2

Los Ángeles

Octubre de 2004

—BASTA YA DE DIFAMACIONES: María Antonieta nunca dijo «Que coman cruasanes», Lucrecia Borgia jamás envenenó a nadie, y María Estuardo no era una ramera asesina. Al enmendar estos yerros, damos el primer paso para devolver a las mujeres al lugar de la historia que les corresponde con honor, un lugar mancillado por generaciones de historiadores con motivaciones políticas inconfesables.

Maureen hizo una pausa cuando el grupo de estudiantes adultos manifestó su aprobación entre cuchicheos. Dirigirse a una clase nueva era como la noche de estreno en un teatro. El éxito de su actuación inicial determinaba el impacto a largo plazo de todo su trabajo.

—Durante las próximas semanas, examinaremos las vidas de algunas de las mujeres con peor fama de la historia y la leyenda. Mujeres que han dejado una huella indeleble en la evolución del pensamiento y la sociedad modernos. Mujeres que han sido mal comprendidas y peor descritas por aquellos individuos que han establecido la historia del mundo occidental al confiar sus opiniones al papel.

Estaba lanzada y no quería interrumpir su exposición para contestar preguntas tan pronto, pero un estudiante había alzado la mano desde la primera fila en cuanto había empezado a hablar. Parecía muy inquieto, pero por lo demás su apariencia era de lo más normal. ¿Amigo o rival? ¿Admirador o fundamentalista? Siempre existía ese riesgo. Maureen le cedió la palabra, pues sabía que la distraería hasta que no le complaciera.

—¿Considera que su visión de la historia es feminista?

¿Eso era todo? Maureen se relajó un poco mientras contestaba la pregunta.

—Considero que es una visión sincera de la historia. Mi único objetivo es llegar al fondo de la verdad.

Aún no había conseguido escapar.

—Bien… A mí me parece muy antimasculina.

—En absoluto. Me encantan los hombres. Creo que toda mujer debería tener uno.

Maureen hizo una pausa para dejar que las mujeres presentes rieran.

—Estoy bromeando. Mi objetivo es devolver el equilibrio a las cosas, a base de observar la historia con ojos modernos. ¿Usted vive del mismo modo que lo hacía la gente hace mil seiscientos años? No. En tal caso, ¿por qué las leyes, creencias e interpretaciones históricas dictadas en los albores de la Edad Media deberían gobernar nuestra forma de vivir en el siglo veintiuno? Es absurdo.

—Por eso estoy aquí —replicó el estudiante—, para descubrir de qué va todo esto.

—Bien, le aplaudo por estar aquí y sólo le pido que mantenga la mente abierta. De hecho, quiero que todos ustedes dejen lo que estén haciendo, levanten la mano derecha y presten el siguiente juramento.

El grupo de estudiantes nocturnos cuchicheó de nuevo, y todos intercambiaron miradas, sonrieron y se encogieron de hombros, como para decidir si hablaba en serio. Su profesora, escritora de grandes éxitos de ventas y respetada periodista, se erguía ante ellos con la mano derecha levantada y una expresión expectante en su rostro.

—Ánimo —les aguijoneó—. Levanten la mano y repitan conmigo.

La clase se mantuvo a la expectativa.

—Juro solemnemente, como estudiante de historia concienzudo —Maureen hizo una pausa, mientras los estudiantes la coreaban—, no olvidar jamás que todas las palabras confiadas al papel han sido escritas por seres humanos.

Otra pausa para observar la reacción de los estudiantes.

—Y como todos los seres humanos están gobernados por sus sentimientos, opiniones y filiaciones políticas y religiosas, toda la historia se compone tanto de opiniones como de hechos, y en muchos casos ha sido falsificada debido a las ambiciones personales o intenciones secretas del autor.

»Juro solemnemente mantener mi mente abierta mientras asista a esta clase. Repitan conmigo nuestro grito de batalla: La historia no es lo que sucedió. La historia es lo que se escribió.

Levantó un libro de tapa dura del atril que tenía delante y lo mostró a la clase.

—¿Todo el mundo ha comprado un ejemplar de este libro?

Cabeceos generalizados y manifestaciones afirmativas contestaron a su pregunta. El libro que sostenía en alto Maureen era su propia y controvertida obra Historia de Ella. Una defensa de las heroínas más odiadas de la historia. Era el motivo de que llenara aulas nocturnas y salas de conferencias cada vez que daba clase.

