Umm Hánafi estaba sentada con las piernas cruzadas sobre una estera en el salón, mientras Naíma —la hija de Aisha—, Abd el-Múnim y Ahmad —los hijos de Jadiga— estaban frente a ella en el sofá. Las dos ventanas que daban al patio de la casa estaban abiertas a fin de suavizar el agobiante y húmedo calor de agosto, aunque apenas si había un solo soplo de brisa, por lo que la gran lámpara que colgaba del techo permanecía inmóvil enviando su luz al salón. En cuanto a las otras habitaciones, aparecían a oscuras y en silencio. Umm Hánafi, con la cabeza baja y los brazos cruzados sobre el pecho, unas veces levantaba sus ojos para ver a los pequeños sentados en el sofá, y otras los cerraba. No hablaba, pero sus labios no dejaban de moverse.
—¿Hasta cuándo se va a quedar mi tío Kamal en la azotea? —preguntó Abd el-Múnim.
—Aquí hace calor. ¿Por qué no os vais con él? —balbuceó Umm Hánafi.
—Está oscuro, y a Naíma le dan miedo los insectos.
Ahmad añadió aburrido:
—¿Hasta cuándo vamos a quedarnos aquí? Esta ya es la segunda semana. Cuento los días uno por uno. ¡Quiero volver a casa con papá y mamá!
—Si Dios quiere, regresaréis todos juntos —dijo con esperanza Umm Hánafi— y todos más felices que nunca. Rogad a Dios, porque Él responde a los niños buenos…
—Nosotros rezamos antes de dormir y después de despertarnos, como nos recomendaste —contestó Abd el-Múnim.
—Rezadle en cada momento. Rezadle ahora, Él es el único que puede aliviar vuestras penas —añadió la mujer.
Abd el-Múnim extendió sus manos y miró a Ahmad, invitándole a hacer otro tanto. El otro lo hizo sin que el aburrimiento dejara su rostro. Luego, juntos, como estaban acostumbrados en los últimos días, dijeron:
—¡Señor, cura a nuestro tío Jalil y a nuestros primos Uzmán y Muhammad, para que podamos volver a casa tranquilos!
La emoción apareció en el rostro de Naíma. Los rasgos de su cara se relajaron por la tristeza y sus ojos azules se llenaron de lágrimas.
—¿Cómo están papá, Uzmán y Muhammad? —gritó—. ¿Y mamá? ¡Quiero verla, quiero verlos a todos!
—Yo también quiero ver a papá y mamá —se quejó Ahmad.
—Iremos con ellos cuando se curen —respondió Abd el-Múnim.
—¡Vamos ahora!, ¡quiero volver a casa! ¿Por qué nos tienen tan alejados de ellos? —gritó Naíma con desasosiego.
—¡Porque tienen miedo de que nos contagiemos! —contestó Abd el-Múnim.
—Mamá está allí, y también la tía Jadiga, y el tío Ibrahim, y la abuela, ¿por qué ellos no se contagian? —replicó Naíma con tozudez.
—¡Porque ellos son mayores!
—Si los mayores no se contagian, ¿por qué está enfermo papá?
Umm Hánafi suspiró, y dijo con dulzura:
—¿Es que te molesta algo? Esta también es tu casa, y aquí están Si Abd el-Múnim y Si Ahmad para jugar contigo. Y también está tu tío Kamal, que te quiere más que a las niñas de sus ojos. Pronto volverás con mamá, papá, Uzmán y Muhammad. No llores, mi pequeña niña, y reza porque papá y tus hermanos se curen…
—Dos semanas. Las he contado con los dedos —dijo con fastidio Ahmad— y además, nuestra vivienda está en el tercer piso, y la enfermedad está en el segundo. ¿Por qué no volvemos a nuestra casa llevándonos con nosotros a Naíma?
—Tu tío Kamal se enfadaría si escuchara lo que estás diciendo —amenazó Umm Hanafi, poniendo el dedo sobre sus labios—. Os compraré chocolate y pipas, ¿cómo vas a decirle que no deseas quedarte con él? Ya no sois unos niños. ¡Tú, Si Abd el-Múnim, vas a entrar en la escuela primaria dentro de un mes, y tú también, mi pequeña Naíma!
