Es un placer conversar con ustedes, los locos que leen. Dicen que somos una especie en vías de extinción, porque la cultura del ruido y el apuro está acabando con nosotros, pero la verdad es que cada día se publican más libros, así es que debe haber muchos lectores secretos escondidos en los rincones del mundo. Algunos de nosotros preferiríamos estar en cama con un buen libro que con nuestra estrella favorita del cine; pero no se preocupen, seguramente nunca tendremos la oportunidad de escoger. Nosotros, los lectores compulsivos, estamos unidos por un insaciable apetito de historias. Como los niños, deseamos sumergirnos en la magia de la narración, perdernos en el universo que nos propone el autor, sufrir y gozar con los personajes, que en algunos casos llegan a ser más importante que los miembros de nuestra propia familia. No podemos vivir sin libros: los compramos, los pedimos prestados y no los devolvemos, los robamos si es necesario, los coleccionamos.

Permítanme contarles cómo y por qué escribo.

El vicio de contar se manifestó muy temprano en mi vida. Tan pronto aprendí a hablar empecé a torturar a mis dos hermanos con cuentos tenebrosos que llenaban sus días de terror y sus sueños de pesadillas. Recuerdo una escena en la habitación que los tres compartíamos: la lámpara está apagada y la única luz viene del pasillo, por la puerta entreabierta; mis hermanos están sentados en la cama, pálidos, con los ojos desorbitados, temblando, mientras les cuento una historia de fantasmas. La casa de mi abuelo, donde vivíamos, era grande y sombría, perfecta para convocar espectros. Más tarde en mi vida, mis hijos tuvieron que soportar el mismo martirio de los relatos espeluznantes. En mi etapa adulta, sin embargo, los cuentos me han servido para seducir hombres: no hay nada tan sensual como una historia contada con pasión entre dos sábanas recién planchadas.

Hace muchos años demolieron en Santiago la vieja casa de mis abuelos y en su sitio construyeron unas torres modernas, que no puedo reconocer entre centenares de edificios similares. Un día las máquinas del progreso llegaron con la misión de pulverizar la casona de adobe donde nació mi madre. Durante semanas vimos a esos implacables dinosaurios de hierro aplanando el mundo con sus patas dentadas, y cuando por fin se asentó la polvareda de beduinos que levantaron, comprobamos asombrados que en ese descampado todavía se erguían intactas las palmeras plantadas por un remoto bisabuelo amante de la botánica. Solitarias, desnudas, con sus melenas mustias y un aire de humildad, esperaban su fin; pero en vez del temido verdugo aparecieron unos trabajadores sudorosos provistos de palas y picos. En una larga faena de hormigas cavaron trincheras alrededor de cada árbol, hasta desprenderlo del suelo. Vimos sus finas raíces, entretejidas como encaje y aferradas a puñados de tierra seca. Las grúas se llevaron a los gigantes heridos hasta unos hoyos profundos que los hombres habían preparado en otro lugar y allí los plantaron. Los troncos gimieron sordamente, las hojas se cayeron en hilachas amarillas y por un tiempo creímos que nada podría salvar a las palmeras de tanta agonía, pero son criaturas tenaces. Una lenta rebelión subterránea fue extendiendo la vida, los tentáculos vegetales se abrieron paso en el suelo, mezclando los restos de tierra antigua con la tierra nueva. En una primavera inevitable amanecieron las palmeras agitando sus pelucas y contorneando la cintura, vivas y renovadas, a pesar de todo. El recuerdo de esos árboles de la casa de mis abuelos me viene con frecuencia a la mente cuando pienso en mi destino. Soy una eterna desterrada, como dijo una vez Pablo Neruda, el poeta de Chile y de mis amores. Mi suerte es andar de un sitio a otro, adaptarme y sobrevivir. Creo que lo logro porque mis raíces aún se aferran a puñados de mi tierra, como esas palmeras. Chile, mi país inventado, el país de los recuerdos y de la imaginación, viaja conmigo. Hace más de treinta años que no vivo en Chile, ya que mi familia y mi casa están en el norte de California, pero mi inspiración literaria nace en suelo chileno y se nutre de él. Varios de mis libros están situados en lugares geográficos muy distantes: California, Venezuela, Barcelona, el Amazonas, los Himalayas, África y hasta en la China, pero la necesidad de narrar viene de mi infancia en Chile.

