25

Ya podían pasar los años, sin que se entibiara su amor por aquel camino. Por él iba hablando consigo mismo, mientras miraba con pesadumbre todo cuanto lo rodeaba. «Si se me permitiera amar a la mujer que ha escogido mi corazón como quiero a esta calle, me evitaría muchos disgustos». Lo extraño es que se trataba de un laberinto. No se podía andar unos metros por ella sin torcer a derecha o a izquierda. En cualquier lugar te aparecía un recodo ocultando tras de sí lo desconocido. La estrechez del espacio entre sus dos aceras le daba un aire humilde y acogedor como el de un animal doméstico. Alguien que estuviera sentado en una tienda de la derecha podía dar la mano a otro situado en un comercio de la izquierda. Unos toldos hechos con lona se extendían en lo alto, protegiéndola contra los abrasadores rayos del sol, y produciendo con su sombra un agradable aire fresco. En los estantes y las repisas, sacos apilados llenos de alheña verde, pimienta roja y negra, frascos de agua de rosa y perfumes, papeles coloreados y pequeñas balanzas.

Desde arriba colgaban lámparas de diferentes tamaños y colores, como si fueran guirnaldas. El aire rebosaba de un intenso aroma, similar a la fragancia de un antiguo sueño olvidado.

«Dios me libre de las melayas, los velos negros con sus arús dorados, los ojos pintados con kohl y las caderas pesadas. Caminar soñando entre las luces multicolores de una bella fantasía resulta algo agradable. Pero me quejo de que me consuma el corazón y los ojos. Contar las mujeres aquí sería imposible. Bendito este lugar que las acoge y no te deja más salida que gritar desde las entrañas de tu alma: "¡Qué ruina la de tu casa, Yasín!". Entonces te responde una voz: "Abre tienda en el-Tarbía y establécete". Tu padre es un comerciante…, dueño de sí mismo…, que gasta en diversiones dos veces el doble de tu salario. Ábrela y pon un encargado. Y si vendes tú, para eso está el comercio de el-Guriyya o la tienda de el-Hamzawi. Tú vendrás por la mañana, como un sultán, sin horario que te ate, ni jefe que te mande. Te sentarás detrás de la balanza y vendrán a ti mujeres por todos lados: "Buenos días, señor Yasín. Dios le guarde, señor Yasín". Ya me gustaría dejar a una mujer recatada sin saludar, o a una desvergonzada sin citar. ¡Qué agradable visión y qué cruel para quien ha de permanecer hasta el final de sus días como vigilante de la Escuela de el-Nahhasín! La pasión es una enfermedad que tiene por síntomas el hambre insaciable y un corazón tornadizo. ¡Concede, Dios mío, tu misericordia a quien creaste con vocación de califa o sultán, y es sólo vigilante de escuela! Abandona toda esperanza y no te escondas en la mentira. El día que la llevaste contigo a Qasr el-Shawq tenías la esperanza de una vida tranquila y reposada. ¡Dios!, combate el hastío, pues se desliza en el alma como el gusto amargo de la enfermedad se introduce en la saliva. He andado detrás de ella un año y luego me he hartado en unas semanas. ¿Qué es la desgracia sino esto? Tu casa es la primera con barullo de quejas en la luna de miel. Pregúntale a tu corazón dónde está Maryam…, dónde la gracia que te hacía palidecer. Te responderá con una risa suspirante y te dirá: "Comimos hasta saciarnos y llegamos a tenerle asco al olor de la comida". Ella sabe cómo jugar, y no se le escapa nada. Es inteligente. Recordad las buenas cualidades de vuestros muertos. ¿Es mejor tu madre que la suya? Lo importante es que ella no es como Zaynab, a la que resultaba fácil engañar, y que no agobiaba con su mal humor cuando se enfadaba. Ella no es de las que bajan la vista ni tú de los que se contentan fácilmente. ¡Cuándo saciará una mujer tu hambre rabiosa, o conocerá tu corazón la calma! Y con esto imaginas que conseguirás una vida conyugal feliz. ¡Qué grande es tu padre y qué despreciable tú! No podrías llegar a ser como él, aunque ese fuera tu remedio, parecerte. Pero, Dios mío, ¿qué es lo que veo? ¿Es eso realmente una mujer? ¿Cuántas toneladas crees que pesa? Por Dios, no he visto antes tal altura ni tal anchura. ¿Cómo tomar posesión de este cortijo? Prometo que si cae en mis brazos una mujer de su magnitud, la hago dormir desnuda en el centro del cuarto y doy siete vueltas alrededor de ella mientras voy…»

—¡Eres tú!