—¡Déjanos al menos salir a la calle para jugar! —dijo Ahmad, cediendo en algo de sus pretensiones.
—¡Es cosa razonable, Umm Hánafi!, ¿por qué no salimos a la calle a jugar?
—Tenéis el patio, y es tan grande como este mundo y el otro —contestó Umm Hánafi con firmeza—; y también tenéis la azotea. ¿Qué más queréis? El señorito Kamal, cuando era pequeño, solamente jugaba en la casa. Cuando yo termine mi trabajo, os contaré algunas historias, ¿queréis?
—¡Ayer nos dijiste que tus historias se habían acabado! —protestó Ahmad.
—La tía Jadiga sabe más historias que tú —continuó Naíma, secándose las lágrimas—. ¿Dónde está mamá para que cantemos juntas?
—¿Cuántas veces te he pedido que nos cantaras algo, y te has negado? —le preguntó Umm Hánafi tratando de congraciarse con ella.
—¡Aquí no voy a cantar! ¡No voy a cantar estando Uzmán y Muhammad enfermos!
—Os voy a preparar la cena, y después iremos a dormir —suspiró la mujer—. ¿Queso, sandía y melón, eh?
Kamal estaba sentado en una silla, en el lado descubierto de la azotea, contiguo a la techumbre de hiedra y jazmín. Apenas se le podía ver en las sombras, a no ser por su propia galabiyya blanca. Tenía las piernas extendidas y relajadas, la cabeza elevada hacia el horizonte, incrustado de estrellas, absorto en sus pensamientos, rodeado de un silencio que sólo enturbiaba alguna voz que subía de la calle o un cacareo procedente del gallinero. En su rostro se dibujaban las huellas de cuánto había sobrevenido a su familia en las últimas dos semanas, que había trastornado la marcha normal de la casa, donde su madre no aparecía salvo en raras ocasiones, y donde el ambiente estaba saturado de los quejidos de los tres pequeños prisioneros eme iban y venían por toda la casa preguntando por «papá» y «mamá»; hasta el punto de no saber qué hacer para consolarlos y distraerlos.
En el-Sukkariyya, Aisha ya no cantaba ni reía, como se decía a menudo de ella. Por el contrario, pasaba la noche en vela, ante su familia enferma, el marido y dos de sus hijos. ¡Cuánto había deseado cuando era pequeño que Aisha regresara a su antigua casa! ¡Y cuánto temía ahora que ella se viera obligada a regresar, abatida y con el corazón roto! Su madre le había susurrado al oído: «No vayas a el-Sukkariyya, y si vas, no tardes mucho». Sin embargo, él iba de vez en cuando; y cuando salía, sus manos emanaban un olor extraño por los desinfectantes, llevando el corazón dominado por la angustia. Lo extraordinario del virus del tifus, como del resto de los virus, es su increíble insignificancia; los ojos no pueden verlo, pero él puede detener el curso de la vida, decidir el destino del hombre, y hacer pedazos, si lo desea, una familia. El pobre Muhammad había sido el primer afectado, luego le siguió Uzmán, y por último, imprevisiblemente, cayó el padre.
Por la noche vino la criada Suwaiydán para darle la noticia de que su madre iba a pasar la noche en el-Sukkariyya, añadiendo más adelante, en el nombre de su madre y en el de ella misma, que no había motivo para inquietarse. Entonces, ¿por qué se iba a quedar su madre esa noche allí? ¿Y por qué su corazón se había encogido? Sin embargo, pese a todo, era posible que el ambiente se clarificara en un abrir y cerrar de ojos, que Jalil Sháwkat y sus queridos hijos se curaran y que el rostro de Aisha se iluminara y resplandeciera. ¿Había olvidado que su cara ya había experimentado una prueba parecida hacía unos ocho meses? Y ahí estaba su padre, que ya corría, en perfecto estado de salud y brillo en sus ojos, y había vuelto a sus amigos y seres queridos como el pájaro regresa al árbol frondoso. Entonces, ¿quién podía oponerse a la posibilidad de que todo cambiara en un abrir y cerrar de ojos?
