Las ventanas de las casas habían cerrado sus párpados. En las calles desiertas, únicamente una brisa vagabunda o una soñolienta luz de farola. El silencio tenía ante sí todo el aire, para perderse y extender sus alas. «De qué me sirven los hoteles si sus dueños te acogen con mirada retorcida, como si fueras un débil enfermo al que rehuyen. Lo cierto es que no te preocupas porque te desprecien, sino porque te quedarás sin refugio. El sueño abraza ya a los amantes mientras la pena vaga en tu rostro. Ahí va un cochero que, vencido por el sueño, levanta su cabeza y te dirige una mirada de saludo. Otorga tu piedad, Dios mío, al que, acompañado por una mujer al final de la noche, pregunta hacia dónde ir…»
—¿Adónde?
—Estoy a tus órdenes —respondió el cochero.
—No me dirigía a ti con la pregunta —exclamó Yasín.
—Estoy a tus órdenes, en cualquier caso —dijo el cochero.
—No me preguntes a mí sino a ti mismo —intervino Zannuba en ese momento—. ¿No pensaste en ello antes de emborracharte?
El cochero, en la parte delantera de la calesa, volvió a hablar ante el silencio de ellos dos:
—El Nilo. Es el mejor sitio. ¿Vamos a la orilla del río?
—¿Eres un cochero o un barquero? ¿Qué vamos a hacer junto al Nilo a esta hora de la noche?
—Hay poca luz allí y el lugar está desierto —indicó el cochero con aire de incitación.
—El ambiente propicio para los ladrones.
—¡Qué mala suerte! —exclamó Zannuba con temor—. Mis orejas, mi cuello y mis brazos están llenos de oro.
—¡No hay problema! —dijo el cochero moviendo los hombros—. Yo voy cada noche allí con buena gente como vosotros, y regresamos sanos y salvos.
—No vuelvas a mencionar el Nilo —terció Zannuba violentamente—. Siento escalofríos en el cuerpo sólo de oírlo.
—¡Que el mal se aleje de tu cuerpo! —exclamó el cochero.
—¡Háblame a mí! —gritó Yasín mientras ocupaba su asiento en el coche de caballos, junto a Zannuba—. ¿Qué tienes tú que ver con su cuerpo?
—Sí, bey, estoy a tu servicio.
—Esta noche todo es complicado.
—Nuestro Señor arreglará las dificultades. Si quieres un hotel, iremos a uno.
—Hemos tenido altercados en tres hoteles —replicó ella—. ¿Tres, o fueron cuatro, Zannuba? Ya ni sabes dónde estás. Busca otra cosa…
—Volvamos al Nilo…
—¿Y mi oro? —gritó Zannuba, enfadada.
—Preferiría que fuera a otro lugar, pero no lo hay —dijo Yasín extendiendo las piernas sobre el asiento trasero.
—Si es por el lugar —dijo el cochero—, tenéis la calesa a vuestra disposición.
—¿Os habéis propuesto los dos maltratarme? —gritó Zannuba.
—Tienes razón, tienes razón —contestó Yasín atusándose el bigote—. El coche de caballos no es el lugar adecuado. A estas alturas no voy a contentarme con juegos de niños. ¡Escucha!
El hombre inclinó la cabeza, y Yasín le ordenó con un grito destemplado:
—A Qasr el-Shawq…
«Cascos de caballo. Te metes en las tinieblas. Únicamente se mueven las estrellas. En el horizonte brilla una angustia que no tarda en sumergirse en el mar del olvido, como un recuerdo rebelde. La voluntad se disuelve en un vaso de alcohol. Cuando tu compañera de juerga pregunta, con voz balbuceante: "¿Piensas ir a Qasr el-Shawq?", respondes: "A la casa que he heredado de mi madre. El destino ha dispuesto que viviese en ella para la pasión, y que se destine, después de su muerte, para la pasión". Recibiste con corazón anhelante a Umm Maryam y a Maryam. Esta noche abrazarás a la dueña de tus noches de antaño. ¿Y tu esposa, borracho? "Ella duerme a pierna suelta." "¿No hay que tenerlo todo en cuenta?" "Estás con un hombre cuyo corazón no conoce el miedo. Arranca de aquellas estrellas perlas para adornar tu frente y cántame al oído para mí sola: ¡Déjame amar esta noche, madre!"…»
—¿Dónde pasaré el resto de la noche?
