McLean, Virginia
Marzo de 2005
MCLEAN, VIRGINIA, ES UN LUGAR ecléctico, una extraña mezcla de centro de decisiones políticas y zona residencial. Situado junto a una ronda de circunvalación, se halla a corta distancia, pasado el cuartel general de la CIA, de Tyson’s Corner, uno de los centros comerciales más grandes y prestigiosos de Estados Unidos. McLean no es famoso como centro espiritual. Al menos, para casi nadie.
Maureen Paschal no estaba preocupada en absoluto por temas sagrados cuando enfiló con su Ford Taurus alquilado el largo camino de entrada del McLean Ritz Carlton. La agenda de la mañana del día siguiente era muy apretada: levantarse temprano para desayunar con la Liga del Este de Mujeres Escritoras, tras lo cual tenía una presentación y firma de libros en una gigantesca librería de Tyson’s Corner.
Eso dejaría a Maureen casi todo el sábado por la tarde libre. Perfecto. Iría a explorar, como hacía siempre que iba a una ciudad nueva. Daba igual lo pequeña o rural que fuera la población. Si Maureen nunca había estado en ella, se sentía fascinada por la perspectiva. Jamás dejaba de descubrir la joya de la corona, un rasgo especial de cada ciudad que visitaba, el detalle que la convertía en algo único en su recuerdo. Mañana descubriría el de McLean.
En la recepción del hotel todo fue sobre ruedas. Su editora se había encargado de registrarla, y Maureen sólo tuvo que firmar y recoger su llave. Subió en el ascensor a su bonita habitación, donde satisfizo su necesidad de orden deshaciendo la maleta de inmediato, con el fin de alisar a continuación las arrugas de su ropa.
A Maureen le encantaban los hoteles de lujo. Imaginaba que a todo el mundo le pasaba igual, pero era como una niña cuando se alojaba en uno. Inspeccionaba con detenimiento todos los servicios e instalaciones, se fijaba en el contenido del minibar, comprobaba la calidad del suntuoso albornoz colgado detrás de la puerta del cuarto de baño, y sonreía al ver el teléfono supletorio al lado del inodoro.
Juraba que nunca se cansaría de aquellos caprichos. Tal vez todos los años de estrecheces, comiendo Top Ramen, Pop Tarts y bocadillos de mantequilla de cacahuete, mientras su investigación devoraba lo que quedaba de sus ahorros, habían servido de algo. La ayudaban a apreciar las cosas más hermosas que la vida empezaba a ofrecerle.
Paseó la vista alrededor de la espaciosa habitación y experimentó una breve punzada de pesar. Pese a su éxito reciente, no tenía a nadie con quien compartir sus logros. Estaba sola, siempre lo había estado, y quizá siempre lo estaría…
Maureen reprimió la autocompasión casi al instante, y pensó en la distracción que apartaría su mente de tales pensamientos: algunas de las tiendas más fascinantes de Estados Unidos la estaban esperando a la vuelta de la esquina. Recogió su bolso, comprobó que llevaba todas las tarjetas de crédito y salió a celebrar la cultura de Tyson’s Corner.
La Liga del Este de Mujeres Escritoras se reunía para desayunar en una sala de conferencias del McLean Ritz Carlton. Maureen llevaba su uniforme público: traje clásico de diseño, tacones altos y una pizca de Chanel Número 5. Llegó a la sala a las nueve en punto, declinó la comida que le ofrecieron y pidió una taza de Irish Breakfast Tea. Comer antes de una sesión de preguntas y respuestas nunca era una buena idea. Le causaba náuseas.
Maureen estaba menos nerviosa que de costumbre aquella mañana, porque la moderadora del evento era una aliada, una mujer encantadora llamada Jenna Rosenberg, con quien había estado en contacto varias semanas preparando la sesión. Primero y ante todo, Jenna era una admiradora de la obra de Maureen, y era capaz de citarla extensamente. Sólo eso ya conquistó a Maureen. Además, el encuentro se celebraba en un entorno íntimo, compuesto por mesas pequeñas muy juntas, de forma que Maureen no necesitaba micrófono.
La propia Jenna dio inicio al acto, con una pregunta obvia pero importante.
—¿Cuál fue la inspiración de su libro?
Maureen dejó la taza de té en el platillo y contestó.
