Una hora antes de salir para la oración del viernes, Ahmad Abd el-Gawwad llamó a Kamal a su habitación. No solía convocar a nadie de la familia a su presencia si no se trataba de un asunto importante; y lo cierto es que estaba un poco inquieto cuando se disponía a interrogar a su hijo sobre aquello que le preocupaba. La tarde anterior algunos de sus amigos lo habían sorprendido mostrándole un artículo aparecido en la revista Balag Semanal debido a la pluma del joven escritor Kamal Ahmad Abd el-Gawwad. Y aunque ninguno de ellos había leído el artículo, salvo el título —«El origen del hombre»— y la firma, lo habían tomado como pretexto para comentar, y para felicitar y burlarse del señor; hasta el punto de que el hombre pensó seriamente encargarle al sheyj Mitwali Abd el-Sámad que fabricase un amuleto para el joven. Muhammad Effat le dijo: «El nombre de tu hijo aparece junto al de grandes escritores en la misma revista. Alégrate y pide a Dios que le reserve un espléndido futuro como hizo con ellos». Y Ali Abd el-Rahim: «He oído decir a alguien digno de confianza que el difunto el-Manfaluti compró una finca con lo que consiguió escribiendo… ¿esperas algo mejor?». Otros le hablaron sobre el oficio de escritor y cómo para muchos había sido el medio para conseguir la estima de gobernantes y dirigentes; citando como ejemplo a Shawqi, a Hafiz y a el-Manfaluti. Cuando llegó a casa de Ibrahim Alfar, este se burló de él diciendo: «Alabado sea el que ha creado un sabio con la costilla de un ignorante». El señor lanzó una mirada sobre el título y otra sobre la frase «del joven escritor…», y luego colocó la revista sobre su yubba, que se había quitado a causa del calor de junio y la fogosidad producida por el whisky; aplazando su lectura hasta que estuviese solo en la casa o en la tienda. Siguió la velada contento, con la conciencia altiva y orgullosa, e incluso comenzó a reflexionar por primera vez con un descontento reprimido, sobre la preferencia del joven por la Escuela de Magisterio; diciéndose que «el niño», según parecía, no iba a ser «nadie» a causa de su desafortunada elección. Y empezó a construir sueños sobre lo que le habían dicho acerca del oficio de escribir y la estima y la finca de el-Manfaluti. Sí, quién sabe, quizás su hijo no se quedase en maestro, pero había errado el camino correcto hacia una vida que ni se le había ocurrido imaginar. A la mañana siguiente, terminada la oración y el desayuno, se sentó en el sofá y abrió la revista con interés, poniéndose a leerla en voz alta para captar mejor su significado. Pero ¿qué encontró…? Si leyó los artículos de política comprendiéndolos sin ninguna dificultad, aquel otro hizo que le diese vueltas la cabeza y sintiese miedo. Continuó leyendo con interés, y se topó con unas palabras de un sabio llamado Darwin, sus laboriosas investigaciones en islas lejanas y unas pesadas comparaciones entre diversos animales; ¡hasta que se paró aturdido en una extraña afirmación que pretendía que el hombre tenía orígenes animales! ¡Incluso que había evolucionado a partir de una especie de mono! Volvió a leer fastidiado el arriesgado fragmento, y se quedó asombrado ante tan lamentable realidad; es decir, que un hijo de sus entrañas pudiese afirmar, sin disputa o refutación, que el nombre tenía un origen animal. El señor se sintió muy inquieto, preguntándose con perplejidad si verdaderamente los niños aprendían esas peligrosas enseñanzas en la escuela pública. Después mandó llamar a Kamal.
Kamal llegó sin tener ni idea de lo que se debatía en la cabeza de su padre. Este ya lo había convocado algunos días ante pata felicitarlo por haber pasado a tercer curso, y él pensó que esta nueva llamada sería para algo bueno. Parecía demacrado y muy delgado como acostumbraba en los últimos tiempos; achacándolo la familia al intenso esfuerzo que había hecho de cara a los exámenes. Pero se les escapaba la verdadera causa: el dolor y el tormento que había sufrido a lo largo de los últimos cinco meses, prisionero de un sentimiento caprichoso e infernal que casi había pagado con sangre. El señor le indicó que se sentara, y él se sentó con educación en el borde del sofá frente a su padre. Al mismo tiempo vio de reojo a su madre sentada ante el armario, ocupada en ordenar y coser la ropa. Pero el hombre lanzó el Balag Semanal al sofá, al espacio libre que los separaba, diciendo con una pretendida tranquilidad:
—Tienes un artículo en esta revista, ¿no es cierto?
