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Había pasado una semana desde «el accidente» del padre. El médico lo visitaba diariamente. Su estado era tan grave que no se permitía a nadie hablar con él. Sus propios hijos se deslizaban en el interior de la habitación de puntillas, y miraban a su padre acostado, escrutando su rostro enflaquecido y rendido. Se retiraban con el rostro sombrío y el corazón encogido, intercambiando miradas, pero rehuyéndolas en ciertos momentos.

El médico había dicho que era una crisis de tensión. Había sangrado al enfermo, llenando una palangana con su sangre, una sangre negra, como Jadiga había descrito mientras temblaba con todo su ser. De vez en cuando Amina salía de la habitación, con un aspecto errante. Mientras que Kamal parecía aturdido, preguntándose al parecer cómo podían suceder esas cosas terribles en menos de un abrir y cerrar de ojos; cómo su padre, tan fuerte, podía haberse dejado vencer, y someterse. Miró a hurtadillas la sombra de su madre, los ojos llorosos de Jadiga, el pálido rostro de Aisha, y se preguntó una vez más qué significaba todo eso.

Sin darse cuenta, se dejó llevar por la imaginación pensando el final que tenía su corazón; la imagen de un mundo en el que no existiera su padre. Su corazón, encogido, se estremeció. Se preguntó angustiado, cómo podría soportar su madre ese final, cuando sin suceder nada todavía, ya parecía anonadada.

Luego, le vino a la memoria el recuerdo de Fahmi. ¿Podría olvidar esto como había olvidado lo otro? El mundo le pareció cada vez más sombrío.

Yasín se enteró de lo acontecido a su padre al día siguiente, y fue a su casa por primera vez desde que la dejara cuando se casó con Maryam. Se dirigió directamente a la habitación de su padre, lo miró largamente en silencio, después se retiró a la sala aturdido. Vio allí a Amina, a la que saludó tras aquella larga separación con un fuerte apretón de manos, que la emocionó, de tal forma que sus ojos se llenaron de lágrimas. Nuestro hombre guardó cama, en primer lugar, sin hablar ni moverse. La sangría acabó por infundirle algo de vida, y pudo pronunciar alguna palabra o alguna breve frase para expresar lo que quería, pero sintiendo tal dolor que sólo eran quejidos y gemidos. Cuando la agudeza de los dolores de la enfermedad disminuyó, empezó a angustiarse por su postración forzosa, que le privaba de los beneficios de los movimientos y de la higiene, condenado como estaba a comer, a beber y a hacer lo que su espíritu aborrecía en un único lugar: su cama. Su sueño era irregular y su desazón continua. La primera pregunta que se hizo fue, principalmente, saber cómo lo habían traído a su casa en su desmayo. Amina le contestó que había venido en un coche de caballos con sus amigos Muhammad Effat, Ali Abd el-Rahim e Ibrahim Alfar. Ellos le habían llevado con cuidado hasta su cama, y habían avisado al médico, a pesar de lo tarde de la hora.

Después le preguntó con interés por las visitas. La mujer le respondió que habían venido sin interrupción, pero que el médico había prohibido que hablaran con él de momento.

Él repetía en voz baja «todo depende de Dios, antes y después» y «rogamos a Dios un buen final». Pero en realidad ni estaba desesperado ni presentía la proximidad del fin. Su confianza en la vida, que adoraba, no se había debilitado a pesar de sus dolores y sus miedos. Recuperó su esperanza tan pronto como la conciencia volvió a él. No habló con nadie de los problemas propios de los moribundos, como hacer testamento, despedirse o confiar a los interesados los secretos de su trabajo y de su fortuna. Por el contrario, hizo venir a Gamil el-Hamzawi y le encargó algunas transacciones de las que él mismo no tenía experiencia. De igual modo, envió a Kamal a su sastre, que estaba establecido en Jan Gafar, para que le trajera unos trajes nuevos que le había encargado y pagara el precio de su confección. Sólo mencionaba la muerte en aquellas frases formularias que repetía como para disfrazar la crueldad del destino.