—En una ocasión, leí que los primeros textos históricos ingleses fueron traducidos por un grupo de monjes que estaban convencidos de que las mujeres no tenían alma. Creían que el origen de todo mal eran ellas. Estos monjes fueron los primeros en alterar las leyendas del rey Arturo y la imagen que tenemos de Camelot. Ginebra se convirtió en una adúltera intrigante antes que en una poderosa reina guerrera. El hada Morgana se transformó en la hermana malvada de Arturo, que le engaña para cometer incesto, en lugar de en la líder espiritual de toda una nación, cosa que era en las versiones primitivas de la leyenda.
»Esa interpretación me sorprendió, y me condujo a plantearme la pregunta: ¿se habrían escrito otros retratos de mujeres importantes de la historia desde un punto de vista tan parcial? Es evidente que esta perspectiva abraza toda la historia. Empecé a pensar en las numerosas mujeres a las que se la habrían aplicado, y ése fue el punto de partida de mi investigación.
Jenna abrió un turno de preguntas. Después de alguna discusión sobre literatura feminista y la problemática de la paridad en el mundo editorial, la siguiente pregunta la formuló una mujer joven que llevaba una pequeña cruz de oro sobre su blusa de seda.
—Para alguien educado en un entorno tradicional, el capítulo de su libro sobre María Magdalena resulta muy revelador. Usted presenta a una mujer diferente de la prostituta arrepentida, la mujer caída. Pero aún no estoy segura de poder creerlo.
Maureen asintió.
—Hasta el Vaticano ha admitido que María Magdalena no era una prostituta, y que ya no debería explicarse esa mentira concreta en las clases de religión. Han pasado más de treinta años desde que la Santa Sede proclamó de forma oficial que María no era la mujer caída del Evangelio de san Lucas, y que el papa Gregorio Magno había inventado la historia para lograr sus propósitos particulares en la Edad Media. No obstante, dos milenios de opinión pública son difíciles de erradicar. Que el Vaticano admitiera su error en la década de 1960 no ha resultado más eficaz que una retractación sepultada en la última página de un periódico. En esencia, María Magdalena se convierte en la madrina de las mujeres incomprendidas, la primera mujer de importancia capital que ha sido difamada por completo de manera intencionada, y calumniada, por los historiadores. Era una íntima seguidora de Cristo; era, por derecho propio, una más de sus apóstoles. No obstante, ha sido casi borrada de los evangelios.
Jenna intervino, muy entusiasmada por el tema.
—Pero ahora se especula mucho con que María Magdalena tal vez sostuvo relaciones íntimas con Cristo.
La mujer de la pequeña cruz de oro, la que había intervenido antes, vaciló, pero Jenna continuó.
—No toca ninguno de estos temas en su libro, y me gustaría saber qué opina de estas teorías.
—No los toco porque creo que no existen pruebas suficientes para avalar dichas afirmaciones. Sólo son fantasías. Los teólogos se muestran de acuerdo sobre ello. Como periodista que se enorgullece de serlo, no me sentiría cómoda dando por ciertas estas especulaciones y publicándolas con mi firma. Sin embargo, podría llegar hasta el punto de decir que existen documentos autentificados que insinúan una posible relación íntima entre Jesús y María Magdalena. En un evangelio descubierto en Egipto en 1945 está escrito que «la compañera del Salvador es María Magdalena. La amaba más que a todos los discípulos, y solía besarla en la boca».
»Por supuesto, estos evangelios han sido cuestionados por las autoridades eclesiásticas, y puede que sean la versión del siglo uno del National Enquirer[1], por lo que sabemos. Creo que sobre este tema es importante andar con cautela, de modo que escribí sólo sobre aquello de lo que estaba segura. Y estoy segura de que María Magdalena no era una prostituta y de que era una seguidora importante de Jesús. Tal vez fue incluso la más importante, pues es la primera persona a la que el Señor resucitado bendice con su aparición. Más allá de eso, no deseo especular sobre el papel que tuvo en su vida. Sería una irresponsabilidad.
Maureen contestó a la pregunta guardándose las espaldas, como de costumbre, pero siempre había pensado que quizá la caída de la Magdalena se produjo porque estaba demasiado cerca del Maestro, y por lo tanto inspiró celos en los discípulos varones, que más tarde intentaron desacreditarla. San Pedro la despreciaba sin disimulos y la regañaba en los Evangelios Gnósticos, basados en aquellos documentos del siglo II que fueron descubiertos en Egipto. Además, daba la impresión de que los últimos escritos de san Pablo eliminaban metódicamente toda referencia a la importancia de la mujer en la vida de Cristo.