La portada de la revista lo cegó, mirándola con una estupefacción que indicaba lo inesperado de tal situación… ¿Desde cuándo tenía su padre esa nueva curiosidad por las revistas literarias? Con anterioridad había publicado en el-Sabah algunas reflexiones en prosa y prosa poética, incluyendo inocentes consideraciones filosóficas y algunos lamentos sentimentales, con toda la seguridad de que su padre no había tenido conocimiento de ello. Nadie de la familia lo sabía excepto Yasín, a quien incluso él mismo se las leía, de vez en cuando, escuchándolas el otro con interés, para decirle luego, afectuoso: «Esos son los frutos de mis primeras enseñanzas. Yo he sido quien te ha iniciado en la poesía y la novela. ¡Bravo profesor…! Pero esa filosofía tan profunda ¿de dónde viene?», O también le decía bromeando: «¿Quién es la hermosa que te ha inspirado ese tierno lamento? Algún día aprenderás, maestro, que con ellas no se obtiene nada bueno, sólo zapatazos». Pero he aquí que su padre había conocido lo más peligroso de cuanto había escrito. Ese artículo cuya maduración había significado una batalla infernal en su corazón y en su cerebro, casi hasta el punto de hacerlo parecer en sus llamas. ¿Cómo había ocurrido eso? ¿Podía haber otra explicación que la de los amigos wafdistas de su padre, siempre empeñados en conseguir todos los periódicos y revistas del partido? ¿Podía pretender salir a salvo de este aprieto? Levantó sus ojos de la revista, y contestó en un tono que no podía mostrar su inquietud:
—Sí, pensé en escribir sobre algún tema que consolidara mis conocimientos y me estimulara a seguir estudiando.
—No hay nada malo en eso —contestó el señor Ahmad con su pretendida tranquilidad—. Escribir en la prensa siempre ha sido un medio de acceder al respeto y la estima de los grandes hombres; pero lo importante es el tema sobre el que se escribe. ¿Qué querías decir con este artículo? Léemelo y explícamelo; se me hace difícil saber cuál es tu objetivo…
«¡Qué desgracia! ¡Este artículo no es para leerlo en voz alta, especialmente a los oídos de mi padre!»
—Es un artículo largo, papá. ¿No lo ha leído usted? En él explico una teoría científica.
El hombre le lanzó una mirada fulgurante, impetuosa… ¿Eso es lo que se llama ciencia ahora? ¡Maldiga Dios a la ciencia y a los científicos!
—¿Y qué opinas tú sobre esa teoría? Me llamaron la atención unas frases extrañas que dicen que el hombre tiene estirpe animal o algo parecido. ¿Es cierto eso?
Ayer su espíritu, sus creencias y su Señor habían librado una dura batalla agotando su cuerpo y su alma. Hoy tenía que librarla con su padre. Pero si en el primer asalto estaba atormentado y presa de la fiebre, en este estaba temeroso y aterrado. Si bien Dios retrasaba su castigo, en cambio su padre tenía una naturaleza siempre dispuesta a castigar.
—¡Eso es lo que afirma esa teoría!
El señor alzó la voz, preguntándole con fastidio:
—¿Y Adán, padre del género humano, a quien Dios creó del barro y le insufló su espíritu…, qué dice sobre él esa teoría?
¡Cuántas veces se había lanzado él mismo esa pregunta! Y no con menos fastidio que su padre. Esa noche no había pegado ojo hasta por la mañana, dando vueltas en la cama interrogándose sobre Adán, el Creador y el Corán. Se dijo una y diez veces: «O el Corán es verdad en su totalidad, o no es el Corán». «Tú me atacas porque no conoces mi tormento. Si no estuviese acostumbrado al sufrimiento y a su compañía, la muerte me habría atrapado esta noche».
—Darwin, el autor de esa teoría, no habla sobre nuestro señor Adán —dijo en voz baja.
—Darwin es un blasfemo que ha caído en las redes de Satán —gritó—. Si el hombre proviene del mono o de otro animal, entonces Adán no fue el padre del género humano… ¡Eso es una auténtica blasfemia, una insolencia vergonzosa contra la dignidad y la grandeza de Dios! Conozco a muchos coptos y judíos en el-Saga, y todos creen en Adán, todas las religiones creen en Adán, ¿de qué secta es ese Darwin? Es un blasfemo y sus palabras son blasfemias; citarlas es una desvergüenza. Dime, ¿es uno de los profesores de tu escuela?