Al final de la primera semana, el médico manifestó que su enfermo había sobrepasado sin problemas la etapa crítica, y que ya sólo necesitaba algo de paciencia para recuperar la salud completamente y poder reanudar sus actividades. El médico volvió a hacerle las mismas recomendaciones que le hizo cuando su primera subida de tensión; esta vez el señor Ahmad le prometió obedecerlas, y también prometió sinceramente dejar la vida de desenfreno, al haber visto de forma clara sus consecuencias malsanas, las cuales le convencieron de que el asunto era cosa seria y no una broma. Empezó a resignarse diciéndose que la vida sana, con alguna que otra privación, era mejor que cualquier enfermedad.

Así, la crisis pasó sin problemas, la familia recuperó su aliento, y sus corazones se deshicieron en muestras de gratitud. Al final de la segunda semana, se le permitió recibir visitas; aquel fue un día feliz. La familia fue la primera en celebrarlo. Sus hijos y sus yernos le visitaron y hablaron con él, por primera vez desde su postración. Nuestro hombre examinó sus rostros —el de Yasín, Jadiga, Aisha, Ibrahim y Jalil Sháwkat— y empezó con sus buenas maneras —que no había olvidado siquiera en su estado— a preguntar por los niños, Redwán, Abd el-Múnim, Naíma, Uzmán y Muhammad; le respondieron que no habían venido con ellos por temor a molestar su descanso. Le desearon una larga vida llena de salud y vitalidad, y le contaron la tristeza que les había causado su enfermedad, y la alegría de todos ante su recuperación. Jadiga hablaba con una voz temblorosa; Aisha le besó la mano, dejando una lágrima más expresiva que cualquier palabra. Yasín, por su parte, dijo con palabras sencillas y con toda su alma que había enfermado con él, y se había recuperado cuando Dios le había curado. El demacrado rostro del padre se alegró al escucharlo, y les habló largo tiempo acerca de la justicia de Dios, de su misericordia y bondad, y de la obligación de los creyentes de afrontar su destino con resignación y fe, poniéndose en manos del Dios único.

Abandonaron más tarde la habitación, dirigiéndose a la de Kamal, dejando libre el salón para que pasaran las esperadas visitas que habían de llegar. Allí, Yasín se dirigió a Amina, y apretó su mano diciéndole:

—No te he dicho lo que hay en mi alma en estas semanas pasadas, porque la enfermedad de papá nos había trastornado la razón. Ahora que Dios le ha concedido la salud, me gustaría disculparme por haber regresado a la casa sin tu permiso. La verdad es que me has recibido con el cariño que ya conocía de aquellos momentáneos días felices, pero ahora tengo que presentarte mis excusas obligadamente…

El rostro de Amina se enrojeció, y dijo emocionada:

—Lo pasado, pasado está, Yasín. Esta es tu casa. En ella serás siempre bien recibido cuando quieras…

—No quiero volver al pasado —contestó Yasín agradecido—, pero juro sobre la cabeza de mi padre y la vida de mi hijo Redwán que mi corazón nunca he deseado ningún mal a nadie de esta casa, y que os quiero a todos como a mí mismo. Tal vez ha sido el demonio quien me ha empujado al error. Todos los hombres están expuestos a caer en él. Pero mi corazón nunca ha sido falso.

Amina puso la mano sobre su ancho hombro, y le dijo con sinceridad:

—Siempre has sido uno de mis hijos. No niego que una vez me enojé, pero mi cólera ya no existe, gracias a Dios sólo queda el amor de siempre. Esta es tu casa, Yasín; sé bienvenido a ella.

Yasín se sentó agradecido. Cuando Amina salió de la habitación, él se dirigió a los presentes con tono sentencioso:

—¡Qué buena es esta mujer! ¡Que Dios no perdone a quien la ofenda, y maldiga al demonio que me puso un día en el trance de herir sus sentimientos!

—Casi no pasa un año sin que el demonio te empuje a una calamidad, como si fueras un muñeco en sus manos —replicó Jadiga dirigiéndose a él con una mirada cargada de intención.

