28

El sol anunciaba ya el atardecer cuando el señor Ahmad Abd el-Gawwad cruzó el puente de madera que conducía a la barcaza. Tocó el timbre, y, tras un momento, Zannuba abrió la puerta con un vestido de seda blanco, cuya transparencia hacía notar las excelencias de su cuerpo. En cuanto lo vio, ella exclamó:

—¡Bienvenido…! Dime, ¿qué hiciste ayer? Me estaba imaginando que llegabas ahí, tocabas el timbre sin ningún resultado, esperabas un poco y te ibas… —después, riéndose—: ¡Y lo que murmurarías! Dime, ¿qué hiciste?

A pesar de su aspecto elegante y el buen aroma que desprendía, él mostraba un rostro sombrío y una mirada severa que revelaba disgusto.

—¿Dónde estuviste ayer? —le preguntó él.

Zannuba se adelantó hacia el salón. Él la siguió hasta el centro de la habitación sin sentarse, mientras ella se acomodaba entre dos ventanas abiertas sobre el Nilo, aparentando tranquilidad, confianza y una sonrisa.

—Como sabes, ayer salí a comprar, y en mitad del camino me encontré con Yasmina la cantora. Me invitó a su casa, y una vez allí se negó a que me fuera, no paró hasta obligarme a pasar la noche con ella. No la veía desde que me mudé a esta barcaza… ¡Si la hubieras oído acusándome de infidelidad, y preguntándome quién era ese hombre secreto que me había hecho olvidar a mis amigos y vecinos!

¿Ella decía la verdad, o mentía? ¿Había sufrido él ese día y el anterior sin una causa verdadera? Él no solía ganar ni perder una milésima sin motivo. ¿Cómo había soportado ese espantoso sufrimiento sin ninguna razón? ¡Mundo mentiroso…! Sin embargo estaba dispuesto a besar la tierra que ella pisaba si podía comprobar que aquel diablillo había dicho la verdad. Lo comprobaría aunque perdiese lo que le quedaba de vida en ello. ¿Habría llegado ya el momento de recobrar el juicio? ¡Paciencia!

—¿Y cuándo volviste a la barcaza?

Ella levantó una pierna hasta encima del sofá, y empezó a mirar su babucha blanca y rosa y sus dedos pintados con alheña.

—¿Por qué no te sientas primero y te quitas el tarbúsh para que pueda verte la raya del pelo…? Volví a mediodía, mi señor.

—¡Mentira!

Aquello salió de sus labios como un proyectil repleto de ira y desesperación. Luego volvió a decir con violencia, antes de que ella abriese la boca:

—¡Mentira! No volviste a mediodía, ni siquiera por la tarde. He venido aquí dos veces durante el día y no te he encontrado.

Permaneció callada un momento diciendo luego en un tono que aunaba resignación y tristeza:

—La verdad es que he vuelto un poco antes de ponerse el sol, hace aproximadamente una hora. No hay nada que me haya movido a mentirte, excepto ese disgusto irrazonable que he notado en tus ojos y que he querido disipar. Lo cierto es que Yasmina me insistió esta mañana para que fuese con ella al mercado. Cuando se enteró de que me había separado de mi tía, me propuso unirme a su grupo para sustituirla en algunas fiestas. Naturalmente no acepté; sobre todo porque sé que tú no consentirías que pasase la noche con la orquesta. En resumen, que me quedé con ella porque sabía que tú no vendrías aquí antes de las nueve de la noche. Eso es todo; así que siéntate y rézale al Profeta.

«¿Es una historia verdadera o inventada? ¡Si te vieran tus amigos en esta situación! ¡Cómo se burla de ti el destino! Sin embargo perdonaría algo peor que esto a cambio de un poco de tranquilidad… ¿Mendigas tranquilidad? Tú antes no solías mendigar nada. ¿Es así como te rebajas delante de la tañedora de laúd? En otro tiempo ella estaba encargada de servirte y ofrecerte frutas en las reuniones íntimas, retirándose silenciosa y con educación. La tranquilidad, o arder en el fuego del infierno».

—Yasmina la cantora no vive en el fin del mundo; le preguntaré si la historia es cierta…

—Pregúntale lo que te parezca —dijo agitando la mano con indiferencia y disgusto.

Sus nervios alterados lo dominaron de repente, y añadió con terquedad:

—Iré a preguntárselo esta misma noche. Ahora mismo voy, ahora… He hecho realidad todos tus deseos, y tú tienes que respetar todos mis derechos.

Su excitación contagió a Zannuba, que respondió con violencia:

—¡Eh, despacio!, no me eches en cara acusaciones. He podido ser paciente contigo hasta ahora, pero todo tiene un límite. Soy un ser humano de carne y hueso. ¡Abre bien los ojos y reza al Padre de Fátima!

