teoría mal hilvanada versa sobre la unión divina —replicó Tammy—. La idea de que dos personas honrándose mutuamente en una relación sagrada es la mayor expresión de Dios en la tierra. Tal vez debería interesarte.

Maureen cambió de tema con brusquedad.

—Prometiste que me contarías lo que sabes sobre las manzanas azules.

—Bien, si perdonas mis teorías mal hilvanadas y carentes de sustancia… —empezó Tammy.

—Lo siento.

Maureen parecía contrita de verdad, lo cual provocó la risa de Tammy.

—Olvídalo. Me han llamado cosas mucho peores. Bien, esto es lo que yo sé sobre las manzanas azules. Son el símbolo de un linaje. Sí, de ese linaje, el que tú y tus amigos académicos queréis fingir que no existe. El linaje de Jesucristo y María Magdalena, tal como establecieron sus descendientes. Diversas sociedades secretas han utilizado símbolos diferentes para representar el linaje.

—¿Por qué manzanas azules?

—Eso ha sido objeto de discusión, pero en general se cree que es una referencia a las uvas. Las regiones vinícolas del sur de Francia son famosas por sus uvas grandes, que las manzanas azules podrían simbolizar. Acompáñame en el establecimiento de la conexión: los hijos de Jesús son el fruto de la viña, es decir, son uvas, y, por consiguiente, manzanas azules.

Maureen asintió.

—¿Quiere decir eso que Sinclair está metido en una de esas sociedades secretas?

—Sinclair es su propia sociedad secreta —rio Tammy—. Allí es como el padrino. No pasa nada sin su aprobación o conocimiento. Además, es la cuenta bancaria de montones de investigaciones, incluida la mía.

Tammy alzó su copa en un brindis burlón por la generosidad de Sinclair.

Maureen tomó un sorbo de té y contempló el sobre que sostenía en la mano.

—Pero ¿crees que Sinclair es peligroso?

—Oh, Señor, no. Es demasiado importante para eso…, aunque tiene dinero e influencias suficientes para ocultar los cadáveres, desde luego… Es broma, de modo que deja de palidecer. Además, debe de ser el mayor experto en María Magdalena del mundo. Podría resultar un contacto muy interesante para ti si decidieras abrir tu mente un poquito.

—Supongo que irás a esa fiesta…

—¿Estás loca? Pues claro que iré. Ya tengo el billete. La fiesta es el 24 de junio, tres días después del solsticio de verano. Mmm…

—¿Qué?

—Está tramando algo, pero no sé qué. Quiere que estés en París el 21 de junio, y la fiesta es el 24, que también es la fiesta de San Juan Bautista. Esto se está poniendo muy interesante. No creo ni por un momento que estas fechas sean una coincidencia. ¿Dónde quiere que te reúnas con él?

Maureen sacó su carta del bolso, junto con el mapa de Francia que iba incluido con ella. Se los dio a Tammy.

—Mira —indicó Maureen—, hay una línea roja desde París al sur de Francia.

—Es el Meridiano de París, querida. Atraviesa el corazón del territorio de la Magdalena, y la propiedad de Sinclair, por cierto.

Tammy dio la vuelta al mapa y apareció otro, el plano de París. Lo siguió con una uña púrpura y lanzó una estentórea carcajada cuando localizó el punto de referencia de la orilla izquierda, rodeado por un círculo rojo.

—Oh, Dios. ¿Qué estás tramando, Sinclair? — Tammy indicó el plano de París—. La iglesia de Saint-Sulpice. ¿Te ha pedido que os encontréis ahí?

Maureen asintió.

—¿La conoces?

—Por supuesto. Una iglesia enorme, la segunda más grande de París después de Notre-Dame, llamada a veces la catedral de la Orilla Izquierda. Ha sido centro de actividades de las sociedades secretas desde el siglo dieciséis, como mínimo. Ojalá lo hubiera sabido, porque habría comprado mi billete a París para unos cuantos días antes. Daría cualquier cosa por presenciar tu entrevista con el padrino.

—Aún no he dicho que vaya a ir. Todo esto me parece una locura. No tengo ningún medio de ponerme en contacto con él. Ni número de teléfono, ni correo electrónico. Ni siquiera me pidió que le contestara. Da por sentado que iré.

