Ahmad Abd el-Gawwad caminaba lentamente por la orilla del Nilo en dirección a la barcaza de Muhammad Effat. La noche estaba tranquila; el cielo, claro y resplandeciente de estrellas; el aire, muy fresco. Cuando alcanzó su destino, le fue inevitable no olvidar —por una simple cuestión de costumbre— lanzar una mirada a lo lejos, hacia donde estaba situada la barcaza que un día se llamara «la barcaza de Zannuba». Un año había pasado tras aquellos recuerdos dolorosos. De ellos sólo quedaba en su corazón la irritación y la vergüenza. Uno de los efectos, entre los diversos que le había causado aquello, era el de rehuir las reuniones de mujeres como hizo tras la muerte de Fahmi. Lo había mantenido durante un año, hasta que se aburrió luego; desistió de su decisión, y volvió a dirigirse con pie firme a la reunión prohibida. Al cabo de un minuto se presentó ante la reunión. Examinó ese querido grupo formado por sus tres amigos y dos mujeres. Los amigos se habían encontrado por última vez la noche anterior. Sin embargo, a las dos mujeres no las había visto desde hacía aproximadamente un año y medio, o, para ser exactos, desde aquella noche en que Zannuba irrumpió en su vida.
Aún no había comenzado nada, las botellas estaban llenas y todo en orden. Calila estaba en el sofá, presidiendo, jugueteando con sus pulseras de oro, y escuchando el ruido que producían. Mientras, Zubayda, situada bajo la lámpara que colgaba del techo, se miraba en un espejito que sostenía en la mano, examinando su maquillaje, con la espalda apoyada en la mesa atestada de botellas de whisky y platos de aperitivo. Los amigos estaban sentados separadamente, con las cabezas al descubierto, y sin sus yubbas. Ahmad Abd el-Gawwad estrechó sus manos, y luego las de las mujeres, calurosamente. Galila lo acogió diciéndole: «Bienvenido, mi querido hermano». Por su parte, Zubayda, sonriente, le regañó: «Bienvenido aquel a quien sólo por educación saludamos».
Se quitó su yubba y su tarbúsh. Echó una ojeada a los sitios vacíos —Zubayda se había sentado al lado de Galila—, y vaciló un poco antes de dirigirse al sofá de las dos mujeres, tomando asiento.
Su vacilación no pasó desapercibida a los ojos de Ali Abd el-Rahim, que le dijo:
—¡De esa forma, pareces un alumno de primaria!
—¡No te importa lo que él haga! —contestó Galila, como envalentonándole.
—¡No tiene que ocultarnos nada!
De pronto, Zubayda se echó a reír, y dijo con sorna:
—Soy yo la que de todos tiene más derecho a decir eso, ¿es que lo ha olvidado acaso?
Nuestro hombre captó lo que quiso decir, preguntándose con angustia hasta dónde llegaban sus conocimientos sobre todo el tema. A pesar de ello, respondió con delicadeza:
—¡El honor es para mí, Sultana!
—¿Realmente estás contento con lo que ha pasado? —preguntó Zubayda, mirándole recelosa.
—¡Mientras seas su tía! —respondió hábilmente.
—En lo que a mí concierne —replicó ella con resentimiento, mirándose la mano—, ¡mi corazón jamás aprobará lo que ocurrió!
Antes de que nuestro hombre pudiera preguntarle la causa, Ali Abd el-Rahim añadió, frotándose las manos:
—Dejad la conversación, a fin de que mantengamos en buen estado nuestras cabezas…
Y se incorporó, dirigiéndose a la mesa. Destapó una botella y llenó dos vasos; luego fue ofreciéndolos uno por uno, con una solicitud que revelaba su bien conocida disposición para realizar la función de escanciador. Esperó a que todos estuvieran preparados para beber, y exclamó:
—¡Salud a los amantes, a los hermanos y al regocijo, que sea eterno para todos nosotros!
Sonrientes, se llevaron los vasos a los labios. Ahmad Abd el-Gawwad, observó por encima del borde de su vaso los rostros de sus compañeros… esos amigos que habían compartido con él cerca de cuarenta años el peso de la amistad y la fidelidad. Era como si viera pedazos de su propia alma, y no pudo evitar que su pecho se conmoviera por los verdaderos sentimientos de amistad.
Sus ojos se volvieron a Zubayda, y reanudó la conversación, preguntando:
—¿Por qué tu corazón no lo aprueba?