—Te llevaré a donde quieras.
—No podrías llevar ni una mota de paja…
—París sería el Delta del Nilo, como quien dice, de cercano.
—Si yo no le tuviera miedo…
—¿Y quién es ese?
Zannuba contestó con voz rota y volviendo la cabeza hacia atrás:
—¿Quién me lo va a decir? Ya no sé ni…
Una espesa oscuridad envolvía el-Gamaliyya. Hasta el café había cerrado sus puertas. El coche de caballos se paró a la entrada de Qasr el-Shawq. Yasín bajó de él eructando. Le siguió Zannuba, apoyándose en su brazo. Se pusieron a andar juntos, con cuidado, pero sin poder evitar el paso vacilante. Dejaron atrás la tos del cochero y el traqueteo de las pisadas del vigilante, que pasó junto a la calesa mientras esta giraba, para ver qué era. «La calle está llena de baches», exclamó ella. «Sí, pero la casa está tranquila», dijo él, y añadió: «No te preocupes». Zannuba intentó en vano recordarle que su esposa estaba en el piso al que se dirigían. Aparte de que al hacerlo se reía despreocupadamente en la oscuridad. Ella llegó a tropezar dos veces mientras subía la escalera. Por fin se detuvieron ante la puerta del piso, jadeantes. El miedo por la situación espoleaba sus mentes confusas con un sobresalto pasajero, mientras ella intentaba lánguidamente poner orden en la disipación de él. Con cuidado, Yasín giró la llave en la cerradura. Luego empujó la puerta con extrema cautela. En la oscuridad buscó la oreja de Zannuba hasta que tropezó con ella. Se inclinó y le susurró que se quitara los zapatos. Él hizo lo mismo. Se situó un paso por delante de ella y Zannuba le colocó su mano en el hombro. Entraron en la sala de estar, frente al vestíbulo. A continuación empujó la puerta y pasó al interior, seguido por ella. Los dos dejaron escapar un suspiro de alivio. Yasín cerró la puerta y la llevó hacia el sofá, donde se sentaron juntos.
—¡Qué oscura está! —exclamó Zannuba con fastidio—. No me gusta la oscuridad.
—Te acostumbrarás a ella dentro de poco —respondió él mientras ponía los dos pares de zapatos bajo el sofá.
—Me empieza a dar vueltas la cabeza…
—¿Ahora?
De pronto, Yasín se levantó sin prestar atención a lo que ella le respondía, y masculló despavorido:
—No he cerrado la puerta de la calle. Luego se llevó la mano a la cabeza y exclamó:
—He olvidado también el tarbúsh. En el coche de caballos o en el «Tout va bien».
—¡A la porra con el tarbúsh! Cierra la puerta.
Se deslizó otra vez hacia el recibidor y luego hasta la puerta de entrada, que cerró con toda precaución. En el camino de vuelta se le ocurrió una idea tentadora. Se dirigió hacia la consola, extendiendo la mano hacia adelante para tratar de prevenir el chocar contra las sillas del comedor. Luego volvió a la sala de estar llevando una botella de coñac medio llena que colocó en el regazo de ella, diciéndole:
—Te traigo el remedio contra todo.
—¿Alcohol? —exclamó palpando con la mano la botella—. ¡Ya tienes suficiente! ¿Quieres que rebosemos?
—Un trago para recuperar el aliento después de este esfuerzo.
Bebió hasta creerse con poder por encima de todo y pensar que la locura es una situación que puede considerarse buena. Pero el mar se levantó, elevándolo con sus olas y dejándolo caer luego. A continuación dio vueltas en un torbellino sin fondo. De los rincones del cuarto salían lenguas que emitían en la oscuridad vocablos ininteligibles. Lanzaban risas atronadoras en medio de un tumulto similar al del bullicio del zoco, incluso en las melodías que corren por el ambiente. La botella cayó al suelo, produciendo un sonido como de advertencia. Pero tenía ante él una meta que alcanzar aunque fuera en un mar de sudor, con tiempo suficiente o insuficiente. El tiempo no entraba en sus cálculos.
