22

Una vez que se hubo marchado Ahmad Abd el-Gawwad, todos subieron la escalera de vuelta a sus habitaciones. Jadiga iba delante con el rostro desencajado, lívida de ira y rencor. Los demás caminaban pensando que la tranquilidad que ella parecía sentir no llegaría demasiado lejos. Todos se preocupaban del silencio en que se había sumido Jadiga. Por eso Jalil y Aisha los acompañaron, a ella y a Ibrahim, hasta sus estancias, a pesar de que el alboroto que tenían armado Naíma, Uzmán y Muhammad habría bastado para hacerles dirigirse a las suyas. Una vez sentados en el salón, Jalil, para pulsar el ambiente, le dijo a su hermano:

—Tus palabras finales han sido determinantes y han permitido que todo concluyera bien…

Jadiga, por primera vez, abrió la boca, alterada:

—Él ha traído el acuerdo, ¿no es eso? Pues ahí está la razón de que haya sufrido una vergüenza como no la había sentido antes…

—No es una vergüenza besar la mano de tu madre y pedirle perdón —le apostilló Ibrahim en tono de desaprobación.

—Madre lo es tuya —le espetó Jadiga sin parar en mientes—. Para mí es sólo una enemiga. No la hubiera llamado mamá si no me lo hubiera ordenado mi padre… Ten por seguro que ella es para mí «mamá» por orden de mi padre y únicamente por eso.

Ibrahim se dejó caer en el asiento con un suspiro de desesperación. Aisha estaba inquieta por no saber qué efecto había producido su negativa a hablar en el ánimo de su hermana. Su inquietud se veía aumentada al evitar Jadiga mirar hacia ella. Por esa razón se decidió a hablar…, para transmitirle exactamente lo que sentía…

—No existe ningún motivo de vergüenza —le dijo con dulzura—. Os habéis reconciliado. No debes recordar sino el final feliz…

Jadiga se irguió, le dirigió una mirada de enfado y le dijo, cortante:

—Tú no me hables, Aisha. Eres la última persona en el mundo que tiene derecho a hablarme.

Aisha aparentó sorpresa y le preguntó, mientras miraba a Ibrahim y a Jalil:

—¿Yo? ¿Por qué, Dios bendito?

—Porque me has traicionado y has testimoniado en mi contra con tu silencio —le dijo con una voz seca como impacto de bala—. Porque te ha podido más contentar a la otra que defender a tu hermana. Esto es una traición.

—Tu comportamiento es extraño, Jadiga. Todos saben que ese silencio fue por tu bien.

—Si buscabas mi interés realmente, hubieras declarado a mi favor, diciendo la verdad o mintiendo, es lo mismo —respondió en el mismo tono, o incluso en uno más duro—. Pero te ha podido más la que te alimenta que tu hermana. No me hables. Ni una sola palabra. Tenemos una madre que dispone de inteligencia y sabrá juzgar.

A media mañana del día siguiente, Jadiga fue a visitar a su madre a pesar del fango de las calles y de las aceras llenas de agua estancada. Una vez en su casa se encaminó al horno. Su madre se levantó para recibirla alegre y entrañablemente. Umm Hánafi la acogió con júbilo. Ella respondió a los saludos con pocas palabras, de modo que su madre le dirigió una mirada interrogante. Ella le dijo, sin más preámbulo:

—He venido para ver tu opinión sobre Aisha… No me quedan fuerzas para soportarla más de lo que la he soportado.

El rostro de Amina reflejó una mezcla de intranquilidad y de dolor. Le respondió, mientras indicaba a su hija con la cabeza que la acompañara fuera:

—¡Dios nos libre! ¿Qué es lo que ha sucedido? Tu padre me ha contado lo que ocurrió en El-Sukkariyya. Pero ¿qué pinta Aisha en todo esto? —Las dos comenzaron a subir la escalera—. ¡Por Dios, Jadiga! ¿Cuántas veces te he pedido que abras tu corazón a la piedad? Tu suegra es una anciana y los años deben respetarse. El ir a la tienda solamente, con el tiempo que hacía ayer, prueba la debilidad de su mente. ¿Qué se puede hacer…? ¡Cómo se enfadó tu padre! No daba crédito a que tú pudieras pronunciar tales palabras… Pero ¿qué es lo que te ha enfadado de Aisha? Ella estuvo callada, ¿no es así? No estaba en su mano salir de su silencio…

Las dos mujeres se sentaron en el salón donde tomaban café, codo con codo, en un sofá. Jadiga dijo, a modo de aviso:

—Mamá, espero que no te pongas de parte de ellos. Pero ¿qué he hecho yo, Dios mío, para no encontrar apoyo alguno en este mundo?