Le dirigió una mirada que le hizo notar que sus palabras eran bien recibidas, y le contestó:
—Porque es una traidora que no respeta las obligaciones. Me traicionó hace ya más de un año, abandonando mi casa sin permiso, y marchándose a no sé dónde…
«¿Ignoraría ella de verdad dónde estuvo durante ese tiempo?» No pensó atender a sus palabras literalmente. Ella le preguntó:
—¿Y no llegó a tus oídos?
—Lo supe a su debido tiempo —respondió él tranquilamente.
—¡Yo, que la crie desde que era pequeña y la cuidé con el corazón de una madre! ¡Mira cuál es la recompensa! ¡Para que te fíes de la sangre de esta basura!
—¡No insultes su sangre, pues es también la tuya! —replicó Abd el-Rahim con chanza, fingiendo protestar.
Pero Zubayda respondió seriamente:
—¡Mi sangre no tiene nada de la suya!
—¿Entonces, quién era su padre? —preguntó el señor Ahmad ante su respuesta.
—¡Su padre!
Estas palabras se escaparon de Ibrahim Alfar con un tono en el que se advertía un torrente de ironía. Pero Muhammad Effat arremetió contra él diciendo:
—Recuerda que la conversación es sobre la mujer de Yasín.
En el rostro de Alfar desapareció toda muestra de ironía. Se refugió en el silencio, un poco apurado, mientras Zubayda prosiguió:
—Por mi parte, lo que he dicho de ella no es broma. ¡Cuántas veces, estando a mi cuidado, me miraba con ojos de envidia y ambicionaba ser mi rival! Yo fingía no darme cuenta, y cerraba los ojos ante sus maldades —luego, riéndose—, ¡soñaba con ser una cantora!
Repasó con sus ojos a los presentes en la reunión y dijo irónicamente:
—¡Pero fracasó y entonces, se casó!
—¿Desde vuestro punto de vista el matrimonio es un fracaso? —preguntó Ali Abd el-Rahim en un tono de censura.
Ella le guiñó un ojo, levantó la otra ceja y dijo:
—¡Sí, mi vida! Una cantora no abandona las tablas si no fracasa.
En ese instante, Calila se puso a cantar este fragmento: «Tú eres el vino, ¡oh, alma mía!, tú nos deleitas».
Nuestro hombre, con una gran sonrisa, la saludó con un «¡por Dios!», que delataba su regocijo. Sin embargo, Ali Abd el-Rahim se levantó una vez más y exclamó:
—Un momento de silencio para que apuremos este vaso…
Llenó los vasos y los repartió. Luego, con el suyo, regresó a su asiento. Ahmad Abd el-Gawwad tomó su vaso, mirando de reojo a Zubayda. Esta se volvió hacia él sonriente, y levantó su vaso como si dijera «¡a tu salud!». Él hizo otro tanto y bebieron, mientras ella lo envolvió con una tierna mirada.
Había pasado un año sin que el deseo de poseer a una mujer se apoderara de él. Como si la difícil experiencia que había pasado hubiera mitigado su ardor. O quizás fue el orgullo o la enfermedad.
Sin embargo, la embriaguez del vino y la mirada amorosa habían animado su corazón y le habían hecho sentir la dulzura de entregarse después de la privación. Esa sensación la consideraba como un saludo agradable del sexo que su vida amaba perdidamente. Quizás esa misma sensación pusiera una venda sobre su herida dignidad, tratada cruelmente por la traición y el paso de los años. La sonrisa de Zubayda hablaba, diciéndole:
«¡Tu época de esplendor aún no ha pasado!» Por ese motivo, no apartaba sus ojos de ella sin dejar de sonreír.
Muhammad Effat trajo un laúd y lo colocó entre las dos mujeres. Lo cogió Galila y empezó a tocar sus cuerdas. Al constatar la atención de los oyentes, se puso a cantar «Cómo te deseo, a ti al que quiero…».
Ahmad Abd el-Gawwad pareció sentir la armonía, como era su costumbre siempre que oía a Galila y Zubayda. Con su cabeza seguía la melodía, como si se emocionara con la representación de estos movimientos. En realidad, del mundo de las canciones sólo le quedaban recuerdos. El-Hammuli, Uzmán, el-Manialawi y Abd el-Hayy habían desaparecido como había desaparecido su juventud y los días triunfales. Pero debía preparar el espíritu para satisfacerse con lo que había y resucitar el sentimiento de la emoción, aunque fuera realizando esos movimientos.
Su amor por la canción y su pasión por la música lo habían llevado a frecuentar el teatro Muñirá el-Mahdiyya, aunque no lo apasionaba el teatro musical. Además, lo angustiaba sentarse en el teatro, porque era como sentarse en la escuela. En casa de Muhammad Effat escuchó también unos discos de la nueva cantante Umm Kulzum, pero prestándole un oído desconfiado y abrigado de malos pensamientos. Y no le había gustado. A pesar de que se decía que Saad Zaglul había elogiado la belleza de su voz.