Como resultado, Maureen había dedicado bastante tiempo a destripar la teoría paulina. Pablo, el perseguidor transformado en apóstol, había moldeado el pensamiento cristiano con sus observaciones, pese a las distancias filosóficas que mediaban entre él y Jesús, y los seguidores elegidos y la familia del Salvador. No tenía conocimiento de primera mano de las enseñanzas de Cristo. Era improbable que un «discípulo» tan misógino y manipulador inmortalizara a María Magdalena como la más devota sierva de Cristo.
Maureen estaba decidida a vengar a María, pues la consideraba el arquetipo de la mujer vilipendiada de la historia, la madre de las incomprendidas. Su historia se repetía, en esencia cuando no en la forma, en las vidas de otras mujeres que había optado por defender en Historia de Ella. Pero para Maureen era imprescindible que los capítulos acerca de la Magdalena fueran lo más fieles posible a la teoría académica. Cualquier insinuación de hipótesis improbables, estilo «nueva era» u otras carentes de base, sobre la relación de María con Jesús, invalidaría el resto de su investigación y dañaría su credibilidad. Era demasiado cautelosa en su vida y en su trabajo para correr ese riesgo. Pese a lo que le dictaba su instinto, Maureen había rechazado todas las teorías alternativas sobre María Magdalena, y se había ceñido a los datos más indiscutibles.
Poco después de tomar esta decisión, los sueños la habían acuciado de una forma más perentoria.
Tenía la mano derecha entumecida, y su rostro corría el peligro inminente de agrietarse debido a la sonrisa permanente, pero Maureen continuaba trabajando. Su presencia en la librería debía prolongarse durante dos horas, incluido un descanso de veinte minutos. Se había adentrado en la tercera hora sin descanso que valiera, y estaba decidida a continuar firmando hasta dejar satisfecho al último cliente. Maureen nunca decepcionaba a un lector en potencia. No despreciaba al público comprador que había convertido su sueño en realidad.
Se sentía satisfecha por el gran número de hombres que habían hecho cola. El tema central de su libro debía atraer a un público predominantemente femenino, pero confiaba en haberlo escrito de una forma que atrajera a cualquier persona de mente abierta y provista de sentido común. Si bien su objetivo principal había sido vengar los agravios padecidos por mujeres poderosas a manos de los historiadores, el tiempo y la investigación habían desvelado que los motivos de plasmar la historia de una manera tan selectiva se debían al clima religioso y político. El sexo era un factor secundario.
Lo había explicado durante una reciente aparición en televisión, cuando citó a María Antonieta como, quizás, el ejemplo más preclaro de esa teoría politicosocial, porque los ensayos predominantes sobre la Revolución Francesa habían sido escritos por revolucionarios. Si bien la atormentada reina era acusada de los excesos de la monarquía francesa, en realidad no había tenido nada que ver con la creación de tales tradiciones. De hecho, María Antonieta había heredado las prácticas de la aristocracia francesa cuando llegó de Austria como prometida del joven delfín, el futuro Luis XVI. Aunque era hija de la gran María Teresa, la emperatriz austríaca no se había regodeado en los excesos y los vicios. En todo caso, era muy adusta y frugal para una mujer de su posición, y había educado a sus numerosas hijas, incluida la pequeña Antonieta, de una manera muy estricta. La joven dauphine se vio forzada, para sobrevivir, a adaptarse a las costumbres francesas lo antes posible.
El palacio de versalitales, el gran monumento a la extravagancia francesa, había sido construido décadas antes de que María Antonieta naciera, pero se convirtió en un monumento esencial a su codicia legendaria. La famosa réplica a «Los campesinos se mueren de hambre. No tienen pan para comer» fue, en realidad, pronunciada por una cortesana real, una mujer muerta antes de que la joven austríaca llegara a Francia. Sin embargo, hasta nuestros días, «Que coman cruasanes» se reconoce como el grito de guerra de la revolución. Con esa única cita, el Reinado del Terror, y todo el derramamiento de sangre y la violencia instigados desde la Bastilla, quedaron justificados.
Y María Antonieta, de trágico destino, nunca pronunció la maldita frase.
Maureen sentía una extraordinaria compasión por la desdichada reina de Francia. Odiada por ser extranjera desde el primer día de su llegada, María Antonieta fue víctima de un racismo empecinado y cruel. Resultó muy conveniente para la etnocéntrica nobleza francesa del siglo XVIII atribuir todas y cada una de las circunstancias políticas y sociales negativas a la reina nacida en Austria. Maureen se había quedado estupefacta por esta actitud mayoritaria durante su visita a Francia. Los guías turísticos de versalitales todavía hablaban de la reina decapitada con no poco rencor, sin hacer caso de las pruebas históricas que exoneraban a María Antonieta de muchas odiosas acusaciones. Y todo esto, pese al hecho de que la pobre mujer había sido brutalmente guillotinada doscientos años atrás.
