El señor Ahmad Abd el-Gawwad estaba absorto en su trabajo, cuando Yasín entró en la tienda dirigiéndose hacia su despacho. En el mismo momento en que divisó el rostro de su hijo, supo que venía a pedirle ayuda. Sus ojos tenían una mirada perdida y desconcertada. Y aunque le sonrió con educación y se inclinó para besarle la mano, Ahmad se dio cuenta de que realizaba estos gestos tradicionales de salutación inconscientemente, al igual que toda su capacidad de percepción se había ido Dios sabría dónde. Le indicó que se sentara, Yasín acercó una silla al lugar donde estaba su padre, y se sentó. Empezó a mirarlo de vez en cuando, unas veces bajando la vista, y otras sonriéndole levemente. El padre le preguntó sobre el motivo de aquella visita. Preocupado, al permanecer su hijo en silencio, le preguntó:
—¿Estás bien?, ¿qué te pasa? Tú no estás normal…
Yasín lo miró largo rato como buscando su simpatía; luego, bajando sus ojos, contestó:
—Me van a trasladar a lo más alejado del Alto Egipto.
—¿El Ministerio?
—Sí…
—¿Por qué?
Agitó la cabeza en señal de protesta, y contestó:
—Le pregunté al director, pero me habló de cosas que no tienen relación con el trabajo. ¡Una injusticia!
—¿Qué cosas? ¡Explícate! —le preguntó el padre, receloso.
—¡Míseras calumnias —y, tras una vacilación— sobre mi esposa!
El padre duplicó su preocupación, y solícito le preguntó:
—¿Qué es lo que dijeron?
El pesar apareció durante un momento en el rostro de Yasín.
—¡Los estúpidos dijeron que yo estaba casado con… una tañedora de laúd!
El padre lanzó una mirada inquieta a la tienda, y vio a Gamil el-Hamzawi trabajando entre un hombre que estaba de pie y una mujer sentada, alejados sólo unos pocos metros de él. Contuvo su irritación y dijo en voz baja, aunque sin dejar de temblar por la ira:
—Puede que sean unos estúpidos, pero yo te había advertido de las consecuencias de esto. Te embarcas en los peores asuntos alegremente, pero no te puedes refugiar de las consecuencias para siempre, ¿qué quieres que diga? Eres el encargado de la disciplina en un colegio, y tu reputación debe estar al abrigo de toda sospecha. Con frecuencia te he dicho y repetido esto muchas veces. ¡Por la fuerza y el poder de Dios! ¿Cómo voy yo a dejar mis propios problemas y los problemas del mundo entero para dedicarme sólo a los tuyos?
—¡Pero ella es mi esposa legítima! —replicó Yasín consternado y confuso—. ¡No se critica a un hombre que está dentro de los límites de la ley! ¿Qué tiene que ver el Ministerio con eso?
—El Ministerio debe velar por la reputación de sus empleados —contestó el padre ocultando su indignación.
«¿Por qué no dejas de hablar sobre la reputación de los demás? Más te valdría dejárselo a otros».
—¡Pero es un crimen y una injusticia para un hombre casado!
—¿Acaso quieres que trace la política del Ministerio de Educación? —amenazó con su mano, furioso.
Abatido, Yasín suplicó:
—¡En absoluto!, pero desearía que arreglaras lo del traslado con tu influencia.
Su mano izquierda empezó a juguetear con su bigote, mirando fijamente a Yasín, sin verlo, pues estaba ensimismado en sus pensamientos. Yasín se puso a rogarle, excusándose por haberlo molestado, asegurándole que él era todo su apoyo después de Dios. No abandonó la tienda hasta que su padre aseguró que se esforzaría en arreglar lo de su traslado.
Aquella misma tarde, el señor Ahmad fue al café el-Yundy, en la plaza de la ópera, para encontrarse con el director de la escuela. En cuanto lo vio, el otro lo invitó a sentarse, diciéndole:
—Estaba esperando que viniera. Yasín ha sobrepasado todos los límites. Estoy apenado por todos los problemas que les está causando.
El padre, sentándose frente a él en la terraza que daba a la plaza, dijo:
—En cualquier caso, Yasín es también su hijo…
—¡Naturalmente! Pero no es cuestión mía todo ese asunto. Se reduce a él y al Ministerio…
—¿No es raro que se castigue a un empleado por estar casado con una tañedora de laúd? —argumentó el padre, aunque su rostro aparecía sonriente—. ¿Acaso no es un asunto que sólo a él le incumbe? Y además, el matrimonio es una relación legal a la que nadie puede objetar nada.
El director frunció su entrecejo, pensativo y confuso, como si no comprendiese lo que su amigo decía.
—¡Se mencionó lo del matrimonio de manera accidental y en último lugar! ¿Conoce a fondo todo el asunto? Imagino que no lo sabe todo.
El corazón del padre se encogió, preguntando, temeroso y asustado:
—¿Es que hay otras injurias?
El director se inclinó hacia él, apenado.
—El caso, señor Ahmad, es que Yasín se peleó a golpes en Darb el-Tayyab con una prostituta. Se le ha abierto un expediente, y se ha enviado una copia al Ministerio.
El padre se quedó atónito; sus pupilas se dilataron, y su rostro palideció. Ante esto, el director no pudo evitar mover su cabeza apenado, y decir:
—Esta es la verdad. Hice los mayores esfuerzos para aliviarle el castigo, y conseguí anular la idea de enviarlo a la junta de disciplina. Se contentaron, pues, con trasladarlo al Alto Egipto.