La voz venía de detrás de él, y le estremeció el corazón. Rápidamente volvió la mirada desde la mujer gorda hacia ella. Vio a una joven con una capa blanca.

—¡Zannuba! —gritó, sin poderse contener.

Se dieron la mano calurosamente mientras ella se reía. La instó a caminar para no atraer todas las miradas de la gente. Y se pusieron a andar una al lado del otro abriéndose paso entre la multitud. Se habían encontrado después de mucho tiempo. Ella no había acudido a su mente sino en raras oportunidades desde que otras ocupaciones la alejaron de él. Pero le pareció tan guapa como la última vez que la vio o quizá más. ¿Qué era esa forma de vestir moderna que había sustituido a la amplia melaya? Lo invadió, una sensación de vitalidad y alegría.

—¿Qué tal? —le preguntó ella.

—Bien, ¿y tú?

—Ya ves.

—Perfectamente, gracias a Dios. Has cambiado tu forma de vestir. No te he reconocido al principio. Te recordaba caminando con tu melaya

—Tú no has cambiado. No has envejecido. Quizá has engordado un poco…

—Tú sin embargo eres otra… Una europea —sonrió con prudencia—… pero con hechuras de el-Guriyya.

—¡Esa lengua…!

—Me asustas. Has profesado o te has casado.

—No hay nada imposible para Dios…

—En cuanto a lo primero, tu capa blanca lo desmiente. Y el casamiento, otra cosa estaría más lejos; la falta de cabeza te llevará un día a él.

—¡Cuidado! Estoy casada…, poco más o menos.

—Como yo, exactamente —dijo él riendo mientras se dirigían hacia el-Muski.

—Pero tú estás realmente casado, ¿no es así?

—¿Cómo lo sabes? —Luego continuó, refrenándose—: ¡Ah!, me olvidaba que nuestros asuntos en vuestra casa están antes que nada.

Se rio otra vez con una carcajada llena de significado. Ella sonrió enigmáticamente.

—¿Te refieres a la casa de la Sultana?

—O a la de mi padre. ¿No es siempre el amor?

—Más o menos.

—Ahora todo en ti es «poco más o menos». Yo también estoy casado poco más o menos. Quiero decir…, casado y buscando una compañera.

Zannuba ahuyentó con la mano una mosca de su cara, haciendo tintinear los brazaletes de oro que rodeaban su muñeca.

—Tengo un compañero y busco un marido.

—¿Un compañero? ¿Quién es ese feliz hijo de…?

—Con cuidado, deslenguado —le cortó ella, haciéndole un signo de precaución—. Es un hombre de posición…

—¿De posición? —contestó en tono irónico—. Vamos, vamos, Zannuba… Me gustaría darte…

—¿Te acuerdas de cuando nos vimos por última vez?

—¡Puf! Mi hijo Redwán tiene ahora seis años. La última vez que nos vimos fue hace siete años… poco más o menos.

—Toda una vida.

—Pero no se debe nunca perder la esperanza de encontrarse en este mundo…

—Y de separarse…

—Parece que has puesto el ser fiel junto a la melaya

—¿Y tú hablas de fidelidad, torete? —le espetó Zannuba clavándole una mirada cortante.

Su falta de formalidades hasta ese extremo, le complacía, y atizaba sus ilusiones.

—Dios sabe lo contento que estoy de verte. Has acudido muchas veces a mi mente… Pero así es el mundo…

—El mundo de las mujeres, ¿no?

—El mundo de la muerte —respondió afectado—. El mundo de las penas…

—No parece que soportes muchas penas. Un mulo envidiaría tu salud…

—La envidia no está hecha para los ojos bonitos.

—¿Tienes miedo de ti mismo? Eres más grande que Abd el-Halim el-Masri.