Su apariencia daba la impresión de no manifestar realmente su actitud ante la canción. Continuó mirando fijamente a Galila, contento y feliz, tarareando con todos el estribillo «Cómo te deseo», con voz melodiosa hasta el punto que Alfar exclamó con pesar:
—¿Dónde, dónde está el adufe? ¿Dónde está el adufe para que oigamos al hijo de Abd El-Gawwad?
«Pregunta dónde está el Ahmad Abd el-Gawwad que tocaba el adufe. ¡Ah! ¿Por qué nos cambiará el tiempo?»
Galila terminó su canción entre un mar de aplausos, pero ella, sonriendo agradecida se disculpó:
—Estoy cansada…
Pero Zubayda, como otras veces se turnaban entre ellas, la cubrió de elogios, por cumplido y para conservar la paz general. A nadie se le ocultaba ya que la estrella de Galila como cantante había empezado a declinar rápidamente, siendo uno de sus últimos signos la huida de la panderetera Fino de su orquesta, que hizo un contrato con otra. Declive natural teniendo en cuenta que todas las cualidades que le habían proporcionado su antigua gloria, como su encanto o su voz, se habían marchitado. Por ese motivo, Zubayda no había vuelto a sentir celos de ella dignos de ser mencionados, y ahora era capaz de halagarla sin que le doliera. Y especialmente, cuando ya había llegado al apogeo de su vida, apogeo tras el cual un solo paso más significaba avanzar hacia el declive. A menudo, los amigos se preguntaban si Galila había preparado lo necesario para afrontar esta tan importante etapa de su vida. Ahmad Abd el-Gawwad opinaba que no era así, y acusaba a algunos de sus amantes de derrochar buena parte de su fortuna, aunque en cierto momento manifestó que ella era una mujer que sabía conseguir dinero por cualquier medio. Ali Abd el-Rahim corroboraba esta opinión: «Ella comercia con la belleza de las mujeres de su orquesta, y su casa, poco a poco, va cambiando de aspecto». En cuanto a Zubayda, todos pensaban que, a pesar de sus habilidades para hacerse con dinero, su generosidad la perdía por la ostentación con que lo dilapidaba, aparte de su afición por la bebida y las drogas, sobre todo la cocaína.
—Permíteme —dijo Muhammad Effat, aludiendo a Zubayda— que exprese mi admiración por las dulces miradas que dedicas a algunos de nosotros.
Calila rio: «Los ojos descubren al enamorado», dijo en voz baja.
—¿Crees que estás en una zawiyya de ciegos? —replicó Ibrahim Alfar irritado.
Ahmad Abd el-Gawwad, con aspecto enojado, dijo:
—¡Con esta franqueza, no os convertiréis en rufianes como queréis!
Zubayda, por su parte, contestó a Muhammad Effat:
—No lo miro con una intención que Dios no permita. Sólo le envidio su juventud. ¡Mirad su cabeza entre las vuestras blancas! Decidme si le echáis un solo día más de los cuarenta.
—Yo le echaría un siglo.
—¡Mejor será que os miréis vosotros mismos! —replicó Ahmad Abd el-Gawwad.
En ese momento, Calila canturreó el principio de una canción «En el ojo del envidioso hay una viga, oh Galila».
—¡No temáis por la envidia, mi ojo no tiene ningún mal! —exclamó Zubayda.
—¡Todo el mal viene de tus ojos! —le contestó Muhammad Effat, moviendo la cabeza significativamente.
En ese instante, Ahmad Abd el-Gawwad dijo, dirigiéndose a Zubayda:
—¿Estás hablando de mi juventud? ¿Has oído lo que ha dicho el médico?
—Muhammad Effat me lo ha dicho —contestó con desaprobación—. Pero ¿cuál es esa tensión que te inquieta?
—Lio alrededor de mi brazo una extraña funda, empezó a hincharla con una especie de pera de piel y me dijo: «¡Tiene tensión!».
—¿Y de dónde viene esa tensión?
—¡Creo que no puede venir nada más que de esa pera! —contestó nuestro hombre riendo.
Ibrahim Alfar dijo golpeando las palmas de sus manos:
—Puede que sea una enfermedad contagiosa, pues no había pasado todavía un mes desde que nuestro amigo la padeciera, cuando todos nosotros fuimos al médico, uno tras otro. El resultado de todos sus reconocimientos fue el mismo: ¡la tensión!