—¿Con ese tono te diriges a mí? —preguntó asombrado.

—Sí, puesto que tú te has dirigido a mí de la misma manera.

Apretó el puño sobre el mango de su bastón, y gritó:

—¡Yo puedo hacerlo! He sido yo el que ha hecho de ti una señora. Te he proporcionado una vida por la que te envidia la mismísima Zubayda.

Sus palabras la excitaron. Parecía una leona encolerizada exclamando:

—Dios me ha hecho una señora, no tú. Acepté esta vida después de todos tus ruegos apasionados. ¿Acaso ya lo has olvidado? No soy ni tu prisionera ni tu esclava. Me juzgas y me condenas… pero ¿quién te has creído que soy? ¿Es que me has comprado? Si mi vida no es de tu agrado, vayámonos cada uno por su camino.

«¡Dios de los cielos! ¿Es así como unas uñas delicadas se convierten en garras? Si tenías alguna duda acerca de la noche pasada, pregúntale a ese tono desvergonzado. Sufres una especie de rebelión. Trágate el dolor hasta la última gota; bébete la ofensa hasta quedar satisfecho… ¿Y ahora qué vas a responder? Grítale a la cara lo más alto que puedas: "¡Vuelve a la calle de donde te recogí!". ¡Grítale!, sí, ¡grita!, ¿qué te lo impide? ¡Dios maldiga eso que te lo impide! Ser traicionado por el propio corazón es peor que mil traiciones. Esta es esa humillación que tú mirabas con condescendencia y de la que te burlabas. ¡Cómo detesto que mi espíritu la ame!»

—¿Me estás echando?

En el mismo tono de ira y cólera:

—Si esta vida significa que me encierres aquí como una esclava y me lances acusaciones cada vez que te apetezca, es mejor para mí y para ti que se termine.

Y le volvió la cara. Él contempló su mejilla y la superficie de su cuello con una tranquilidad anormal para una situación como aquella. «La mayor felicidad que puedo pedirle a Dios es abandonarla sin que me importe. Eso, estando enfadado; pero ¿podrías soportar volver a este lugar y no encontrar ni rastro de ella?»

—No confiaba mucho en tu nobleza —dijo el señor—, pero no imaginaba que tal ingratitud pudiese salir de ti.

—¡Tú quieres que sea una piedra, sin sentimientos y sin honor!

«¡Si supieses que eres aun más despreciable que eso!»

—Más bien quiero que seas una persona que sepa valorar la amabilidad y la compañía en su justa medida.

Zannuba cambió el tono de enfado por el de indignación y protesta:

—He hecho por ti más de lo que imaginas. Acepté abandonar mi familia y mi trabajo para quedarme donde tú quisieras; incluso oculté mis sufrimientos para no enturbiar tu dicha. No he querido decirte que «alguna gente» ha deseado darme una vida mejor que esta, y yo no les he dado importancia.

«¿Hay otras penalidades que yo no haya tenido en cuenta?»

—¿Qué quieres decir? —preguntó como herido.

Ella se puso a ajustarse sus brazaletes de oro haciéndolos girar alrededor de su brazo izquierdo, y respondió:

—Un hombre respetable quiere casarse conmigo y no se cansa de insistir.

«El calor y la humedad te asfixian, y ahora la desgracia abre la boca para tragarte. ¡Qué feliz es ese marinero que está plegando las velas junto a la ventana!»

—¿Quién es?

—Un hombre que tú no conoces. ¡Llámalo como quieras!

El señor dio un paso hacia atrás y se sentó en un sofá que había en medio de dos grandes sillones. Cruzó las manos sobre el puño de su bastón, y le preguntó:

—¿Cuándo lo has visto? ¿Cómo sabes cuáles son sus deseos?

—Lo veía a menudo cuando vivía con mi tía. Estos últimos días ha intentado hablarme cada vez que me lo he encontrado por la calle, pero yo he fingido ignorarlo. Ha empujado a una de mis amigas a comunicarme sus pretensiones. ¡Esa es la historia!

«¡Cuántas historias tienes tú! Ayer cuando te estuve buscando, un único dolor me hacía morir; no pensé en aquel momento en todas estas penalidades. ¡Abandónala! Abandonarla es el único medio de conseguir la paz. ¿No está la gente equivocada al pensar que la muerte es el peor mal que pueden sufrir…?»

—Me gustaría saber francamente si deseas aceptar esa oferta.

Ella dejó caer su brazo con un gesto nervioso, mirando al hombre fijamente con un rostro que parecía arrogante. Le dijo con firmeza:

—Te he dicho que lo he ignorado. Tienes que comprender lo que eso significa.