La primera visita a versalitales había hecho crecer el deseo de investigar de Maureen. Había leído numerosos libros, desde las descripciones más académicas de la Francia del siglo XVIII, hasta complejas novelas históricas centradas en la reina. La imagen global variaba, aunque no demasiado, de la caricatura aceptada: era superficial, inmoderada, poco inteligente. Maureen rechazaba este retrato. ¿Por qué no hablaban de María Antonieta como mujer, una mujer afligida que lloraba la muerte de su hija pequeña, y que más tarde también perdió a su adorado hijo? Por otra parte, estaba María la esposa, vendida como un objeto en el proverbial tablero de ajedrez político, una muchacha de catorce años desposada con un extranjero en un país extraño, rechazada más tarde por la familia de éste, y después por sus súbditos.
Por fin, María el chivo expiatorio, una mujer que esperaba en cautividad mientras la gente a la que más amaba era exterminada en su nombre. La amiga más íntima de María, la princesa Lamballe, fue despedazada literalmente por la turba, partes de su cuerpo y diversas extremidades clavadas en estacas y paseadas ante la ventana de la celda de María.
Maureen había tomado la decisión de plasmar un retrato compasivo, pero realista por completo, de una de las monarcas más despreciadas de la historia. El resultado era poderoso, una de las secciones de Historia de Ella que más atención y debates había merecido.
Pero pese a la controversia suscitada por María Antonieta, su favorita siempre había sido María Magdalena.
De esta atracción sobrenatural por María Magdalena estaba hablando ahora Maureen con la vivaracha rubia que tenía delante.
—¿Sabía usted que McLean está considerado un lugar sagrado para los seguidores de María Magdalena? — preguntó de repente la mujer.
Maureen abrió la boca atónita, y después la cerró de nuevo, sin lograr articular ninguna palabra.
—No, no sabía nada de eso —alcanzó a responder. Había aparecido de nuevo, esa vibración eléctrica que recorría su cuerpo cada vez que algo extraño asomaba en el horizonte. Sintió que volvía de nuevo, incluso bajo las luces fluorescentes de un centro comercial norteamericano. Maureen recobró la compostura y respiró hondo—. Bien, me rindo. ¿En qué sentido está relacionado McLean con María Magdalena?
La mujer entregó una tarjeta a Maureen.
—No sé si tendrá tiempo mientras esté en McLean, pero si araña algún minuto, haga el favor de venir a verme.
La tarjeta era de la librería La Luz Sagrada, propietaria, Rachel Martel.
—No tiene nada que ver con esto, por supuesto —dijo la mujer que, supuso Maureen, debía ser Rachel, indicando la enorme librería—, pero creo que tengo algunos libros que tal vez le interesen. Escritos por gente de aquí y publicados por su cuenta. Versan sobre María. Nuestra María.
Maureen tragó saliva una vez más, comprobó que la mujer era Rachel Martel y preguntó cómo se llegaba a La Luz Sagrada.
Oyó una discreta tosecita a su izquierda, levantó la vista y vio que el director de la librería le hacía señas de que la cola debía seguir moviéndose. Maureen le fulminó con la mirada antes de volverse hacia Rachel.
—¿Estará esta tarde, por casualidad? Es el único rato libre de que dispongo.
—Desde luego. Estoy a unos cuantos minutos, siguiendo la carretera principal. McLean no es tan grande, y soy fácil de encontrar. Llame antes por si necesita que la oriente. Gracias por el autógrafo, y espero verla después.
Mientras Maureen seguía con la mirada a la mujer, alzó los ojos hacia el director de la tienda.
—Creo que, después de todo, voy a necesitar un descanso —dijo con voz dulce.
París (Arrondissement I)
Caveau des Mousquetaires
Marzo de 2005
EL SÓTANO DE PIEDRA del viejo edificio era conocido como el Caveau des Mousquetaires desde tiempo inmemorial. Su proximidad al Louvre en los días en que el gran museo había sido residencia de los reyes de Francia le concedía importancia estratégica, algo que no era menos cierto en los tiempos modernos. El escondite llevaba el nombre de los héroes inmortalizados por Alexandre Dumas en su obra más celebrada. El escritor había basado los personajes de los espadachines de su novela en hombres reales, encargados de una misión verdadera. Esta estancia era uno de los lugares de encuentro secretos de la guardia del rey, después de que el malvado cardenal Richelieu les obligara a ocultarse. En realidad, no era al rey de Francia a quien los mosqueteros habían jurado proteger, sino a la reina. Ana de Austria era la hija de un linaje mucho más antiguo y regio que el de su marido.