Entonces la oscuridad comenzó a moverse. Su piel y los párpados cerrados comenzaron a clarear súbitamente. Como al interrumpirse un sueño feliz, extendiendo él la mano para recoger un nuevo placer, lo despertó un sonido de algo que se movía. Abrió los ojos y vio luces y sombras bailando en las paredes. Concentró su atención en ellas y percibió junto a la puerta a Maryam, con una lámpara en la mano. El resplandor daba a su rostro una expresión amenazante mientras sus ojos desprendían el fuego de la cólera. Los dos entrelazados sobre el sofá y ella de pie junto a la puerta se intercambiaron miradas de asombro; de soslayo por el estupor, en un sentido, y de rabia encarnizada en otro. Nadie se atrevía a romper el silencio. Zannuba expresó su angustia abriendo la boca para hablar, pero no pudo articular palabra. Luego la dominó una súbita risa que no pudo evitar, de modo que tuvo que esconder el rostro entre las manos. Yasín le gritó, con voz gangosa:
—¡Deja de reírte! Esta es una casa decente.
Parecía que Maryam quería hablar pero su lengua no la ayudaba o le era imposible por la ira. Yasín se dirigió a ella sin saber lo que decía:
—He encontrado a esta señorita con una fuerte borrachera y la he traído aquí hasta que se recupere.
Zannuba no se calló:
—Él es el que está borracho, como ves. Y me ha traído aquí a la fuerza.
A Maryam se le escapó un gesto brusco, como si quisiera arrojarles la lámpara. Pero se detuvo al ver levantarse a Yasín, quien se le quedó mirando en actitud prevenida. Ella volvió sobre sus pasos y colocó la lámpara sobre una mesa mientras apretaba, furiosa, los dientes. Luego habló por primera vez, con una voz penetrante, temblorosa, exasperada por el rencor y la ira:
—¡En mi casa! ¡En mi propia casa! ¡En mi casa, criminal, hijo del diablo!
Su voz retumbó como el trueno al insultarle. Le lanzó las peores ofensas. Chilló y gritó hasta atravesar su voz los muros. Llamaba a los vecinos jurando que lo pondría en evidencia y que los que estaban durmiendo testimoniarían en su contra. Yasín intentaba acallarla por todos los medios, haciéndole señas con la mano, fijando sus ojos en ella, dando gritos él también. Como sus intentos eran inútiles, se incorporó excitado y se dirigió hacia ella, a grandes zancadas para alcanzarla en el menor tiempo posible, pero sin precipitarse, temiendo perder el equilibrio. Se arrojó sobre ella y le cerró la boca con la palma de su mano. Pero ella le gritó en plena cara como una gata desesperada y le dio una patada en el vientre. Yasín retrocedió, tambaleándose y con el rostro descompuesto por la rabia y el dolor. Luego se cayó de bruces como un muro que se desploma. Zannuba soltó entonces un grito estridente. Maryam se precipitó sobre ella, tirándose encima. Con la mano derecha le tiraba del pelo mientras le clavaba en el cuello las uñas de la otra mano. Luego se puso a escupirle en el rostro, insultándola y maldiciéndola. Yasín no tardó en levantarse por segunda vez, meneando la cabeza bruscamente como para librarse de la borrachera. Fue hacia el sofá y le propinó a su esposa, echada encima de su rival, un fuerte puñetazo en la espalda. Maryam gritó y retrocedió para escapar de él. Ciego de ira, Yasín la siguió, golpeándola hasta que ella logró interponer la mesa entre ambos. Entonces ella se quitó una zapatilla y se la arrojó, dándole en el pecho. Él se puso a perseguirla. Ambos daban vueltas por la sala mientras Yasín le decía:
—¡Aléjate de mi vista! ¡Te repudio…! ¡Te repudio…! ¡Te repudio!
Alguien comenzó a golpear la puerta al tiempo que se oía la voz de la vecina del segundo piso:
—¡Maryam! ¡Señora! ¡Maryam!
