Cuando abrió los ojos, la luz de la mañana inundaba la habitación. Se notó la cabeza pesada como no la había tenido nunca, aunque desde luego no era la primera vez que se despertaba después de una noche de borrachera. Moviendo la cabeza mecánicamente, fue a posar la vista sobre Zannuba, sumida en el sueño, a su lado. El recuerdo de los sucesos de la noche anterior se redujeron entonces a un solo hecho: Zannuba estaba en la cama de Maryam. ¿Y Maryam? En casa de los vecinos. ¿Un escándalo? En todo caso, qué considerable salto en la escala de la desgracia. De nada valía enfadarse o arrepentirse ahora. Lo que había pasado, pasado estaba. Todo cambia menos el pasado. ¿La despertaba? ¿Para qué? Que se hartara de dormir hasta saciarse. Tenía que quedarse, pues no sería conveniente que abandonara la casa antes de que cayera la noche. Él no tenía más remedio que recobrar algo de su vitalidad para afrontar aquel difícil día. Así que apartó de su cuerpo el liviano cobertor, y deslizó sus pies hasta el suelo de la habitación. Luego salió pesadamente, con el pelo revuelto, los párpados hinchados y los ojos enrojecidos. Ya en la sala bostezó con una especie de mugido. Luego resopló al ver abierta la puerta del cuarto de estar. La pesadez de su cabeza le hizo cerrar los ojos entre lamentos. Se dirigió hacia el baño. Tenía delante de él un día realmente difícil. Maryam en casa de los vecinos, la otra ocupando su cama. Además la mañana había llegado antes de desaparecer por completo las secuelas de sus excesos. ¡Qué loco! Lo que tenía que haber hecho era derramarse en ella antes de ir a refugiarse en su cama. ¿Cómo había podido dejar de hacerlo? ¿Qué clase de velo le tapaba la vista? O más bien, ¿cuándo y cómo se había ido con ella desde la sala de estar a la habitación? No recordaba nada, ni siquiera cómo y cuándo se durmió. En definitiva: un inmenso escándalo sin paliativos. Una noche vacía aunque cargada de vergüenza, como su cabeza lo estaba de preocupación y dolor. No era nada extraño: aquel piso lo habitaban hacía tiempo los demonios del escándalo. Lo había heredado de su madre, que Dios la perdone. La madre se había ido, pero quedaba el hijo para ser pasto de las habladurías y los chismes de los vecinos. Mañana la noticia habría corrido hasta Bayn el-Qasrayn. ¡Adelante!
«Es el fondo de la caída más profunda en la depravación y la vileza. Ojalá el agua fría con que te estás lavando purificara tu mente de los malos recuerdos. Quién sabe si te asomarás a la ventana y encontrarás delante de tu puerta un grupo de personas, acechando la salida de la mujer que ha echado a tu esposa y ha ocupado su lugar. En ningún caso le permitirás salir, pase lo que pase. Has repudiado a Maryam. Repudiada sin tú desearlo, con su madre todavía húmeda en la tumba. ¿Qué dirá de ti la gente después de este desaguisado?»
Sintió que necesitaba perentoriamente una taza de café para recomponer el ánimo. Abandonó el baño y fue hacia la cocina. Mientras cruzaba el pasillo que los unía, miró de reojo a la consola de la sala y recordó la botella de coñac derramada en el cuarto de estar. Se preguntó un momento qué había pasado con la alfombra. Pero inmediatamente recordó, con un punto de ironía, que el mobiliario del piso no era suyo, y que dentro de poco iría a manos de su propietaria. Pocos minutos después, con un vaso medio lleno de café, se encaminó hacia la habitación. Allí se encontró a Zannuba sentada en la cama, desperezándose y bostezando.
—Buenos días —exclamó volviéndose hacia él—. Si Dios no lo remedia, desayunaremos en comisaría.
Yasín tomó un sorbo de café y le dijo, mirándola por encima del vaso:
—Acude al Todopoderoso, Él lo sabe.
Zannuba movió los brazos haciendo sonar las pulseras de oro que llevaba.
—Tú eres el culpable de todo lo que ha pasado.
Él se sentó al borde de la cama, junto a sus pies extendidos.
—¿Qué es esto? ¿Un tribunal…? Lo dicho: Dios Todopoderoso lo sabe.
Ella le acarició la espalda con los tobillos, diciéndole entre suspiros:
—Has arruinado mi casa. Dios sabe lo que me espera ahí fuera.
Yasín cruzó una rodilla sobre la pierna. Su galabiyya dejó la otra al descubierto, con su bosque de negros vellos.