—Yo os voy a decir su secreto —explicó Ali Abd el-Rahim—: es uno de los efectos de la revolución. Una prueba de ello es que antes de que se desencadenara, nadie había oído hablar de ella.
—¿Cuáles son los síntomas de la tensión? —preguntó Galila al señor Ahmad.
—Un dolor de cabeza de perro y respiración fatigada al caminar…
—¿Y quién no ha dejado de tener alguna vez estos síntomas? —balbuceó Zubayda, con una sonrisa que mostraba un poco de inquietud—, ¿pensáis que yo también tengo tensión?
—¿Por arriba o por abajo? —preguntó Ahmad Abd el-Gawwad. Se rieron todos sin excepción, hasta Zubayda.
—Como quiera que ya sabes lo que es la tensión, ¡examínamela, quizás sepas lo que le pasa! —añadió Galila.
—¡Ella que traiga la funda y yo traeré la pera! —exclamó Ahmad Abd el-Gawwad.
Rieron de nuevo, luego Muhammad Effat dijo enojado:
—¡La tensión…, la tensión y siempre la tensión! Ahora solamente oímos decir a los médicos, como si ordenaran a sus esclavos, «no bebas vino, no comas carne roja, y atención a los huevos».
—¿Qué puede hacer un hombre como yo, que no come más que carne roja y huevos, y no bebo otra cosa que no sea vino? —preguntó Ahmad Abd el-Gawwad con ironía.
—¡Comed y bebed todo lo que queráis! ¡El hombre es su propio médico, pero Dios es el médico de todos! —contestó con decisión Zubayda.
Sin embargo, él había obedecido las prescripciones durante el período en que se vio obligado a guardar cama. Pero en cuanto se levantó, antes que nada fingió olvidar sus consejos totalmente.
—Yo no creo en los médicos —prosiguió Calila— pero se les puede excusar lo que dicen y hacen, pues viven de las enfermedades, al igual que nosotras, las cantoras vivimos de las fiestas. Tan imprescindible es para ellos la funda, la pera, las órdenes y las prohibiciones como para nosotras el pandero, el laúd y las canciones…
—Está en lo cierto —asintió nuestro hombre con una entusiasta alegría—, sin embargo, las enfermedades, la salud, la vida y la muerte dependen sólo de Dios, y quien confía en Él, no se lamentará…
—¡Pueblo, observad a este hombre! —exclamó Ibrahim Alfar riendo—. ¡Bebe con su boca, fornica con sus ojos y sermonea con su lengua!
—¿Cómo voy a estar sermoneando en un burdel?
Muhammad Effat, examinando a Ahmad Abd el-Gawwad, agitó la cabeza admirado:
—Me habría gustado que Kamal estuviera entre nosotros para disfrutar de tu sermón…
—A propósito —preguntó Abd el-Rahim—, ¿sigue creyendo que el hombre desciende del mono?
—¡Qué pena! —exclamó Calila golpeándose el pecho con la mano.
—¿Del mono? —exclamó Zubayda, asombrada, y añadió luego—: Quizás se refiera a él.
—También afirma que la mujer desciende de la leona —le advirtió nuestro hombre.
—¡Cómo me gustaría ver al descendiente de un mono y a una leona! —dijo ella, riéndose a carcajadas.
—Un día crecerá y saldrá de su ambiente familiar —continuó Ibrahim Alfar—, entonces, se convencerá de que la humanidad desciende de Adán y Eva.
—O le traigo un día aquí conmigo para que se convenza que el hombre desciende del perro —le replicó Ahmad Abd el-Gawwad.
Ali Abd el-Rahim se levantó dirigiéndose a la mesa para llenar los vasos. Dijo a Zubayda:
—Tú eres la que mejor conoce a Si Ahmad de todos nosotros; ¿de qué animal dirías que proviene?
Reflexionó ella un poco, siguiendo las manos de Ali Abd el-Rahim, que vertían el whisky en los vasos; luego respondió sonriendo:
—¡Del asno!
—¿Es un insulto o un elogio? —preguntó Galila.
—¡La respuesta sólo la conoce el propio aludido!
Volvieron a beber en la más completa serenidad. Zubayda cogió el laúd y se puso a cantar «corre la cortina que está a nuestro lado».
Llevado por su gran embriaguez, el cuerpo de Ahmad Abd el-Gawwad empezó a bailar al compás de la melodía, con el vaso en alto. En el interior sólo quedaba un poso, a través del cual miraba a la mujer como si deseara verla en un espejo; los misterios se desvelaron, si es que allí hubo misterios, y resultó evidente que todo entre Ahmad y Zubayda había vuelto a ser como antes.
