30

Fue inmediatamente a ver a sus amigos, y se encontró a Muhammad Effat, Ali Abd el-Rahim, Ibrahim Alfar y otros. Bebió hasta emborracharse como era su costumbre, e incluso la sobrepasó. Se rio mucho e hizo que todos rieran mucho también. Después, a última hora de la noche, se dirigió a su casa y durmió profundamente. Con la llegada de la mañana, una jornada tranquila le salió al encuentro, libre de reflexiones en un principio. Cada vez que su imaginación lo llevaba a evocar alguna de las imágenes de su vida pasada, remota o cercana, la eludía a propósito; excepto una cuyo recuerdo recibía con buen ánimo. Era esa última que constataba su victoria sobre aquella mujer y sobre su propio espíritu también; reafirmándose a sí mismo mientras decía: «Acabó todo, gracias a Dios, tendré que ser más precavido en mi vida futura».

Al comenzar, el día parecía tranquilo. Pudo reflexionar sobre su evidente triunfo y autofelicitarse; pero después esa tranquilidad del día se convirtió en apatía. La única explicación que encontraba para esto era el considerarlo una consecuencia de la agotadora tensión nerviosa que había soportado durante los dos últimos días; e incluso durante los últimos meses, aunque en menor grado. Lo cierto es que sus sentimientos por Zannuba le parecían en ese momento un drama pernicioso de principio a fin. No era fácil aceptar la primera derrota que había sufrido en su larga vida amorosa. Por eso le había producido una profunda huella en su corazón y en su espíritu; y se alteraba cada vez que su razón le susurraba que la juventud ya se había ido. Sin embargo estaba orgulloso de su fuerza, su belleza y su vitalidad; y le hacía persistir en esa idea el pretexto que le había dado ayer a la mujer, al decirle que ella no lo quería porque la basura sólo puede sentir afecto por la basura. ¡Cuánto echó de menos a lo largo de todo el día la reunión de los amigos! Cuando se acercaba la hora de la cita se le agotó la paciencia y se dirigió a toda prisa a casa de Muhammad Effat en el-Gamaliyya. Se reunió con él antes de que llegasen los amigos, y en seguida le dijo:

—He terminado con ella.

—¿Con Zannuba? —preguntó Muhammad Effat.

Respondió con un gesto, y el otro volvió a preguntar sonriendo:

—¿Tan rápido?

Se rio burlón, y dijo:

—¿Me creerás si te digo que me exigió el matrimonio, hasta que me cansé de ella?

—Ni la mismísima Zubayda lo hubiese pensado —respondió riéndose también—. ¡Qué maravilla! Sin embargo, es excusable; vio que la consentías más de lo que podía imaginarse, y ambicionó aún más.

—Loca… —murmuró el señor Ahmad con desprecio.

Muhammad Effat se rio otra vez diciendo:

—¡Quizás ella se moría de amor por ti! «¡Qué puñalada! ¡Ríe para vencer el dolor!»

—Yo digo que es una loca, y se acabó.

—¿Y qué hiciste?

—Le dije claramente que me iba para siempre, y me fui.

—¿Y cómo se lo tomó?

—Primero me insultó, luego me amenazó, y al final dijo barbaridades. Después la dejé como a una loca. Fue una equivocación desde el principio…

—Sí, no hay ninguno de nosotros que no se haya acostado con ella —añadió Muhammad Effat moviendo la cabeza con satisfacción— pero nadie había llegado a pensar en algo más que eso.

«Eres capaz de lanzarte y pasear por un lugar lleno de leones, y luego te derrumbas ante un ratón. ¡Esconde tu vergüenza incluso a los amigos más cercanos, y da gracias a Dios de que todo haya terminado!»

