McLean, Virginia
Marzo de 2005
A MAUREEN SE LE HABÍA ACELERADO el pulso de una manera anormal mientras conducía por la carretera principal que atravesaba McLean. No estaba preparada para la extraña invitación de Rachel Martel, pero al mismo tiempo se sentía muy entusiasmada. Siempre había sido así. La suya era una vida plagada de acontecimientos extraños y a menudo intensos, extraordinarias coincidencias que la afectaban para siempre. ¿Sería otro de aquellos sucesos sobrenaturales? Sentía una especial curiosidad por cualquier revelación relacionada con María. ¿Curiosidad? No era una palabra lo bastante contundente. ¿Obsesión? Ésa era más precisa.
Su relación con la leyenda de María Magdalena había sido una fuerza dominante en su vida desde los inicios de su tarea de investigación y documentación para escribir Historia de Ella. Desde la primera visión en Jerusalén, Maureen había percibido a María Magdalena como una mujer de carne y hueso, casi una amiga. Cuando estaba trabajando en el borrador definitivo del libro, tuvo la impresión de que estaba defendiendo a una amiga calumniada por la prensa. Su relación con María era muy real. O surreal, para ser más precisa.
La librería La Luz Sagrada era pequeña, aunque contaba con un gran escaparate en el que se exponían ángeles de todas clases y de todos los tamaños. Había libros sobre ángeles, figuritas de ángeles y montones de cristales centelleantes rodeados de material gráfico que plasmaba a los querubines de moda. Maureen pensaba que la propia Rachel era de apariencia angelical: algo entrada en carnes, con rizos muy rubios que enmarcaban una cara dulce. Cuando había ido a pedirle el autógrafo, llevaba un conjunto de dos piezas de lino blanco.
El melódico tintineo de campanas anunció la llegada de Maureen cuando abrió la puerta y entró en una versión ampliada de la exposición del escaparate. Rachel Martel estaba agachada detrás del mostrador, buscando en la vitrina contigua un cristal para una cliente.
—¿Ésta? — preguntó a la joven, que tendría unos dieciocho o diecinueve años.
—Sí, ésa. — La chica extendió la mano para examinar la punta de cristal, una piedra lavanda engarzada en plata—. Es amatista, ¿verdad?
—De hecho, es ametrina —corrigió Rachel. Acababa de reparar en que Maureen era la causa de que hubieran sonado las campanillas de la puerta, y le dedicó una veloz sonrisa, como diciendo, enseguida-estoy-con-usted, antes de continuar conversando con la cliente—. La ametrina es la amatista que contiene citrina en su interior. Si la miras a contraluz, verás el hermoso centro dorado.
La adolescente miró el cristal a contraluz.
—Es muy bonita —exclamó—. Pero me dijeron que necesitaba amatista. ¿Esto obrará el mismo efecto?
—Sí, y más —sonrió con paciencia Rachel—. Se cree que la amatista expande la naturaleza espiritual, y la citrina sirve para equilibrar las emociones en el cuerpo físico. En conjunto, es una combinación muy potente. No obstante, también tengo amatista pura, si lo prefieres.
Maureen sólo estaba escuchando a medias la conversación. Sentía muchísima más curiosidad por los libros de los que Rachel le había hablado. Daba la impresión de que las estanterías estaban clasificadas por temas, y las examinó con rapidez. Había volúmenes relativos a las culturas autóctonas americanas y hasta una sección celta. En otra ocasión, de haber tenido más tiempo Maureen se habría demorado en ella. No faltaba, por supuesto, la habitual sección de ángeles.
A la derecha de los ángeles había algunos libros sobre pensamiento cristiano. Ajajá, caliente caliente. Siguió mirando, y se detuvo de repente. Había un volumen grande y blanco con gruesas letras negras: MAGDALENA.
—¡Veo que no necesita mi ayuda para localizar lo que anda buscando!
Maureen pegó un bote. No había oído acercarse a Rachel. La joven cliente se marchó con una bolsita azul y blanca, que contenía su cristal.
—Éste es uno de los libros de los que le hablé. El resto son más bien folletos. Creo que debería echar un vistazo a éste.
Rachel extrajo un folleto delgado de la estantería que tenía a la altura de los ojos. Era de color rosa, y parecía haber sido impreso en una impresora casera. María en McLean, anunciaba en letra Times New Roman de 24 puntos.
—¿A qué María se refiere? — preguntó Maureen. Mientras escribía su libro, había seguido cierto número de pistas interesantes, pero al final había descubierto que se referían a la Virgen, y no a la Magdalena.