La miró con ojos suplicantes para que dejara de hablar, cuando Aisha intervino decisivamente en su defensa:

—Esa es una historia que ya pasó y acabó.

—¿Por qué no has traído contigo a «Madame» para animarnos este bendito día? —prosiguió Jadiga sarcástica.

—Mi esposa ya no anima más fiestas —contestó Yasín con un orgullo afectado—; ella ahora es una señora en todos los sentidos.

Jadiga exclamó en tono grave, sin rastro alguno de ironía:

—¡Qué lástima por ti, Yasín! ¡Dios te perdone y te guíe!

—No me lo tomes a mal, señor Yasín —interrumpió Ibrahim Sháwkat, como disculpando la franqueza de su esposa—; pero ¿qué puedo hacer? ¡Es tu hermana!

—¡Dios te ayude, Ibrahim…! —respondió Yasín sonriendo. A estas palabras, Aisha contestó suspirando:

—Ahora que Dios ha tomado a papá de su mano, os confieso que no olvidaré el espectáculo que viví el primer día que lo vi. ¡Que Dios no condene a nadie a la enfermedad!

—Esta vida sin él no valdría un recorte de una uña —replicó Jadiga con franqueza y entusiasmo.

—¡Es nuestro deleite ante todas las tensiones! —añadió Yasín emocionado—. ¡Es un hombre como no hay otro…!

«¡Y yo! ¿Recuerdas tu actitud en un rincón de tu habitación cuando la desesperación se había apoderado de ti? Y cómo tu Corazón se había desgarrado al ver la agonía de tu madre. Sabemos lo que significa la muerte, pero cuando su sombra aparece a lo lejos, la Tierra gira en torno a nosotros. Con todo, las punzadas del dolor se apoderarán de nosotros cuantas veces perdamos a nuestros seres queridos. Tú también morirás dejando las esperanzas tras de ti. La vida es atractiva, aun si sufres por el amor».

De la calle llegó el sonido del timbre de un coche de caballos. Aisha se levantó bruscamente para ir a la ventana. Miró a través de sus rendijas; luego, se volvió, asombrada:

—¡Una visita de gente importante!

Fueron llegando una tras otra las visitas de los muchos amigos que llenaban la vida de su padre: funcionarios, abogados, personalidades, comerciantes. Entre ellos, eran pocos los que no habían venido antes a la casa; otros sólo habían venido como invitados a algunos banquetes que nuestro hombre daba en ocasiones importantes. Por otra parte, también se encontraban entre ellos hombres que se veían a menudo en la calle el-Saga o en la nueva avenida. Todos eran amigos, pero no en el mismo grado que Muhammad Effat y sus dos compañeros. No se quedaron mucho tiempo, considerando las circunstancias de la visita. Pero sus hijos encontraron motivos para satisfacer su presunción y vanidad, tanto en la deslumbrante apariencia, como en los coches tirados por hermosos caballos.

—¡Ahí están, sus mejores amigos ya han llegado! —dijo Aisha sin dejar de vigilar.

Llegaron a sus oídos las voces de Muhammad Effat, Ali Abd el-Rahim e Ibrahim Alfar, que se reían y alzaban la voz en alabanzas y agradecimientos.

—Ya no existen en el mundo amigos como esos… —dijo Yasín.

Ibrahim y Jalil Sháwkat asintieron a sus palabras, mientras Kamal exclamó con una tristeza que nadie percibió:

—¡Es raro que la vida permita a unos amigos permanecer unidos tanto tiempo como ellos!

—No ha pasado un solo día sin que hayan visitado esta casa, y en los días más difíciles no se iban sin lágrimas en los ojos… —continuó Yasín admirado.

—¡No te asombres! —observó Ibrahim Sháwkat—. ¡Ha convivido más con ellos que con todos vosotros!

En ese instante, Jadiga fue a la cocina para ofrecer su ayuda.