¡Cuánto le hubiese hecho reír eso si en su corazón hubiese cabido la risa! Pero estaba lleno de sufrimientos; el sufrimiento del amor fracasado, el de la duda y el de la fe agonizante. Una situación espantosa entre la religión y la ciencia lo consumía. ¿Cómo podía alguien razonable negar esta última? Respondió con voz humilde:
—Darwin fue un sabio inglés que murió hace mucho tiempo. A esto, la madre dejó escapar una voz temblorosa diciendo:
—Dios maldiga a todos los ingleses.
Los dos se volvieron brevemente hacia ella, encontrándose con que había dejado la aguja y la ropa y seguía la conversación; pero enseguida se despreocuparon de ella, y el padre volvió a decir:
—Dime ¿eso lo habéis estudiado en la escuela?
Aprovechó la cuerda de salvación que le lanzaban de repente, y respondió refugiándose en la mentira:
—Sí.
—¡Qué extraño! ¿Y tú luego les enseñarás esa teoría a tus alumnos?
—No, yo voy a ser profesor de letras; no hay ninguna relación con las teorías científicas.
El señor dio una palmada. En ese momento hubiera deseado tener sobre la ciencia algo del poder que tenía sobre su familia. Exclamó enfadado:
—Entonces, ¿por qué os enseñan eso a vosotros?
A lo que Kamal respondió en un tono de protesta:
—A Dios le desagrada que alguien influya sobre nuestras creencias.
Su padre lo miró con desconfianza, diciendo:
—Pero tú con tu artículo has propagado la blasfemia.
—¡Dios me libre! —contestó Kamal desconfiando también—. He explicado la teoría para acercarla al lector, no para que crea en ella. Una blasfemia nunca puede influir en el corazón de un creyente.
—¿Y no encontraste otro tema sobre el que escribir más que esa maldita teoría?
¿Por qué había escrito ese artículo? Había dudado mucho antes de enviarlo a la revista; pero era como si hubiese querido anunciar a todo el mundo la muerte de su fe. Esta se había mantenido firme durante los dos últimos años, ante las tempestades de escepticismo que habían levantado el-Maarri y el-Jayyam; hasta que el férreo puño de la ciencia se abatió sobre ella, y fue decisivo. «Sin embargo yo no soy un blasfemo, sigo creyendo en Dios, pero la religión… ¿dónde está la religión? ¡Se fue!, como se fue la cabeza de el-Huseyn. Y como se fue Aida y como se me fue la confianza en mí mismo». Luego dijo con voz triste:
—Quizás me equivoqué; mi excusa es que yo he estudiado esa teoría.
—Eso no es una excusa, tienes que reparar ese error.
¡Qué hombre! Pretendía inducirlo a atacar a la ciencia para defender una leyenda. La verdad es que había sufrido mucho, pero no iba a aceptar abrir de nuevo su corazón a los mitos y supersticiones de los que se había purificado. «¡Basta de tormentos y mentiras! Las fantasías ya no se burlarán más de mí. ¡Luz, luz! ¡Adán nuestro padre! ¡Yo no tengo padre! ¡Que sea mi padre un mono si la verdad lo exige; es mejor que innumerables humanos! Si de verdad yo fuera de la estirpe de los profetas, su burla asesina no se mofaría de mí».
—¿Y cómo voy a reparar el error?
—Tú tienes una verdad indudable —dijo el señor con sencillez y vehemencia a la vez—; es decir: que Dios creó a Adán con barro, y que este es el padre del género humano. Eso está citado en el Corán. Sólo tienes que mostrar tu error, eso es fácil para ti; si no, ¿de qué te sirve tu cultura?
En esto llegó la voz de la madre, diciendo:
—¡Qué fácil es mostrar el error de quien se opone a la palabra del Misericordioso! Dile a ese blasfemo inglés que Dios dijo en su querido libro: «Adán es el padre del género humano». Tu abuelo era uno de los que defendían el libro de Dios, tú tienes que seguir su camino. Me alegraría que tú desearas ser un ulema como él.
El fastidio apareció en el rostro del señor, que le regañó diciendo:
—¿Qué comprendes tú del libro de Dios o de la ciencia? ¡Déjanos de abuelos, y atiende a lo que tienes entre manos!
—¡Señor —contestó ella con pudor—, yo quisiera que fuese como su abuelo, uno de los ulemas que iluminan el mundo con la luz de Dios!
El hombre gritó encolerizado:
—Pues ya ha empezado a propagar las sombras…
—¡Dios no lo quiera, señor! —añadió la mujer con ternura—. Tal vez no lo hayas comprendido.
El señor le clavó una mirada cruel. Él había relajado la violencia de su comportamiento con ellos y, ¿cuál era el resultado…?, que Kamal difundía que el hombre proviene del mono, y que su madre se enfrentaba a él diciéndole que no había comprendido.
