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Marsella

Septiembre de 1997

MARSELLA ERA UN BUEN LUGAR para morir, y lo había sido durante siglos. El legendario puerto mediterráneo conservaba su reputación de guarida de piratas, contrabandistas y asesinos, una fama disfrutada desde que los romanos arrebataron la ciudad a los griegos en tiempos antes de Cristo.

A finales del siglo XX, los esfuerzos del Gobierno francés por limpiar de delincuentes la ciudad habían conseguido por fin que fuera posible tomar una bullabesa sin temor a ser asaltado. De todos modos, el crimen no impresionaba a los marselleses. El asesinato estaba arraigado en su historia y en su genética. Los curtidos pescadores ni siquiera pestañeaban cuando sus redes atrapaban algo muy poco adecuado para preparar su famosa sopa.

Roger-Bernard Gélis no era nativo de Marsella. Había nacido y crecido en las estribaciones de los Pirineos, en una comunidad que existía orgullosamente como un anacronismo viviente. El siglo XX no había hecho mella en su cultura, tan antigua que veneraba el poder del amor y la paz por encima de todos los demás asuntos terrenales. Aun así, era un hombre de edad madura a quien las cosas mundanas no le resultaban extrañas. Al fin y al cabo, era el líder de su pueblo, y si bien la comunidad gozaba de una profunda paz espiritual, no dejaba de tener enemigos.

A Roger-Bernard le gustaba decir que la luz más poderosa atrae la oscuridad más impenetrable.

Era alto y fornido, una figura imponente para los forasteros. Quienes desconocían el talante bondadoso de Gélis podían confundirle con alguien temible. Con el paso del tiempo se impuso la teoría de que sus atacantes no le eran desconocidos.

Tendría que haberlo imaginado, tendría que haber dado por sentado que no le dejarían portar un objeto de un valor tan incalculable con absoluta libertad. ¿Acaso no habían muerto casi un millón de sus antepasados por salvaguardar este precioso tesoro? Pero le dispararon por la espalda y el proyectil perforó su cráneo antes incluso de que Gélis sospechara que el enemigo lo rondaba.

El examen forense de la bala no sirvió de nada a la policía, pues el ataque de los asesinos concluyó con la desaparición de una parte crucial de la anatomía del muerto. Tenían que ser varios, pues la estatura y peso de la víctima requirió el concurso de unos cuantos hombres para hacerle lo que le hicieron a continuación.

Roger-Bernard tuvo la suerte de estar muerto antes de que empezara el ritual. Se ahorró el regocijo de sus asesinos cuando pusieron manos a su espantosa obra. El jefe de los sicarios entonó su antiguo mantra de odio mientras ejecutaba su cometido.

Neca eos omnes. Neca eos omnes

Separar una cabeza humana del tronco es una tarea complicada y difícil. Exige fuerza, determinación y un instrumento muy afilado. Los asesinos de Roger-Bernard contaban con todos estos elementos, y los utilizaron con la máxima eficacia.

El cadáver había pasado mucho tiempo en el mar, maltratado por las olas y mordisqueado por los hambrientos habitantes de las profundidades. El lamentable estado del cuerpo desalentó tanto a los policías, que concedieron escasa importancia al dedo que le faltaba en una mano. Una autopsia, enterrada después por la burocracia (y tal vez por algo más), se limitó a constatar que le habían seccionado el dedo índice de la mano derecha.

Jerusalén

Septiembre de 1997

LA CIUDAD VIEJA DE JERUSALÉN bullía de actividad frenética, como todos los viernes por la tarde. La historia impregnaba el aire sagrado y enrarecido, mientras los fieles se dirigían a los templos para preparar el sabbat. Los cristianos paseaban por la Vía Dolorosa, una serie de tortuosas calles adoquinadas que señalaban el camino de la crucifixión. Fue aquí donde un magullado y ensangrentado Jesucristo, cargando una enorme cruz, se encaminó hacia su destino divino en lo alto del Gólgota.