Pero en realidad nada había terminado. Ella estaba todavía en su cabeza. En los días que siguieron se le confirmó que el hecho de pensar en ella no era algo aislado, sino que estaba unido a un profundo dolor que aumentaba y se extendía. Y se le confirmó también que ese dolor no era sólo una muestra de irritación por su dignidad ofendida, sino que era un dolor de lamento y nostalgia; y que según parecía, era un sentimiento opresivo, no aplacable con menos que con la destrucción de quien lo soportaba. Aunque estaba muy orgulloso de cuanto ahora le aportaba su victoria, se propuso someter sus arbitrarios y traidores sentimientos durante un plazo más o menos breve, según los acontecimientos. De cualquier forma, la tranquilidad lo había abandonado, y se pasaba el tiempo reflexionando, rumiando sus tristezas, atormentado por su imaginación y sus recuerdos. A veces lo alcanzaba la debilidad de pensar en franquearse con Muhammad Effat, debido al sufrimiento que lo oprimía. Incluso una vez se empeñó en su idea hasta el punto de pedir ayuda a la mismísima Zubayda. Pero eran momentos de debilidad, como ataques de fiebre. Después recobraba el sentido y sacudía la cabeza, asombrado y perplejo.

Esta crisis tiñó su comportamiento común de un tono de dureza que él refrenaba cuanto podía con su juicio e inteligencia. Sólo a veces se le escapaban esas ataduras; pero únicamente lo notaban los amigos y conocidos que estaban acostumbrados a su dulzura, tolerancia y amabilidad. La gente de su casa no comprendía nada. Su comportamiento frente a ellos seguía igual y casi no había cambiado. Puesto que lo que había cambiado era el sentimiento existente tras él, que de una violencia artificial se había convertido en una violencia real cuyo alcance sólo él comprendía. Sin embargo, él mismo no estaba a salvo de esa violencia, incluso quizás era el primero de sus objetivos, por los reproches que soportaba y la vergüenza que pasaba. Y finalmente iba lamentándose poco a poco de su humillación, de su desgracia, y de que la juventud lo abandonase. Después se autoconsolaba diciendo: «Ya no alborotaré más, no expondré mi espíritu a más bajezas. Que los pensamientos vuelvan a su lugar y los sentimientos al suyo. Y yo me quedaré donde nadie conozca mi dolor, sólo Dios clemente y misericordioso». Pero de repente se preguntó: ¿Seguirá en la barcaza o la habrá abandonado? Si está allí, ¿le quedará algo del dinero que le di y podrá prescindir de la gente?, ¿o ya se habrá reunido ese hombre con ella? Se hizo muchas preguntas, y en cada una encontraba un tormento que le consumía el espíritu, la carne y los huesos, y lo destrozaba. No encontraba reposo si no era invocando la última escena de la barcaza, cuando él le hizo creer —y se hizo creer a sí mismo— que la rechazaba y prescindía de ella. Pero evocaba también imágenes que constataban su humillación y su debilidad, y finalmente otras que mostraban los colores de una felicidad que no había olvidado. Su imaginación, por otro lado, creaba escenas nuevas en las que ambos se encontraban, se peleaban, se hacían reproches, y se enfadaban; logrando después la paz de la reconciliación y la unión amorosa. Y soñaba a menudo con situaciones innumerables de desgracia y felicidad que no se le aparecían en el mundo oculto de la conciencia. ¿Por qué no se aseguraba por sí mismo de lo que ocurría en la barcaza y a sus habitantes? En la oscuridad podría andar por allí sin que nadie lo viera.

Y fue hasta allí, escondiéndose en la oscuridad como un ladrón. Pasó por delante de la barcaza y vio la luz que se filtraba por las grietas de la ventana; pero no sabía si era ella la que tenía encendida la luz o era un nuevo inquilino, aunque sentía en su corazón que esa luz era la suya y no la de ningún otro. Mirando la barcaza se imaginó que transparentaba el espíritu de su dueña, y que sólo lo separaba de poder verla el llamar a la puerta y que esta se abriera ante su rostro, como se había abierto en los días felices e infelices ya pasados. Pero ¿qué podría hacer si aparecía la cara de ese hombre? Lo cierto es que ella estaba cerca… pero ¡qué lejos en realidad! Ese puente estaría siempre prohibido para él. ¡Cuántas veces había estado en esta situación en alguno de sus sueños! Ella le había dicho ¡vete…! Y lo había dicho de corazón, yéndose luego por su camino como si él nunca se le hubiera ofrecido, o no supiese ella que existía. Si el ser humano era tan cruel, ¿cómo podía aspirar a pedir misericordia y perdón?

