Se le escapó un grito de sorpresa exultante y emocionado cuando vio a Aida saliendo por la puerta del palacio. Como solía hacer cada tarde, él paseaba por la explanada de el-Abbasiyya, mirando hacia la casa desde lejos, con la sola esperanza de divisarla a ella en un balcón o en una ventana. Ese día llevaba un elegante traje gris, como si quisiera competir con el ambiente de aquellos últimos días de marzo, dulces y afables. Aparte de que acostumbraba a responder con un mayor arreglo personal al sufrimiento y la desesperación. No la había vuelto a ver desde la discusión en el cenador. La vida no le dejaba más salida que la de peregrinar cada tarde a el-Abbasiyya y dar vueltas en torno al palacio desde lejos, inasequible al desaliento. Allí alimentaba sus esperanzas, contentándose con permanecer en el lugar rumiando sus recuerdos… Los primeros días de la separación, obsesionado y delirando, creyó volverse loco de dolor. Si se hubiera prolongado habría terminado con él. Aunque también constituyó su tabla salvadora en aquella situación peligrosa: la desesperación a la que se había amoldado hacía tiempo. El dolor consiguió cavar en sus entrañas una especie de refugio que desempeñaba una función más de su cuerpo, sin impedir la marcha de otros mecanismos vitales. Este refugio constituía un miembro más de su cuerpo o una fuerza importante de su espíritu. Allí se calmaban las enfermedades de su alma, desapareciendo los síntomas más agudos y estabilizándose su ánimo… A pesar de todo, tampoco esto lo confortaba completamente. Pues, ¿cómo consolarse del amor, de lo más sublime que le había otorgado la vida? Creía firmemente, y en lo más profundo, que el amor era eterno. Debía por tanto tener paciencia, como la tienen aquellos condenados a una enfermedad incurable hasta el final de sus vidas.
Cuando la vio salir del palacio se le escapó un grito de sorpresa. Siguió con la mirada, desde lejos, su elegante caminar por el que había suspirado tanto tiempo. Su espíritu se puso a saltar de alegría, llevado por el amor apasionado y la emoción. Su amada se dirigió hacia la derecha, por la calle de los Palacios. En su corazón latía una agitación arrebatadora y turbulenta que había estado domando cerca de tres meses. Su fuero interno lo empujaba a lanzar sus penas a los pies de ella, y que pasara lo que tuviera que pasar… Sin dudarlo se encaminó hacia la misma calle. En el pasado se hubiera guardado mucho de hablarle, por temor a perderla. Ahora no tenía nada que temer. El sufrimiento soportado durante los últimos tres meses no le dejaba ninguna posibilidad de duda o de volverse atrás. Ella se dio cuenta inmediatamente de que la seguían de cerca. Miró hacia atrás y lo vio a poca distancia. Luego volvió de nuevo la cabeza, sin prestarle atención. Él no confiaba en una acogida demasiado calurosa, pero le dijo en tono de queja:
—¿Esto es un encuentro entre viejos amigos?
La respuesta fue apretar ella el paso sin escucharlo lo más mínimo. Él aceleró su marcha, sobreponiéndose a su dolor. Al llegar a su altura, le dijo:
—No me ignores… Sería más de lo que podría soportar… No me guía sino pedir lo que en justicia…
Lo que más temía era que ella siguiera ignorándolo hasta llegar a su destino. Sin embargo, por fin la bendita voz se dirigió a él:
—Por favor, vete y déjame caminar en paz…
—Ve en paz —insistió él con acento de ruego— pero después de que aclaremos algunas cuentas…
—No sé nada de esas cuentas —le respondió con una voz profunda y clara en el silencio de la elegante calle medio vacía—. Ni quiero saberlo. Te pido que te comportes como un caballero…
—Te aseguro que me conduciré como el más perfecto y modélico caballero —contestó con emoción—. No sabría portarme de otra manera pues eres tú la que me empuja a esa caballerosidad…
—He querido decir —dijo sin haberlo todavía mirado— que me dejes en paz… Únicamente eso…
—No puedo, no puedo. No antes de que sepas mi opinión acerca de las acusaciones injustas por las que me castigaste sin escuchar mi defensa…
—¿Castigarte yo a ti?
Por un breve instante dejó él de hablar para disfrutar la magia de la situación. Estaba satisfecho de que le hubiera dirigido la palabra, y de haber disminuido felizmente el ritmo de su caminar. Todo lo demás le daba igual: ella quería escucharle o al menos tenía la intención de alargar el tiempo que tardaría en alcanzar su destino. Nada cambiaba aquella realidad: estaban andando uno al lado del otro por la calle de los Palacios. Bajo los grandes árboles que bordeaban la avenida. Contemplados desde los altos muros de los palacetes por las miradas tranquilas de los narcisos y las bocas sonrientes de los jazmines. En medio de una paz profunda que su pobre corazón suspiraba por compartir.