—Esta noche, empezaremos hablando de las mujeres del Antiguo Testamento, antepasadas femeninas de la tradición judeocristiana. La semana que viene, pasaremos al Nuevo Testamento, y dedicaremos la mayor parte de la clase a una sola mujer: María Magdalena. Analizaremos las diferentes fuentes y referencias sobre su vida, tanto en su condición de mujer como de discípula de Cristo. Hagan el favor de leer los capítulos correspondientes para preparar la discusión de la semana entrante.

»También habrá una conferencia de nuestro invitado especial, el doctor Peter Healy, a quienes algunos de ustedes tal vez conozcan por nuestro programa de extensión universitaria de Humanidades. Para los que aún no hayan tenido la suerte de asistir a una de las clases del buen doctor, es también el padre Healy, erudito jesuita y experto de fama internacional en estudios bíblicos.

El insistente estudiante de la primera fila volvió a levantar la mano, y no esperó a que Maureen le concediera la palabra.

—¿No están emparentados usted y el doctor Healy?

Maureen asintió.

—El doctor Healy es mi primo.

»Nos explicará el punto de vista de la Iglesia sobre la relación de María Magdalena con Cristo, y nos ilustrará sobre la evolución de las opiniones a lo largo de dos mil años —continuó Maureen, ansiosa por retomar el hilo y terminar a tiempo—. Será una buena velada, de modo que procuren no perdérsela.

»Pero esta noche, empezaremos con una de nuestras madres ancestrales. Lo primero que conocemos de Betsabé es que está “purificándose de su suciedad”…

Maureen abandonó a toda prisa el aula, manifestando sus disculpas y jurando que la semana siguiente se quedaría después de la clase. En circunstancias normales, habría permanecido media hora más, como mínimo, en el aula, hablando con el grupo que, inevitablemente, no se movía de su sitio al terminar la sesión. Le gustaban mucho esos ratos con sus estudiantes, tal vez más incluso que las propias conferencias, pues los que se quedaban eran sus almas gemelas. Eran los estudiantes que la animaban a seguir enseñando. No necesitaba, desde luego, la miseria que le pagaban por las clases. Maureen daba clases porque le encantaban el contacto y el estímulo de compartir sus teorías con otros, gente entusiasta y de mentalidad abierta.

Aceleró el paso, con los tacones repiqueteando sobre las aceras de las avenidas flanqueadas de árboles del campus norte. No quería que Peter se le escapara, esta noche no. Maureen maldijo su adicción a la moda, pues habría necesitado unos zapatos más cómodos para correr y llegar a su despacho antes de que él se marchara. Como siempre, iba vestida de manera impecable, ya que era tan meticulosa en su vestimenta como en todos los demás detalles de su vida. El traje de diseño de corte perfecto se adaptaba de maravilla a su menuda figura, y el color bosque destacaba sus ojos verdes. Un par de zapatos Manolo Blahnik bastante osados prestaban un toque actual a su, por lo demás, indumentaria conservadora, y un poco más de estatura a su metro cincuenta. La causa de su frustración en aquel momento era, precisamente, el par de Manolos. Por un instante, pensó en sacárselos dando un puntapié.

No te vayas, por favor. Quédate ahí. Invocó a Peter mentalmente mientras corría. Siempre habían estado conectados de una forma extraña, incluso de niños, y confió en que pudiera captar hasta qué punto necesitaba hablar con él. Maureen había intentado llamarle antes por vías más convencionales, pero sin éxito. Peter odiaba los teléfonos móviles y nunca llevaba uno encima, pese a que ella se lo había suplicado numerosas veces a lo largo de los años, y para colmo, él casi siempre se negaba a descolgar la extensión de su despacho si estaba inmerso en el trabajo.

Se quitó los incómodos zapatos de tacón y los metió en su bolso de piel antes de echar a correr por el último tramo que faltaba para llegar a su destino. Maureen contuvo la respiración cuando dobló la esquina, alzó la vista hacia las ventanas de la segunda planta y contó desde la izquierda. Exhaló un suspiro de alivio cuando vio luz en la cuarta ventana. Peter aún no se había marchado.

Maureen subió los escalones con parsimonia, dándose tiempo para recuperar el aliento. Giró por el pasillo de la izquierda y se detuvo cuando llegó a la cuarta puerta de la derecha. Peter estaba examinando un manuscrito amarillento con una lupa. Más que verla, la presintió en la puerta, y cuando levantó la vista, una sonrisa de bienvenida iluminó su rostro.