Me crie en una casa donde las paredes estaban cubiertas de estanterías con libros. Los libros se reproducían de modo misterioso, se multiplicaban como una maravillosa jungla de papel impreso. En la noche, me parecía oír desde mi cama a los personajes que escapaban de las páginas y vagaban por las oscuras habitaciones. Caballeros, doncellas, brujas, piratas, bandidos, santos y cortesanas llenaban el aire con sus aventuras. Una madrugada, durante uno de nuestros famosos terremotos, las estanterías se vinieron al suelo con terrible estrépito. Horrorizada, comprendí que los personajes no podrían encontrar el camino de regreso a sus páginas y se verían forzados a buscar refugio en el primer volumen a su alcance. ¿Se imaginan la confusión, el caos, el descalabro del tiempo y del espacio literarios? La imagen de esos personajes exiliados de su propio libro me ha perseguido desde entonces. A veces imagino que esos seres perdidos acuden a mí para que escriba una historia en la que ellos puedan sentirse a gusto.

La escritura es para mí un intento desesperado de preservar la memoria. Por los caminos quedan los recuerdos como desgarrados trozos de mi vestido. Escribo para que no me derrote el olvido. Cada día, al sentarme ante la pantalla en blanco de mi computadora, cierro por un instante los ojos y vuelvo a aquella casa donde me crie, al español de mi infancia, con su acento chileno, a las extraordinarias mujeres que me formaron: mi abuela, quien me enseñó a leer los sueños; mi madre, quien todavía me obliga a mirar los acontecimientos por detrás y a la gente por dentro; las viejas empleadas que me transmitieron los mitos y leyendas populares y me iniciaron en el vicio de las radionovelas; mis amigas feministas que en los años sesenta y setenta conspiraban para cambiar el mundo; las periodistas que me dieron las claves del oficio. Con ellas aprendí que la escritura no es un fin en sí mismo, sino un medio de comunicación. ¿Qué es un libro antes que alguien lo abra y lo lea? Sólo un atado de hojas cosidas por el canto… Son los lectores quienes le instilan el aliento de la vida.

Casi todos mis libros se gestan a partir de una impresión o una emoción profunda que me acompaña por largo tiempo. Después del golpe militar de 1973 en Chile, que interrumpió una larga trayectoria democrática y en el que murió el Presidente Salvador Allende, me fui con mi familia a Venezuela. El 8 de enero de 1981 recibí en Caracas una triste noticia desde Santiago: mi formidable abuelo, que ya tenía casi cien años, agonizaba. Esa noche me instalé en la cocina de nuestro apartamento con mi máquina de escribir portátil y comencé una carta para aquel abuelo legendario, una carta espiritual que seguramente él no alcanzaría a leer. La primera frase fue escrita en trance. Mis dedos volaron sobre el teclado y antes que alcanzara a darme cuenta había escrito: Barrabás llegó a la familia por vía marítima. ¿Quién era ese Barrabás y por qué llegó por vía marítima? El único con ese nombre fue un perro enorme, un gran danés, que según cuentan vivió en mi familia antes de que yo naciera. ¿Qué tenía que ver Barrabás en una carta de despedida a mi abuelo? Aún no lo sabía, pero con la confianza del ignorante, seguí escribiendo sin pausa. En esa época yo trabajaba dos turnos, doce horas al día, en una escuela, pero las noches eran mías. Después de cenar me encerraba a escribir, sin esfuerzo, sin pensar. Mi abuelo murió y seguí escribiendo. Al cabo de un año había quinientas páginas sobre la mesa de la cocina, un manuscrito gordo, sucio, desordenado; ya no era una carta, parecía más bien un libro. En la soledad del exilio quise recuperar mi país, resucitar a los muertos, reunir a los dispersos. La nostalgia por Chile, mi patria a los pies del mundo, motivó La casa de los espíritus. Ese Barrabás que llegó por vía marítima y los otros personajes de aquella primera novela cambiaron mi destino y me iniciaron en el mundo sin retorno de la literatura. Han pasado veinticinco años desde que se publicó ese libro y desde entonces he escrito diecisiete más, publicados en muchas lenguas: puedo decir con confianza que encontré mi vocación. He tenido mucha suerte.

