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Ahmad Abd el-Gawwad pudo dejar la casa después de otras dos semanas. La primera cosa que hizo fue, acompañado por Yasín y Kamal, visitar el-Huseyn y rezar en su mezquita para dar gracias a Dios. La muerte de Ali Fahmi Kamal se había anunciado, divulgada por los periódicos, y el señor Ahmad reflexionó largamente sobre ella y dio un discurso a sus hijos, mientras salían de la casa:

—Cayó muerto mientras estaba dando un discurso a una enorme muchedumbre, y aquí estoy yo, corriendo con mis pies después de haber estado en la cama y casi ver la muerte con mis ojos. ¿Quién puede conocer lo que está oculto? ¡Verdaderamente, nuestras vidas están en las manos de Dios, y cada uno tiene su fin escrito!

Pasaron días y semanas hasta recuperar su peso; parecía, sin embargo, haber recobrado las señales de su dignidad y prestancia. Caminaba a la cabeza, seguido de Yasín y Kamal. Era todo un espectáculo que no había sido visto desde la muerte de Fahmi.

Por el camino que había entre Bayn el-Qasrayn y la gran mezquita, los dos jóvenes se dieron cuenta del prestigio del que su padre gozaba en todo el barrio. Ni uno solo de los comerciantes, dueños de las tiendas situadas a los dos lados del camino, dejó de estrecharle la mano y de abrazarlo calurosamente, felicitándolo por su salud. Yasín y Kamal se sentían, en su interior, muy complacidos ante esta entrañable amistad mutua. La alegría y el orgullo los invadieron, dibujando en sus bocas una sonrisa de la que no se desprendieron a lo largo de todo el camino. Aunque Yasín se preguntaba inocentemente por qué no gozaba él de la misma estima que su padre, si ambos tenían la misma prestancia y hasta los mismos vicios.

A Kamal, por su parte, pese a su impresión actual, sus pensamientos le emplazaron en el pasado y en cómo consideraba entonces esa posición de su padre, para poder examinarla ahora con nuevos ojos. En el pasado, esta se había representado antes sus ojos de niño como una prueba de grandeza y respeto. Ahora, sin embargo, no le parecía ni una cosa ni la otra, según sus ideales. Esta estima no era sino la que goza un hombre de buen corazón, de agradable compañía y de extraordinarias cualidades. La grandeza hace una insignificancia de todo esto, pues es un trueno que agita los corazones indolentes y quita el sueño a los ojos dormidos; es capaz de suscitar el odio y no el amor, la cólera y no la satisfacción, la enemistad y no la amistad; es descubrimiento, destrucción y construcción. Pero ¿no es para el hombre un motivo de felicidad gozar de semejante amor y respeto? Ciertamente, y esto es así hasta el punto de que la grandeza de los grandes se mide a veces con relación al sacrificio que del amor y de la tranquilidad hacen para conseguir objetivos más elevados. «En cualquier caso, él es un hombre feliz. ¡Qué disfrute de su felicidad! ¡Míralo, qué guapo es! ¡Y Yasín también, qué elegancia! ¡Y qué extraño soy yo entre ellos, como si fuera una figura de un baile de carnaval! Por mucho que quieras pretender que la belleza es un adorno de la mujer y no del hombre, no borrarás de tus recuerdos el terrible episodio del cenador. Mi padre se ha restablecido de su tensión, pero ¿cuándo me curaré yo del amor? Porque el amor es una enfermedad, aunque como el cáncer, aún no se ha descubierto su causa. Huseyn Shaddad dice en su última carta: "París es la capital de la belleza y del amor"; ¿es también la capital del dolor? Este hermano querido empieza a ser avaro con sus cartas, como si las escribiera con gotas de su preciosa sangre. Quiero un mundo en que los corazones no engañen ni sean engañados».

Al dar la vuelta a Jan Gafar, la gran mezquita principal apareció ante ellos. Oyó cómo su padre exclamaba desde su más profundo interior, con una voz que amaba la dulzura del saludo y el ardor en su invocación: «¡Huseyn!». Ahmad Abd el-Gawwad apretó el paso, seguido por Yasín; él lo imitó, mirando la gran mezquita con una sonrisa enigmática. ¿Quizás por el ánimo de su padre rondaba la idea de que sólo le había acompañado en esta santa visita por requerimiento a su deseo, sin que pensase en los más mínimo compartir su fe? Pues esta mezquita no era, a sus ojos, más que un símbolo de la decepción que había sufrido su corazón. En el pasado, se detenía bajo su minarete, con el corazón palpitante, los ojos al borde de las lágrimas y el pecho tembloroso por la excitación que le producía la emoción, la fe y la esperanza. Sin embargo ahora, se aproximaba sin ver más que una enorme aglomeración de piedras, hierro, madera y pintura que ocupaba un amplio espacio del suelo inútilmente. Pero no tenía más remedio que representar el papel de creyente para que la visita finalizara respetando los derechos de la paternidad, y en consideración a la gente, y por evitar que hablaran mal. Era una conducta incompatible con la dignidad y la sinceridad.

«Quiero un mundo en el que el hombre pueda vivir libre, sin temor y sin sentirse forzado».