Fue muchas veces, hasta que el dar vueltas delante de la barcaza tras la caída de la noche se convirtió en una costumbre por la que había de pasar antes de ir a la reunión de los amigos. No parecía querer hacer nada importante, como si así satisficiera una curiosidad estéril y atolondrada. Un día estaba pensando en volver, cuando se abrió la puerta y salió una figura que en la oscuridad no podía distinguir. Le dio un vuelco el corazón, tuvo miedo, y retrocedió; atravesó el camino aprisa y se colocó detrás de un árbol escudriñando las sombras. La figura cruzó el puente de madera hacia la calle, y echó a andar en dirección al puente de Zamálek. Pudo ver claramente que era una mujer. Su corazón le decía que era ella, y la siguió a distancia sin saber cómo terminaría la noche. Fuera ella o no, ¿qué se proponía? Sin embargo continuó su marcha concentrando toda su atención en esa figura. Cuando ella alcanzó el puente y entró en la zona de las luces, confirmó lo que su corazón presentía, y se aseguró de que era Zannuba; aunque estaba envuelta en esa gran melaya que había dejado de ponerse mientras había durado su relación. Le extrañó aquello, y se preguntó qué significaría; se imaginó —¡cuántas cosas se imaginaba!— que algún misterio se escondía detrás. La vio dirigirse a la estación de tranvías de Guiza y esperar. Él siguió por el lado opuesto a través del campo hasta rebasar el lugar en que ella se encontraba, y luego cruzó hacia su lado y se colocó lejos de su campo de visión. Llegó el tranvía y ella se subió, y entonces él se apresuró a montarse cogiendo un asiento al final de un banco, desde donde pudiese observar la escalerilla para vigilar a los que se bajaban. En cada parada se ponía a mirar a la calle, ya sin ningún cuidado de que lo descubriera; puesto que si esto ocurría, la mujer no podía saber que la había estado espiando ante la barcaza. Zannuba se bajó en el-Ataba y él detrás. La vio dirigirse caminando con seguridad en dirección a el-Muski, y la siguió a distancia acogido por las sombras de la calle. ¿Habrá vuelto a relacionarse con su tía? ¿O va a ver a un nuevo amo? Pero ¿qué la mueve a ir hasta allí teniendo una barcaza que invita a los amantes? Ella llegó al barrio de el-Huseyn, y él redobló su atención para que no se le perdiese en el tropel de melayas. No le veía fin a esta secreta persecución, pero lo empujaba un doloroso y profundo deseo de averiguar, a la vez violento e irresistible. Pasó por delante de la mezquita y se dirigió al barrio de el-Watawit, donde disminuían los transeúntes y se acurrucaban los mendigos fatigados; y después hacia el-Ga-maliyya, para desviarse hacia Qasr el-Shawq. La siguió, temiendo encontrarse con Yasín por el camino, o que este lo viera por la ventana; y pensó que si se topaba con él le diría que iba a visitar a su amigo Gunáyyim, dueño de una almazara de aceites, y vecino de Yasín en Qasr el-Shawq. De repente ella giró en el primer callejón ¡en ese callejón sólo estaba la casa de Yasín! El corazón comenzó a latirle con fuerza y le pesaron los pies. ¡Conocía a los vecinos del primer y segundo piso, y eran dos familias que no podían tener ningún lazo de unión con Zannuba! Se le nubló la vista de angustia e inquietud, aunque se encontró girando hacia el callejón sin prever las consecuencias. Se quedó frente a la puerta hasta que oyó el sonido de sus pasos subiendo, y entonces se metió en el hueco de la escalera irguiendo la cabeza para escuchar, notando cómo pasaba de largo por el primer y segundo pisos, y luego llamaba a la puerta. Se quedó clavado en el sitio sin aliento, la cabeza le daba vueltas y se sentía débil y abatido. Luego suspiró profundamente y se alejó del lugar, volviendo por donde había venido, mientras la maraña de ideas y pensamientos le ocultaban el camino. Yasín era el hombre. ¿Sabría Zannuba que él era su padre? Intentó hacer entrar la tranquilidad en su espíritu como se intenta meter un tapón grueso en un agujero estrecho, diciéndose que nunca había mencionado a ninguno de sus hijos delante de ella; además era totalmente ilógico que Yasín estuviese al tanto de su secreto. Recordaba cómo este había ido hacía unos días a comunicarle su divorcio de Maryam y cómo él había visto en su rostro la culpabilidad y el desconcierto, y además que en su inocencia y sinceridad no había engaño. Podía suponerlo todo, excepto que Yasín lo traicionase sabiendo lo que hacía. Incluso, ¿por dónde podía saber Yasín que su padre tenía o había tenido relación con alguna mujer en su vida? En este aspecto podía estar tranquilo; incluso en el caso de que Zannuba pudiese conocer su parentesco con Yasín, si algún día ella hubiese llegado a saberlo, no le habría revelado a este un secreto capaz de cortar lo que había entre ellos. Siguió su camino, demorando ir a ver a los amigos mientras no recobrase el ánimo y controlase su corazón, y se dirigió a el-Ataba a pesar de su cansancio y su fatiga.