—Es un hombre muy acostumbrado a conseguir lo que desea. Por algún motivo que no se me ocurre, quiere verte. No obstante, si quieres relacionarte con esa gente, has de dejar de ceñirte a las reglas de la sociedad normal. No son peligrosos, pero pueden ser muy excéntricos. Los acertijos forman parte de su juego, y tendrás que solucionar algunos para demostrar que eres digna de entrar en su círculo íntimo.

—No estoy segura de querer hacerlo.

Tammy acabó el resto de su margarita.

—Tú eliges, hermana. Personalmente, no me perdería una invitación como ésta por nada del mundo. Creo que es la oportunidad de tu vida. Ve como periodista, a investigar. Pero recuerda, en cuanto te adentres en este misterio, será como atravesar el espejo y caer por el agujero del conejo.

»De modo que ve con cuidado. Y aférrate a tu realidad, mi querida y conservadora Alicia.

Los Ángeles

Abril de 2005

LA DISCUSIÓN CON PETER había sido más acalorada de lo que había supuesto. Maureen sabía que se opondría a su decisión de reunirse con Sinclair en Francia, pero no estaba preparada para la vehemencia con que defendió su postura.

—Tamara Wisdom es una descerebrada, y no puedo creer que te convenciera de hacer esto. No me fío de su descripción de Sinclair.

La discusión se había prolongado durante toda la cena. Peter había interpretado el papel de hermano mayor y protector, preocupado por su seguridad, y Maureen se había esforzado por hacerle comprender su decisión.

—Pete, sabes que nunca me ha gustado correr riesgos. Me gustan el orden y el control en mi vida, y mentiría si te dijera que esto no me aterroriza.

—¿Y por qué lo haces?

—Porque los sueños y las coincidencias me aterrorizan todavía más. No tengo control sobre ellos, y la cosa va empeorando, pues cada vez son más frecuentes y vívidos. Creo que he de seguir este camino y ver adónde me conduce. Quizá Sinclair tenga las respuestas que busco, tal como él afirma. Si es el mayor experto en María Magdalena del mundo, tal vez podrá explicarme algo de esto. Sólo hay una forma de averiguarlo, ¿verdad?

Al final de la agotadora discusión, Peter se rindió por fin, pero con una condición.

—Iré contigo —anunció.

Y así terminó la discusión.

Maureen marcó en el móvil el número de Peter cuando salió de la agencia de viajes Westwood el siguiente sábado por la mañana. Aún no le había contado todo a su primo. A veces, la trataba como si todavía fuera una niña y él su protector. Si bien le agradecía que se preocupara por ella, era una adulta que debía tomar decisiones importantes en esta encrucijada de su vida. Con la decisión tomada y los billetes en la mano, había llegado el momento de informarle.

—Hola. Todo está arreglado, y ya tengo los billetes. Escucha, he tomado la decisión repentina de volar a Nueva Orleans un día antes.

Peter guardó silencio un momento, sorprendido.

—¿Nueva Orleans? Muy bien. ¿Iremos a París desde allí?

Ahora venía la parte difícil.

—No. Voy a Nueva Orleans sola. — Encadenó a toda prisa la siguiente frase para que no pudiera interrumpirla—. Se trata de algo que debo hacer sola, Pete. Nos encontraremos en JFK al día siguiente, y desde allí iremos juntos a París.

Peter hizo una pausa, y luego aceptó con un simple «de acuerdo».

Maureen se sentía culpable por engañarle.

—Escucha, estoy en Westwood. Acabo de salir de la agencia de viajes. ¿Puedes comer conmigo? Tú eliges. Yo invito.

—No puedo. Hoy tengo seminarios de refuerzo para exámenes finales en Loyola.

—Venga, ¿no hay nadie que pueda dar unas clases de latín durante unas pocas horas?

—Latín, sí, pero soy el único profesor de griego, así que me ha tocado a mí.

—De acuerdo. Quizás otro día me expliques por qué los adolescentes del siglo veintiuno han de aprender lenguas muertas.

Peter sabía que Maureen estaba bromeando. Su respeto por la cultura y el talento para los idiomas de Peter era inmenso.

—Por el mismo motivo que yo tuve que aprender lenguas muertas, y mi abuelo también. Nos ha servido de mucho, ¿no?