Aquella tarde de otoño, la escritora norteamericana Maureen Paschal no se diferenciaba en nada de los demás peregrinos que habían llegado desde todos los confines de la tierra. La embriagadora brisa de septiembre combinaba el aroma de shwarma con la fragancia de los aceites exóticos que llegaba desde los antiguos mercados. Maureen flotaba inmersa en la sobrecarga sensorial característica de Israel, aferrando una guía comprada por Internet a una organización cristiana. La guía detallaba el Vía Crucis, junto con planos y direcciones de las catorce estaciones del camino de Cristo.

—¿Quiere un rosario, señora? Madera del Monte de los Olivos.

—¿Quiere una visita guiada, señora? Nunca se perderá. Yo le enseño todo.

Como la mayoría de mujeres occidentales, se vio obligada a rechazar el acoso de los vendedores callejeros de Jerusalén. Algunos eran inasequibles al desaliento en su esfuerzo por ofrecer mercancías o servicios. Otros sólo se sentían atraídos por la menuda mujer de pelo rojo y tez blanca, una combinación única y exótica en esta parte del mundo. Maureen rechazaba a sus perseguidores con un educado pero firme «No, gracias». Luego interrumpía el contacto visual y se alejaba. Su primo Peter, un experto en estudios sobre Oriente Próximo, la había aleccionado sobre la cultura de la Ciudad Vieja. Maureen era muy meticulosa, incluso en los detalles más ínfimos de su trabajo, y había estudiado con detenimiento la cultura siempre en evolución de Jerusalén. Hasta el momento, el esfuerzo había valido la pena, y era capaz de mantener a raya las distracciones con el fin de concentrarse en su investigación. Anotaba detalles y observaciones en su libreta Moleskine.

Se quedó conmovida al borde del llanto por la intensidad y belleza de la capilla franciscana de la Flagelación, de ochocientos años de antigüedad, construida en el mismo sitio donde Jesús había recibido los azotes. Fue una reacción emocional inesperada, porque Maureen no había ido a Jerusalén como peregrina, sino para investigar, pues necesitaba documentarse para plasmar un escenario histórico verosímil en su próxima obra. Mientras Maureen procuraba comprender mejor los acontecimientos del Viernes Santo, abordaba esta investigación más con la cabeza que con el corazón.

Visitó el convento de las Hermanas de Sión, antes de desplazarse hasta la cercana capilla de la Condenación, el legendario lugar donde Jesús había recibido la cruz después de que Poncio Pilatos aprobara la sentencia de muerte por crucifixión. Una vez más, el inesperado nudo que sintió en la garganta vino acompañado por una abrumadora sensación de dolor mientras recorría el edificio. Esculturas en bajorrelieve de tamaño natural ilustraban los acontecimientos de una terrible mañana de dos mil años atrás. Maureen se detuvo, fascinada, junto a una gráfica escena de evocadora humanidad: un discípulo que intentaba detener a María, la madre de Jesús, para que no viera a su hijo cargando la cruz. Las lágrimas se agolparon en sus ojos mientras contemplaba la imagen. Era la primera vez en su vida que pensaba en aquellas figuras históricas como gente real, seres humanos de carne y hueso presos de una angustia casi inimaginable.

Maureen se sintió momentáneamente mareada, y tuvo que apoyar una mano contra las frías piedras de la pared para no caer. Se vio obligada a concentrarse de nuevo para tomar más notas sobre las imágenes y las esculturas.

Continuó su camino, pero las laberínticas calles de la Ciudad Vieja eran engañosas, incluso con un buen plano. Los puntos de referencia eran antiguos con frecuencia, y acusaban el paso del tiempo, y quienes no conocían bien su emplazamiento solían pasarlos por alto. Maureen maldijo en silencio cuando comprendió que había vuelto a perderse. Se detuvo al abrigo de la entrada de una tienda para resguardarse de la luz del sol directa. La intensidad del calor, pese a la leve brisa, desmentía lo avanzado de la estación. Protegió la guía del resplandor y paseó la vista a su alrededor, con la intención de orientarse.

—La octava estación de la cruz. Tiene que estar por aquí —murmuró en voz baja. El lugar interesaba en especial a Maureen, pues su obra se centraba en el papel de las mujeres en esta historia. Consultó la guía y leyó un pasaje de los Evangelios relacionado con la octava estación.