Yasín, jadeante, dejó de correr. Maryam abrió la puerta y se apresuró a decir con una voz que llenó toda la escalera:
—Venid a mirar en este cuarto y decidme, si alguien ha visto antes nada parecido. Una puta en mi casa emborrachándose y armando jaleo. ¡Entrad y mirad!
—¡Cálmate, Maryam! —le dijo la vecina, sonrojada—. Vente conmigo hasta mañana.
—¡Vete con ella! —exclamó Yasín sin consideración—. No tienes derecho a permanecer en mi casa.
—¡Degenerado! ¡Criminal! —le espetó Maryam en su propia cara—. Me has traído una puta a nuestra propia casa.
—La puta lo eres tú —gritó Yasín mientras golpeaba la pared con el puño—. Tú y tu madre.
—Insultas a mi madre, que ya está ante Dios.
—¡Tú eres una puta! Lo sé de sobra. ¿No le acuerdas de los soldados ingleses? La verdad es que es culpa mía, por no tomar en cuenta las advertencias de la gente buena.
—Soy tu mujer y puedes estar tranquilo. Soy más honrada que tu familia y que tu madre. Pregúntate a ti mismo qué pasa con el hombre que se casa con una mujer sabiendo que es una puta, como tú has dicho. ¿No es un chulo asqueroso? Cásate con esta —dijo señalando hacia la sala—. Ella es de la clase que le va a tu repugnante carácter.
—Otra palabra, y hago correr tu sangre en el mismo lugar en que estás.
Sin embargo, Maryam volvió a gritar echando fuego por su boca hasta que la vecina entró interponiéndose entre los dos por si acaso. Se puso a darle palmadas en la espalda, rogándole que se fuera con ella a su casa hasta la mañana siguiente. Yasín, en el colmo de su enfado, le gritó:
—Coge tus vestidos y sal de aquí. Aléjate de mi vista. No eres mi esposa, no te conozco. Voy a entrar en ese cuarto ahora y guárdate de que te encuentre aquí cuando salga.
Luego se marchó a la sala de estar, empujando la puerta con una fuerza tal que hizo temblar los muros. Se arrojó en el sofá y se secó el sudor que le empapaba la frente.
—Tengo miedo —le susurró Zannuba.
—¡Cállate! —contestó Yasín groseramente—. ¿De qué tienes miedo? Soy libre… libre —añadió con voz potente.
—Pero ¿qué me ha pasado para hacerte caso y venir hasta aquí contigo? —exclamó, interrogándose a sí misma.
—¡Cállate! Lo hecho, hecho está. Yo no me arrepiento de nada.
Hasta ellos llegaron voces desde detrás de la puerta cerrada. Los vecinos en su mayoría rodeaban a la airada esposa. Luego se oyó la voz de Maryam diciendo en tono lastimero:
—¿Habíais oído nada parecido a esto? Una puta de hacer la calle, en mi casa. Me despertaron los ruidos que hacían los dos riendo y cantando. Sí, por Dios, cantaban sin recato, aturdidos por la borrachera. Decidme si esto es una casa o un prostíbulo.
A continuación se oyó la voz de una mujer que decía, en tono de protesta:
—¿Recoger tus vestidos y dejar tu casa? Esta es tu casa, Maryam, y no está bien que la abandones. ¡Que salga de ella la otra!
—Ya no es mi casa —gritó Maryam—; ese me ha repudiado.
—No estaba en su sano juicio. Vente ahora con nosotros y pospongamos el asunto hasta mañana. Pase lo que pase con él, Yasín es un buen hombre, hijo de buena familia. ¡Dios maldiga al diablo! Ven, hija… y no te pongas triste.
—No hay nada que decir ni que contar —gritó Maryam—. ¡Que no amanezca el día para él, criminal, hijo de malhechora!
Se oyeron ruidos de pasos que se alejaban. Las conversaciones de los vecinos no fueron pronto más que un imperceptible murmullo. Resonó el golpe de la puerta al cerrarse. Yasín suspiró profundamente, y se dejó caer de espaldas.