La afluencia de visitantes no se había interrumpido. Había venido Gamil el-Hamzawi, cuando cerró la tienda; seguido de Gunáyyim Hamidu, dueño de la almazara de el-Gamaliyya, luego llegó Muhammad el-Agami, vendedor de cuscús en el-Salihiyya. De pronto, Aisha gritó señalando la calle detrás de la ventana.

—¡El sheyj Mitwali Abd el-Sámad! ¿Podrá subir al piso de arriba?

El sheyj comenzó a cruzar el patio, apoyado en su bastón, carraspeando de vez en cuando, para llamar la atención de los que estaban en la calle sobre su presencia.

—Podría subir hasta lo alto de un minarete —respondió Yasín.

Después respondiendo a Jalil Sháwkat que se preguntaba la edad del hombre moviendo los ojos y los dedos:

—¡Entre ochenta y noventa! ¡Y no me preguntes por su salud!

—¿Nunca se ha casado en su larga vida? —preguntó Kamal.

—Se dice que se casó y que fue padre, pero su mujer y sus hijos fallecieron —contestó Yasín.

Aisha gritó otra vez, sin abandonar su puesto en la ventana:

—¡Mirad! ¡Un jawaga! ¿Sabéis quién puede ser?

Atravesaba el patio mirando, vacilante e intrigado, lo que había a su alrededor, con un sombrero redondo de palma trenzada en su cabeza. Bajo su ala aparecía una nariz curvada y picada de viruela, y un bigote erizado.

—Quizás sea uno de los joyeros de el-Saga —dijo Ibrahim.

—Pero tiene aspecto de griego —balbució Yasín, confuso—. ¿Dónde habré visto yo esa cara?

Llegó un joven ciego con gafas negras, conducido por la mano de un hombre del pueblo cubierto por una kufiyya, que se pavoneaba con un largo abrigo negro, del que sobresalía bajo su borde una galabiyya rayada. Yasín los reconoció de una primera ojeada, en el colmo del asombro. El joven ciego era Abdu, tañedor de cítara en la orquesta de Zubayda. El otro era el dueño de un famoso café en Bab el-Birka, llamado el-Hamayuni, un matón, rufián, proxeneta y otras cosas más.

—El ciego es el artista de la cítara, de la cantante Zubayda… —comentó Jalil al oírlo.

—¿Cómo conoce a papá? —preguntó Yasín haciéndose el sorprendido. Ibrahim Sháwkat sonrió diciendo:

—¡Es un viejo melómano! No es extraño que sea conocido por todos los artistas.

Aisha, mirando a la calle, sonrió sin girar la cabeza a fin de ocultar su sonrisa. Yasín y Kamal vieron la sonrisa de Ibrahim y comprendieron lo que escondía detrás.

Finalmente, llegó Suwaiydán, la sirvienta de los Sháwkat, que tropezaba al caminar orgullosamente.

—La enviada de nuestra madre, que viene a preguntar por el señor —murmuró Jalil señalándola.

La viuda de Sháwkat había venido una vez a visitar al padre. Pero no pudo volver más cuando, en los últimos días, se vio aquejada de unos dolores reumáticos que se habían unido a su vejez.

Jadiga no tardó en volver de la cocina y dijo, aparentando quejarse y ocultando su desconcierto:

—¡Alguno de nosotros tiene que ofrecer el café!

Nuestro hombre estaba sentado en la cama, con la espalda recostada en una almohada doblada, y la colcha subida hasta el cuello, mientras las visitas estaban sentadas en el sofá y en las sillas que rodeaban la cama. Parecía feliz a pesar de su debilidad. Nada lo alegraba tanto como ver a sus amigos a su alrededor, rivalizando en halagarlo y en conservar su amistad. Si la enfermedad le había hecho probar lo malo, tampoco él renegaba del lado positivo, en el que se encontraban, tanto la angustia de sus hijos cuando la enfermedad lo golpeó, como, en las conversaciones mantenidas estando convaleciente, las aflicción de aquellos por su ausencia y el alcance de sus sentimientos ante la nostalgia. Y como si quisiera aumentar su compasión, empezó a recitarles los dolores y el aburrimiento que había soportado, incluso permitiéndose, para conseguirlo, exagerar y agravar la cuestión:

—Los primeros días de la enfermedad —comenzó, suspirando— mi alma y yo estábamos convencidos de que era el final. Por eso, empecé a pronunciar la Shahada y a recitar el Samadiyya, mientras entre una y otra os mencionaba a menudo; de esa manera, hacía difícil la idea de separarme de vosotros…

Más de una voz se alzó para decirle:

—No existe el mundo sin ti, señor Ahmad…

—¡Esta enfermedad tuya dejará una huella en mi alma que continuará conmigo el resto de mis días! —exclamó Ali Abd el-Rahim emocionado.

—¿Recuerdas aquella noche? —añadió Muhammad Effat en voz baja—. ¡Dios!, ¡nos hiciste encanecer!

Gunáyyim Hamidu se inclinó un poco hacia la cama, y dijo:

—¡Te salvó quien nos libró de los ingleses la noche de la Puerta de las Conquistas!

Aquellos eran días felices. Días de salud y de amor. Fahmi era un valiente muchacho de esperanzas prometedoras.

—¡Dios sea alabado, señor Hamidu!

—Me gustaría preguntarte —se interesó el sheyj Mitwali Abd el-Sámad— ¿cuánto has dado al médico inútilmente? No hay razón para que me respondas, pero te voy a rogar que mantengas a los amigos de el-Huseyn.

—Y tú, sheyj Mitwali, ¿no formas parte de esos amigos de el-Huseyn? —lo interrumpió Muhammad Effat interrogándole—. Aclara este punto…

El sheyj prosiguió sin prestar atención, golpeando el suelo con su bastón tras cada frase:

—Mantén a los amigos de el-Huseyn y a mí el primero, tanto si Muhammad Effat quiere como si no. Él también debería mantenerlos en tu honor, y yo en primer lugar. En cuanto a ti, tienes que cumplir tu deber de la peregrinación este año. ¡Qué bueno sería si me llevaras contigo! ¡Dios te recompensaría doblemente!

«¡Qué grato y qué próximo estás a mi corazón, sheyj Mitwali! ¡Eres digno de nuestro tiempo!»

—Te prometo, sheyj Mitwali, que vendrás conmigo al Higaz, si Dios lo permite.

Ante estas palabras, eljawaga, que se había quitado el sombrero dejando al descubierto sus claros y relucientes cabellos blancos, declaró:

—¡Nada de tristeza! La tristeza es la causa de todo. ¡Déjala estallar como una bomba!

Manuli es quien te ha vendido el vino durante treinta y cinco años, vendedor de felicidad e intermediario del cementerio de el-Qarafa.

—¡Estas son las consecuencias de tu mercancía, Manuli! Eljawaga observó los demás rostros de su «clientela», y dijo:

—Nadie ha dicho que el vino lleve a la enfermedad. Son palabras sin sentido. ¿La diversión, la risa y la alegría, provocan la enfermedad?

—Ahora ya te conozco, ¡rostro de las desgracias! —gritó el sheyj Mitwali Abd el-Sámad, volviéndose hacia eljawaga, buscándolo con su vista que apenas distinguía nada—. Cuando escuché su voz por primera vez, me pregunté dónde había ya escuchado a este demonio.

Muhammad el-Agami, vendedor de cuscús, preguntó al jawaga Manuli, señalando con un guiño al sheyj Mitwali:

—¿No fue un día el sheyj Mitwali cliente suyo, Manuli?

—Su boca ya está llena de comida, ¿dónde va a poner el vino, querido mío? —contestó sonriendo eljawaga.

—¡Sé educado, Manuli! —gritó Abd el-Samad, apretando el puño de su bastón.

Pero, el-Agami le gritó a su vez:

—¿Es que no te acuerdas, sheyj Mitwali, que fuiste el mayor fumador de hashísh antes de que la vejez te hiciera perder el aliento?

—El hashísh no es un pecado —replicó el sheyj protestando y amenazando con la mano—. ¿Has intentado rezar la oración de la aurora estando drogado? ¡Dios es el más grande…! ¡Dios es el más grande!