—¡Perro! —gimió el padre entre dientes.
—Estoy muy apenado, señor Ahmad —dijo el director mirándolo con compasión—; aunque esta conducta no es digna de un funcionario, no niego que sea un buen muchacho, constante en su trabajo. Es más, le declaro francamente que lo estimo, no porque sea su hijo solamente, sino también por su personalidad. ¡Pero qué extrañas cosas cuentan de él! ¡Debe corregirse y cuidar su conducta, si no arruinará su futuro!
El padre permaneció en silencio largo tiempo, con la cólera dibujada en su rostro. Más tarde, hablando consigo mismo, dijo:
—¡Pelearse con una prostituta! ¡Pues que se vaya al infierno!
Pero no lo dejó irse al infierno. Se apresuró a entrevistarse con diputados y otras personas que conocía, rogándoles que intercedieran para detener el traslado. Muhammad Effat fue el primero que cooperó con él. De esta forma se sucedieron las intercesiones en las altas esferas hasta que dieron fruto, y el traslado fue anulado. Pero el Ministerio insistió en delegarlo a su secretaría. Más tarde, por recomendación expresa de Muhammad Effat, su yerno —marido de la primera esposa de Yasín, y a la sazón director de los archivos— se manifestó dispuesto a recibirlo en la administración. De esta forma concluyó el asunto, trasladándose Yasín a principios de invierno de 1926 a la dirección de los archivos. Pero la cuestión no acabó sin consecuencias. Se hizo constar su incapacidad para trabajar en las escuelas, igualmente se decidió aplazar su ascenso al séptimo grado de la escala, a pesar de que su antigüedad en el octavo pasaba de los diez años. Aunque Muhammad Effat procuró incorporarlo al equipo de su yerno, y su relación con el trabajo no era mala, Yasín no se encontraba satisfecho con su nueva situación, bajo la dirección del marido de Zaynab.
Un día, expresó sus sentimientos cuando hablaba con Kamal:
—Puede que ella se alegre de lo que me ocurre, y corrobore la actitud de su padre cuando se negó a hacerla regresar conmigo. Sé por experiencia lo que ronda en la mente de esa mujer, y no hay duda de que ella se alegra de mis males. ¡Será mala suerte no poder encontrar un puesto respetable sin estar a las órdenes de este cabrón! ¡No es más que un viejo que no tiene nada bueno que dar a las mujeres! ¡Qué incapacidad la suya para llenar el vacío que ha dejado Yasín! ¡Qué se alegre esa loca! Yo también lo hago…
Zannuba nunca supo la razón del traslado; lo más que llegó a saber fue que su marido fue nombrado para un trabajo en un puesto mejor en el Ministerio. A su vez, el padre evitaba tocar el tema del escándalo con su hijo, limitándose a decirle cuando consiguió la anulación del traslado:
—¡Cuántas veces te vas a librar de la trampa! Me has abrumado y avergonzado con tus problemas. Desde hoy, no intervendré más en tus asuntos. ¡Haz lo que te parezca! ¡Dios está entre tú y yo!
Pero no pudo dejarlo a su aire. Un día lo llamó a la tienda, y le dijo:
—Tienes que pensar en darle una nueva orientación a tu vida, llevarla de nuevo por el camino de la respetabilidad, apartarte de la rutina del abandono que llevas. Todavía tenemos mucho tiempo para empezar de nuevo. Puedo prepararte una vida que sea digna de ti. ¡Sólo escúchame y obedéceme!
Continuó, exponiéndole sus propuestas:
—Divórciate de tu mujer y regresa a casa. Yo te prometo que harás un matrimonio digno. Así, empezarás una vida respetable…
Yasín se sonrojó, y dijo en voz baja:
—Aprecio tu deseo sincero de mejorar mi situación, pero yo mismo haré realidad este deseo sin perjudicar a nadie.
—¡Una nueva promesa como la de los ingleses! —gritó el padre enojado—. Parece que tu alma te exige hacer una visita a la prisión. ¡De acuerdo! La próxima vez, tus gritos de socorro me llegarán tras los barrotes de una celda. Vuelvo a repetirte que te divorcies de esa mujer y vuelvas a casa…
—¡Está embarazada, padre! —dijo Yasín suspirando deliberadamente para que su padre lo escuchara—, no quiero añadir una nueva falta a mis pecados.
«¡Que Dios nos proteja! ¡En el vientre de Zannuba se está formando un nieto tuyo! ¿Habías podido imaginarte las penalidades que este muchacho te reservaba, a la hora de recibirlo recién nacido, un día que consideraste el más feliz de tu vida?»
—¿Embarazada?
—Sí…
—¿Y temes añadir un nuevo pecado a tus pecados?
Y estallando antes de que su hijo abriera la boca:
—¿Por qué tu conciencia no te hizo reproches mientras abusabas de las mejores chicas de las familias más selectas? ¡Eres una maldición! ¡Por la verdad del Libro de Dios!
Al alejarse su hijo de la tienda, lo siguió con los ojos llenos de compasión y desprecio. No podía menos que admirarse de su hermosa apariencia, que había heredado de él, como contrapartida a los defectos que había heredado de su madre… Súbitamente recordó cómo un día estuvo él mismo a punto de precipitarse en el vacío, a causa de la propia Zannuba. Y recordó también en ese mismo instante cómo supo contenerse en el momento apropiado. ¿Reprimirse a sí mismo? Sintió amargura y angustia. «¡Maldito sea Yasín y mil veces maldito!»