—¡Maureen! Qué maravillosa sorpresa. No esperaba verte esta noche.

—Hola, Pete —contestó ella con idéntico afecto, y se acercó al escritorio para darle un abrazo—. Me alegro de encontrarte. Tenía miedo de que te hubieras marchado, porque necesitaba verte con desesperación.

Peter enarcó una ceja y meditó un largo momento antes de contestar.

—Ya sabes que, en circunstancias normales, me habría ido hace horas. Me sentí impulsado a quedarme a trabajar hasta tarde, por algún motivo que no llegué a comprender del todo… hasta ahora.

El padre Healy se encogió de hombros con una leve sonrisa de complicidad. Maureen se la devolvió. Nunca había sido capaz de dar una explicación lógica a la relación que sostenía con su primo mayor, pero desde el día en que había llegado a Irlanda, cuando era pequeña, habían sido tan íntimos como gemelos, y compartían una misteriosa habilidad de comunicarse sin palabras.

Maureen introdujo la mano en el bolso y sacó una bolsa de plástico azul, de las utilizadas por tiendas de importación de todo el mundo. Contenía una pequeña caja rectangular, que entregó al sacerdote.

—Ah, Lyon’s Gold Label. Excelente elección. Aún no puedo soportar el té norteamericano.

Maureen hizo una mueca y se encogió de hombros para indicar su desagrado compartido.

—Agua de ciénaga.

—Bien, creo que la tetera está llena, de modo que la enchufaré y nos tomaremos una taza en el acto.

Maureen sonrió cuando vio a Peter levantarse de la estropeada butaca de cuero, que tanto le había costado obtener de la universidad. Después de aceptar su cargo en el Departamento de extensión universitaria de Humanidades, habían concedido al estimado doctor Peter Healy un despacho con ventana y muebles modernos, que incluían un escritorio y una butaca nuevos y muy funcionales. Peter odiaba los muebles funcionales, pero todavía más los modernos. Utilizando su encanto irlandés como una fuerza irresistible, logró que el personal administrativo, por lo general impasible, se lanzara a una actividad frenética. Era clavado al actor irlandés Gabriel Byrne, un parecido que siempre conseguía seducir a las mujeres, con alzacuello o sin él. Habían registrado sótanos y aulas que ya no se utilizaban, hasta encontrar justo lo que él quería: una butaca de cuero de respaldo alto, desgastada y comodísima, y un escritorio de madera envejecida que, al menos, parecía una antigüedad. Los complementos modernos del despacho los eligió él: la mininevera del rincón, detrás del escritorio, una pequeña tetera eléctrica para hervir agua y el teléfono, al que no solía hacer ningún caso.

Maureen se sintió más relajada mientras le miraba, muy a gusto en presencia de un pariente íntimo, inmerso en el arte, tranquilizador y tan irlandés, de preparar el té.

Peter volvió a su escritorio y se inclinó hacia la mininevera situada detrás de él. Extrajo un tetrabrik pequeño de leche y lo dejó al lado de la caja de azúcar rosa y blanca que descansaba encima del frigorífico.

—En algún lugar hay una cuchara… Espera… Ya la tengo.

La tetera eléctrica empezó a silbar, indicando que el agua estaba hirviendo.

—Yo haré los honores —dijo Maureen.

Se levantó, tomó la caja de té y abrió el plástico que la envolvía con una uña manicurada. Sacó dos bolsas redondas y las introdujo en sendas tazas diferentes manchadas de té. Desde el punto de vista de Maureen, los tópicos acerca de los irlandeses y el whisky estaban muy exagerados: a lo que verdaderamente eran adictos los irlandeses era a este brebaje.

Maureen terminó los preparativos, tendió una taza humeante a su primo y se sentó en la silla que había delante del escritorio. Con su taza en la mano, bebió en silencio un momento, sintiendo la mirada bondadosa de Peter clavada en ella. Ahora que había corrido para verle, no sabía por dónde empezar. Fue el sacerdote quien rompió por fin el silencio.

—Ella ha vuelto, ¿verdad? — preguntó en voz baja.

Maureen exhaló un suspiro de alivio. En aquellos momentos en que se sentía al borde de la locura, Peter siempre estaba a su lado: primo, sacerdote, amigo.

—Sí—contestó, con una dificultad para expresarse que raras veces experimentaba—. Ella ha vuelto.