Creo que mis libros no nacen de una idea, sino que crecen en el vientre como una semilla pertinaz. No escojo el tema, el tema me escoge a mí. Mi trabajo consiste en dedicar suficiente tiempo y disciplina a la escritura, para que los personajes aparezcan de cuerpo entero y hablen por sí mismos. No los invento, creo que existen en una misteriosa dimensión, esperando que alguien los traiga al mundo. Cada 8 de enero, cuando comienzo otro libro, llevo a cabo una breve ceremonia para llamar a los espíritus y las musas, luego pongo los dedos en las teclas y dejo que la primera frase se escriba sola, tal como ocurrió la primera vez. Me ronda una idea vaga, más bien un sentimiento, pero carezco de un plan, no sé cómo será la historia que voy a contar. Esa frase inicial entreabre una puerta por donde me asomo tímidamente al mundo de los personajes, que poco a poco irán revelándose con sus contornos precisos, cada uno con su propia voz, su biografía, su carácter, sus manías y grandezas. En el paciente ejercicio de la escritura diaria, la historia se va definiendo en forma natural.

Los acontecimientos y la gente que he conocido en el viaje de mi vida son mi fuente de inspiración. Por lo mismo trato de exponerme a todos los vientos, sin permitir que los dolores y riesgos inevitables me asusten demasiado. Las experiencias de hoy son mis recuerdos del mañana, serán mi pasado, la materia esencial de la memoria. Supongo que si tuviera una existencia segura y contenta no tendría de qué escribir, por eso prefiero vivir mi vida como una novela. Hasta ahora me ha ido resultando, no me ha faltado melodrama, pero supongo que llegará un momento en que se calmarán las aguas, me pondré anciana y entonces tendré que inventar lo que falta para completar mi propia leyenda. En la mente y el corazón sólo guardo aventuras, amores, duelos, separaciones, cantos y lágrimas, fracasos memorables y éxitos inesperados; las pequeñeces cotidianas han desparecido. Tiendo a contar mi vida en forma exagerada, a todo color, en pantalla grande, como esas películas épicas en que se desplazan millares de extras por extensos panoramas: Cleopatra, Guerra y paz, Lo que el viento se llevó. El resultado es que ya no sé cuánto hay de memoria y cuánto de imaginación en las múltiples versiones de mi pasado. Como dice mi nieta, yo recuerdo lo que nunca ocurrió.

En mi trabajo de escribir, paso tantas horas callada y a solas, que la realidad se me desdibuja y termino oyendo voces, viendo fantasmas e inventándome yo misma. El tiempo se me enreda y empiezo a caminar en círculos; tal vez el tiempo no pasa, sino que nosotros pasamos a través del tiempo; tal vez el espacio está lleno de presencias de todas las épocas, como decía mi abuela, y todo lo que ha sucedido y lo que sucederá coexiste en un presente eterno. Siempre tengo la mente llena de historias, pero no crean que ando distraída, todo lo contrario: ando con los ojos muy abiertos y los oídos atentos, porque lo que ocurre en el mundo también es mi fuente de inspiración. Vivo a través de mis personajes y vivo cada historia como si fuera la mía.

Con la edad es más fácil escribir ficción, porque he vivido lo suficiente para ver cómo los círculos se cierran, cómo todo trae consecuencias, todo está interconectado, nada es casual. Una novela no es diferente a la vida. En una novela, como en la vida, no importa el final, sino el trayecto. Día a día se hace la vida, palabra a palabra se hace una novela. La escritura es un trabajo lento, silencioso y solitario. Mis nietos, que me ven ante el ordenador durante horas interminables, creen que estoy castigada. ¿Por qué lo hago? No lo sé… Es una función orgánica, como el sueño o la maternidad. No puedo describirlo sin caer en un cliché. Contar y contar… es lo único que quiero hacer.

Me parece que he tenido un destino aventurero, porque he sobrevivido tres revoluciones, una invasión de los marines americanos en el Líbano, cuatro terremotos y un golpe militar. De cada país salgo expulsada por alguna catástrofe, como si la violencia anduviera siempre pisándome los talones. Cuando en 1987 me enamoré de Willie, el hombre que hoy es mi marido, y me fui a vivir a los Estados Unidos, pensé que mi suerte había cambiado y por fin tendría cierta estabilidad, pero en este tiempo me ha tocado un quinto terremoto, esta vez en San Francisco, un huracán en Florida y otro en Nueva Orleans, un asalto a mano armada en Oakland, el famoso ataque terrorista en Nueva York, un incendio en el área donde vivo, que destruyó trescientas casas, y además varios años de la desgraciada presidencia de George W. Bush. Tengo mucho para material para escribir.