—Su María —dijo Rachel con una sonrisa de complicidad.
Maureen respondió a la mujer con otra sonrisa, aunque menos convincente. Mi María.
—No hace falta concretar —continuó la librera—, pues fue escrito por una persona de la localidad. La comunidad espiritual de McLean sabe que es María Magdalena. Como ya le dije antes, aquí tiene muchos seguidores.
Rachel continuó explicando que, durante muchas generaciones, residentes de esta pequeña ciudad de Virginia habían informado acerca de visiones espirituales.
—Durante el último siglo, Jesús ha sido visto por aquí en casi cien ocasiones documentadas. Lo extraño es que se le suele ver de pie junto a la carretera, la carretera principal, la que usted ha tomado para venir hasta aquí. En algunas visiones está en la cruz, visto también desde la carretera principal. En otras, Cristo ha sido visto caminando con una mujer, que ha sido descrita en numerosas ocasiones como menuda y de pelo largo.
Rachel pasó las páginas del folleto e indicó los diversos capítulos a Maureen.
—La primera visión de este tipo se documentó a principios del siglo veinte. La mujer que tuvo la visión fue Gwendolyn Maddox, y la aparición tuvo lugar en el jardín trasero de su casa, nada más y nada menos. Insistió en que la mujer que iba con Cristo era María Magdalena mientras el sacerdote de su parroquia porfiaba en que la visión había sido de Cristo y la Virgen María. Supongo que consigues más puntos del Vaticano si ves a la Virgen María, pero la vieja Gwen no dio su brazo a torcer. Era María Magdalena. Dijo que ignoraba cómo lo sabía, pero lo sabía. También afirmaba que la visión la había curado por completo de la terrible artritis reumática que sufría. Fue entonces cuando alzó un altar y abrió su jardín al público. Hasta hoy en día, la gente de los alrededores reza a María Magdalena en busca de curación.
»También es fascinante observar que ningún descendiente de Gwen padeció artritis reumática, que por lo que yo sé es una enfermedad hereditaria. Me siento muy agradecida en particular por ello, al igual que mi madre y mi abuela. Soy la bisnieta de Gwendolyn.
Maureen contempló el folleto. Había pasado por alto la pequeña inscripción que había justo en la parte inferior del folleto: María en McLean: por Rachel Maddox Martel.
Rachel entregó el folleto a Maureen.
—Tenga, es un regalo. Contiene la historia de Gwen y algunos detalles sobre su visión. En cuanto a este otro libro —Rachel indicó el volumen blanco con la inscripción en mayúsculas negras magdalena—, también está escrito por una nativa de McLean. La autora ha dedicado mucho tiempo a investigar las apariciones locales de María, pero también ha llevado a cabo una ingente tarea de investigación general. Este libro expone toda la gama de teorías sobre María Magdalena, y debo decir que algunas son un poco excesivas para mi gusto. Pero es una lectura fascinante, y no lo encontrará en ningún otro lugar, porque nunca fue distribuido.
—Me lo llevaré, por supuesto —dijo Maureen, algo ausente. Su mente estaba en varios sitios a la vez—. ¿Por qué McLean, en su opinión? Quiero decir, de todos los lugares de Estados Unidos, ¿por qué se aparece aquí?
Rachel sonrió y se encogió de hombros.
—No tengo una respuesta para eso. Tal vez haya otros lugares de Estados Unidos en que esto también esté pasando, pero lo guardan en secreto. O quizá la población tiene algo especial. Lo que sé es esto: la gente con un interés espiritual en la vida de María Magdalena suele venir a McLean, tarde o temprano. No sabría decirle cuánta gente ha entrado en esta tienda en busca de libros sobre ella. Al igual que usted, ignoraban la relación de María Magdalena con esta ciudad. No puede ser una coincidencia, ¿verdad? Creo que ella atrae a sus fieles hasta aquí.
Maureen meditó un momento antes de contestar.
—¿Sabe…? — hizo una pausa, pues aún estaba elaborando la idea—. Cuando empecé a organizar el viaje, tenía la intención de alojarme en Washington. Tengo un buen amigo allí, y habría sido fácil venir en coche a McLean para firmar libros. Washington también era la elección más sensata viniendo en avión, pero en el último momento decidí que me hospedaría aquí.
Rachel sonreía mientras Maureen explicaba su cambio de planes.
—¿Lo ve? María la trajo aquí. Prométame que, si la ve mientras conduce por McLean, no se olvidará de llamar para contármelo.
—¿La ha visto alguna vez?
Maureen sentía la necesidad imperiosa de saberlo.