—¡Déjame hablar! —gritó—. ¡No me interrumpas! ¡No te metas en lo que no comprendes! ¡Atiende a tu trabajo…! ¡Dios te maldiga!
Luego volviéndose hacia Kamal con mala cara:
—¡Dime! ¿Vas a hacer lo que te he dicho?
«Tienes en casa a un guardián como el que ningún hombre libre tiene que soportar en país alguno. Pero tú lo temes tanto como lo amas, y tu corazón nunca accederá a hacerle ningún mal. Trágate el dolor, puesto que elegiste una vida de lucha».
—¿Cómo podría rebatir esa teoría si mi réplica se redujese a apoyarme en el Corán? No aportaría nada nuevo, todos lo conocen y creen en él. En cuanto a una refutación científica… eso es asunto de los especialistas.
—¿Y por qué escribes algo que no es asunto tuyo?
Una objeción considerable; sin embargo, qué pena que no se encontrara con valor suficiente para confesar a su padre que él creía en esa teoría como verdad científica; y que en calidad de tal podía utilizarse para desarrollar una filosofía general de la existencia, fuera ya del ámbito científico. El señor pensó que el silencio de su hijo era un reconocimiento de su error, y así su enojo y su cólera se duplicaron. Un error en un terreno tan peligroso como este tenía malas consecuencias, y era además un terreno sobre el que el padre no tenía poder. Quizás se encontró tan maniatado ante el joven descarriado, como ya se había encontrado ante Yasín después de que este escapase a su poder. ¿Le estaba ocurriendo lo mismo que a otros padres en esos tiempos extraños? Le habían llegado noticias fabulosas acerca de la juventud de «hoy». Algunos alumnos solían fumar, otros se burlaban del respeto a los profesores, y el resto se rebelaba ante sus padres.
Ciertamente su prestigio no se había debilitado; pero ¿qué iba a salir de esta larga historia de severidad y firmeza? Ahí estaba Yasín, perdiéndose y degradándose, y aquí Kamal, discutiendo o polemizando, e intentando escapársele de las manos.
—Escúchame con mucha atención; no quiero ser duro contigo porque eres educado y obediente. En cuanto a nuestro tema, sólo te estoy dando un buen consejo. Conviene que recuerdes que nadie ha incumplido mis consejos como si tal cosa.
Después de un breve silencio:
—Yasín puede confirmarte lo que te digo. Y ya antes aconsejé al difunto Fahmi que no se lanzara a la muerte. Si siguiese vivo, sería un hombre importante.
Aquí la madre dijo con una voz quejumbrosa:
—Los ingleses lo mataron; ellos sólo matan o blasfeman.
El señor continuó su discurso, diciendo:
—Si encuentras en tus lecciones algo que se oponga a la religión, tendrás que aprenderlo para aprobar los exámenes, pero no lo creas. Y sobre todo no lo publiques en la prensa, o tendrás que cargar con la responsabilidad. Tu posición ante la ciencia de los ingleses tiene que ser la misma que ante nuestra ocupación: no reconocer su legitimidad aunque nos la impongan por la fuerza.
La voz tierna y tímida de la mujer intervino otra vez diciendo:
—Y consagra tu vida después a mostrar las mentiras de esa ciencia y divulgar la luz de Dios.
—¡Lo que yo he dicho ya basta! —gritó el señor—. ¡Tu opinión no es necesaria!
Ella regresó a su labor, y el señor comenzó a mirarla fijamente amenazador, hasta que se aseguró de su silencio. Se volvió a Kamal preguntándole:
—¿Comprendido?
Kamal contestó en un tono que sugería confianza:
—Con toda seguridad.
Si después de ese día quería escribir, tendría que hacerlo en Política semanal, adonde no llegarían las manos del wafdista que era su padre. En cuanto a su madre, le prometería en secreto consagrar su vida a difundir la luz de Dios. ¿No era esa la luz de la verdad? Habiéndose librado de la religión estaba más cerca de Dios que cuando creía en ella. La única religión verdadera era la ciencia, esa era la llave de todos los secretos y la grandeza del Universo. Y si hoy resucitaran los profetas, no elegirían otro mensaje que el de la ciencia. Así se despertó del sueño de las leyendas para afrontar la realidad desnuda. Dejando atrás esa tempestad en la que había luchado contra la ignorancia hasta derrotarla; marcando la separación entre un pasado de supersticiones y un mañana luminoso. Así se abría para él un camino que conducía hasta Dios… el camino de la sabiduría, el bien y la belleza; y así diría adiós al pasado, con sus sueños engañosos, sus falsas esperanzas y sus profundos sufrimientos.