—¡Estás aquí solo!
Kamal conocía esa voz. Se levantó volviéndose hacia la puerta de la azotea, y tendió la mano hacia el recién llegado, diciéndole:
—¿Cómo estás, hermano? Siéntate, por favor.
Le ofreció su asiento. Yasín respiró profundamente para recuperar el ritmo normal de su respiración que la subida de la escalera había alterado, llenando su pecho de esa forma con el aroma del jazmín; luego se sentó, y dijo:
—Los niños duermen y Umm Hánafi también…
—¡Pobres niños! —se lamentó Kamal, volviéndose a sentar otra vez—. Ni se calman ni dejan descansar. ¿Qué hora es?
—Las once. Se está mucho más agradable aquí que en la calle.
—¿Dónde has estado?
—Andando entre Qasr el-Shawq y el-Sukkariyya. A propósito, tu madre no regresará esta noche…
—Suwaiydán ya me lo había dicho, ¿qué hay de nuevo? Estoy un poco angustiado.
—Todos nosotros estamos igual de angustiados. ¡Dios, sé clemente! Tu padre también está allí —suspiró Yasín.
—¿A esta hora?
—Lo dejé en la casa.
Tras un momento, prosiguió:
—He estado en el-Sukkariyya hasta las ocho de la tarde, cuando el enviado de Qasr el-Shawq vino a decirme que mi mujer estaba sintiendo dolores de parto. Así que inmediatamente fui a buscar a Umm Ali, la comadrona, y la llevé a la casa, donde encontré a mi esposa al cuidado de algunos vecinos. Me quedé allí una hora, pero no pude soportar mucho tiempo al escuchar los gemidos y los gritos, así que volví a El-Sukkariyya otra vez donde encontré a tu padre sentado con Ibrahim Sháwkat.
—¿Qué quieres decir con eso? Dímelo.
—La situación es muy grave —dijo Yasín con voz apagada.
—¿Grave?
—Sí, fui allí para tranquilizar un poco mis nervios. Pero parece que Zannuba no ha encontrado otra noche para dar a luz más que esta. Estoy totalmente agotado entre Qasr el-Shawq y el-Sukkariyya, entre la comadrona y el doctor. La situación es grave. Cuando la viuda de Sháwkat observó el rostro de su hijo, gritó: «¡Piedad, Señor! Debes llevarme a mí antes que a él». Tu madre estaba muy trastornada; pero la otra no prestaba atención. Sólo dijo con voz ronca: «¡Esta es la imagen de los Sháwkat cuando se enfrentan a la muerte; yo ya he visto a su padre, a su tío y a su abuelo antes que a él!». De Jalil no queda más que una sombra, y los dos niños igual. ¡Por Dios Todopoderoso!
Kamal tragó saliva, y dijo:
—¡Quizás lo que piensan no se cumpla!
—¡Quizás! Kamal… no seas niño. Tienes que saber lo que yo sé al menos, el médico dice que el asunto es muy grave.
—¿Para todos?
—¡Para todos! Jalil, Uzmán v Muhammad. ¡Señor! ¡Qué mala suerte tienes, Aisha!
Entre tinieblas, ante sus ojos, se imaginó la familia de Aisha, sonriente, como la había visto en el pasado. Felices y sonrientes, manipulando la vida como si fuera un juego verdadero. «¿Cuándo volverá Aisha a reírse con todo su corazón otra vez? Así fue como se nos marchó Fahmi, ¡los ingleses y el tifus son una misma cosa! ¿O hay otras causas? Creer en Dios es lo que ha hecho de la muerte un decreto divino y una sentencia que provocan consternación; cuando no es, en realidad, más que una especie de burla».
—¡Es la cosa más horrible que he escuchado en mi vida!