Sin embargo, mi escapada más espectacular no fue un cataclismo político o geológico. Al final de los años setenta yo trabajaba en Venezuela en un colegio para chiquillos fregados (creo que ahora los llaman niños con problemas de aprendizaje…). Un día faltó una maestra de música y me mandaron a cuidar la clase. Me encontré encerrada en un cuarto con veinte salvajes fuera de control, que brincaban y se daban de golpes con las flautas y los violines. Estaba yo a punto de huir, aterrorizada, cuando se abrió la puerta y entró una mujer gorda, olorosa a jabón, provista de un balde y una escoba. Supongo que venía a limpiar, pero al ver la situación decidió intervenir y, sin alzar la voz, en un tono tranquilo y amable, dijo: «Había una vez…». De inmediato se calló el clamor y el aire pareció detenerse. Ella repitió esas tres palabras: «Había una vez…». ¡Y los conquistó! Los monstruos se sentaron en absoluto silencio cuando ella comenzó a contarles un cuento. Esa mujer tenía el don de narrar. No recuerdo el relato, pero recuerdo que estuve prendida de sus palabras, atrapada en el suspenso, el ritmo, los personajes, el argumento. Nos cautivó por igual a los veinte chiquillos hiperactivos y a mí. Eso es lo que intento con cada uno de mis libros: coger a mi lector por el cuello y no soltarlo hasta la última línea.

«Había una vez…». Esas palabras son mágicas. Las historias han acompañado a la humanidad desde el comienzo de los tiempos. Algunas, contadas una y otra vez, describen nuestro viaje por la vida y la muerte y se convierten en mitos: el Jardín del Edén, la diosa madre, el diluvio que cubrió el planeta, los héroes en busca del Padre, la lucha entre el Bien y el Mal, los actos de valor, los amores contrariados, los sacrificios necesarios, las batallas contra los dragones de nuestra propia alma. Los grandes temas se repiten innumerables veces, sólo podemos tejer nuevas versiones, pero un narrador hábil puede recrear la historia con el encanto de la primera vez.

Nosotros, los latinoamericanos, provenimos de una cultura de narradores. El papel del narrador es interpretar sueños, desenterrar secretos y preservar historias. La tradición oral ha declinado, vencida por medios modernos de comunicación, y ha dado paso a una sólida tradición literaria; el narrador ya no se sienta bajo un tenderete en la plaza del mercado a hipnotizar a los oyentes con sus palabras, ahora escribe, pero su misión es la misma de antes: interpretar sueños, desenterrar secretos y preservar historias. Los escritores son muy respetados en América Latina, a pesar de que todavía un porcentaje significativo de la población es analfabeta, que poca gente tiene los medios económicos para comprar libros o el hábito de la lectura, y de que casi nada se publica en las lenguas de los pueblos indígenas. Nuestros grandes escritores son consultados sobre los temas más diversos, como si fueran oráculos o profetas, y algunos han sido presidentes, como Domingo Faustino Sarmiento, o candidatos a la presidencia, como Pablo Neruda y Mario Vargas Llosa, no tanto por sus ideas políticas como por sus obras.

Tomen nota de que hablo en masculino, ya que las escritoras no son tratadas con la misma consideración, salvo si son tan herméticas que nadie las entiende, o están muertas, como Sor Juana Inés de la Cruz o Gabriela Mistral. Muertas no le hacen sombra a los machos consagrados de la cultura parroquial. Las mujeres todavía debemos abrirnos paso a codazos en los cerrados círculos literarios de nuestros países, que son clubes de hombres. Como feminista y como escritora, he desafiado al patriarcado en varios frentes y por ello he tenido que pagar un alto precio, pero no me quejo, porque por cada golpe recibido, he dado dos. Supongo que en general las mujeres se sienten cómodas en su condición femenina, pero yo quise ser hombre durante los primeros treinta años de mi vida, porque es mucho más fácil. Una mujer tiene que hacer el doble de esfuerzo que cualquier hombre para obtener la mitad de reconocimiento. El campo de la literatura es aún más arduo. Por fortuna, la situación está cambiando en algunas partes del mundo. Hoy, más mujeres que hombres compran y leen novelas; eso ha abierto el campo de la literatura de ficción a las escritoras. Ahora, que ya soy abuela y en pocos años más seré bisabuela, puedo decir que superé por completo el deseo de ser hombre. He hecho casi todo lo que puede hacer un hombre y algunas cosas que sólo podemos hacer las mujeres. No ha sido fácil, pero ha sido muy entretenido.