—Me has condenado al peor de los castigos, ocultándote de mí durante tres meses completos, mientras que yo soportaba acusaciones de las que era inocente.
—Mejor que no volvamos a eso.
—Al contrario —dijo emocionado y suplicante—, es imprescindible que volvamos sobre ello. Insisto, y te lo ruego en nombre del sufrimiento que he soportado hasta fallarme las fuerzas para poder resistirlo.
—Pero ¿cuál es mi falta en todo esto? —le preguntó ella con tranquilidad.
—Quisiera saber si sigues considerando que te he hecho algún mal. Te aseguro que en modo alguno podría ofenderte. Si recuerdas mi amistad durante todos estos años, te convencerás. Permíteme explicarte el asunto con toda claridad. Hasan Selim me había convocado a una entrevista después de la conversación que sostuvimos en el cenador…
—¡Olvídate de eso! —le cortó en tono de súplica—. Lo pasado, pasado está. Esta última frase llegó a sus oídos como un lamento fúnebre al oído de un muerto, si es que un muerto puede oír.
Luego contestó con voz grave como la del canto que baja una octava en su escala:
—El pasado… Sé que es el pasado. Pero desearía dejarlo bien cerrado. No quiero que te vayas creyéndome un traidor o un calumniador. Soy inocente, y me duele que pienses mal de una persona que te tiene una gran estima y respeto. Nunca ha acudido tu recuerdo a mi boca sino para elogiarte.
Aida le lanzó una mirada, y dirigió rápidamente su cabeza hacia otro lugar, como diciéndole: «¿De dónde has sacado esa elocuencia?». Y continuó con algo de dulzura:
—Parece que ha habido un malentendido no buscado… Pero lo pasado, pasado está…
—Pero no deja de haber en tu mente una sombra de duda, por lo que veo… —le respondió él enardecido y esperanzado.
—En modo alguno —contestó ella con calma—. No ignoro que te juzgué mal un tiempo… pero he comprendido la verdad después de aquello.
Sintió el corazón por encima de una ola de felicidad sobre la que se tambaleaba como un borracho.
—Y, ¿cuándo te diste cuenta? —le preguntó.
—Hace no poco tiempo.
La miró con gratitud en medio de una emoción que le hizo temblar como una especie de lágrima.
—¿Te diste cuenta de que era inocente?
—Sí…
¿Iba a volver Hasan Selim a ser merecedor de su respeto?
—Y, ¿cómo supiste la verdad?
—La supe… y eso es lo importante —respondió con una impaciencia que revelaba su deseo de terminar aquel interrogatorio.
Evitó insistir, por no agobiarla. Pero le vino a la imaginación un pensamiento que extendió sobre su corazón una nube de tristeza.
—A pesar de esto te empeñaste en desaparecer —le dijo con aire de queja—. Y no te impusiste a ti misma pedir excusas aunque fuera con un gesto o una palabra. Pero sí te dedicaste a mostrar tu enfado… En cualquier caso tu disculpa es clara y la acepto.
—¿Qué disculpa es esa?
—Tú no conoces el dolor —susurró con voz triste—. Y le pido a Dios misericordioso que no lo conozcas nunca.
—Creía que todo aquello no te habría afectado —respondió en tono de disculpa.
—Dios te perdone. Me ha afectado más de lo que imaginas. Me dolía enormemente constatar la insuperable distancia que había entre nosotros. Y todavía no ha terminado todo, desde el momento que tú desconoces el… el… el sentimiento que yo tengo por ti. Hay que pasar por levantar la acusación que se me ha hecho injustamente. Fíjate dónde estás tú y dónde estoy yo en este asunto… Lo que sí te digo claramente es que estas injustas acusaciones no son en modo alguno las que me han hecho sufrir.