—Lo dices por tu compañero. ¡Dios te maldiga! ¿Qué es eso frente al haber repudiado a mi esposa? Tú eres la que ha destrozado mi casa. Y mi casa la que me ha destrozado a mí.
—Maldita noche —masculló Zannuba como para sí—. No sé dónde tengo la cabeza ni los pies. Ese alboroto no deja de retumbar en mi cabeza. Pero la verdad es que es culpa mía. No debería haberte hecho caso desde el principio…
Yasín pensó que, a pesar de sus lamentos, estaba satisfecha. O que ella acudía directamente a simular sus quejas. ¿No conocía mujeres en el-Ezbekiyya que pelearían a muerte porque se arrimara a ellas? Pero ahora no le preocupaba eso. La situación había llegado a tal límite de desesperación que le evitaba el trabajo de reaccionar para hacerle frente. No pudo por menos que echarse a reír:
—El cúmulo de desgracias da risa. Ríe: has destrozado mi casa y te has instalado en ella. Levántate, arréglate y prepárate a permanecer aquí un buen rato, hasta que se haga de noche. No dejarás la casa hasta que oscurezca.
—¡Vaya noticia! Aquí encarcelada… ¿Dónde está tu mujer?
—Yo no tengo mujer.
—¿Dónde está ella?
—En el juzgado, supongo.
—Temo que se lance contra mí cuando salga…
—¿Tienes miedo? Dios se apiada de nosotros. La noche de ayer, con todos sus errores, no te ha hecho perder tu astucia ni tu perversidad… Digna sobrina de tía Zubayda.
Zannuba se rio. Parecía que se alegraba del defecto que le imputaba, que se enorgullecía incluso. Luego alargó la mano hacia el vaso de café, lo agarró y tomó un poco. A continuación se lo devolvió, diciéndole:
—¿Y ahora?
—Lo que ves. No sé más que tú. Pero no me agradaría ser puesto de nuevo en evidencia delante de la gente como la noche pasada.
—No te preocupes por eso —exclamó ella levantando los hombros con indiferencia—. No hay hombre que no tenga que esconder bajo la barba vergüenzas que no podría contener la tierra.
—A pesar de todo, es un escándalo. Fíjate en la riña, los lamentos y el repudio en la madrugada. Recuerda los vecinos acudiendo curiosos y despavoridos a mi casa, viéndolo todo con sus propios ojos.
—Ella fue la que empezó —dijo Zannuba cortante.
Él no pudo contener una risa burlona.
—Podía haber tratado el asunto con más sensatez —insistió ella— si fuera juiciosa. Los extraños son indulgentes con los alborotos de los borrachos. Fue ella la que se ganó a pulso el repudio. ¿Qué fue lo que decías…? Puta, hija de puta… ¿Y las últimas palabras sobre los soldados ingleses…?
Ahora recordaba sólo aquello. Él le dirigió una mirada furiosa e inquisidora, preguntándole cómo se habían fijado aquellas palabras en su memoria. Molesto, masculló:
—Estaba enfadado, no sabía lo que decía.
—No me lo creo.
—Métete tus creencias donde te quepan.
—¿Y los soldados ingleses…? ¿Te la encontraste en el bar «Finish»?
—¡Piedad, Dios mío! Ella es hija de buena gente y vecinos de toda la vida. La ira me hizo lanzar esas maldiciones…
—Sin ellas, no hubiera descubierto algunos secretos.
—¡Por la vida de tu tía!, acabemos con esto.
—Lo que tú quieras, pero hablame de los soldados ingleses…
—Te he dicho —alzó la voz, colérico— que fue el enfado y basta.
—¿La defiendes? —exclamó con expresión burlona—. ¡Ve a buscarla!
—¡Qué me lleve la muerte antes de eso!
—¡Qué se lleve a su padre!
Zannuba se levantó de la cama y fue hacia el espejo. Tomó el peine de Maryam y se puso a peinarse con prisas.
—¿Qué voy a hacer si el hombre con el que estoy rompe sus relaciones conmigo? —preguntó.
—Dile adiós. Mi casa estará siempre abierta para ti.
—No sabes lo que dices —dijo, volviéndose hacia él con tono afligido—. Estábamos empezando a considerar seriamente la posibilidad del matrimonio.
—¿El matrimonio? ¿Y sigues pensando en ello después de ver cómo es, ayer por la noche?
—Tú no me entiendes —dijo prudentemente—. Me angustia la opresión de la vida prohibida. Detrás de ella no hay sino perdición. Si alguien como yo se casa, aprecia mucho más la vida conyugal.