Rachel dio unos golpecitos con una uña sobre el folleto rosa que Maureen sostenía.
—Sí, y el libro explica cómo las visiones han pasado de generación en generación en mi familia —explicó, en un tono sorprendentemente prosaico—. La primera vez, yo era muy pequeña. Tenía cuatro o cinco años, creo. Fue en el jardín de mi abuela, ante el altar. María estaba sola la primera vez que la vi. La segunda visión tuvo lugar cuando yo era adolescente. Fue junto a la carretera, y María estaba con Jesús. Fue muy extraño. Yo iba en un coche lleno de chicas, y volvíamos a casa de un partido de fútbol americano del colegio. Era un viernes por la noche. Bien, mi hermana mayor Judith iba al volante, y cuando doblamos una curva de la carretera, vimos a un hombre y una mujer que caminaban en nuestra dirección. Judy aminoró la velocidad para ver si necesitaban ayuda. Fue cuando nos dimos cuenta de lo que sucedía. Estaban allí parados, como petrificados en el tiempo, pero rodeados de un resplandor.
»Bien, Judy se quedó muy impresionada y empezó a llorar. La chica que iba a su lado preguntó qué pasaba y por qué nos habíamos parado. Fue cuando comprendí que las demás chicas no los veían. Sólo mi hermana y yo podíamos verlos.
»Me he preguntado durante mucho tiempo si la genética estaba relacionada con las visiones. Mi familia ha experimentado muchas, y yo contaba con pruebas auténticas de que podíamos ver visiones que los demás no. La verdad es que aún no lo sé. De hecho, hay gente en McLean sin el menor parentesco conmigo que también ha tenido visiones.
—¿Todas las visiones fueron experimentadas por mujeres?
—Oh, sí. Me había olvidado de eso. Siempre que María ha sido vista sola, que yo sepa, la ha visto otra mujer. Cuando aparece con Jesús, también los hombres la ven. Pero muy pocos han tenido visiones. O puede que haya más, pero creo que los hombres son más reacios a hablar de esas cosas en público.
—Entiendo —asintió Maureen—. Rachel, ¿vio con mucha nitidez a María? Quiero decir, ¿podría describir su rostro con detalle?
Rachel seguía sonriendo de aquella manera beatífica que Maureen encontraba extrañamente reconfortante. Hablar con alguien de visiones, como si fuera la cosa más natural del mundo, conseguía que Maureen se sintiera a gusto por completo. Al menos, si no estaba como un cencerro, se encontraba en una compañía de lo más agradable.
—Puedo hacer algo mejor que describir su cara. Acompáñeme.
Rachel tomó a Maureen por el brazo y la condujo hasta la parte posterior de la tienda. Señaló la pared que había detrás de la caja registradora, pero los ojos de Maureen ya habían descubierto el retrato. Era un antiguo óleo en el que había representada una mujer pelirroja de rostro exquisito y los ojos color avellana más extraordinarios que había visto en su vida.
Rachel estaba observando con atención la reacción de Maureen, a la espera de que dijera algo. Fue una espera larga. Maureen se había quedado sin habla.
—Veo que ustedes dos ya se conocen —dijo Rachel en voz baja.
Pese al estupor de Maureen al ver el rostro en el cuadro, le estremeció aún más lo que ocurrió a continuación. Después de la sorpresa inicial, empezó a temblar justo antes de que los sollozos surgieran de su cuerpo.
Lloró durante lo que tal vez fue un minuto, o quizá dos, sollozos que sacudieron su menudo cuerpo durante los primeros segundos, hasta transformarse en un llanto quedo. Sentía una terrible pena, un dolor profundo y lacerante, pero no estaba muy segura de que la tristeza le perteneciera. Era como si estuviera experimentando el dolor de la mujer del cuadro. Pero después cambió. Después del estallido inicial, lloró de alivio y se rindió a él. El óleo representaba un tipo de confirmación. Convertía en real a la mujer del sueño.
La mujer del sueño, que resultaba ser María Magdalena.
Rachel tuvo la amabilidad de preparar una tisana en la parte de atrás de la tienda. Dejó que Maureen se sentara en el pequeño almacén para gozar de una cierta intimidad. Una pareja joven que buscaba libros de astrología había entrado en la tienda, y Rachel salió a ayudarlos. Maureen estaba sentada ante un pequeño escritorio, bebiendo manzanilla con la esperanza de que la afirmación de la caja, «calma los nervios», no fuera pura publicidad.
Cuando Rachel terminó de atender a los clientes en la parte delantera de la tienda, volvió a ver cómo seguía Maureen.