«Un gran número de gente le seguía, incluyendo mujeres que gemían y lloraban por él. Jesús dijo: “No lloréis por mí, hijas de Jerusalén. Llorad por vosotras y por vuestros hijos”».

Un golpe seco en el vidrio de la puerta que tenía detrás la sobresaltó. Alzó la vista, imaginando que vería el rostro de su propietario, airado porque bloqueaba la entrada al comercio, pero el rostro que la miraba sonreía. Un palestino de edad madura, vestido de manera inmaculada, abrió la puerta de una tienda de antigüedades e invitó a Maureen a pasar con un ademán. Cuando habló, lo hizo en un hermoso inglés, pese al acento.

—Entre, por favor. Bienvenida, me llamo Mahmoud. ¿Se ha perdido?

Maureen agitó la guía sin convicción.

—Busco la octava estación. El plano dice…

Mahmoud desechó la guía con una carcajada.

—Sí, sí. La octava estación. Jesús consuela a las mujeres de Jerusalén. Está a la vuelta de la esquina —indicó—. Una cruz sobre la pared de piedra la señala, pero hay que mirar con mucha atención.

Mahmoud observó a Maureen con detenimiento antes de continuar.

—Pasa lo mismo con todo en Jerusalén. Hay que mirar con mucha atención para reconocer las cosas.

Maureen observaba sus gestos, satisfecha de comprender sus indicaciones. Sonrió, le dio las gracias y se dispuso a marchar, pero se detuvo al ver algo en una estantería cercana. La tienda de Mahmoud era uno de los establecimientos mejor surtidos de Jerusalén, y vendía antigüedades auténticas: lámparas de aceite de los tiempos de Cristo, monedas con la efigie de Poncio Pilatos. Un exquisito destello colorido que atravesaba el vidrio de un escaparate atrajo a Maureen.

—Son joyas hechas de fragmentos de cristal romano —explicó Mahmoud, cuando Maureen se acercó al estante donde se exhibían joyas de oro y plata con cristales engastados.

—Son bellísimas —observó Maureen, al tiempo que admiraba un pendiente de plata. Prismas de colores bailaron en la tienda cuando alzó la joya a la luz, iluminando su imaginación de escritora.

—Me pregunto qué historia podrían contarnos los cristales.

—¿Quién sabe lo que fueron en otro tiempo estos cristales? — Mahmoud se encogió de hombros—. ¿Eran parte de un frasco de perfume? ¿De un tarro de especias? ¿De un jarrón para colocar rosas o lirios?

—Es asombroso pensar que hace dos mil años formaban parte de un objeto cotidiano de una casa cualquiera. Fascinante.

Maureen dedicó a la tienda y a su contenido una inspección más detenida, y se quedó impresionada por la calidad de los objetos y la belleza del muestrario. Extendió la mano para pasar el dedo con delicadeza sobre una lámpara de aceite de cerámica.

—¿De veras tiene dos mil años de antigüedad?

—Por supuesto. Algunos de mis objetos son todavía más antiguos.

Maureen meneó la cabeza.

—¿Éste tipo de antigüedades no deberían estar en un museo?

Mahmoud lanzó una estentórea y entusiasta carcajada.

—Querida mía, todo Jerusalén es un museo. No puede excavar en su jardín sin desenterrar algo de suma antigüedad. La mayoría de los objetos más valiosos van a parar a colecciones importantes. Pero no todos.

Maureen se acercó a una vitrina llena de joyas antiguas de cobre, batido y oxidado. Se detuvo, su atención concentrada en un anillo que tenía engastado un disco del tamaño de una moneda pequeña. Mahmoud siguió su mirada, extrajo el anillo de la vitrina y se lo ofreció. Un rayo de sol que entraba por el escaparate cayó sobre el anillo, iluminó el disco y reveló un dibujo de nueve puntos alrededor de un círculo central.

—Una elección muy interesante —dijo Mahmoud. Su tono jovial había cambiado. Ahora estaba serio y concentrado, y observaba a Maureen con atención mientras ella le interrogaba acerca del anillo.

—¿Cuál es su antigüedad?

—No sabría decirle. Mis expertos afirmaron que era bizantino, tal vez de los siglos seis o siete, pero cabe la posibilidad de que sea más antiguo todavía.