«¿Quién es más tonto de los dos? Encima del escenario no la apreciaba más que como tocadora de laúd. Una vida de pasión más allá de los treinta —y ella está a punto de alcanzarlos— lleva a la ruina. El matrimonio es la esperanza última. ¿Piensa en ti al decir todo esto? Es una diablesa encantadora. No ignoro que la deseo. La deseo con todas mis fuerzas. Este escándalo puede dar fe de ello».
—¿Lo quieres?
—Si lo quisiera —contestó como enfadada— no estaría ahora aquí, prisionera.
Su pecho se agitó emocionado, aunque dudase de la sinceridad de ella. A pesar de que su corazón no hubiera conocido nunca tal virtud, esta vez se mostraba indudablemente inclinada a no mentir.
—No puedo vivir sin ti, Zannuba. Me he embarcado por ti en una locura sin pensar en las consecuencias. Eres mía y soy tuyo desde hace mucho tiempo…
Se hizo el silencio. Ella parecía esperar con impaciencia que añadiese algo. Pero Yasín no abría la boca, y ella dijo:
—¿Debo cortar mis relaciones con ese hombre? No soy de las que transigen en tener a la vez dos hombres.
—¿Quién es él?
—Un comerciante de la parte de La Ciudadela, llamado Muhammad el-Olali.
—¿Está casado?
—Y tiene tres niños, pero también una gran fortuna…
—¿Prometió casarse contigo?
—Me lo propuso, pero yo lo rechacé; porque su situación, el estar casado y ser padre, hacen presagiar dificultades.
Él soportaba sus engaños por la belleza de sus ojos.
—¿Por qué no volvemos a estar como antes? Yo no soy pobre en cualquier caso.
—No me importa tu fortuna. Pero me sobra el llevar una vida ilícita.
—¿Y qué hacer?
—Es lo que yo me pregunto.
—Explícate mejor.
—Lo que he dicho es bastante.
¡Qué ataque imprevisto! Lo primero que se le ocurría era echarse a reír. Pero la deseaba, y no pretendía responder a su ataque con las mismas armas.
—No te oculto —exclamó después de un breve silencio— que vuelve a rondarme la mala idea del matrimonio.
—Mala idea es para mí lo ilícito.
—Ayer no tenías lo que tienes ahora.
—Tenía un marido en mis manos. En cambio hoy…
—Un poco de comprensión, hasta que nos encontremos. Una sola cosa es necesaria que no te apartes de la cabeza: por larga que sea mi convivencia contigo no me despreocuparé de ti.
—Tus antecedentes son la prueba de tu sinceridad —exclamó ella cortante.
—El hombre no aprende sin pagar un precio —respondió en un tono serio, que disimulaba la debilidad de su posición.
—No te ocupes en engatusarme con las palabras. ¡Vosotros los hombres!
«Y vosotras las mujeres, ¿no sois un manojo de lamentos? Te perdono, digna sobrina de tu tía. Vienes borracha a mitad de la noche, y por la mañana te ahoga lo ilícito. Quizás ella se esté diciendo: "Si tu segunda mujer era una puta, ¿por qué no va a serlo la tercera?". Vamos, Yasín, ¿has olvidado las dificultades que te esperan ahí fuera? Deja que esperen los problemas, pero no pierdas a Zannuba por una palabra desdeñosa como has perdido a Maryam. ¿Maryam? Ahora, hermano tan recordado, ya he expiado mi falta».
—Es necesario que no nos separemos, ahora que nos hemos encontrado —dijo Yasín con tranquilidad.
—En tus manos está cortar o continuar…
—Resulta preciso verse con frecuencia y pensarlo mucho…
—Por mi parte no hay necesidad de pensarlo de nuevo.
—Entonces yo habré de convencerte de mi planteamiento, o tú a mí del tuyo.
—No me convencerás del tuyo.
Zannuba salió del cuarto disimulándole una sonrisa. Él la siguió mientras se alejaba, sin salir aún de su asombro. Todo parecía extraño. Pero ¿dónde estaba Maryam? Sola, en cualquier caso, mientras él no disfrutaba de calma ni tranquilidad. Mañana lo llamarían a Bayn el-Qasrayn, y pasado mañana del juzgado. La vida de ambos no había sido en aquellos últimos días más que una lucha continua. Incluso ella le había dicho abiertamente: «Te aborrezco, y aborrezco tu forma de vivir». «No he sido hecho para vivir en matrimonio. ¿Cómo vivió así mi abuelo? De toda la familia, soy el más parecido a él, según dicen. Y a pesar de todo ello, esa loca quiere casarse conmigo».