—¿Se encuentra bien?
Maureen asintió y tomó otro sorbo.
—Ahora sí, gracias. Lamento mucho haber perdido la compostura, Rachel. Yo, bien… ¿Pintó usted el cuadro?
La mujer asintió.
—Mi familia tiene habilidades artísticas. Mi abuela es escultora. Ha hecho varias versiones de María en arcilla. Me he preguntado a menudo si el motivo de que ella se nos aparezca es porque poseemos el talento de representarla.
—O tal vez porque la gente de tendencias artísticas es más abierta. — Maureen estaba pensando en voz alta—. ¿Algo que ver con el hemisferio cerebral derecho?
—Es posible. Creo que es una combinación de ambas cosas, como mínimo. Le diré algo más: creo con todo mi corazón que María desea que la oigan. Sus apariciones han aumentado en McLean durante la última década. El año pasado se me apareció con frecuencia, y supe que tenía que pintarla para alcanzar cierto grado de paz. En cuanto el retrato estuvo terminado y expuesto, pude dormir de nuevo. De hecho, no la he visto desde entonces.
Aquella noche, en la habitación del hotel, Maureen contemplaba el vino tinto en su copa con la mirada perdida. Echó un vistazo a la televisión, sintonizada en un canal por cable, y se esforzó por apartar de su mente la perorata del ultraconservador presentador. Pese a que aparentaba una gran energía, Maureen odiaba los enfrentamientos. Incluso la posibilidad de que tal vez estaban hablando de su obra le resultaba doloroso. Era como presenciar un accidente de tránsito espantoso: no podía apartar los ojos, por desagradable que fuera la escena.
El fanático presentador se volvió hacia su estimado invitado.
—¿Acaso no se trata de uno más en la larga ristra de ataques contra Cristo? — preguntó.
Las palabras Obispo Magnus O’Connor aparecieron bajo el rostro envejecido de un airado sacerdote, que contestó con un acento inconfundiblemente irlandés.
—Por supuesto. Durante siglos, hemos soportado las difamaciones de individuos errados, cuya intención es atacar la fe de millones de personas para lograr sus propios fines. Estas feministas radicales han de aceptar el hecho de que todos los apóstoles reconocidos eran hombres.
Maureen se rindió. Esta noche no estaba en forma, había sido un día demasiado largo y cargado de emociones. Silenció al sacerdote con un toque del mando a distancia, y deseó que todo en la vida fuera igual de sencillo.
—Disculpe, su santidad —gruñó mientras se iba a la cama.
Un rayo de luz procedente del exterior iluminaba la mesita de noche de Maureen, en especial sus pociones para dormir: una copa de vino tinto medio vacía y una caja de un somnífero que había comprado sin receta. En un pequeño cenicero de cristal contiguo a la lámpara había colocado el antiguo anillo de cobre de Jerusalén.
Maureen se movía agitadamente en la cama, pese a haber tomado pastillas para dormir a pierna suelta. El sueño se presentó, tan implacable como espontáneo.
Empezó como siempre: el tumulto, el sudor, la muchedumbre. Pero cuando Maureen llegó a la parte en que veía por primera vez a la mujer, todo se oscureció. Se precipitó en un vacío durante un lapso de tiempo incalculable.
Y entonces el sueño cambió.
Un idílico día a orillas del mar de Galilea un niño corría delante de su encantadora madre. No había heredado sus sorprendentes ojos color avellana ni el cabello cobrizo, a diferencia de su hermana pequeña. Tenía una mirada diferente, oscura y penetrante, sorprendentemente meditabunda en un niño tan pequeño. Corrió hasta el borde del mar, recogió una roca interesante que había llamado su atención y la alzó para que brillara al sol.
Su madre le advirtió de que no se adentrara demasiado en el mar. Hoy no se cubría la cabeza y el rostro con el velo, y el largo pelo suelto onduló alrededor de su cara cuando tomó la mano de la niña, una perfecta versión en miniatura de ella misma.
La voz de un hombre formuló una advertencia similar, pero amable, a la diminuta niña, que se había soltado de la mano de su madre y corría hacia su hermano. La pequeña parecía rebelde, pero su madre rio, y se volvió para dirigir una sonrisa íntima al hombre que caminaba detrás de ella. En este paseo informal en compañía de su joven familia, iba vestido con ropas de lino crudo que le caían libremente, en lugar del inmaculado hábito blanco que utilizaba en público. Apartó de los ojos largos mechones de pelo castaño y devolvió la sonrisa a la mujer, una expresión henchida de amor y satisfacción.