«Esta noche no debes volverte a la cama con pensamientos mortificantes, para así no repetir la pesadilla de ayer. Aparta las ideas negativas de tu cabeza».

—Dime la verdad: ¿te ha visitado alguien aquí en la barcaza?

—¿Alguien? ¿A quién te refieres? En esta barcaza no ha entrado nadie más que tú.

—Zannuba, puedo enterarme de todo, no me ocultes nada. Dime la verdad, lo grave y lo menos grave; y después te perdono, sea lo que sea.

—Si te empeñas en seguir dudando de mí es mejor que nos separemos —protestó enfadada.

«¿Recuerdas la mosca que viste esta mañana atrapada en una tela de araña?»

—Me basta ahora con que me permitas preguntarte si te encontraste con ese hombre ayer.

—Te he dicho dónde estuve ayer.

Suspirando a su pesar, dijo él:

—¿Por qué me martirizas? Nunca he deseado otra cosa que tu felicidad.

Ella dio una palmada, como si no pudiese soportar su duda, y dijo:

—¿Por qué no quieres comprenderme? ¡Yo abandoné todo lo que quería por ti!

¡Qué hermosa melodía! Lo malo es que pueda provenir de un corazón vacío. Como un cantante que se vierte en una canción triste y dolorosa, mientras su corazón está embriagado de felicidad y triunfo.

—Pongo a Dios por testigo de tus palabras. Dime ahora la verdad: ¿Quién es ese hombre?

—¿Por qué te preocupas de él? Ya te he dicho que no lo conoces. Es un comerciante de otro barrio, aunque a veces se sentaba en el café de Si Ali.

—¿Su nombre?

—Abd el-Tawwab, Yasín… ¿lo conoces?

«Alquilé esta barcaza para pasar ratos felices… ¿recuerdas los de antes? ¡Oh, mundo! ¿Recuerdas al Ahmad Abd el-Gawwad a quien no le preocupaba nada? Zubayda, Galila, Bahiga…, pregúntales por él. No tiene ninguna relación con este hombre aturdido al que le asoman canas en las sienes».

—El genio de la maldad es el más activo de todos.

—No, es el de la duda, porque nace de la nada.

Empezó a golpear el suelo con la contera de su bastón, diciendo después con una voz profunda:

—No quiero vivir como un ciego. Por supuesto que no; y nada podrá hacerme descuidar mi hombría y mi honor. En resumen… No puedo asimilar que ayer pasaras la noche fuera.

—¡Ya estamos otra vez!

—¡Y tres y cuatro…! No eres una niña, sino una mujer madura e inteligente, y hoy me has hablado de ese hombre. ¿Te has dejado engañar por la promesa de casarte con él?

Respondió ella con arrogancia:

—Sé que no se burla de mí. Prueba de eso es que ha prometido no acercárseme hasta contraer matrimonio conmigo.

—¿Y tú deseas ese matrimonio?

Frunció el ceño enfadada, y dijo con un tono extraño:

—¿No has oído lo que te he dicho? Me extraña lo torpe que pareces estar hoy, no como de costumbre. Deja de atormentarte de esa forma que tú mismo te estás provocando sin motivo; y escúchame por última vez: he ignorado a ese hombre y sus deseos por respeto a ti.

Deseaba conocer su edad, pero no encontraba cómo formularle la pregunta. La juventud y la vejez eran asuntos que nunca antes había tenido en cuenta. Dijo, después de dudar un poco:

—Quizás es uno de esos seductores que lanzan promesas sin pensar.

—No es un niño, tiene treinta años.

«Es decir, aquel joven llevaba un cuarto de siglo de retraso… y el retraso es siempre una contrariedad… ¡excepto en la edad! Los celos me devoran sin ninguna vergüenza».

Ella volvió a decir:

—Lo he ignorado, a pesar de que me ha prometido la vida que yo deseo.

«¡Ah, hija de puta! ¡A Zubayda se le ha pasado aprender muchas cosas de ti!»

—¿De verdad?

—Déjame que te sea sincera: ya no puedo soportar más esta manera de vivir.

«Recuerda otra vez la mosca y la araña».

—¿En serio?

—Sí, quiero una vida tranquila a la sombra de lo que es lícito. ¿Crees que estoy equivocada?

«Has venido aquí para juzgarla y, ¿dónde estás ahora? Es ella la que te ha juzgado a ti. ¿A qué viene toda esa comprensión tuya? Te avergonzarás de esto por el resto de tus días. ¿Comprendes qué significa lo que ella quiere decir? ¡Qué hermosas son las olas que se cruzan chocándose al atardecer!»