Como Ahmad Abd el-Gawwad vio que el-Hamayuni estaba silencioso, se volvió hacia él sonriente, y dijo por educación:

—¿Cómo estás, maestro? ¡Por Dios que hace ya tiempo!

—Es cierto que ya hace muchísimo tiempo, ¡Dios mío! —dijo el-Hamayuni con un bufido—. Tú tienes la culpa, Si Ahmad. Tú fuiste el que nos dejó, pero cuando Si Ali Abd el-Rahim me dijo «tu enemigo está postrado en la cama», recordé los días de nuestras chiquilladas como si no se hubieran interrumpido, y me dije: «No existe la fidelidad si no voy a visitar yo mismo a este querido hombre, lleno de virtudes, alegre y cortés». Y si no hubiera sido por temor a la crítica, habría traído conmigo a Fatima, Tamalli, Dawlat y Nahawand; todas ellas están ansiosas por verte, ¡a ti Si Ahmad! Tan pronto nos honras viniendo a casa todas las noches, como nos abandonas durante años…

Luego, con una dura mirada, pasó revista a los presentes, y dijo:

—Todos vosotros nos abandonasteis. ¡Bendito sea el señor Ali y que Dios nos deje a Saniyya el-Olali que lo ha traído hasta nosotros! Quien pierde su pasado está perdido. En nosotros está la base de la humanidad. ¿Qué os ha alejado de nosotros? Si al menos os arrepintierais, os perdonaríamos. Pero aún no ha llegado el momento del arrepentimiento. ¡Nuestro señor lo mantiene alejado para prolongar vuestras vidas y vuestras alegrías!

—Ya puedes ver que estamos en la recta final —contestó Ahmad Abd el-Gawwad, señalándose él mismo.

—¡No digas eso, príncipe de los hombres! —dijo el maestro excitado—. Es sólo una crisis que pasará sin que vuelva a repetirse. No te dejaré hasta que prometas que vas a volver a Wagh el-Birka, aunque sea una vez, cuando Dios te ayude y te restablezca la salud…

—¡Los tiempos han cambiado, maestro Hamayuni! —contestó Muhammad Effat—. ¿Dónde está el Wagh el-Birka que conocíamos antes? Búscalo en la historia. Todo lo que queda de él es un lugar de diversión para los jóvenes de hoy. ¿Cómo vamos a ir allí, si entre ellos se encuentran nuestros hijos?

—Y no olvides —continuó Ibrahim Alfar— que no podemos engañar a Dios en nuestra edad o nuestra salud. Estamos en la recta final, como dijo Si Ahmad. Entre nosotros, no hay ninguno que no se haya visto obligado a visitar al médico para que nos diga: «tiene usted esto, y lo otro, no beba…, no coma…, no respire…», y otras recomendaciones asquerosas. ¿No has oído hablar de la enfermedad de la tensión, maestro Hamayuni?

—¡Cura cualquier enfermedad con la borrachera, la risa y la diversión —contestó el maestro, atravesándolo con la mirada— y si después de eso encuentras alguna huella, pégamelo con cola!

—¡Por tu vida, eso es lo que le dije! —gritó Manuli.

—¡Y no olvides el manzul, el auténtico, maestro! —añadió Muhammad el-Agami, como si quisiera completar lo que había empezado su compañero.

El sheyj Mitwali Abd el-Sámad sacudió su cabeza asombrado, y preguntó perplejo:

—¡Indicadme, gente de bien!, ¿dónde estoy? ¿Estoy en casa de Abd el-Gawwad, en un fumadero, o en una taberna? ¡Decídmelo, por favor!

—¿Quién es este amigo vuestro? —preguntó el-Hamayuni, mirando al sheyj Mitwali de reojo.

—Un hombre de bien…

—Léeme mi destino si eres un hombre bueno —le dijo con sorna.

—¡La cárcel o la horca! —gritó Mitwali Abd el-Sámad.

El-Hamayuni no pudo contenerse de reír a carcajadas, y respondió:

—Es verdad, él es un hombre bueno. Este es el final que esperaba.