Maureen miró con atención el dibujo que componían los puntos.

—Este dibujo me parece… familiar. Tengo la sensación de haberlo visto antes. ¿Sabe si simboliza algo?

Mahmoud relajó su concentración.

—No puedo afirmar con seguridad lo que el artista quiso crear hace mil quinientos años, pero me han dicho que era el anillo de un cosmólogo.

—¿Un cosmólogo?

—Alguien que comprende la relación entre la Tierra y el cosmos. Lo que está arriba es igual que lo que está abajo. Debo decir que, la primera vez que lo vi, me recordó a los planetas bailando alrededor del Sol.

Maureen contó los puntos en voz alta.

—Siete, ocho, nueve. Pero en aquella época no sabían que había nueve planetas, ni que el Sol era el centro del sistema solar. No puede ser eso, ¿verdad?

—No podemos presumir de conocer lo que los antiguos sabían. — Mahmoud se encogió de hombros—. Pruébeselo.

Maureen, que presintió de repente una argucia de vendedor, devolvió el anillo a Mahmoud.

—Oh, no, gracias. Es muy bonito, pero sólo era curiosidad. Me prometí que hoy no gastaría dinero.

—Ningún problema —dijo Mahmoud, negándose a tomar el anillo—. Porque tampoco está en venta.

—¿No?

—No. Mucha gente me ha ofrecido comprar este anillo. Yo me niego a venderlo. Por lo tanto, pruébeselo sin condiciones. Sólo por diversión.

Tal vez porque el hombre había recuperado su tono guasón y ella se sentía menos presionada, o debido a la atracción del dibujo inexplicado, Maureen deslizó el anillo de cobre en su dedo anular derecho. Encajó a la perfección.

Mahmoud asintió, serio de nuevo, y susurró casi para sí:

—Como hecho a la medida.

Maureen alzó el anillo a la luz y lo examinó en su mano.

—No puedo apartar mis ojos de él.

—Es porque es para usted.

Maureen levantó la vista con suspicacia. Mahmoud era más elegante que los vendedores callejeros, pero al fin y al cabo era un vendedor.

—¿No ha dicho que no estaba en venta?

Empezó a quitarse el anillo, a lo cual se opuso con vehemencia el vendedor, que alzó las manos en señal de protesta.

—No. Por favor.

—De acuerdo, de acuerdo. Ahora es cuando empieza el regateo, ¿verdad? ¿Cuánto vale?

Mahmoud pareció muy ofendido antes de contestar.

—No me ha entendido bien. Me confiaron el anillo hasta que encontrara la mano adecuada. La mano para la que fue hecho. Ahora veo que es su mano. No puedo vendérselo porque ya es suyo.

Maureen miró el anillo, y después a Mahmoud, perpleja.

—No lo entiendo.

En el rostro de Mahmoud se dibujó una sonrisa sabia y el hombre avanzó hacia la puerta de la tienda.

—No, pero un día lo hará. De momento, conserve el anillo. Un regalo.

—No puedo…

—Puede y lo hará. Ha de hacerlo. De lo contrario, habré fracasado. No querrá cargar con ese peso en su conciencia, por supuesto.

Maureen meneó la cabeza, desconcertada, mientras le seguía hasta la puerta, donde se detuvo.

—La verdad es que no sé qué decir, ni cómo darle las gracias.

—No hace falta, no hace falta. Pero ahora debe irse. Los misterios de Jerusalén la están esperando.

Mahmoud le abrió la puerta a Maureen, quien volvió a darle las gracias.

—Adiós, Magdalena —susurró cuando ella salió. Maureen se detuvo y se volvió al punto.

—Perdone, ¿qué ha dicho?

Mahmoud volvió a exhibir su sonrisa sabia y enigmática.

—He dicho, adiós, madonna.

Saludó a Maureen con la mano, y ésta le devolvió el gesto y salió al ardiente sol de Oriente Próximo.

