Una calesa se paró ante la tienda de Ahmad Abd el-Gawwad con las ruedas manchadas por el barro y el agua acumulados en los charcos de la calle de el-Nahhasín; de allí se apeó el señor Muhammad Effat con una yubba de lana. Al entrar en la tienda dijo sonriendo:
—Hemos venido en coche, pero hubiera sido más seguro venir en barca.
Había llovido sin cesar durante un día y medio, hasta que el agua corrió por la tierra inundando calles y callejones. Y aunque el cielo se contuvo, sus sombras no se disiparon; y siguió ocultando su rostro tras nubes opacas que cubrieron la tierra de pardas tinieblas, propagando una luz mortecina que parecía anunciar la oscuridad de la noche. El señor Ahmad recibió a su amigo con una buena acogida, y lo invitó a sentarse. Muhammad Effat casi no se había acomodado aún en su asiento, en una esquina del escritorio, cuando dijo como para desvelar el misterio de su llegada:
—No te extrañe que haya venido con este tiempo a pesar de que fuéramos a encontrarnos en la reunión de costumbre dentro de unas horas; ¡pero estar separado de ti me estaba haciendo sufrir!
Y se rio para desvanecer lo insólito de sus palabras. El señor se rio también, pero con una risa cercana a la interrogación. Gamil el-Hamzawi fue hacia la puerta; tenía la cabeza envuelta en una kufiyya recogida bajo la barbilla, y llamó al muchacho de la cafetería Qalawún para que trajera café. Luego volvió a su silla, dispensado del trabajo a causa de la lluvia y el frío. Al señor Ahmad el corazón le decía que había algo tras esa visita, y que había tenido lugar en aquel preciso momento motivada por alguna necesidad, aparte de que las crisis que había sufrido hacía poco y la enfermedad que le había sobrevenido últimamente le habían hecho estar siempre expuesto a la inquietud, en contra de su costumbre. Sin embargo, ocultó su turbación con una sonrisa amable, y dijo:
—Un poco antes de tu llegada estaba recordando la velada de ayer y la escena de Alfar bailando ¡Dios le maldiga!
—¡Todos somos alumnos tuyos! —respondió Effat sonriendo—. Y en relación con eso, déjame que te cuente lo que estuvo divulgando sobre ti Ali Abd el-Rahim. Dice que el dolor de cabeza que vienes sufriendo desde las últimas semanas sólo es un exponente de la falta de mujeres en tu vida de un tiempo a esta parte.
—¡Falta de mujeres en mi vida! ¿Es que para el dolor de cabeza no hay más motivo que las mujeres?
Llegó el muchacho con los vasos de café y de agua en una bandeja de cobre; los colocó en una esquina del escritorio, donde estaban sentados los dos amigos, y se fue. Muhammad Effat bebió un poco de agua y dijo:
—Beber agua fría en invierno es delicioso ¿no crees? Aunque para qué te lo pregunto, si tú eres uno de esos amantes del invierno que se bañan todas las mañanas con agua helada, incluso en estos días de febrero… Ahora dime, ¿no te han maravillado las noticias del congreso nacional que se ha reunido en casa de Muhammad Mahmud? ¡Otra vez vemos a Saad, a Adli y a Zárwat reunidos en un frente único!
—Nuestro Señor, en su inmensa sabiduría, acepta el arrepentimiento… —murmuró el señor.
—Pero yo no me fío de esos perros.
—Ni yo, pero ¿qué se puede hacer? El rey Fuad los ha traicionado; la pena es que la batalla ya no sea con los ingleses.
Siguieron sorbiendo el café en un silencio que si revelaba algo, era que ya no había lugar para conversaciones pasajeras, y que Muhammad Effat tenía que mostrar lo que ocultaba. Este se incorporó en su asiento y en un tono grave se dirigió al señor preguntándole:
—¿Tienes noticias de Yasín?
La cuestión reflejó en los grandes ojos del señor una cierta preocupación mezclada de inquietud; y al mismo tiempo su corazón comenzó a latir con terribles palpitaciones.
—Está bien —dijo—. Viene a visitarme de vez en cuando, la última vez fue el lunes pasado. ¿Es que hay alguna novedad? ¿Algo relacionado con Maryam? No se sabe adonde ha ido. Últimamente me he enterado de que Bayumi, el vendedor de refrescos, le ha comprado su parte en la casa de su madre.
—No es nada relacionado con Maryam —contestó Muhammad Effat fingiendo una sonrisa—. ¿Quién sabe? Quizás ella ya haya desaparecido hasta de su recuerdo… La cuestión, sin más rodeos, es un nuevo matrimonio.