Se rio con arrogancia y luego calló un momento antes de decir en tono serio:

—¿Dónde ibas?

—¿Por qué va una mujer sola a el-Tarbía? ¿Crees que toda la gente es como tú y no piensa más que en restregarse con ellas?

—¡Qué depravación, Dios!

—Depravación… Cuando me encontré contigo estabas comiéndote con los ojos a una mujer como una mesa de camilla.

—¡Qué va! Estaba distraído, pensando, sin fijarme en lo que miraba…

—¡Tú! Si tuviera que dar un consejo a quien quisiera verte, lo enviaría a recorrer el-Tarbía buscando a la mujer más gorda. Estoy segura de que te encontraría detrás de ella, pegado como la garrapata al perro…

—Señora mía: tienes la lengua cada día más larga.

—Acorta tú la tuya.

—Dejémoslo y vayamos a lo importante, ¿dónde vas ahora?

—A comprar algunas cosas. Luego volveré a casa.

—¿No quieres que pasemos juntos un rato? —le indicó titubeante después de un momento de silencio.

Ella lo miró con sus ojos negros y coquetos.

—Detrás de mí hay un hombre celoso…

—En un lugar agradable donde podamos beber unas copas —respondió, como si no hubiera oído su objeción.

—Te he dicho que detrás de mí hay un hombre celoso —le repitió con voz más alta que la anterior.

—El «Tout va bien» —continuó él sin preocuparse—, ¿qué te parece? Es un lugar agradable, y con una buena persona como yo… Llamaré a ese taxi…

Un murmullo de protesta salió de ella. Luego preguntó con un enojo que contradecía la expresión de su rostro: «¿A la fuerza?». Miró su reloj de pulsera. Este nuevo movimiento hizo reír a Yasín. Ella dijo en tono de condición:

—Pero no debo retrasarme. Ahora son las seis. Es necesario que esté en casa antes de las ocho.

Cuando el taxi había emprendido el camino se preguntó si alguien los había visto entre el-Tarbía y el-Muski. Él se encogió de hombros con indiferencia y deslizó su tarbúsh, inclinándolo sobre su ceja derecha hacia detrás, con el mango de su espantamoscas curvo. ¿Por qué preocuparse? Maryam estaba sola. No había detrás de ella un salvaje como Muhammad Effat, el destructor del primer hogar que levantó. En cuanto a su padre, era un hombre inteligente que sabía que ya no estaba ante el niño inocente a quien castigaba en el patio de la vieja casa.

En el jardín del «Tout va bien» se sentaron en una mesa, uno frente al otro. El bar estaba lleno de mujeres y hombres. Un piano mecánico hacía sonar sus monótonas melodías. De vez en cuando llegaba desde el otro extremo un olor a carne asada, traído por la brisa. Yasín comprendió, ante la confusión de ella, que era la primera vez que acudía a un sitio público. Esto hizo que le entrara una ácida alegría. En aquellos momentos estuvo seguro de que aquello era una auténtica nostalgia, no un deseo pasajero. Los días pasados con ella le parecían los más felices de su vida. Pidió una botella de coñac y una carne asada. El agua de la vida comenzó a regar sus mejillas. Se quitó el tarbúsh y dejó a la vista su cabello negro separado por una raya en mitad de la cabeza, lo mismo que el de su padre. Cuando lo vio Zannuba se dibujó en las comisuras de sus labios una leve sonrisa. Yasín no llegó a comprender lo que había detrás de ella. Era la primera vez que estaba con una mujer en un bar, fuera de Wagh el-Birka. Y también la primera aventura desde su segunda boda, a excepción de una única experiencia en Darb Abd el-Jáliq. Quizás fuera igualmente la primera ocasión en que bebía coñac de primera clase fuera de su hogar, pues no tomaba coñac del bueno excepto el de las botellas que adquiría para casa, para el uso «legal», según su expresión.

Llenó dos vasos con satisfacción y orgullo, levantó su copa y le dijo:

—A la salud de Zannuba Martel.

—Yo bebo whisky Dewars con el bey —exclamó ella con orgullo, libre de segunda intención.