—Entonces, ¿no has sufrido lo más mínimo por todo esto? —le dijo sonriendo. Aquella sonrisa lo empujó, envalentonado como un niño, a dar rienda suelta a sus sentimientos, y le respondió afectado y con emoción:
—Al contrario. Las acusaciones no fueron sino causa menor. Lo peor lo constituyó tu desaparición. Cada instante de estos tres últimos meses ha provocado mi dolor. He vivido como loco… Le pido a Dios, de verdad, que nunca te ponga a prueba con algo semejante. Y lo pide quien lo ha sufrido… He soportado el dolor… ¡y de qué manera!… Pero si algo me ha enseñado esta dura experiencia, es que si el destino decide que desaparezcas de mi vida, sería más prudente que buscara otra vida… Todo ha sido como una larga y profunda maldición. No…, no te burles de mí… Siempre temí de parte tuya algo como esto… El dolor es algo demasiado respetable como para reírse de él… No imagino a un ángel bendito como tú burlándose de las desgracias ajenas… y dejo a un lado cuál sea la causa del mal… ¿Qué escapatoria tengo? Estoy condenado hace tiempo a amarte con toda la fuerza de mi alma…
Se hizo el silencio, sólo roto por su respiración entrecortada. Ella miraba hacia el frente sin dirigirle la vista. Pero él encontró en su silencio un motivo de tranquilidad. Aunque de cualquier forma era menos que una sola palabra, él lo interpretó como un asentimiento. Se imaginó que ella, con su voz encantadora, tierna y dulce, venía a decir lo mismo. ¡Loco! ¿Por qué había derramado el agua oculta de su corazón? No era sino un saltador empujado a elevarse cada vez más arriba y que de pronto se sorprende de verse a sí mismo volando por los aires. Después de todo esto, ¿qué fuerza podía hacerle callar?
—No me recuerdes cosas que no quiero oír. Puedo vivir sin ellas… No olvido mi cabeza porque la llevo día y noche… Ni mi nariz, porque la veo varias veces al día… Pero tengo algo que los otros no poseen ni por asomo… Mi amor no se parece al suyo. Estoy orgulloso de él. Tú también deberías sentirte orgullosa aunque renuncies a él… Así estoy desde que te vi por primera vez en el jardín… ¿No te diste cuenta…? Si no pensé en decírtelo antes fue por el temor de romper la amistad que teníamos y de ser expulsado del paraíso. No me resultaba fácil jugar con mi felicidad. Pero ahora que he sido separado del paraíso, ¿de qué tener miedo?
Su secreto había salido de su boca como la sangre fluye a borbotones. No veía en ese momento, de toda la creación, nada más que su maravillosa persona. Como si la calle, los árboles, los palacetes, los escasos transeúntes, se hubieran escondido tras una inmensa nube. Todo había desaparecido excepto un pequeño espacio donde se dibujaba la amada, silenciosa, con su esbelta figura, su melena negra, su hermoso perfil con aquel halo de misterio… Su rostro moreno a la sombra de los árboles o iluminado, al cruzar una calle transversal, por la luz del sol en el ocaso. No le hubiera importado continuar hablando hasta el amanecer…
—¿Te he dicho que no había pensado en decírtelo antes?… Perdona… Lo cierto es que quise hacerlo el día que nos encontramos en el cenador y llamaron a Huseyn por teléfono. Estuve a punto, pero me ganaste por la mano impidiéndome hablar… Estaba —esbozó una breve sonrisa— como el orador que va a abrir la boca y ve que los oyentes comienzan a abuchearle…
Ella permaneció en silencio como era de esperar. Un ángel de otro mundo no debe hablar la lengua de los humanos ni preocuparse de sus asuntos… ¿No hubiera sido lo más digno para él conservar su secreto…? ¿Lo más digno?… El orgullo ante el ser adorado es una impiedad… Es más sabio enseñar al asesino el cuerpo del delito. ¿Te acuerdas del feliz sueño que tuviste una mañana y que te hizo llorar…? El sueño cayó pronto en el olvido… Pero las lágrimas, o más bien su recuerdo, permanecerá contigo como un símbolo eterno.
—No te he dicho todo esto —exclamó ella— sino por disculparme. Te pedí entonces que no te enfadaras.
Esta fresca sensación merece ser degustada… como la extrema felicidad que queda al enfermo tras calmársele el dolor… Todo lo empujaba a cantar en el fondo de su alma, y a mostrar la dulce melodía que había en ella… Las facciones de la amada parecían notas musicales de una canción celestial, escrita en la página de aquella mejilla de ángel.
—Me encontrarás contento sin necesidad de excusas… Te lo he dicho…, te quiero.
Ella se volvió hacia él con su natural elegancia, dirigiéndole una sonriente mirada que retiró de inmediato, antes de que él pudiera apreciarla. ¿Qué clase de mirada había sido la suya? ¿De satisfacción? ¿De emoción? ¿Dulce? ¿Complaciente? ¿De sincera ironía? ¿Había alcanzado todo el rostro, o se había detenido entre la frente y la nariz?
—No puedo sino darte las gracias y lamentar haberte hecho sufrir sin haberlo buscado. Eres amable y generoso…
Su espíritu lo empujaba a lanzarse en los brazos de un sueño feliz, pero ella continuó diciendo con una suave voz:
—Déjame que te pregunte ahora qué hay detrás de todo esto.