Peter se removía en la cama, incapaz de dormir. La conversación con Maureen le había afectado más de lo que había dejado traslucir. Estaba preocupado por ella, como pariente más cercano y como consejero espiritual. Siempre había estado seguro de que los sueños de su prima volverían a presentarse, y esperaba con temor ese momento.

Cuando Maureen regresó por primera vez de Tierra Santa, había tenido sueños recurrentes sobre la mujer majestuosa de la capa roja, la mujer que había visto en Jerusalén. Sus sueños siempre eran iguales: estaba rodeada por la turba de la Vía Dolorosa. A veces, un sueño podía contener variaciones sin importancia o algún detalle adicional, pero todos sus sueños siempre transmitían una intensa sensación de desesperación. Era esta intensidad la que preocupaba a Peter, la autenticidad de las descripciones de Maureen. Era intangible, algo desencadenado por la propia Tierra Santa, una sensación que él había vivido cuando estudiaba en Jerusalén: la sensación de estar muy cerca de lo antiguo… y de lo divino.

Después de regresar de Tierra Santa, Maureen pasó muchas horas hablando por teléfono con Peter, quien en aquel entonces estaba dando clases en Irlanda. Su independiente primo, tan seguro de sí mismo, estaba empezando a cuestionarse la cordura de su prima, y la intensidad y frecuencia de los sueños le preocupaban. Solicitó el traslado a Loyola, sabiendo que se lo concederían de inmediato, y subió a un avión con rumbo a Los Ángeles para estar más cerca de su prima.

Cuatro años después, luchaba con sus pensamientos y su conciencia, sin saber cuál era la mejor forma de ayudar a Maureen. Peter era el último vínculo que ella se permitía con su antiguo pasado católico. Sólo confiaba en él por ser miembro de la familia, y porque era la única persona de su vida que nunca le había fallado.

Peter se sentó en el borde de la cama y cedió a la certidumbre de que el sueño le esquivaría esa noche, al tiempo que procuraba no pensar en el paquete de Marlboro que guardaba en el cajón de la mesita de noche. Había intentado erradicar aquella mala costumbre. De hecho, era uno de los motivos de que hubiera preferido vivir solo en un apartamento, y no en una residencia para jesuitas. Pero la tensión era excesiva y se entregó al pecado. Encendió un cigarrillo, dio una profunda calada y reflexionó sobre los problemas que afrontaba Maureen.

Su vivaracha y menuda prima norteamericana siempre había tenido algo especial. Cuando llegó por primera vez a Irlanda con su madre, era una niña de siete años, asustada y solitaria, con un marcado acento sureño. Ocho años mayor que ella, Peter la tomó bajo su protección y la presentó a los niños del pueblo, además de poner un ojo morado a todos los que se atrevieron a burlarse de la recién llegada por su extraño acento.

Pero Maureen no tardó en adaptarse a su entorno. Se recuperó con rapidez de los traumas de su pasado en Luisiana, a medida que las nieblas de Irlanda la envolvían para darle la bienvenida. Encontró refugio en el campo, adonde Peter y sus hermanas la llevaban a dar largos paseos, para enseñarle la belleza del río y advertirla sobre los peligros de los pantanos. Pasaba los largos días de verano recogiendo las moras silvestres que crecían en la granja de la familia, y jugando a fútbol hasta que el sol se ponía. Con el tiempo, los chicos de la localidad la aceptaron, cuando se sintió más cómoda con su entorno y dejó que su verdadera personalidad emergiera.

Peter se había preguntado a menudo sobre la definición de la palabra carisma, cuando se utilizaba en el contexto sobrenatural de los primeros tiempos de la Iglesia: carisma, don o poder conferido por la divinidad. Tal vez podía aplicarse a Maureen más literal y profundamente de lo que ninguno de ellos había soñado. Guardaba un diario de sus conversaciones con ella, lo había hecho desde su primera llamada de larga distancia, en el cual consignaba sus opiniones sobre el significado de los sueños. Y cada día rezaba para recibir orientación. Si Maureen había sido elegida por Dios para llevar a cabo alguna tarea relacionada con la época de la Pasión, que cada vez veía más en sus sueños, necesitaría la máxima orientación de su Creador. Y de su Iglesia.

Château des Pommes Bleues

El Languedoc

Octubre de 2004

—«MARIE DE NEGRE ELEGIRÁ el momento oportuno para la llegada de la Esperada. La que nace del cordero pascual cuando el día y la noche son iguales, la que es hija de la resurrección. La portadora del Sangral recibirá la llave tras presenciar el Día Negro de la Calavera. Se convertirá en la nueva Pastora y nos mostrará el Camino».