Más tarde, dirigiéndose al sheyj:

—Pero, sujeta tu lengua; si no, comprobarás por ti mismo tus profecías.

Ali Abd el-Rahim aproximó su cabeza al rostro de nuestro hombre y le dijo:

—¡Levántate, querido! El mundo sin ti es como la piel de una cebolla. ¡Qué nos ha pasado, Ahmad! ¿No crees que es mejor para nosotros no despreciar la enfermedad, después de todo esto? Nuestros padres se casaban incluso superando los setenta; entonces, ¿qué ha ocurrido?

—Vuestros padres eran creyentes y virtuosos —respondió con brusquedad Mitwali Abd el-Sámad, escupiendo una lluvia de saliva—. Ellos no se emborrachaban ni fornicaban. ¡Aquí está la respuesta que querías!

—El médico me ha dicho —respondió Ahmad Abd el-Gawwad a su amigo— que seguir mucho tiempo despreocupándose de la tensión puede acarrear una parálisis, ¡Dios nos libre! Eso fue lo que le ocurrió a nuestro amigo el-Waddini, ¡Dios le conceda un buen final! Si el destino se cumple, yo le rogaría que me concediera la muerte. ¡Permanecer durante años postrado en la cama sin moverse! ¡La muerte, por piedad!

En ese momento el-Agami, Hamidu y Manuli pidieron permiso para marcharse. Se fueron deseando salud y una larga vida a nuestro hombre. Muhammad Effat se inclinó sobre él, murmurándole:

—Galila te manda saludos, y ¡cuánto le hubiese gustado verte ella misma!

El oído de Abdu, el artista de la cítara, captó estas palabras. Hizo crujir sus dedos, y dijo:

—Y yo soy el enviado de la Sultana para ti. Ella estuvo a punto de vestirse como un hombre para venir a verte en persona, pero temió las consecuencias imprevistas que podía ocasionarte. Por ese motivo, me ha encargado decirte…

Carraspeó una y otra vez, y cantó en voz baja:

Por lo que más quieras, viento

dale al amado un beso por mí en su boca

y dile: tu esclavo enamorado

te es dócil

El-Hamayuni sonrió, dejando ver su dentadura de oro, y dijo:

—¡Qué buen medicamento! ¡Prueba esto y no concedas importancia, ese hombre de Dios que nos profetiza la horca!

«¿Zubayda? No deseo ya nada. El mundo de la enfermedad es una cosa repugnante. Y si hubiera ocurrido la desgracia, estaría borracho. ¿Acaso no significa esto que debo abrir una nueva página?»

Ibrahim Alfar prosiguió con voz baja:

—Nos prometimos no tocar el vino mientras estuvieras en la cama…

—Os dispenso de vuestro juramento, y disculpadme por lo que ha pasado.

—¡Si fuera posible celebrar aquí la noche de tu curación! —exclamó Ali Abd el-Rahim, con una sonrisa incitante.

—¡Os llamo al arrepentimiento y a la peregrinación! —sermoneó Mitwali Abd el-Sámad dirigiéndose a todos.

—¡Pareces un soldado en un fumadero! —gritó el-Hamayuni, furioso.

Y a una indicación ya convenida de Alfar, las cabezas de los tres amigos se aproximaron a la de nuestro hombre, y empezaron a cantar en voz baja:

Ya, que no soportas la bebida, ¿por qué bebes?

Ya que no soportas el amor, ¿por qué te enamoras?

Mientras tanto, el sheyj Abd el-Sámad empezó a recitar los versículos de la azora del Arrepentimiento. Ahmad Abd el-Gawwad se ahogaba de risa, de tal forma que sus ojos se llenaron de lágrimas. Como el tiempo transcurría sin límites, el desasosiego empezó a aparecer en el rostro del sheyj Mitwali Abd el-Sámad, que dijo:

—Pongo en vuestro conocimiento que seré el último en abandonar esta habitación, porque quiero estar solo con el hijo de Abd el-Gawwad…