Maureen no podía llevarle la contraria, ni siquiera en broma. El abuelo de Peter, el estimado doctor Cormac Healy, había participado en Jerusalén en un comité encargado de estudiar y traducir algunos papiros de la extraordinaria biblioteca de Nag Hammadi. La pasión de Peter por los manuscritos antiguos había florecido de adolescente, cuando pasó el verano en Israel con su abuelo. Peter había participado en la excavación del Scriptorium de Qumrán, donde se habían escrito los manuscritos del mar Muerto. Durante años, había guardado un diminuto trozo de ladrillo de la pared del Scriptorium en una vitrina contigua a su escritorio. Pero cuando su prima mostró auténtica pasión y dedicación por su trabajo de escritora, consideró apropiado que lo guardara ella, como fuente de inspiración. Maureen se colgaba el fragmento de ladrillo, guardado dentro de una bolsa de piel, alrededor del cuello cada vez que se ponía a escribir con ahínco.

Fue durante aquel verano en Israel cuando el joven Peter descubrió su vocación, tanto académica como religiosa. Había visitado los lugares sagrados de la cristiandad con un grupo de jesuitas, y la experiencia había tenido un profundo impacto en el joven e idealista irlandés. La orden jesuita resultó ser el elemento ideal para combinar sus dos pasiones, la religiosa y la erudita.

Maureen lo había dispuesto todo para reunirse con él más avanzada la semana. Cuando cerró el teléfono móvil, cayó en la cuenta de que hacía meses que no se sentía tan animada.

No podía decirse lo mismo del padre Peter Healy.

La costa Oeste de Estados Unidos posee un rico patrimonio de edificios históricos en las misiones californianas. Fundadas por el diligente monje franciscano fray Junípero Serra en el siglo XVIII, estos vestigios de la arquitectura española, provistos de hermosos jardines, se encuentran en lugares de gran belleza natural.

Peter sentía una gran simpatía por la orden franciscana, y se había propuesto visitar todas las misiones californianas desde que llegó al estado. Las misiones armonizaban la historia con la fe, una combinación que resonaba en el alma y el corazón de Peter. Cuando necesitaba espacio y tiempo para pensar, solía escaparse a una de las misiones del sur de California. Cada una poseía su particular encanto, y representaban un oasis de calma en el centro de su agitado estilo de vida en Los Ángeles.

Hoy había elegido la misión de San Fernando, debido a la proximidad de su amigo, el padre Brian Rourke, que vivía cerca y era el líder de la orden jesuita instalada en el valle de San Fernando. La relación de Peter con el padre Brian se remontaba a sus primeros años en el seminario, cuando aquél había sido su mentor. Ahora, Peter necesitaba un amigo de confianza. Buscaba refugio, incluso de la Iglesia a la que amaba y obedecía. El padre Brian había accedido a recibirle con poca antelación al percibir cierto pánico en la voz de Peter.

—¿Tu prima es católica practicante?

El sacerdote caminaba por los jardines de la misión con Peter. El sol de la tarde bañaba el valle, y Peter se secó una gota de sudor con el dorso de la mano.

—Ya no lo es, pero era muy devota de niña. Los dos lo éramos.

El padre Rourke asintió.

—¿Ocurrió algo que la apartó de la Iglesia?

Peter vaciló un momento.

—Problemas familiares. Prefiero no extenderme al respecto.

Creía que revelar las visiones de Maureen sin su consentimiento era como una especie de traición. No quería desvelar los demás secretos familiares. Todavía no, al menos. Pero no sabía muy bien qué hacer a continuación, y necesitaba el sabio consejo de alguien de confianza dentro de la estructura de la Iglesia.

El sacerdote de mayor edad asintió, indicando que comprendía su deseo de confidencialidad.

—En muy pocas ocasiones se concede crédito a las visiones divinas. A veces son sueños, a veces fantasías infantiles. Es probable que no haya de qué preocuparse. ¿Vas a acompañarla a Francia?

—Sí. Siempre he sido su consejero espiritual, y debo de ser la única persona en la que confía de verdad.

—Estupendo, estupendo. Así podrás vigilarla. Llama de inmediato si crees que se está poniendo en peligro de alguna manera. Te ayudaremos.

—Estoy seguro de que no llegaremos a tanto.

Peter sonrió y dio las gracias a su amigo. La conversación se transformó en una discusión sobre el calor extremo de California en contraposición a los suaves veranos de su nativa Irlanda. Hablaron de viejos amigos y del paradero de su antiguo profesor y paisano, que ahora era obispo en algún lugar del Profundo Sur. Cuando llegó la hora de marchar, Peter aseguró a su viejo amigo que se sentía mejor después de su charla.

Mentía.