Maureen regresó a la Vía Dolorosa, donde encontró la octava estación justo donde Mahmoud le había indicado. Pero estaba inquieta y era incapaz de concentrarse, pues se sentía extraña después de su encuentro con el comerciante. Cuando continuó su camino, volvió a sentirse aturdida, hasta el punto de la desorientación. Era su primer día en Jerusalén, y debía ser efecto del jet lag. El vuelo desde Los Ángeles había sido largo y fatigoso, y no había dormido mucho la noche anterior. Lo que sucedió a continuación, si fue combinación del calor, el agotamiento y el hambre, o algo más inexplicable, Maureen jamás lo había experimentado.

Encontró un banco de piedra y se paró a descansar. Se balanceó cuando sufrió otra oleada inesperada de vértigo, en el momento en que el sol implacable proyectaba un destello cegador, y se sintió transportada a otra dimensión.

De forma abrupta se encontró en medio de una turba. A su alrededor reinaba el caos. La gente gritaba y se empujaba. Maureen conservaba la lucidez suficiente para reparar en que las figuras hormigueantes iban vestidas con ropas toscas de fabricación casera. Los que iban calzados llevaban una burda versión de las sandalias modernas. Se fijó cuando alguien la pisó. Casi todos eran hombres, barbudos y hoscos. El sol omnipresente de la tarde caía sobre ellos. Los rostros airados y afligidos que la rodeaban estaban cubiertos de sudor y suciedad. Se encontraba al borde de un angosto camino, y la multitud que tenía delante empezó a propinar empellones. Se estaba abriendo una brecha natural, y un pequeño grupo avanzaba poco a poco por la senda. Daba la impresión de que la turbamulta la seguía. Cuando la masa se acercó más, Maureen vio a la mujer por primera vez.

Una isla inmóvil y solitaria en el centro del caos. Era una de las pocas mujeres de la muchedumbre, pero no era eso lo que la diferenciaba sino su porte, majestuoso como el de una reina pese a la costra de tierra que cubría sus manos y pies. Llevaba recogida parte de su lustrosa cabellera pelirroja bajo un velo púrpura que ocultaba la mitad inferior de su cara. Maureen supo al instante que debía llegar hasta ella, que necesitaba establecer contacto, tocarla, hablar con ella. Pero la multitud se lo impedía, y ella se movía como en un sueño, a cámara lenta.

Mientras luchaba por abrirse paso hasta donde estaba la mujer, su dolorosa belleza la impresionó. Era menuda, de rasgos exquisitos y delicados. Pero fueron sus ojos lo que continuaron hechizando a Maureen mucho después de que la visión se desvaneciera. Los ojos de la mujer, enormes y brillantes a causa de las lágrimas sin derramar, ocupaban un lugar del espectro entre el ámbar y el verde salvia. Tenían un extraordinario color avellana claro que reflejaba infinita sabiduría e insoportable tristeza: una combinación que partía el corazón. La mirada desgarradora de la mujer se posó en Maureen durante un breve e interminable momento, y aquellos ojos inverosímiles transmitieron una súplica de absoluta y total desesperación.

Tienes que ayudarme.

Maureen sabía que la súplica iba dirigida a ella. Estaba extasiada, petrificada, con la mirada clavada en los ojos de la mujer. El momento se rompió cuando la desconocida bajó la vista para mirar a la niña que tiraba de su mano con insistencia.

Los ojos de la pequeña eran como los de su madre. Detrás de ella se erguía un chico, mayor y de ojos más oscuros, pero no cabía duda de que también era hijo de la mujer. Maureen supo en aquel inexplicable instante que era la única persona capaz de ayudar a aquella extraña reina sufriente y a sus hijos. Al tiempo que adquiría esa certeza, una oleada de intensa confusión, y rayana en el dolor, la embargó.

Entonces, la multitud se puso en movimiento de nuevo, y envolvió a Maureen en un mar de sudor y desesperación.

Maureen parpadeó y cerró los ojos con fuerza durante unos segundos. Meneó la cabeza enérgicamente para ayudarse a enfocar la vista, sin saber muy bien al principio dónde estaba. Una mirada a sus tejanos, la mochila de microfibra y las zapatillas Nike la convencieron de que continuaba en el siglo XX. A su alrededor continuaba el bullicio de la Ciudad Vieja, pero la gente iba vestida al estilo contemporáneo y los sonidos eran diferentes: Radio Jordán emitía una canción pop (¿era Losing My Religion, de rem?) desde una tienda de enfrente. Un chico palestino tamborileaba sobre el mostrador. Le dedicó una sonrisa sin perder el ritmo.