El corazón empezó a latirle otra vez como si estuviese asustado, y dijo:
—¿Un nuevo matrimonio? ¡No me dijo absolutamente nada de eso cuando estuvo hablando conmigo!
Muhammad Effat movió la cabeza apenado, y volvió a decir:
—De hecho se casó hace un mes o más. Me lo ha contado Gunáyyim Hamidu hace sólo una hora. ¡Y él pensaba que tú estabas al corriente de todo!
Con la mano izquierda comenzó a retorcerse el bigote a una velocidad nerviosa, diciendo como si hablara consigo mismo:
—¡Hasta ese punto! ¡Cómo puedo creerlo! ¡Cómo ha podido ocultármelo!
—La situación requiere discreción. Escúchame; he preferido revelarte la verdad antes de que te enteraras por sorpresa de una forma desagradable. Sin embargo no conviene prestarle más atención de la que se merece. Antes de nada, no tienes que dejarte llevar por la cólera, ya no podrías soportarlo; recuerda tus últimas fatigas y preocúpate de ti mismo.
—¡Va a ser un escándalo! —repuso abatido—. Eso es lo que me dice el corazón. ¡Venga, suelta lo que sea, señor Muhammad!
Muhammad Effat movió la cabeza apenado, diciendo en voz baja:
—Tienes que seguir siendo el Ahmad Abd el-Gawwad que siempre hemos conocido… ¡Se ha casado con Zannuba, la tañedora de laúd!
—¡Zannuba!
Intercambiaron una mirada cargada de significado; y en seguida apareció el desconcierto en el rostro de Ahmad y la compasión en el de su amigo. El tema del matrimonio ya no era la principal preocupación.
—¿Crees que Zannuba sabe que es mi hijo? —preguntó abatido.
—No tengo ninguna duda; aunque estoy casi seguro de que ella no le habrá revelado su secreto, para poder retenerlo en sus redes. Ha tenido un éxito digno de felicitación.
Pero Ahmad Abd el-Gawwad volvió a preguntar en un tono fatigado:
—¿O quizá me lo ocultó porque sabía lo mío?
—Claro que no, no lo creo. Si hubiese sabido eso con anterioridad, no habría llegado a casarse con ella. Es un muchacho atolondrado, sin duda; pero no es un sinvergüenza. Si te lo ha ocultado ha sido porque no ha tenido el valor de decirte abiertamente que se casaba con una tañedora de laúd. ¡Ay de los padres que tienen hijos sinvergüenzas! Lo cierto es que me hace mucho daño; pero vuelvo a pedirte que no te rindas a la cólera. La culpa es suya, tú eres inocente de lo que él haga, y no hay nada que reprocharte.
Ahmad Abd el-Gawwad dio un sonoro suspiro y le preguntó a su amigo:
—Dime, ¿cómo te comentó Gunáyyim Hamidu la noticia?
Muhammad Effat agitó la mano con despreocupación, y dijo:
—Me preguntó: «¿Cómo ha podido consentir eso el señor Ahmad?». Yo le dije: «El hombre no sabe nada». Se entristeció y me dijo: «¡Mira qué lejos está el hijo del padre! ¡Dios le ayude!».
—¿Es ese el resultado de la educación que les he dado? —se lamentó Ahmad—. ¡Ay, señor Muhammad, estoy muy confundido! La desgracia es que nos vemos privados del control efectivo sobre ellos en el mismo momento en que sus verdaderos intereses más lo necesitan. Ellos cargan con sus propias responsabilidades por derecho de edad, pero abusan de ese derecho sin que nosotros podamos enderezar lo que tuercen. Somos hombres, pero no nacemos hombres. ¿De dónde crees que viene el error? ¡Ese toro! ¡Una mujer al alcance de todas las manos! ¿Qué le habrá movido a casarse con ella? ¡Compadezcámonos de nosotros mismos! ¡No hay poder ni fuerza sino en Dios!
Muhammad Effat le puso la mano en el hombro a su amigo con ternura, y dijo:
—Ya hemos hecho todo lo que teníamos que hacer. Después de eso, él es dueño de sus asuntos. Nadie va a pensar que tú mereces ningún reproche.
En esto llegó la voz apenada de el-Hamzawi, diciendo:
—Nadie sensato podría criticarte a ti por algo como eso, señor. Además imagino que aún no se han perdido todas las esperanzas de corregirlo. Aconséjale, señor…
—Ante ti parece un niño obediente. Se divorciará de ella antes o después, las buenas obras es mejor hacerlas cuanto antes.
—¿Y si está embarazada? —se quejó el señor.