No es de extrañarse que América Latina haya producido tanta literatura y tan buena, ya que tenemos dónde inspirarnos. Quinientos años atrás, cuando españoles y portugueses conquistaron ese vasto territorio, se produjo el choque violento de las monarquías cristianas de Europa con las culturas de América, que en algunos casos eran complejas teocracias y en otros casos eran pueblos muy primitivos y hasta caníbales. Las cartas que los conquistadores escribieron hablaban de ciudades de oro puro, donde los niños jugaban con diamantes, de fuentes de eterna juventud, de seres mitológicos con un solo ojo en el medio de la frente y un pie tan grande, que podían levantarlo por encima de la cabeza para darse sombra a la hora de la siesta. Esos hombres que vinieron tras las huellas de Cristóbal Colón fueron responsables de uno de los peores genocidios de la historia. Millones de indígenas murieron a causa de las enfermedades de los europeos, miles prefirieron el suicidio a la esclavitud, pueblos enteros fueron borrados de la faz de la tierra, ciudades, templos y dioses desaparecieron en humo y espanto. Los descendientes de esos pueblos humillados todavía buscan su identidad en el espejo destrozado de la historia. Durante cinco siglos todas las razas del planeta han venido a las costas latinoamericanas: esclavos negros, aventureros y mercaderes europeos, refugiados judíos y asiáticos, inmigrantes y exiliados, eternas procesiones de seres humanos que escapan de guerras, persecuciones y pobreza, o que simplemente buscan nuevos horizontes de esperanza. Llegaron con sus tradiciones, sus lenguas, sus recuerdos y sus dolores, se mezclaron con la población indígena en un abrazo desesperado de odio y de amor, y así dieron origen a un pueblo marcado por un destino trágico y por una imaginación desatada, que tiene su expresión máxima en lo que se ha llamado realismo mágico. El realismo mágico ha pasado de moda en la literatura, los autores jóvenes lo aborrecen, pero sigue vigente en la vida, que está llena de misterios: coincidencias, sueños, casualidades, premoniciones, el poder alucinante de la naturaleza, pasiones y vicios que determinan el curso de la historia. Los latinoamericanos tenemos poco control sobre los acontecimientos o sobre nuestras propias vidas, por eso tendemos al pensamiento mágico, creemos en el destino y la suerte. Eso explica el fervor religioso y la obsesión con los juegos de azar de nuestros pueblos.

En América Latina nos une la historia, pero estamos lejos de ser una sociedad homogénea. Vivimos aislados, en pequeñas provincias que los conquistadores dibujaron en sus mapas destinados a los palacios de piedra de remotos reyes católicos. Dividieron el territorio para controlarlo y nosotros hemos mantenido las divisiones, no sólo de fronteras, sino también de clases y razas; nuestro continente es una torta de milhojas. Sin embargo, existe una sorprendente continuidad en la cultura. Allí donde los políticos han fracasado, los artistas han triunfado. Escritores, pintores, músicos, poetas, cada uno imaginando la realidad e interpretando el pasado de maneras originales, han creado un coro de voces diversas, pero armónicas. Ellos narran nuestra América al mundo y a nosotros mismos. Ellos nos ayudan a buscar nuestra escurridiza identidad. Son nuestros chamanes.

Me gusta el meticuloso oficio de una novela larga y complicada, pero temo el desafío de un cuento corto, dos géneros muy distintos. En una novela uno crea un universo agregando detalles, como se borda una tapicería con hilos de muchos colores; con el diseño se disimulan los defectos y al final lo que importa es la impresión general. Un cuento, en cambio, es como una flecha. El escritor sólo tiene un tiro, se requiere dirección y velocidad exactas, tensión perfecta, la muñeca firme del arquero. En un cuento no hay tiempo ni espacio para errores, todo se nota. Si no tiene el tono justo en la primera frase, mejor dejarlo; si se corrige demasiado se pierde la brisa fresca que echa a volar la imaginación del lector. Para una novela se necesita paciencia, tiempo, concentración y ojo para los detalles. Un cuento exige inspiración y buena suerte.

No puedo separar mi vida y mi trabajo como narradora, están firmemente entrelazados. Para mí la vida se hace al escribirla, lo que no escribo lo borra el viento del olvido. A menudo no distingo la realidad cotidiana de la ficción que escribo, creo que todo lo que escribo es verdad y si no lo es ahora, puede ser verdad mañana. Seguramente esto tiene un nombre en psiquiatría y si no escribiera seguramente estaría en un manicomio. Cuando era niña, me castigaban por decir mentiras, ahora que vivo de estas mentiras me llaman escritora.