—Bendigamos su conducta —contestó Yasín resoplando—. Dios nos permita relegarlo al pasado…

—Después de ti…

—Lo veremos. Cada vez que bebemos una copa se nos abren puertas y nos liberamos de una atadura…

Conscientes ambos del corto espacio de tiempo de que disponían, bebieron apresuradamente, llenando las copas y vaciándolas enseguida. De este modo el coñac comenzó a dejar sentir su lengua de fuego en sus estómagos. Y a hacer subir el mercurio de la borrachera en el termómetro de sus venas. Las hojas verdes que salían de los arriates situados tras el muro de madera del jardín abrían sus bocas con sonrisas resplandecientes. El piano encontró por fin oídos atentos. Sus rostros soñolientos y exaltados se intercambiaron miradas amables y afectuosas. La brisa del atardecer flotó en olas de una música muda. Todo resultaba agradable y bello.

—¿Sabes lo que tenía en la punta de la lengua cuando te vi hoy mientras fijabas tus ojos en aquella mujer como un perro rabioso?

—¿Cómo? Vacía primero tu copa para que te la llene…

—Estuve a punto de gritarte —dijo mientras se comía un trozo de carne asada—: «¡Hijo de perra…!».

—¿Y por qué no lo hiciste, hija de la herida? —respondió con una sonora risa.

—Tengo por costumbre no insultar nada más que a los amigos, y en aquel momento tú eras un extraño o casi.

—¿Y ahora qué me dirías?

—Hijo de setenta…

—¡Por Dios! —El insulto emborracha más que el vino algunas veces—. Esta es una noche bendita, de la que hablarán los periódicos mañana.

—¡Dios nos libre del mal! ¿Te propones montar un escándalo?

—Sé benevolente, Señor, conmigo y con ella.

—No me has hablado de tu nueva mujer —le preguntó ella con cierto interés.

—¡La pobre! —respondió Yasín atusándose el bigote—. Su madre ha muerto este año.

—¡Que Dios te dé larga vida! ¿Era rica?

—Dejó una casa… al lado de la nuestra. Quiero decir al lado de la de mi padre. Pero la dejó a partes iguales para mi esposa y para su marido.

—Seguro que tu esposa es bonita. Tú escoges lo mejor.

—Tiene su belleza —contestó, con precaución—. Aunque no puede compararse a la tuya.

—Eres el mismo…

—¿Ya sabes que miento siempre?

—¿Tú? Dudo a veces que te llames realmente Yasín.

—Entonces bebamos este otro vaso.

—¿Quieres emborracharme para que te crea?

—Si te digo que te deseo y que te añoro, ¿dudarás de mi sinceridad? Mírame a los ojos, tómame el pulso.

—Tú eres capaz de decir esas palabras a cualquier mujer que se te acerque.

—Eso es como decir que el hambriento desea cualquier clase de comida. Pero puedes tener por la muhijiyya una afición especial.

—El hombre que ama realmente a una mujer no rechaza casarse con ella.

—Te equivocas —dijo Yasín, resoplando—. Me entran ganas de subirme encima de esta mesa y gritar en voz alta. ¿Quién de vosotros que ame a una mujer no se casaría con ella? Desde luego no existe nada para matar el amor como el matrimonio. Créeme…, tengo experiencia… Me he casado una vez, otra, y sé lo que tienen de verdad mis palabras.

—Quizás no hayas llegado todavía a la mujer que te conviene.

—¿La que me conviene? ¿Cómo es esa mujer? ¿Qué sentido lleva a ella? ¿Dónde está esa mujer que no se hastíe?

—Parece como si desearas ser toro único en un corral de vacas —exclamó Zannuba con una risa apagada.

—¡Dios!… ¡Dios! —dijo, chasqueando los dedos, afectado—. Hace tiempo alguien me llamaba toro… Mi padre, que nuestro Señor le conceda el bien… ¡Cómo desearía ser como él! Obtener una mujer que es un modelo de obediencia y sobriedad. Ir a mi capricho, no encontrar penalidades en mi vida. Estar a gusto en el matrimonio. A gusto en el amor… Esto es lo que quisiera.

—¿Cuántos años tiene?

—Creo que cincuenta y cinco. Pero es más fuerte que un joven.

—Nadie es fuerte frente a los años… y que Dios lo conserve con salud.