Volvió a oírse la voz de el-Hamzawi que decía afligido:
—¡Dios no lo permita!
Parecía que Muhammad Effat tenía más que decir. Miró a su amigo con lástima, y exclamó:
—Lo verdaderamente triste es que ha vendido la tienda de el-Hamzawi para amueblar la casa de nuevo.
Ahmad lo miró asombrado, después frunció el ceño excitado y exclamó furioso:
—¡Como si yo no existiera! ¡Ni siquiera en eso me consulta! Después, dando una palmada:
—Sin duda se han reído de él. Se han encontrado un desecho en su camino. Un mulo descarriado con traje de efendi.
—¡Tiene comportamiento de niño! —añadió Muhammad Effat afectado—. ¡Se ha olvidado de su padre y se ha olvidado de su hijo! Pero ¿de qué sirve enfadarse?
Ahmad Abd el-Gawwad exclamó:
—Me parece que voy a tener que cogerlo por la cincha; sean cuales fuesen las consecuencias.
Muhammad Effat extendió sus brazos como para evitar el daño y le rogó:
—¡Si tu hijo crece, hazte su amigo! No te equivoques, tú eres el padre de la sabiduría, sólo tienes que aconsejarlo, y que Dios decida…
Bajó los ojos pensativo; pareció dudar unos instantes y luego prosiguió:
—Hay algo que me preocupa como también te preocupa a ti: Redwán.
Los dos hombres intercambiaron una larga mirada hasta que Muhammad Effat continuó diciendo:
—Dentro de un mes el pequeño va a cumplir siete años. Tengo miedo de que lo reclame y crezca en los brazos de Zannuba. Es un mal que hay que evitar. No creo que tú lo aceptes. Convéncelo de que lo deje con nosotros hasta que Dios resuelva el problema.
Por naturaleza, Ahmad Abd el-Gawwad no aceptaba de buen grado que su nieto se quedase con la familia de la madre después de cumplirse el plazo legal de tutela; pero por otro lado, no quería proponer acogerlo en su casa para no añadirle una nueva carga a Amina, que en razón de sus años, ya no podría soportar. Y dijo con triste resignación:
—No sería conveniente que Redwán se educase en casa de Zannuba, en eso estoy de acuerdo contigo.
—Su abuela lo quiere de todo corazón —dijo Muhammad Effat suspirando con satisfacción—. E incluso si en el futuro las circunstancias obligan a que se traslade a casa de su madre, allí encontraría un ambiente apropiado; pues el marido de su madre es un hombre de cuarenta años o más; y Dios lo ha privado de la felicidad de tener hijos.
—De todas formas, prefiero que se quede contigo —le rogó Ahmad Abd el-Gawwad.
—¡Bueno, bueno…! He hablado de probabilidades lejanas, a las que ruego a Dios no nos quiera forzar. Ahora sólo me queda pedirte que seas amable al hablar con Yasín y censurarlo, para que sea más fácil convencerlo de que me deje a Redwán.
En estas, llegó de nuevo la voz conciliadora de el-Hamzawi:
—El señor Ahmad es el padre de la prudencia; ¿va a olvidarse de que Yasín es ya un hombre, y que como todos los hombres es libre para disponer de sus asuntos y sus posesiones? De eso no puede olvidarse el señor; sólo tiene que aconsejarlo, y el resto dejarlo en manos de Dios.
Ahmad Abd el-Gawwad se rindió durante el resto del día a la reflexión y a la tristeza. Se dijo a sí mismo: «En una palabra, Yasín es un hijo frustrante, no hay nada más terrible que un hijo así. No es necesario ser vidente para imaginarlo; sí, irá de mal en peor. ¡Que Dios sea benevolente con él!». Gamil el-Hamzawi le rogó que aplazase para mañana la conversación con Yasín, y él aceptó su ruego, más por desesperación que porque apreciase el consejo.