Lord Bérenger Sinclair paseaba de un lado a otro de su biblioteca. Las llamas de una enorme chimenea de piedra arrojaban una luz dorada sobre una colección ancestral de libros y manuscritos de valor incalculable. Una bandera raída colgaba dentro de una vitrina protectora que abarcaba todo la longitud del enorme hogar. Blanca en otro tiempo, la tela amarillenta estaba adornada con flores de lis doradas desteñidas. El nombre compuesto Jhesus-Maria estaba bordado en el bucarán, pero sólo era visible para los pocos que tenían la oportunidad de acercarse a esta peculiar reliquia.

Sinclair recitó la profecía en voz alta y de memoria. Su leve acento escocés destacaba las erres de la frase. Bérenger había aprendido las palabras de pequeño, sentado sobre las rodillas de su abuelo. Entonces no comprendía el significado del mensaje. Era un simple juego de memorización que practicaba con el anciano cuando pasaba los veranos en la inmensa propiedad francesa de su familia.

Dejó de deambular y se paró ante un árbol genealógico pintado desde el suelo hasta el techo en la amplia pared del fondo. Era un enorme mural que mostraba la historia de los extravagantes antepasados de Bérenger.

Esta rama de la familia Sinclair era una de las más antiguas de Europa. De apellido original Saint Clair, fue expulsada del continente y encontró refugio en Escocia en el siglo XIII, donde el apellido fue adaptado al inglés y adoptó la forma actual. Los antepasados de Bérenger se hallaban entre los personajes más ilustres de la historia inglesa, incluyendo a Jacobo I de Inglaterra y su madre, tristemente célebre, María Estuardo.

La influyente e inteligente familia Sinclair consiguió sobrevivir a las guerras civiles y a los conflictos políticos intestinos de Escocia, tomando partido por ambos bandos de la Corona durante toda la tumultuosa historia del país. Capitanes de la industria en el siglo XX, el abuelo de Bérenger había forjado una de las mayores fortunas de Europa gracias a la creación de una compañía petrolera en el mar del Norte. Multimillonario y par inglés en la Cámara de los Lores, Alistair Sinclair poseía todo cuanto un hombre podía desear, pero seguía siendo un ser insatisfecho e inquieto, siempre en busca de algo que su fortuna no podía comprar.

El abuelo Alistair se obsesionó con Francia, y compró un enorme castillo a las afueras de la población de Arques, en la misteriosa y escarpada región del sudoeste conocida como el Languedoc. Llamó a su nuevo hogar Château des Pommes Bleues, por razones sólo conocidas por unos cuantos iniciados.

El Languedoc, una tierra montañosa, impregnada de misticismo era rica en leyendas locales, que hablaban de tesoros enterrados y caballeros misteriosos, que se remontaban a cientos, incluso miles de años. La fascinación de Alistair Sinclair por el folclore del Languedoc creció cada vez más, y compró toda la tierra que pudo en la región, al tiempo que se ponía a buscar cada vez con mayor afán el tesoro que creía enterrado en la zona. El botín que buscaba tenía poco que ver con oro o riquezas, algo que Alistair ya poseía en abundancia. Era algo más valioso para él, para su familia y para el mundo. Cada vez pasaba menos tiempo en Escocia a medida que iba envejeciendo. Sólo era feliz cuando se encontraba en las agrestes montañas rojas del Languedoc. Alistair insistía en que su nieto se reuniera con él los veranos, y al final instiló su misma pasión por la mítica región (de hecho, su obsesión) en el joven Bérenger.

Bérenger Sinclair, un hombre ya cuarentón, dejó de deambular por la gran biblioteca, y esta vez se detuvo ante un retrato de su abuelo: un caballero de facciones afiladas y angulosas, rizado pelo oscuro y ojos penetrantes. Era como mirarse en un espejo.

—Se parece mucho a él, monsieur. Cada día más, y en muchos aspectos.

Sinclair se volvió para contestar a su sigiloso criado, Roland. Pese a ser un hombre gigantesco, se desplazaba con un sigilo extraordinario, y a menudo daba la impresión de que se materializaba de la nada.

—¿Eso es bueno? — preguntó Bérenger con ironía.

—Por supuesto. Monsieur Alistair era un hombre excelente, muy querido por la gente de los pueblos. Y por mi padre, y también por mí.