—Menos mi padre… Es amado por las mujeres. ¿No lo ves por tu casa?

—He dejado esa casa hace meses —exclamó riéndose, mientras arrojaba un hueso a una gata que maullaba a sus pies—. Ahora tengo una casa propia en la que soy la señora.

—¿De verdad? Creí que bromeabas. ¿Dejaste las tablas también?

—Las dejé. Le estás hablando a una señora en todo el sentido de la palabra.

—Entonces —dijo él carcajeándose divertido—, bebe e invítame a beber, y que Dios sea benevolente con nosotros.

Había algo arrebatador en el propio espíritu y en el aire; pero ¿cuál de estas dos realidades era la voz dominante y cuál el eco? Más extraño era aún que la vida se insinuara en los seres inertes. Los arriates languidecían entre murmullos, los rincones del jardín se susurraban mensajes al oído. El cielo miraba con ternura a la tierra a través de los ojos soñolientos de las estrellas y le hablaba. Yasín y su acompañante se intercambiaban mensajes desde lo más profundo de su intimidad, que hacían latir sus corazones y brillar sus ojos en el aire lleno de luces visibles e invisibles. Había algo en el ambiente que empujaba a reír. Los rostros, las palabras, los gestos…; todo incitaba a la risa. El tiempo pasaba a la velocidad de un meteorito. Los duendes de la alegría pasaban incitando a ella de una en otra mesa con miradas de circunstancia. Desde lejos se desparramaban las notas del piano, veladas por el sonido de las ruedas del tranvía. Los jóvenes del jardín y los últimos transeúntes producían a su alrededor un murmullo como el zumbido de una mosca. Las tropas de la noche comenzaban a acampar encima de los tejados de las casas. «Parece como si esperases que venga a ti el copero y te pregunte: "¿No es suficiente ya para emborracharse?". Tú te extrañas y no lo haces de cosas más importantes. ¡Ay!, si Maryam se postrase ante ti, susurrando: "Dame una habitación para mostrarte mi obediencia, y llena los otros cuartos con las mujeres que quieras". O el supervisor de la Escuela te palmoteara amistosamente la espalda cada mañana, diciéndote: "¿Cómo está tu padre, hijo?". O que el gobierno abriera una nueva calle delante de la tienda de el-Hamzawi o de la vivienda de el-Guriyya. O que Zannuba te dijera: "Mañana dejaré la casa de mi compañero y me consideraré tu servidora". Si sucediera todo esto, la gente se reuniría al final de la oración del viernes para besarse sinceramente. Lo más prudente esta noche sería sentarse en un sofá y que Zannuba bailase desnuda delante de ti. Podrías así contemplar aquel lunar que tiene debajo de su ombligo».

—¿Cómo está mi querido lunar? —preguntó sonriendo y señalando su vientre.

—Te besa las manos —contestó ella riendo.

—¿Ves esa gente? —exclamó lanzando una mirada perdida a su alrededor—. No hay entre ellos más que adúlteros e hijos de adúlteros. Y todos están borrachos.

—¡Encantada! En cuanto a mí, siento volar mi espíritu.

—Espero que eche a volar la parte en la que está tu compañero.

—¡Si supiera lo que está pasando ahora entre nosotros! Un día te clavará un extremo de sus bigotes.

—¿Es acaso un sirio de los que tienen grandes bigotes y…?

—¿Sirio? —exclamó ella, y luego se puso a cantar con voz poco audible—: ¡Barhum, oh Barhum!

—Chist… Vas a atraer sobre nosotros todas las miradas.

—¿Qué miradas, ciego? No queda casi nadie…

—El vino está loco —exclamó él acariciándose el estómago y resoplando.

—La loca es tu madre.

—Elevas la voz más de lo necesario. ¡Vámonos!

—¿Dónde?

—Tú tienes más edad que yo. Dejemos a los pies que nos lleven.

—¿Es sensato dejar guiar a los pies?

—En cualquier caso, son más seguros que un seso desperdiciado.

—Piensa un poco en…

—Es preciso que dispongamos nuestros asuntos sin pensar —le cortó Yasín mientras se levantaba, tambaleándose— ya que el pensamiento no nos obedecerá antes de mañana por la mañana. ¡Vámonos…!