El padre Rourke volvió a su despacho con el corazón contrito y la conciencia desgarrada. Estuvo sentado durante mucho rato, contemplando el crucifijo que colgaba en la pared sobre su escritorio. Exhaló un suspiro de resignación, descolgó el teléfono y marcó el código de zona de Luisiana. No tuvo que consultar el número.

Nueva Orleans

Junio de 2005

MAUREEN CIRCULABA POR LAS AFUERAS de Nueva Orleans en su coche de alquiler, con un plano de la zona desplegado sobre el asiento del acompañante. Aminoró la velocidad y se detuvo a un lado, para echar un vistazo al plano y comprobar que iba bien encaminada. Satisfecha, reemprendió el camino. Cuando dobló la siguiente esquina, aparecieron a la vista las tumbas estilo sarcófago y monumentos que han hecho famosos a los cementerios de la ciudad.

Maureen estacionó el coche en el aparcamiento y recogió del asiento posterior su bolso y las flores que había comprado al vendedor callejero. Bajó del coche, con cuidado de esquivar los charcos fangosos, restos de la tormenta de antes, preludio del verano, y examinó el paisaje de tumbas bien cuidadas. Recargados indicadores y guirnaldas de flores se extendían hasta perderse de vista. Maureen respiró hondo y se encaminó hacia las puertas del cementerio con sus flores. Se detuvo en la entrada principal y alzó la vista, pero se desvió a la izquierda sin entrar en el recinto.

Rodeó el perímetro del camposanto hasta llegar a otra serie de sepulturas. Las tumbas estaban invadidas de musgo y malas hierbas, descuidadas y patéticas. Aquí estaban enterrados los parias.

Caminó con parsimonia y reverencia entre las tumbas. Reprimió las lágrimas cuando pasó junto a tumbas olvidadas, individuos que habían sido abandonados incluso en la muerte. La próxima vez traería más flores, flores para todos ellos.

Se arrodilló, apartó a un lado las malas hierbas que cubrían una lápida en mal estado. El nombre que dejó al descubierto era el de Edouard Paul Paschal.

Maureen arrancó las hierbas invasoras con las manos. Limpió la tumba indiferente a la tierra y el barro acumulados bajo sus uñas y que salpicaban su ropa. Alisó la zona con las manos y frotó la lápida para resaltar las letras del nombre del ocupante.

Cuando estuvo satisfecha de sus esfuerzos, depositó las flores sobre la tumba. Extrajo la foto enmarcada del bolso y miró un momento la instantánea. Entonces, permitió que las lágrimas se desbordaran. La imagen mostraba a Maureen de niña, apenas cinco o seis años, sentada en las rodillas de un hombre que le estaba leyendo un cuento de un libro. Los dos intercambiaban una sonrisa de felicidad, sin hacer caso de la cámara.

—Hola, papá —susurró a la foto, antes de dejarla sobre la lápida.

Maureen se demoró un momento, con los ojos cerrados, perdida en su intento de recordar a su padre con detalle. Aparte de esta fotografía, contaba con pocas cosas para despertar recuerdos de él. Después de su muerte, su madre había prohibido cualquier conversación sobre el hombre o el papel que había desempeñado en sus vidas. Había dejado de existir para ellas, así de sencillo, al igual que la familia de él. Maureen y su madre se habían trasladado a Irlanda al cabo de muy poco tiempo. Su pasado en Luisiana quedó relegado a los borrosos recuerdos de una niña traumatizada y afligida.

Aquella mañana, Maureen había buscado en el listín telefónico de Nueva Orleans residentes apellidados Paschal. Encontró varios, algunos de los cuales podían ser parientes suyos, pero había cerrado el listín al instante, porque nunca había albergado una auténtica intención de ponerse en contacto con presuntos parientes, sobre todo después de tanto tiempo, y especialmente ahora. Había sido más como un ejercicio memorístico.

Maureen tocó la fotografía a modo de despedida, y luego se secó las lágrimas con una mano fangosa que manchó de barro su cara. No le importó. Se levantó y volvió sobre sus pasos sin mirar atrás, y se detuvo ante las puertas de la entrada principal. Dentro del cementerio, una capilla blanca coronada con una pulida cruz de latón relumbraba bajo la luz del sol.

Maureen contempló la iglesia a través de los barrotes.

Se protegió los ojos de los destellos de la cruz, y después dio la espalda al camposanto y se marchó.