Se quitaron los zapatos y entraron uno detrás de otro. El padre se dirigió hacia el mihrab e invitó a sus hijos a rezar una oración de saludo a la mezquita. Alzó las manos hasta la cabeza empezando a rezar, y sus hijos le imitaron. El padre estaba profundamente inmerso en la oración, como era su costumbre, con los párpados bajos en señal de acatamiento. Yasín olvidaba todo, excepto que se encontraba ante Dios Clemente y Misericordioso. Él —Kamal— empezó a mover sus labios sin pronunciar nada, a arrodillarse y a levantarse, a inclinarse y prosternarse como si ejecutara torpes movimientos gimnásticos. Se dijo a sí mismo: «Los más antiguos vestigios dejados atrás, tanto en la superficie de la Tierra como en su interior, son templos; incluso hoy en día no queda un solo sitio desocupado. ¿Cuándo aumentará el hombre su poder para apoyarse en sí mismo? ¿Y esa voz majestuosa que llega desde la mezquita recordando a la gente el fin del mundo? ¿Desde cuándo el tiempo tiene un fin? No hay nada más hermoso que esto: que el hombre trate de vencer las ilusiones y lo consiga. Pero ¿cuándo acabará la batalla y cuándo proclamará el combatiente que es feliz, diciendo "el mundo parece extraño ante mis ojos; se habrá creado ayer?" Estos dos hombres son mi padre y mi hermano. ¿Por qué todo el mundo no son mis padres y mis hermanos? Y este corazón que llevo en mi interior, ¿cómo ha aceptado hacerme valorar las penas en diferentes facetas? ¡Cuántas veces he tropezado a cada instante con personas que no quiero! Entonces, ¿por qué se ha alejado la persona que más deseo de entre todas al más remoto rincón de la Tierra?»

Cuando terminaron de rezar, el padre dijo:

—Vamos a quedarnos aquí un poco antes de iniciar las vueltas en torno a la tumba.

Permanecieron en silencio, sentados con las piernas cruzadas, hasta que el padre volvió a hablar con voz suave:

—No nos hemos vuelto a reunir aquí desde aquel día.

—Recitemos la Fátiha por el alma de Fahmi —respondió Yasín emocionado.

Recitaron la Fátiha; luego el padre preguntó a Yasín con recelo:

—¿Acaso tus asuntos terrestres te impiden visitar el-Huseyn?

Yasín, que no había visitado la mezquita a lo largo de todos esos años más que en contadas ocasiones, dijo:

—No puedo dejar pasar una semana sin venir a visitar a mi Señor.

Después, el padre se volvió hacia Kamal y le lanzó una mirada como preguntándole «¿y tú?». Kamal, avergonzado dijo:

—¡Yo tampoco!

—Es nuestro Bien-Amado y nuestro intercesor ante su venerable antepasado el día en que ni padre ni madre puedan hacer nada por nuestra salvación… —dijo el padre con humildad.

Esta vez se había librado de la enfermedad, después de que esta le hubiera dado una lección que jamás olvidaría. Estaba seguro de su violencia y temía sus consecuencias; por ese motivo era sincero su propósito de arrepentimiento. Había estado siempre seguro de que el arrepentimiento, por muy larga que fuera la espera, tenía que llegar, y estaba convencido de que aplazarlo aún más denotaba insolencia e ingratitud hacia la gracia de Dios Misericordioso. Siempre que rondaban por su cabeza los recuerdos de su antigua diversión, se consolaba pensando en la vida de alegrías inocentes que le esperaba, como la amistad, la música y el humor. Por esa causa, suplicó a Dios que le preservara de las tentaciones del demonio, y le hiciera afirmar sus pasos en su decisión de arrepentimiento, comenzando a recitar las más pequeñas y sencillas suras que se sabía de memoria.

Se levantó y ellos tras él; se encaminaron hacia la tumba. Allí les acogió un agradable aroma que perfumaba el lugar, y un murmullo de recitaciones susurradas en las esquinas. Comenzaron a dar vueltas en torno al sepulcro entre una multitud de fieles. Kamal elevó sus ojos hacia el gran turbante verde, luego los dejó reposar largo tiempo en la puerta de madera que tantas veces habían besado sus labios. Comparó entre una época y otra, una situación y otra, y recordó cómo desvelar el misterio de esa tumba había sido el primer drama de su vida; y cómo luego estos dramas fueron llegando uno tras otro, destruyendo el amor, la fe y la amistad; cómo, pese a todo, continuaba él aún en pie, mirando la verdad con ojos extasiados, indiferente a las estocadas de dolor; hasta que la amargura se esparció por sus labios y dibujó una sonrisa. Respecto a la felicidad ciega que iluminaba los rostros de los fieles a su alrededor, él la había rechazado sin tristeza. ¿Cómo podría sacrificar la luz por la felicidad, cuando se había prometido a sí mismo vivir con los ojos abiertos, prefiriendo la angustia viva a la tranquilidad apática, la vigilia del insomnio al descanso del sueño?

Cuando acabaron su vuelta, el padre les invitó a sentarse un momento ante el sepulcro. Se dirigieron a una esquina, donde se sentaron muy juntos. El padre divisó a algunos conocidos, que se acercaron para estrecharle la mano y felicitarle. Un grupo se sentó a su lado. La mayor parte de ellos conocía a Yasín, bien por la tienda de su padre o por la escuela de el-Nahhasín; pero casi nadie conocía a Kamal. Uno de ellos, al advertir su delgadez, bromeó con nuestro hombre, diciendo:

—¿Qué le pasa a tu hijo, que parece un leproso?

Nuestro hombre arremetió contra él, diciéndole, como si quisiera devolverle el cumplido por otro mejor:

—¡Tú eres el leproso!

Yasín sonrió, y también Kamal. Era la primera vez que se le descubría la personalidad «secreta» de su padre, de la que tanto había oído hablar. Así se mostraba su padre, como un hombre que no dejaba pasar un chiste, incluso en una situación de alabanza y arrepentimiento ante el-Huseyn. Esto indujo a Yasín a reflexionar sobre el futuro de su padre y a preguntarse si era posible que volviera otra vez a sus famosas diversiones, después de lo que había pasado en su enfermedad.

«Saber esto —se dijo a sí mismo— es de vital importancia».