Dumas se revolvería en su tumba si supiera que este sitio sagrado había caído en manos enemigas. Esta noche, la cueva era el lugar de encuentro de otra hermandad secreta. La organización usurpadora no sólo era mil quinientos años más antigua que los mosqueteros, sino que también se oponía a su misión con un juramento de sangre.
Iluminadas por dos docenas de velas, las sombras bailaban sobre las paredes y revelaban la presencia de un grupo de hombres embozados. Se hallaban de pie alrededor de una maltrecha mesa rectangular, los rostros atrapados en un juego de luces y sombras. Si bien sus facciones no se distinguían en la semipenumbra, el peculiar emblema de su gremio era visible en todos ellos: un cordón rojo sangre ceñido alrededor del cuello.
Las voces quedas revelaban una variedad de acentos: inglés británico y norteamericano, francés e italiano. Todos guardaron silencio cuando el líder ocupó su lugar en la cabecera de la mesa. Ante él, una pulida calavera humana brillaba a la luz de las velas, depositada sobre una bandeja de oro con filigranas. A un lado de la calavera había un cáliz, adornado con espirales doradas a juego con las filigranas de la bandeja. Al otro lado de la calavera, un crucifijo de madera tallado a mano yacía sobre la mesa, con la figura de Cristo cabeza abajo.
El líder tocó la calavera con reverencia, y luego alzó el cáliz de oro lleno de un espeso líquido rojo. Habló en inglés con acento de Oxford.
—La sangre del Maestro de Justicia.
Bebió poco a poco antes de pasar el cáliz al hermano de la izquierda. El hombre lo aceptó con un cabeceo, repitió la misma frase en francés y tomó un sorbo. Cada miembro de la hermandad repitió el rito, hablando en su idioma nativo, hasta que el cáliz regresó a la cabecera de la mesa.
El líder depositó la copa encima de la mesa ante él. A continuación, alzó la bandeja y besó el hueso de la frente de la calavera con reverencia. Al igual que había hecho con el cáliz, pasó la calavera a la izquierda, y cada miembro de la hermandad repitió el acto. Esta parte del ritual se llevó a cabo en absoluto silencio, como si fuera demasiado sagrado para que las palabras lo profanaran.
La calavera completó el círculo de fieles y terminó en manos del líder. Éste alzó la bandeja en el aire antes de devolverla a la mesa con un ademán ostentoso y las palabras:
—El primero. El único.
El líder hizo una pausa, y después levantó el crucifijo de madera. Le dio la vuelta para que la imagen crucificada quedara de cara a él, la levantó hasta la altura de los ojos y escupió con ferocidad en el rostro de Jesucristo.
… Sara Tamar viene a menudo y lee mis memorias mientras yo escribo. Me ha recordado que todavía no he hablado de Pedro y de lo que se conoce como su negación.
Hay algunos que le juzgaron con dureza y le llamaron «Pedro en Gallicantu» (Pedro en Negación), lo cual es injusto. Quienes juzgan tan a la ligera ignoran que Pedro se limitó a cumplir los deseos de Easa. Me han dicho que algunos seguidores actuales afirman que Pedro hizo realidad una profecía de Easa, que éste dijo a Pedro: «Me negarás», y Pedro contestó: «No, no lo haré».
Ésa es la verdad. Easa ordenó a Pedro que le negara. No fue una profecía. Fue una orden. Easa sabía que, si sucedía lo peor, necesitaría que Pedro, de entre todos sus amados discípulos, saliera indemne. Mediante la determinación de Pedro, las enseñanzas continuarían propagándose a lo largo y ancho del mundo, tal como Easa había soñado. Por eso Easa le dijo «Me negarás», pero Pedro, en su tormento, contestó: «No, no puedo».
Pero Easa insistió: «Tienes que negarme, para que te pongas a salvo y así las enseñanzas del Camino no se pierdan».
Ésa es la verdad de la «negación» de Pedro. Nunca fue una negación, pues cumplió las órdenes de su maestro. De eso estoy segura, porque yo estaba presente y fui testigo.
EL EVANGELIO DE ARQUES DE MARÍA MAGDALENA
EL LIBRO DE LOS DISCÍPULOS