Se despertó de repente, como si desde el sueño la hubieran arrojado a su habitación. Estaba temblando. Los sueños siempre la alteraban, pero esta sensación de ser transportada a través del tiempo y el espacio era todavía más desconcertante. Su respiración era agitada e intentó serenarse y respirar más relajadamente.
Maureen estaba empezando a recobrarse, cuando tomó conciencia de que algo se movía delante de la puerta. Adivinó más que vio la figura que había aparecido en la puerta de su habitación. Lo que vislumbró era indefinido: una forma, una figura, un movimiento. Daba igual. Supo quién era, con tanta seguridad como ya sabía que el sueño había terminado. Era Ella. Estaba en su habitación.
Maureen tragó saliva. Tenía la boca seca a causa de la impresión y algo más que un poco de miedo. Sabía que la figura de la puerta no pertenecía al mundo físico, pero tampoco estaba segura de que eso fuera demasiado consolador. Hizo acopio de toda su valentía y logró emitir un susurro en dirección a la figura.
—¿Qué…? Dime cómo puedo ayudarte. Por favor.
Se oyó un leve roce a modo de respuesta, el susurro de un velo o el aletear de las hojas de primavera, y luego nada. La figura desapareció con tanta rapidez como se había materializado.
Maureen saltó de la cama y encendió la luz. Las cuatro menos diez de la madrugada, según el reloj digital. Tres horas menos en Los Ángeles. Perdóname, padre, pensó, mientras descolgaba el teléfono de la mesita de noche y marcaba con tanta rapidez como le permitían sus dedos temblorosos. Necesitaba a su mejor amigo (y quizá, sólo quizá), necesitaba a un sacerdote.
La voz insistente de Peter, con su consolador acento irlandés, la devolvió a la tierra.
—Es muy importante que no olvides los detalles de estas…, bien…, visiones. Vas tomando nota de ellas, ¿verdad?
—¿Visiones? Por favor, no me lances al Vaticano encima, Peter —gimió ella—. Preferiría morir antes que convertirme en una cause célebre de la Inquisición.
—Bah, Maureen, nunca te haría algo semejante. Pero ¿y si son visiones? No puedes descartar la importancia potencial de lo que has visto.
—Antes que nada, sólo han sido dos. El resto han sido sueños. Sueños muy vívidos e intensos, pero sueños al fin y al cabo. Tal vez se está imponiendo una locura genética. Cosas de familia, ya sabes —Maureen exhaló un profundo suspiro—. Maldita sea, me estoy asustando. En teoría, deberías ayudarme a recobrar la calma, ¿recuerdas?
—Lo siento. Tienes razón, y quiero ayudarte, pero antes prométeme que anotarás las fechas y las horas de tus vis…, digo, sueños. Sólo para lo que nos interesa. Eres historiadora y periodista. Tú sabes mejor que nadie que documentar los hechos es fundamental.
Maureen se permitió una risita al oír aquello.
—Oh, sí, y no cabe duda de que estamos hablando de hechos históricos. — Suspiró—. Muy bien, lo haré. Tal vez contribuirá a que lo comprenda mejor algún día. Tengo la sensación de que están sucediendo muchas cosas, y de que he perdido por completo el control.
… Debo escribir ahora algo más acerca de Natanael, al que llamábamos Bartolomé, porque su devoción siempre me conmovió. Bartolomé era poco más que un muchacho cuando se unió a nosotros en Galilea. Y si bien le habían expulsado de la casa de su noble padre, Tolma de Canae, quedó claro nada más conocerle que no tenía nada de incorregible. Sin duda, un patriarca cruel e insensato había juzgado mal la belleza y la promesa de un alma tan preciosa y especial, un hermoso hijo. Easa también se dio cuenta, y de inmediato.
Bastaba mirarle a los ojos para comprender a Bartolomé. Aparte de Easa y de mi hija, nunca he visto tal pureza y bondad en unos ojos. Su pureza se revelaba por su mediación, un alma pura y prístina. El día que llegó a mi casa de Magdala, mi hijito se acomodó en su regazo y no se separó de él durante el resto de la velada. Los niños son los mejores jueces, y Easa y yo intercambiamos una sonrisa cuando vimos al pequeño Juan con su amigo más reciente. Juan nos confirmó lo que sabíamos después de mirar a Bartolomé: era un miembro de nuestra familia, y lo sería por toda la eternidad.
EL EVANGELIO DE ARQUES DE MARÍA MAGDALENA
EL LIBRO DE LOS DISCÍPULOS