Al día siguiente por la mañana lo convocó a entrevistarse con él; y Yasín acudió dispuesto, como procede en un hijo obediente. Lo cierto era que no había cortado los lazos que lo unían a su familia; aunque la antigua casa era el único lugar al que no encontraba valor para volver, a pesar de la añoranza que sentía. No había una sola vez que se encontrara a su padre, a Jadiga o a Aisha, que no los cargara de saludos para la mujer de su padre. Ciertamente no había olvidado lo que ella se enfadaba con él, ni se había borrado de su cerebro la huella de lo que llamaba su «inflexibilidad» hacía él. Pero rehusó olvidar también el tiempo pasado, en el que no había conocido otra madre que ella. No dejó de visitar a sus hermanas; y se encontraba con Kamal a menudo en el café de Ahmad Abdu, o lo invitaba a su casa, donde el muchacho conoció primero a Maryam y luego a Zannuba. En cuanto a su padre, iba a verlo a la tienda, cuando menos una vez por semana. Aquí pudo conocer Yasín esa segunda personalidad del señor que cautivaba a la gente; y surgió entre los dos hombres una amistad sólida, firme y entrañable, alimentada por los lazos del parentesco de un lado, y por la alegría de descubrir la realidad del padre por otro. Sin embargo, ese día Yasín al contemplar el rostro de su padre, notó algo que le recordaba aquel otro rostro suyo que tantas veces le había provocado terror. Y no se preguntó qué le ocurría, porque estaba seguro de que desvelaría su secreto tarde o temprano. No dudaba de que había llegado el momento de la tempestad que desde hacía tiempo temía se desatase a causa de lo que había hecho. El señor lo abordó diciendo:
—Me entristece haberme encontrado con ese desprecio… ¿Qué hay peor que tener que saber noticias sobre mi hijo a través de otros?
Yasín bajó la cabeza y no habló. El hombre se alteró con esa falsa capa de humildad que le mostraba, y gritó:
—¡Quítate esa máscara! ¡Deja de fingir y hazme oír tu voz! Naturalmente sabes a qué me refiero.
Yasín respondió con una voz que casi no se oía:
—No encontré valor para decírtelo.
—¡Eso ocurre cuando se oculta una culpa o una vergüenza!
Su instinto le advirtió a Yasín que no debía refugiarse en ningún tipo de protesta, y respondió rindiéndose:
—Sí.
—Si esa es de verdad tu opinión ¿por qué lo hiciste? —preguntó el señor, desconcertado.
Yasín se protegió en el silencio otra vez, y su padre se imaginó que con ese silencio decía: «¡Sé que es una vergüenza, pero me rendí al amor!». Esto le recordó su propia humillación ante esa misma mujer… «¡Qué deshonra! Pero tú lavaste tu ultraje con una gran cólera, aunque luego volviste a perseguirla. En cuanto a este toro… ¡qué miserable!»
—Un escándalo al que te has expuesto sin pensar que todos nosotros cargaríamos con las consecuencias.
—¿Todos vosotros? ¡Dios no lo quiera! —exclamó con inocencia.
Al señor le volvió la cólera, y gritó:
—¡No te hagas el ignorante! ¡No pretendas ser inocente! Sabes que para conseguir tus deseos no te importa lo que pueda afectar a la reputación de tu padre o tus hermanas. Has metido en la familia a una tañedora de laúd, para que ella, y luego toda su descendencia, sea como uno de nosotros. No creo que ignorases eso antes de que yo te lo haya mencionado, pero te despreocupas de todo para conseguir tus deseos; en tus manos la dignidad de la familia no tiene ninguna importancia. Tú mismo te vas derrumbando, piedra sobre piedra, y al final te encontrarás en la ruina.
Bajó la vista refugiándose en el silencio, hasta el punto de que su estado declaraba su culpa y su resignación. «Según creo, este escándalo no te habrá costado, padre, más que un poco de dramatización; en cuanto a mí… Mañana voy a ser agraciado con un descendiente, cuya madre es Zannuba y cuya tía es Zubayda. ¡Un insólito parentesco entre el conocido señor Ahmad el comerciante y la famosa cantora Zubayda! ¡Quizás estamos expiando unas culpas que no conocemos!»
—Se me ponen los pelos de punta cuando pienso en tu futuro. Te he dicho que te estás derrumbando, y te derrumbarás más y más. Dime ¿qué has hecho con la tienda de el-Hamzawi?
Yasín levantó hacia él sus ojos afligidos, dudó un poco, y dijo:
—Tenía una necesidad urgente de dinero.
Luego, bajando la mirada:
—Si hubiera sido en otras circunstancias te habría pedido prestado lo que necesitaba, pero el asunto era comprometedor.
—¡Hipócrita! —gritó el señor, enfurecido—. ¿No te avergüenzas de ti mismo? Apostaría a que no encuentras en todo lo que has hecho nada extraño o deplorable. Yo te conozco y te comprendo muy bien, no intentes engañarme. Sólo tengo una cosa más que decirte, aunque sé de antemano que no servirá de nada: Tú mismo te estás destruyendo, y tu final va a ser muy negro.
Yasín volvió al silencio, fingiendo tristeza.