—Es así. Pero ¿qué podemos hacer? ¿Qué crimen ha cometido Aisha para merecer esto? ¡Dios, sé clemente y misericordioso!
«¿Existe una suprema sentencia que justifique el asesinato en todas sus formas? La muerte sigue minuciosamente las reglas del "chiste". Pero ¿cómo vamos a reírnos, siendo nosotros el objetivo del chiste? Quizás podamos acogerla con una sonrisa, si siempre se nos presenta tras una sincera reflexión, una verdadera comprensión y una auténtica imparcialidad. Eso sería una victoria sobre la vida y la muerte a la vez. Pero ¿dónde está Aisha en medio de todo esto?»
—Mi cabeza da vueltas, hermano.
—Así es el mundo —contestó Yasín en un tono sentencioso que Kamal oía por primera vez—, debes conocerlo en su auténtica realidad.
Luego se levantó sobresaltado, y dijo:
—Tengo que marcharme ahora.
—Quédate conmigo un poco —dijo Kamal, como pidiendo ayuda.
Pero Yasín se excusó:
—Son las once y tengo que ir a Qasr el-Shawq para tranquilizarme por el estado de Zannuba, luego volveré a el-Sukkariyya para estar con los otros. Me parece que esta noche no voy a dormir ni una hora. ¡Sólo Dios sabe lo que nos espera mañana!
Kamal se levantó, diciendo angustiado:
—Hablas como si todo se estuviese acabando. Voy a ir inmediatamente a el-Sukkariyya.
—No, debes quedarte con los niños hasta que amanezca. Intenta dormir, si no me voy a arrepentir de haberte dicho la verdad.
Yasín abandonó la azotea, seguido por Kamal, que lo acompañó hasta la puerta de la casa. Cuando pasaron por el piso de arriba, donde dormían los niños, Kamal dijo con tristeza:
—¡Pobres niños! ¡Cuánto ha llorado Naíma estos últimos días, como si su corazón intuyera lo que pasaba!
—¡Los niños olvidan pronto! —dijo Yasín con indiferencia—. ¡Pide compasión por los mayores!
Cuando salieron al patio, les llegó de la calle una voz que gritaba con fuerza: «¡Edición especial de el-Muqáttam!».
—¿Edición especial de el-Muqáttam? —murmuró Kamal intrigado.
—¡Sí! Sé lo que dice porque he escuchado a la gente intercambiarse comentarios cuando venía hacia aquí. Saad Zaglul ha muerto.
—¿Saad? —exclamó Kamal desde su más profundo interior.
Yasín detuvo su marcha y se volvió hacia él, diciéndole:
—¡Tranquilo, ya es suficiente con lo que tenemos nosotros!
Kamal se quedó con los ojos fijos en la oscuridad, sin pronunciar palabra, y si moverse, como si hubiera olvidado a Jalil, Uzmán, Muhammad, Aisha y todo, excepto que Saad Zaglul había muerto.
Yasín continuó su camino, diciendo:
—Ha muerto agotando su parte de vida y grandeza. ¿Qué más querías para él? ¡Dios tenga piedad!
Kamal lo siguió en silencio, sin salir aún de su asombro. Si hubiera sido en otras circunstancias, no tan tristes, no sabría cómo habría asumido la noticia, pero las desgracias, cuando se encuentran, se provocan unas a otras. De esa manera murió su abuela, a consecuencia de la muerte de Fahmi, y no hubo nadie que llorara por ella.
Entonces, Saad ha muerto. ¡Ha muerto el alma del exilio, de la revolución, de la libertad y la constitución! ¿Cómo no iba a estar triste si todo lo bueno que había en su alma había sido inspirado y enseñado por él?
Yasín se detuvo otra vez para abrir la puerta, le tendió la mano y se saludaron. En ese momento, Kamal recordó algo que se le había olvidado, y, dijo a su hermano con un poco de vergüenza por su olvido:
—Roguemos a Dios que tu mujer haya tenido un hijo sin problemas.
Yasín dijo, queriendo marcharse:
—¡Si Dios quiere! Espero que duermas tranquilo.