Maureen se levantó del banco e intentó desprenderse de la visión, si había sido eso. No estaba segura, ni tampoco podía permitirse el lujo de seguir pensando en ello. Tenía el tiempo limitado en Jerusalén, y dos mil años de lugares que ver. Apeló a su disciplina de periodista y a toda una vida de reprimir los sentimientos, archivó la visión para llevar a cabo un análisis posterior, y se obligó a seguir andando.

Se mezcló con un grupo de turistas británicos cuando doblaron una esquina, conducidos por un guía que llevaba alzacuello de sacerdote anglicano. El hombre anunció a los peregrinos que se estaban acercando al lugar más sagrado de la cristiandad, la basílica del Santo Sepulcro.

Gracias a sus investigaciones, Maureen sabía que las restantes estaciones del Vía Crucis se hallaban dentro del venerado edificio. La basílica, que abarcaba varias manzanas, ocupaba el lugar de la crucifixión desde que la emperatriz Elena había jurado proteger este terreno sagrado en el siglo IV. Elena, quien también fue la madre del emperador romano Constantino, fue canonizada con posterioridad por sus esfuerzos.

Maureen se acercó a las enormes puertas de entrada con parsimonia y cierta vacilación. Cuando pisó el umbral, cayó en la cuenta de que hacía muchos años que no entraba en una iglesia, pero tampoco ardía en deseos de cambiar dicha situación. Se recordó con firmeza que la investigación que la había llevado a Israel era de índole erudita antes que espiritual. Mientras no perdiera de vista este detalle, podría hacerlo. Podría atravesar aquellas puertas.

Pese a su reticencia, aquel colosal templo poseía algo carismático, algo que provocaba temor reverencial. Cuando entró, oyó las palabras del sacerdote británico:

—Dentro de estos muros, verán el lugar donde el Señor hizo el sacrificio definitivo. Donde le despojaron de su ropa, donde le clavaron en la cruz. Entrarán en la tumba sagrada donde depositaron su cuerpo. Hermanos y hermanas en Cristo, en cuanto entren en este lugar, sus vidas nunca volverán a ser como antes.

El penetrante e inconfundible olor a incienso envolvió a Maureen en cuanto entró. Peregrinos de todos los rincones de la cristiandad colmaban la gigantesca basílica. Pasó ante un grupo de sacerdotes coptos congregados en reverente discusión, y vio que un sacerdote ortodoxo griego encendía una vela en una de las capillas pequeñas. Un coro masculino cantaba en un dialecto oriental, un sonido exótico para los oídos occidentales. El himno se alzaba desde algún lugar secreto de la iglesia.

Maureen estaba asimilando las vistas y sonidos del lugar, extraviada en la sobrecarga sensorial. No vio al hombrecillo nervudo que se situó a su lado hasta que le dio una palmadita en el hombro, lo cual hizo que se sobresaltara.

—Lo siento, señorita. Lo siento, señorita Mo-rií.

Hablaba inglés, pero al contrario que el enigmático Mahmoud, su acento era muy marcado. Su dominio del idioma de Maureen era rudimentario, en el mejor de los casos, y como resultado ella no entendió al principio que la estaba llamando por su nombre. Repitió su cantinela.

—Mo-rií. Su nombre. Es Mo-rií, ¿no?

Maureen estaba intrigada, mientras intentaba dilucidar si el hombrecillo la estaba llamando efectivamente por el nombre, y en tal caso, cómo lo sabía. Llevaba en Jerusalén menos de veinticuatro horas, y nadie, salvo el recepcionista del hotel Rey David, sabía su nombre. Pero el hombre estaba impaciente, y volvió a la carga.

—Mo-rií. Usted es Mo-rií. Escritora. Usted escribe, ¿no? ¿Mo-rií?

Maureen asintió poco a poco y contestó.

—Sí. Me llamo Maureen, pero ¿cómo lo sabe?

El hombrecillo hizo caso omiso de la pregunta, agarró su mano y tiró de ella.