«Tú querías enterarte y ya te has enterado. ¿No hubiera sido mejor desentenderte del asunto, conformándote con tener paciencia? ¡Da gracias a Dios de que las circunstancias no te hayan hecho encontrarte cara a cara con Yasín en medio de un escándalo! ¡Yasín era el hombre! ¿Cuándo lo conoció?, ¿y en dónde? ¿Cuántas veces lo había engañado con él sin que él lo supiera…?» Preguntas a las que no les iba a buscar respuesta. «Supón lo peor si quieres, la cuestión no va a cambiar nada: ¿la conoció antes o después de divorciarse de Maryam? ¿O fue ese demonio quien promovió el divorcio? Más preguntas cuya respuesta no vas a conocer ni se las vas a buscar. Imagina también lo peor, y calma tu dolor de cabeza. ¡Yasín era el hombre! ¡Él te dijo que la repudiaba porque no tenía educación! Palabras que hubiera podido aducir también para divorciarse de Zaynab, si tú no hubieses conocido la verdadera causa que provocó aquello. Sabrás la verdad algún día; pero ¿qué te importa? ¿Sigues empeñado en correr tras la verdad? Tienes la cabeza revuelta y el corazón atormentado. ¿Podrás tener celos de Yasín…? Claro que no, no son celos. Al contrario, mereces consolarte; si alguien tiene que acabar contigo, que sea tu hijo el asesino. Yasín es una parte de ti. Una parte de ti ha sido derrotada y otra ha vencido. Tú eres el vencedor y el derrotado. Yasín ha cambiado el sentido de la batalla. Bebías la copa del dolor y la derrota, y se ha transformado en una mezcla de dolor, derrota, triunfo y consuelo. Desde hoy ya no suspirarás más por Zannuba. Te has excedido valorándote a ti mismo; comprométete desde ahora a no desestimar la edad. ¡Ojalá pudieras dar ese consejo a Yasín, para que no le coja desprevenido cuando le llegue su turno! Eres feliz; no tienes de qué arrepentirte. Tienes que afrontar la vida con nuevos proyectos, un corazón nuevo y una conciencia nueva. Deja la bandera en manos de Yasín. Superarás tu vértigo, y todo pasará como si no hubiese ocurrido. No podrás convertir los acontecimientos de los últimos días en una historieta para contar en la mesa con los amigos, como era tu antigua costumbre. Estos días terribles te han enseñado a ocultar muchas cosas. ¡Ah, qué ganas tengo de beber…!»

El señor Ahmad confirmó en los días siguientes que era más fuerte que los sucesos que le habían ocurrido; y siguió su camino tranquilamente. Le llegaron noticias sobre la realidad del divorcio de Yasín a través del señor Ali Abd el-Rahim, de Gunáyyim Hamidu y otros. Lo que no sabían los narradores era la verdad sobre la mujer de cuyas aventuras había surgido ese divorcio. El señor sonrió y se burló de todo ello durante bastante tiempo. Una tarde se dirigía a casa de Muhammad Effat, cuando sintió una horrible pesadez en la base del cuello y la cabeza, hasta el punto de asfixiarse. Eso no era del todo nuevo; a menudo había tenido dolores de cabeza en los últimos días, pero no tan fuertes como esta vez. Cuando se quejó de ello a Muhammad Effat, este ordenó que le trajeran un vaso de zumo de limón helado, y pudo así seguir la velada hasta el final. Pero al día siguiente se despertó peor, y la inquietud llegó a hacerle pensar en consultar a un médico. Lo cierto era que no solía hacer eso nada más que cuando era extremadamente necesario.