Puesto que alargaba su silencio, ella continuó diciendo con tranquilidad:

—Eso no puede enfadarte. A pesan de todo tú eres un hombre piadoso y no puedes impedirle a una mujer la legitimidad que ella desea. No quiero ser una montura para cualquier jinete. No soy como mi tía. Mi corazón es creyente y temeroso de Dios, y he tomado la firme decisión de abandonar el pecado.

Oyó estas últimas palabras con asombro y confusión. Empezó a examinarla con un rencor escondido tras una sonrisa:

—No me habías dicho eso antes. Hasta antes de ayer habíamos estado muy bien.

—No sabía cómo confesarte lo que sentía.

«Se aleja de ti a una velocidad terrible, perversa. ¡Qué desilusión! Estoy dispuesto a olvidar la siniestra noche de ayer, a olvidar mi pena y mi dolor, a condición de que abandone este engaño malicioso».

—¿No vivíamos en una completa felicidad y armonía? ¿Menosprecias nuestra vida en común?

—Nada de eso; pero quiero convertirla en algo mejor. ¿No es la unión legítima mejor que el pecado?

Al señor se le encogió el labio inferior mostrando una sonrisa carente de significado, y dijo con voz apagada:

—La cuestión en lo que a mí concierne es muy diferente.

—¿Cómo?

—Yo estoy casado, mi hijo está casado, y mis hijas también. El asunto es muy delicado como puedes ver. —Después, con tristeza—: ¿No vivíamos en una completa felicidad?

—No te digo que te divorcies de tu mujer y te libres de tus hijos —contestó irritada—. Hay muchos que tienen más de una esposa.

—En una situación como la mía el matrimonio no es un problema sin importancia ni algo que ocurra en la vida de un hombre sin dar que hablar.

—Todo el mundo sabe que tienes una amante, y no te importa —rio burlona. Luego añadió—: ¿Cómo ibas entonces a preocuparte por lo que dijesen sobre un matrimonio legítimo si de verdad quisieras casarte?

Contestó él sonriendo con apuro y fastidio:

—Pocos son los que conocen mis secretos. Además la gente de mi casa son los últimos en dudar de mí.

Ella levantó con reprobación sus cejas depiladas, y repuso:

—Eso es lo que tú crees, pero la verdad sólo Dios la sabe. ¿Qué secreto escapa a la lengua de la gente?

Después, retomando su cólera antes de que le respondiera:

—¿O acaso no me ves digna del honor de pertenecer a tu familia?

«¡Dios no lo permita! ¡Marido de Zannuba, la tañedora de laúd, ante Dios y los hombres!»

—No he querido decir eso, Zannuba.

—No podrás ocultarme tus verdaderos sentimientos durante mucho tiempo —dijo enfadada—. Si no llego a saberlos hoy, los sabré mañana. Y si casarte conmigo es una deshonra para ti, entonces adiós…

«Vienes a atacar a alguien y te atacan a ti. Ya no le preguntas dónde estuvo, sino que ella te hace escoger entre casarte o largarte. ¿Qué puedes hacer? ¿Porqué te quedas ahí sin moverte? ¡Corazón traidor! Sería más fácil que te quitaran la carne de los huesos antes que abandonar a esta tañedora de laúd. ¿No es una pena sufrir este amor ciego a la vejez?»

—¿Eso es lo que yo valgo para ti? —preguntó él con tono de reproche.

—Para mí no tiene valor quien me desprecia como si fuese un vulgar escupitajo.

Dijo él con una triste tranquilidad:

—Tú eres lo que más quiero.

—He oído esas palabras muchas veces.

—Sin embargo es la verdad.

—Es hora de que me lo hagas saber con otro lenguaje.

Bajó la vista con dolor y abatimiento. No sabía cómo aceptar ni tenía fuerzas para negarse. Tras todo eso estaba su deseo por ella, que lo dominaba y desordenaba sus pensamientos. Dijo en voz baja:

—Dame tiempo para pensarlo.

—Si me quisieras de verdad no dudarías —le contestó ella con tranquilidad, ocultando una sonrisa engañosa.

—No es eso, me refiero a los otros —contestó apresurado.

Movió su mano como si quisiese explicar lo que quería decir, aunque no sabía con exactitud su significado. Ella sonrió al decir:

—En ese caso estoy esperándote.

Sintió una tranquilidad momentánea. Como la tranquilidad que muestra el boxeador que está a punto de caer cuando tocan el gong que anuncia el final del asalto, aunque este no sea el último. En su interior se despertó el deseo de aliviar sus preocupaciones y desahogar su inquietud. Dijo, alargándole la mano:

—Ven a mi lado.

Zannuba se revolvió en el sillón con obstinación, respondiendo:

—Cuando Dios lo permita…