«¡Ahí está el toro…! Esa mujer es un demonio seductor, pero ¿qué te ha obligado a casarte con ella? Pensaba que a mí me exigía matrimonio ansiando mi edad avanzada, pero ha atrapado a este toro a pesar de su juventud. (En este pensamiento encontró cierta satisfacción y triunfo.) Su plan premeditado era casarse a cualquier precio, si bien me prefería a mí antes que a otro… Y este estúpido ha caído».
—¡Divórciate de ella! ¡Divórciate de ella antes de que se convierta en madre y nos deshonre para siempre!
Yasín vaciló un buen rato, y luego murmuró:
—¡Para mí sería un pecado divorciarme de ella sin ningún motivo!
«¡Hijo de perra! ¡Me has regalado un chiste excelente para la velada de esta noche!»
—Te divorciarás tarde o temprano, así que hazlo antes de que te dé un hijo, que sería un problema para ti y también para nosotros.
Yasín soltó un sonoro suspiro que compensaba la ausencia de palabras. Entonces su padre comenzó a examinarlo con cierta confusión. «Fahmi muerto. Kamal tonto o loco. Y en este Yasín, no hay esperanzas. Lo triste es que es al que más quiero. Deja el asunto en manos de Dios. ¡Señor, en qué situación habríamos caído ahora si hubiese dado yo el traspié de casarme!»
—¿Por cuánto vendiste la tienda?
—Por doscientas guineas.
—Merecía trescientas, la situación que tiene es excelente. ¡Imbécil! ¿A quién se la vendiste?
—A Ali Tulún, el quincallero.
—¡Bien…, bien! ¿Y lo has derrochado todo en el nuevo ajuar?
—Me quedan cien.
En un tono burlón:
—Has hecho bien, un recién casado necesita dinero.
Y luego, en un tono serio y triste:
—Yasín, escucha mis palabras, soy tu padre; sé precavido y cambia tu conducta. Tú mismo eres padre también, ¿no has pensado en tu hijo y en su futuro?
—Recibe su pensión mensual hasta el último céntimo —dijo exaltado, defendiéndose.
—¿Es que es un asunto comercial…? ¡Te hablo de su futuro; y del futuro de los otros que esperan en el mundo oculto!
Yasín repuso con tranquilidad:
—¡Nuestro Señor es el que crea y el que provee!
—¡Nuestro Señor crea y provee, y usted dilapida! —exclamó el hombre, enfadado—. Dime…
Se enderezó en su asiento y le preguntó, clavándole una intensa mirada:
—Redwán está a punto de cumplir siete años; ¿qué vas a hacer con él? ¿Vas a llevártelo para que crezca en los brazos de tu esposa?
En el rostro relleno de Yasín apareció el desconcierto; y preguntó a su vez:
—¿Qué hago entonces? No he pensado nada al respecto.
El hombre movió la cabeza con una pena burlona, y apuntó:
—¡Dios te ha protegido del daño de pensar! ¿Tienes tiempo para desperdiciarlo en eso…? Déjame entonces pensar a mí. Permíteme decirte que Redwán debe quedarse al cuidado de su abuelo.
Reflexionó Yasín un momento, y después bajó la cabeza como respuesta, diciendo con obediencia:
—Tu opinión es la que cuenta, padre; es lo que más le conviene, sin duda.
—Me parece que también es lo que más te conviene a ti —añadió el padre irónico—. ¡Para no ocuparte en asuntos insignificantes!
Yasín sonrió sin ningún comentario, como si dijera: «Estoy de acuerdo en que te burles, no hay ningún mal en ello».
—Pensé que me sería más difícil convencerte de que renunciaras a él.
—Mi confianza en tu opinión es lo que me ha hecho apresurarme a estar de acuerdo.
—¿De verdad confías en mi opinión? —preguntó el señor con una irónica sorpresa—. ¿Y por qué no la utilizas para otras cosas?
Luego, suspirando con tristeza:
—En resumen… ¡Que Dios te guíe! Tus culpas te corresponden a ti. Hablaré con Muhammad Effat esta noche sobre el tema de la custodia de Redwán; a condición de que tú corras con todos los gastos… Quizás él esté de acuerdo.
En esto Yasín se levantó, saludó a su padre y se dirigió hacia la puerta de la tienda. Y no había avanzado ni dos pasos, cuando lo alcanzó la voz del señor preguntándole:
—¿Acaso no quieres a tu hijo como se quiere a todos los hijos?
Yasín se paró, volviéndose hacia él, y contestó con reprobación:
—¿Eso necesita demostración, padre…? ¡Es lo que más quiero en esta vida!
El señor levantó las cejas y dijo moviendo la cabeza de un modo ambiguo:
—Adiós.