Ciudad del Vaticano, Roma

Junio de 2005

EL CARDENAL TOMÁS DECARO se levantó del escritorio y miró la piazza por la ventana. No sólo sus ojos envejecidos necesitaban un descanso de la pila de papeles amarillentos acumulados sobre la mesa. Su mente y su conciencia anhelaban descansar y meditar sobre la información que había recibido aquella mañana. Se avecinaba un terremoto, de eso estaba seguro. De lo que ya no estaba tan seguro era de los daños que este cataclismo iba a provocar, ni de quiénes serían las víctimas.

Abrió el cajón superior del escritorio y miró el objeto que le daba fuerzas en momentos así. Era un retrato del bendito papa Juan XXIII, bajo el encabezamiento Vatican Secundum. Debajo de la imagen había una cita de aquel gran líder visionario que tanto había arriesgado por integrar a su amada Iglesia en el mundo contemporáneo. Aunque DeCaro se sabía las palabras de memoria, leerlas le confortó:

—«No es el evangelio lo que ha cambiado. Es que hemos empezado a comprenderlo mejor. Ha llegado el momento de discernir el signo de los tiempos, de aprovechar la oportunidad y mirar adelante».

En el exterior, el verano se estaba acercando y prometía un hermoso día en Roma. DeCaro decidió hacer novillos unas horas y dar un largo paseo por su amada Ciudad Eterna.

Necesitaba caminar, necesitaba pensar y, sobre todo, necesitaba rezar para recibir consejo. Tal vez el espíritu del buen papa Juan le ayudaría a orientarse en la crisis inminente.


… Bartolomé llegó a nosotros por mediación de Felipe, otro de nuestra tribu que fue incomprendido, y confieso que yo fui la primera en juzgarle mal. Desde hacía mucho tiempo era seguidor de Juan el Bautista, y yo le conocía debido a su amistad. Por dicha causa, tardé cierto tiempo en aprender a confiar en Felipe.

Felipe era un hombre enigmático. Práctico y culto. Podía hablarle en la lengua de los helenos, en la cual me habían educado. Era de ascendencia noble, nacido en Betsaida, aunque había optado por una vida de extrema sencillez, negándose el boato de la nobleza. Este rasgo lo había aprendido de Juan. Aparentemente, Felipe era difícil y pendenciero, pero debajo de esta apariencia se ocultaba un carácter alegre y bondadoso.

Felipe jamás haría nada que pudiera perjudicar a un ser vivo. De hecho, era muy severo en sus hábitos alimenticios, y no consumía carne que pudiera causar sufrimientos a ningún animal. Mientras el resto de nuestra tribu se alimentaba de pescado, Felipe no quería ni oír hablar de ello. Era incapaz de soportar la idea de las tiernas bocas desgarradas por anzuelos, o la agonía que debían padecer los peces cuando eran atrapados por las redes. Había discutido muchas veces con Pedro y Andrés sobre este dilema. Yo pensaba en ello a menudo. Tal vez estaba en lo cierto, y su compromiso con esta creencia era una de las razones de la admiración que sentía por él.

A veces pensaba que Felipe era como los animales que reverenciaba, aquellos que se protegen con espinas o armaduras por fuera, para que nada pueda aguijonear al blando animal que yace debajo. No obstante, tomó bajo su protección a Bartolomé cuando le encontró en el camino sin hogar. Percibió la bondad de Bartolomé, y nos la trajo a nosotros.

Después del Tiempo de la Oscuridad, Felipe y Bartolomé fueron mi mayor consuelo. Llevaron a cabo los preparativos iniciales, junto con José, para trasladarnos sanos y salvos a Alejandría, lejos de nuestra tierra cuanto antes. Para Bartolomé, los niños eran tan importantes como las mujeres. En realidad, fue el mayor consuelo para el pequeño Juan, que ama a todos los hombres. Pero Sara Tamar también quería mucho a Bartolomé.

Sí, esos dos hombres merecen un lugar en el cielo que esté lleno de lux y perfección por toda la eternidad, la única preocupación de Felipe era protegernos y conducirnos sanos y salvos a nuestro destino. Creo que nada le habría detenido, con independencia de lo que le hubiera pedido. Si hubiera dicho a Felipe que nuestro destino era la luna, habría hecho todo cuanto hubiera estado en sus manos por llevarnos a ella.

EL EVANGELIO DE ARQUES DE MARÍA MAGDALENA

EL LIBRO DE LOS DISCÍPULOS