Sinclair asintió con una leve sonrisa. Roland siempre decía eso. El gigante francés era un hijo del Languedoc. Su padre procedía de una familia local que hundía sus raíces en el terruño legendario, y había sido mayordomo de Alistair. Roland se educó en las dependencias del castillo y comprendía a la familia Sinclair y sus excéntricas obsesiones. Cuando su padre falleció de repente, Roland le sustituyó como encargado del Château des Pommes Bleues. Era una de las pocas personas del mundo en quien Bérenger Sinclair confiaba.

—Si me permite decírselo, estábamos trabajando en el vestíbulo y le oímos, Jean-Claude y yo. Le oímos pronunciar las palabras de la profecía. — Miró a Sinclair con curiosidad—. ¿Pasa algo?

Sinclair atravesó la sala en dirección al enorme escritorio de caoba que dominaba la pared del fondo.

—No, Roland. No pasa nada. De hecho, creo que todo va a ir a mejor por fin.

Levantó un libro de tapa dura que descansaba sobre el escritorio y le enseñó la portada a su criado. Era un ensayo moderno, con un título que rezaba: Historia de Ella. El subtítulo era; En defensa de las heroínas más odiadas de la historia.

Roland miró el libro, perplejo.

—No entiendo.

—No, no, dale la vuelta. Mira esto. Mírala a ella.

Roland dio la vuelta al libro y vio la foto de contraportada de la autora, cuyo nombre aparecía debajo del retrato: Maureen Paschal.

La escritora era una atractiva pelirroja de unos treinta años. Había posado para la fotografía con las manos apoyadas en la silla, delante de ella. Sinclair pidió a Roland que se fijara en ellas. Pequeño pero visible, en el dedo anular de la mano derecha lucía el antiguo anillo de cobre de Jerusalén, con el dibujo planetario.

Roland levantó la vista del libro, sobresaltado.

—Sacre bleu!

—Ya lo creo —replicó Sinclair—. Aunque tal vez sería más apropiado decir: sacre rouge!

Una presencia en la entrada interrumpió a los dos hombres. Jean-Claude de la Motte, un miembro de confianza del círculo íntimo de Pommes Bleues, dirigió una mirada interrogativa a sus camaradas.

—¿Qué ha pasado?

Sinclair indicó con un ademán a Jean Claude que entrara.

—Todavía nada, pero a ver qué opinas de esto.

Roland entregó el libro a Jean Claude y señaló el anillo que llevaba la autora en la contraportada.

Jean Claude extrajo las gafas de leer del bolsillo y examinó la foto un momento.

—L’Attendue? ¿La Esperada? — susurró.

Sinclair lanzó una risita.

—Sí, amigos míos. Después de tantos años, creo que al final hemos encontrado a nuestra Pastora.


… Conozco a Pedro desde que tengo uso de razón, porque su padre y el mío eran amigos, y era íntimo de mi hermano. El templo de Cafarnaúm estaba cerca de la casa del padre de Simón Pedro, un lugar al que íbamos con frecuencia cuando éramos pequeños. Recuerdo que jugaba junto a la orilla de la playa. Yo era más pequeña que los chicos y solía jugar sola, pero el sonido de sus carcajadas cuando peleaban entre sí es algo que todavía recuerdo.

Pedro era siempre el más serio de los chicos, pero su hermano Andrés era más jovial. No obstante, ambos tenían sentido del humor cuando eran pequeños. Pedro y Andrés lo perdieron por completo después de la partida de Easa, y tenían poca paciencia con los que se aferraban a él como medio de sobrevivir.

Pedro se parecía mucho a mi hermano en el sentido de que se tomó muy en serio sus responsabilidades familiares cuando llegó a la edad adulta, y trasladó ese sentido de la responsabilidad a las enseñanzas del Camino. Poseía una energía y una firmeza que no tenían parangón entre los maestros. Por eso confiaban tanto en él. No obstante, por más que Easa le enseñó, Pedro luchaba contra su propia naturaleza con una ferocidad que nadie sospechaba. Creo que renunció a más cosas que los demás para seguir el Camino. Se sometió a mayores exigencias, a más cambios interiores. Pedro será incomprendido, y hay quienes sienten animadversión hacia él. Pero yo no.

Amaba a Pedro y confiaba en él. Incluso dejé en sus manos a mi hijo mayor.

EL EVANGELIO DE ARQUES DE MARÍA MAGDALENA

EL LIBRO DE LOS DISCÍPULOS