¿Estaba oyendo la voz de su amada, o era el eco de la suya? La misma frase planeaba en algún lugar del cielo de Bayn el-Qasrayn elevada por sus suspiros. ¿Obtendría ella una respuesta en ese momento?
—¿Hay algo detrás del amor? —preguntó él.
Ella sonrió. ¿Qué significaba aquella sonrisa?… Pero tú anhelas algo más que sonrisas…
—Declararlo es un principio —dijo ella— no un final. Yo te pregunto acerca de lo que pretendes.
—Quiero… —respondió perplejo— quiero que me dejes quererte…
—¿Eso es lo que quieres de verdad? —exclamó ella después de haber lanzado una breve risa incontenible—. ¿Y qué harás si no te lo permito?
—Te amaré también en este caso —contestó suspirando.
—¿Para qué me pides permiso entonces? —le preguntó ella con un deje que él creyó de ironía, y que lo asustó.
Realmente, ¡qué estupidez de inexactitudes del lenguaje! Lo que más temía era caer por tierra tan rápidamente como se había despegado de ella. Luego la oyó decir:
—Me estás desconcertando… Y me parece que también te estás desconcertando a ti mismo.
—¿Yo… desconcertado…? —dijo, inquieto—. Es posible… Pero, yo te quiero. ¿Qué hay detrás de esto? A veces puede que anhele cosas que la tierra no puede contener. Pero a poco que me lo proponga puedo fijarme un objetivo. Dime qué piensas de todo esto… Quiero que me hables y escucharte… ¿Tienes remedio para mi confusión…?
—No tengo nada de lo que me pides —le contestó sonriendo—. Sería mejor que tú hablaras y yo escuchara… ¿No eres un filósofo?
—Te burlas de mí —dijo rojo de vergüenza y enfado.
—No —exclamó ella de inmediato—. Es que no me esperaba tener esta discusión cuando salía de casa. Me has abordado por sorpresa. En cualquier caso, te lo agradezco. Nadie podría olvidar tus sentimientos sinceros y delicados. ¿Los tomo a burla? Ni se me ha pasado por la cabeza hacerlo.
Melodía cautivadora… dulce canto… No sabía si sentirse amado o burlado. Las puertas de la esperanza se abrían o se cerraban con la levedad de un soplo. Ella le había preguntado qué quería, y él no había respondido porque no sabía lo que quería. Pero ¿qué pasaría si le dijese que pretendía unirse a ella, unir su alma a la suya, que cruzaría la puerta cerrada del misterio por un abrazo o por un beso? ¿Cuál sería la respuesta? En el cruce donde terminaba la calle de los Palacios, Aída detuvo el paso. Luego dijo amable, pero cortante:
—Aquí…
Él se paró también, fijando confundido sus ojos en el rostro de ella. ¿«Aquí» significaba que tendrían que separarse? El «te quiero» no había bastado para contestar a su pregunta.
—No —dijo él mecánicamente y sin pensarlo. Luego exclamó, como aquel a quien se le viene súbitamente una idea inadvertida—: ¿Qué hay detrás del amor? ¿No es esta tu pregunta? Esta es la respuesta: no separarnos.
—Pero es necesario que nos separemos ahora —respondió ella sonriente y en calma.
—¿Sin enfado ni rencor? —dijo Kamal con vehemencia.
—Sin ninguno de ellos.
—¿Volverás al cenador?
—Si lo permiten las circunstancias.
—Pero las circunstancias lo permitieron en el pasado —exclamó Kamal inquieto.
—El pasado no es el presente.
—Puede que no vuelvas más —le dijo, dolido profundamente con su respuesta.
—Iré al cenador siempre que lo permitan las circunstancias —respondió ella como advirtiéndole que tenían que separarse—. Suerte…
Aida abandonó el lugar en dirección a la calle de la Escuela. Él se quedó mirándola como hechizado. En la esquina de la calle, ella se volvió y le dirigió una mirada sonriente. Luego desapareció de su vista. ¿Qué había dicho? ¿Qué había oído? Se ocuparía de ello dentro de poco. Cuando se recuperara. Y, ¿cuándo se recuperaría? Ahora caminaba solo, ¿solo? ¿Y las palpitaciones de su corazón, la sed de su alma y los ecos de aquella voz cantarina? A pesar de todo se sentía solo, con una fuerza que agitaba lo más profundo de su espíritu… Un aroma de jazmín hechizante y cautivador inundaba su olfato. ¡Qué cerca estaba su ser de la esencia del amor, con su carácter enigmático! Quizás el secreto del jazmín llevara a descubrir el del amor… Pero no iba a resolver este enigma antes de llegar a poner orden en la confusión que lo embargaba…