Entonaron todos la canción tras Zubayda, e incluso la voz de Ahmad, extasiado y alegre, se elevó, hasta que acabó la canción con aplausos y gran regocijo.
Inmediatamente después, Muhammad Effat dijo a Galila:
—A propósito de «los ojos traicionan al enamorado», ¿qué piensas de Umm Kulzum?
—Tiene, Dios es testigo, una bella voz —respondió Galila—, aunque chilla con frecuencia como los niños.
—Algunos dicen que será la sucesora de Muñirá el-Mahdiyya; otros opinan que su voz es aún más maravillosa que la de la propia Muñirá.
—¡Qué tontería! —opinó Galila—. ¿Cómo vas a comparar esos pititos al lado de la voz ronca de Muñirá?
—En su voz hay algo que recuerda a los lectores del Corán. ¡Parece una cantora con turbante! —añadió Zubayda con desdén.
—A mí no me gusta, pero ¡cuántos se mueren por ella! —dijo Ahmad Abd el-Gawwad—, la verdad es que voz poderosa sigue siendo la de Si Abdu.
Muhammad Effat dijo burlonamente:
—¡Eres un reaccionario, siempre apegado al pasado…! —luego, guiñando un ojo—, ¿o no es verdad que continúas gobernando en tu casa a sangre y fuego, aun en la época de la democracia y el parlamento?
—La democracia es para el pueblo, no para la familia —observó con ironía nuestro hombre.
A esto, Ali Abd el-Rahim respondió seriamente:
—¿Crees que se puede gobernar a los jóvenes de hoy por la vía tradicional? ¿A esta juventud que está acostumbrada a organizar manifestaciones y hacer frente a los soldados?
—No sé de qué estás hablando —le interrumpió Ibrahim Alfar—, pero yo coincido con la opinión de Ahmad. Los dos somos padres de varones. ¡Que Dios nos ayude!
—¡Los dos sois unos fanáticos de la democracia de palabra, pero en realidad, en vuestras casas sois unos tiranos! —dijo Muhammad Effat burlonamente.
—¿Quieres que no decida sobre un asunto hasta reunir a Kamal, Yasín y a la madre de Kamal, y luego que votemos todos? —replicó Ahmad Abd el-Gawwad, protestando.
—No olvides a Zannuba, por favor —estalló Zubayda en carcajadas.
—Si la revolución es la causa de lo que soportamos de nuestros hijos, que Dios perdone a Saad Basha…
Continuaron bebiendo, charlando, cantando y bromeando. A medida que la noche avanzaba indiferente, el bullicio creció, entremezclándose las voces.
Él la miraba y la encontraba observándole; ella lo miraba y lo encontraba con los ojos puestos en ella. «En esta existencia hay un único placer», se dijo a sí mismo. Quiso expresar este pensamiento, pero no lo hizo; bien porque su valentía para manifestarse se había debilitado, o porque simplemente no podía, pero ¿cómo había llegado a esa… languidez? Se preguntó una vez más: «¿Es un placer momentáneo o una unión más duradera?». Su intención era buscar diversión y consuelo. Pero en sus oídos era como si las olas del Nilo le susurrasen algo. Y sin embargo, estaba ya para rebasar el punto medio entre cincuentón y sesentón. Pregunta a los filósofos cómo se pasa la vida, sin que nos demos cuenta…
—¿Por qué estás callado, Dios te libre del mal?
—¿Yo? Descanso un poco.
«¡Sí, qué dulce es el descanso! Un largo sueño tras el cual te levantas perfectamente. ¡Qué agradable es estar sano! Pero ellos te atacan sin dejarte respirar un solo momento en paz. ¿No es seductora esta mirada? El murmullo de las olas se hace más fuerte. ¿Cómo puedes oír la canción?»
—No, no lo dejaremos hasta acompañarlo al cortejo nupcial, ¿qué pensáis vosotros? ¡Una boda…! ¡Una boda!
—¡Levanta, camello mío!
—¿Yo? Un poco más de descanso…
—¡Una boda…! ¡Una boda! ¡Como pasó la primera vez en la casa de el-Guriyya!
—Eso fue hace tiempo…
—¡Vamos a repetirlo! ¡Una boda…! ¡Una boda…!
«No tienen compasión. Eso pertenece a un tiempo que ya pasó, oculto a tus ojos por tinieblas. ¡Qué densas son esas tinieblas!, ¡qué murmullo más fuerte, qué espeso es el olvido…!»
—¡Mirad…!
—¿Qué le pasa?
—Un poco de agua, ¡abrid las ventanas…!
—¡Señor! ¡Dios mío!
—No es nada, no es nada…, humedece este pañuelo en agua fría…