—No hay tiempo, no hay tiempo. Venga. Nosotros esperarla mucho tiempo. Venga, venga.

Para ser un hombre tan pequeño (más que Maureen, y ella era muy menuda), se movía con mucha celeridad. Sus cortas piernas le impulsaron a través del vientre de la basílica, al otro lado de la cola de peregrinos que esperaban para entrar en el Santo Sepulcro. Siguió andando hasta que llegaron a un pequeño altar situado en la parte posterior del edificio, donde se detuvo de repente. La zona estaba dominada por una escultura en bronce de tamaño natural de una mujer, que extendía los brazos hacia un hombre en posición suplicante.

—Capilla de María Magdalena. Magdalena. Usted venir por ella, ¿no? ¿No?

Maureen asintió con cautela, mientras miraba la escultura y bajaba la vista hacia la placa, que rezaba:

EN ESTE LUGAR,

MARÍA MAGDALENA FUE LA PRIMERA

EN VER AL SEÑOR RESUCITADO

Leyó en voz alta la cita de otra placa que había debajo del bronce.

—«Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién andas buscando?».

Maureen no tuvo mucho tiempo para meditar sobre la pregunta, porque el hombrecillo ya estaba tirando de ella otra vez, caminando a toda prisa con su paso peculiar hasta otro rincón más oscuro de la basílica.

—Venga, venga.

Doblaron una esquina y se detuvieron delante de un cuadro, el retrato envejecido de una mujer. El tiempo, el incienso y los siglos de residuos aceitosos de velas habían obrado su efecto en la pintura, por lo cual Maureen tuvo que acercarse más para examinarla. El hombrecillo habló con voz muy seria.

—Cuadro muy antiguo. Griego. ¿Entiende? Griego. El más importante de Nuestra Señora. Necesita que usted cuente su historia. Por eso vino aquí, Mo-rií. La hemos esperado mucho tiempo. Ella ha esperado. A usted. ¿No?

Maureen contempló con cautela la pintura, el antiguo retrato de una mujer que llevaba una capa roja. Se volvió hacia el hombrecillo, muy intrigada ahora por saber adónde la estaba conduciendo todo esto. Pero ya no estaba, se había desvanecido con tanta rapidez como había aparecido.

—¡Espere!

El grito de Maureen resonó en la enorme iglesia, pero no obtuvo respuesta. Devolvió su atención al cuadro.

Cuando se acercó más al retrato, observó que la mujer llevaba en la mano derecha un anillo que tenía engastado un disco redondo de cobre, con un dibujo que plasmaba nueve círculos rodeando una esfera central.

Maureen levantó la mano derecha, en la que llevaba su nuevo anillo, para compararlo con el del cuadro.

Los anillos eran idénticos.


… Mucho se dirá y escribirá en los tiempos venideros acerca de Simón, el Pescador de Hombres. De cómo Easa y yo misma le llamábamos la roca, Pedro, mientras los otros le llamaban Cefas, en su lengua vernácula. Y si la historia es justa, dirá que amaba a Easa con pasión y lealtad sin parangón.

Y mucho se ha dicho ya, según me han contado, sobre mi relación con Simón Pedro. Están los que nos llamaban adversarios, enemigos. Preferían creer que Pedro me despreciaba, y que pugnábamos por atraer la atención de Easa en cada momento. También están los que acusaban a Pedro de odiar a las mujeres, una acusación que no se puede aplicar a ningún seguidor de Easa. Sépase que ningún hombre que siguió a Easa menospreció a una mujer o subestimó su papel en el plan de Dios. Cualquier hombre que actúe así y afirme que Easa es su maestro, miente.

Estas acusaciones contra Pedro son falsas. Los que fueron testigos de las críticas que Pedro vertió sobre mí no conocen nuestra historia, ni el motivo de sus arrebatos. Pero yo lo entiendo y no le juzgaré, jamás. Esto es, por encima de todo, lo que Easa me enseñó, y confío en que también lo enseñara a los demás: no juzguéis.

EL EVANGELIO DE ARQUES DE MARÍA MAGDALENA

EL LIBRO DE LOS DISCÍPULOS