Mi marido sostiene que tengo cincuenta versiones de cómo nos conocimos y que todas son verdad. No es demencia senil de mi parte, siempre he sido igual, la realidad me resulta escurridiza. ¿Cuál es la verdad? No lo sé. Tal vez sólo existe la verdad poética.

En El libro de los abrazos, Eduardo Galeano nos entrega un hermoso cuento que constituye una metáfora espléndida de la escritura: Había una vez un viejo solitario que pasaba gran parte del día en la cama. Se rumoreaba que tenía un tesoro escondido en su casa y un día unos ladrones se metieron a buscarlo. Escarbaron por todos lados y por último encontraron un baúl en el sótano. Se lo llevaron y al abrirlo descubrieron que estaba lleno de cartas. Eran todas las cartas de amor que había recibido el anciano durante su larga vida. Los ladrones iban a quemarlas, pero lo conversaron y decidieron devolverlas a su dueño. Una por una. Una por semana. Desde entonces, cada lunes al mediodía, se puede ver al anciano esperando al cartero. Al verlo aparecer, corre a recibirlo, mientras el cartero, que está al tanto del asunto, agita la carta en la mano. Y entonces hasta San Pedro puede oír los latidos de ese corazón, loco de alegría al recibir el mensaje de una mujer.

¿No es esta la esencia juguetona de la literatura? Un acontecimiento vulgar transformado por la verdad poética. Esos ladrones son como los escritores, toman algo común, en este caso las cartas, y mediante un truco de magia lo transforman en algo completamente fresco. En el cuento de Galeano las cartas existían y eran del viejo en primer lugar, pero yacían olvidadas en un sótano oscuro, estaban muertas. Mediante el simple hecho de mandarlas por correo una por una, una cada semana, los buenos ladrones resucitaron las ilusiones de aquel pobre hombre. En eso consiste a menudo la escritura: encontrar tesoros ocultos, dar brillo a los hechos gastados y revitalizar el alma desesperada mediante el soplo de la imaginación.

Contar es para mí una experiencia orgánica, como hacer el amor con el amante perfecto. Siempre es exultante. Escribir ha sido mi salvación en las épocas trágicas de mi vida y mi manera de celebrar en las épocas alegres. La literatura me ha permitido exorcizar algunos de mis demonios y transformar mis derrotas, dolores y pérdidas en fuerza. Debo inventar muy poco para mis novelas, porque la realidad es siempre más espléndida que cualquier engendro de mi imaginación. Llevo las antenas dispuestas en todas direcciones para captar las voces del aire, los susurros, lamentos y risas, las pequeñas anécdotas tanto como las grandes aventuras. En el mejor de los casos, la escritura intenta dar voz a quienes no la tienen o a quienes han sido silenciados, pero cuando escribo no me impongo la tarea de representar a nadie, trascender, dar un mensaje o explicar los misterios del universo, simplemente trato de contar la historia en el tono de las conversaciones privadas. Desde que comencé a escribir, hace un cuarto de siglo, me he convertido en una voraz cazadora de historias. Escribo mucho, escribo siempre, porque siento que no me alcanzará la vida para contar todo lo que deseo contar.

Pablo Neruda expresó este sentimiento algo pretencioso, es cierto, pero también extraordinario, de querer formar parte de cada experiencia humana. El poeta escribió:

No puedo

sin la vida vivir,

sin el hombre ser hombre

y corro y veo y oigo

y canto,

las estrellas no tienen

nada que ver conmigo,

la soledad no tiene

flor, ni fruto.

Dadme para mi vida

todas las vidas

dadme todo el dolor

de todo el mundo,

yo voy a transformarlo

en esperanza.

Dadme

todas las alegrías

aun las más secretas

porque si así no fuera

¿cómo van a saberse?

Yo tengo que contarlas,

dadme

las luchas

de cada día

porque ellas son mi canto…

Gracias, amigos, por leer mis libros con tan sostenida fidelidad. ¿Qué sería de mí sin ustedes? Si no tuviera lectores tal vez no escribiría, porque no lo hago sólo para mí, mi afán es comunicar; cada libro es una mano extendida, que con suerte otra persona estrechará en las sombras. Lo que no escribo acaba olvidado o perdido en un laberinto de confusión y contradicciones. La palabra define, preserva, aclara. Mis parientes deben soportar que hasta lo más privado se ventile en las páginas de un libro; a nadie le gusta tener un escritor en la familia. Lo lamento, pero no puedo evitarlo, porque mi vida adquiere contornos precisos cuando la cuento. Si no pudiera hacerlo, me agobiaría la soledad.