—No digas eso —respondió la madre con una sonrisa de reproche—. No te hagas esa idea, hija mía. Pero dime qué tienes contra Aisha.

Jadiga golpeó el aire con la mano como para defenderse de un enemigo.

—Todos los males. Testimonió contra mí, colocándome en la situación más humillante…

—¿Qué dijo?

—No dijo nada.

—¡Gracias a Dios…!

—El problema viene precisamente de que ella no dijo nada.

—¿Y qué hubiera podido decir en su situación? —preguntó Amina con una sonrisa de comprensión.

Como si la pregunta de su madre le hubiera tocado en lo más profundo, le respondió con gravedad:

—Estaba en su mano dar fe de que yo no agredí a esa mujer. ¿Por qué no? Si lo hubiera hecho habría cumplido con su deber como hermana. Estaba en su mano, al menos, decir que ella no había oído nada. La verdad es que la influencia de ella ha podido más que la mía. Me ha fallado y me ha dejado a merced de esa maliciosa arpía. No olvidaré esto de Aisha mientras viva…

—Jadiga, no me asustes —exclamó Amina, temerosa y dolida—. Todo debería habérsete olvidado esta mañana…

—¿Olvidar? No he dormido ni un momento esta noche. La he pasado en vela y con la cabeza ardiendo. Toda mi desgracia tendría poca importancia si no viniera de Aisha, mi propia hermana. Estará satisfecha de haber tomado partido por el diablo. Muy bien. Que haga lo que quiera. Tenía una suegra y ahora tengo dos. Aisha… ¡Por Dios, cuántas veces la he encubierto yo! Si fuera una traidora como ella, le contaría a papá lo llena que está su vida de faltas de educación… Le gusta que se piense de ella que es un ángel noble, y de mí que soy un demonio depravado… Y no. Yo soy mil veces mejor que ella. Tengo una dignidad a la que no se puede echar tierra encima. Si no fuera por papá —en este momento su tono iracundo se hizo más intenso—, no habría habido fuerza en toda la tierra que me hubiera llevado a besar la mano de mi enemiga ni a llamarle mamá…

—Estás enfadada —le dijo Amina acariciándole la mano con dulzura—. Siempre estás enfadada. ¡Cálmate! Te quedarás conmigo y comeremos juntas. Luego charlaremos con tranquilidad…

—Estoy en mi sano juicio y sé lo que me digo. Quiero preguntarle a papá cuál de las dos es mejor que la otra: la que se ocupa de su casa, o la que va de visita a casa de los vecinos, y se dedica a cantar para que baile su hija…

—La opinión de tu padre sobre este asunto no merece la pena, ni tampoco la pregunta —dijo Amina suspirando y con tristeza—. Aisha es una señora casada y el único parecer válido sobre su conducta es el de su marido. Si tiene a bien permitirle visitar a sus vecinos y sabe que canta ante sus amigas, que la quieren y a quienes gusta su voz, ¿qué nos importa a nosotros? ¡Por Dios, Jadiga! ¿A eso lo llamas poca educación? ¿Te enfada realmente que Naíma baile? Tiene seis años, y para ella bailar es un juego. Si de ahí viene tu malestar, que Dios te perdone…

—Mantengo mis palabras una a una —exclamó Jadiga con insistencia—. Y si no te extraña que tu hija cante para los vecinos mientras tu nieta baila, tampoco te asombrará que fume, como los hombres. Sí, ¿eso te choca? Te repito para que lo oigas bien que Aisha fuma y que el tabaco se ha convertido para ella en una costumbre que no puede dejar. Su marido la provee de paquetes, diciéndole con toda naturalidad: «Tus cigarrillos, querida». Yo misma la he visto fumar, aspirando el humo y echándolo por la boca y la nariz. Por la nariz, ¿me oyes? Ya no se preocupa de esconderse de mí para hacer eso, como ocurrió la primera vez. Al revés: en una ocasión me invitó, diciéndome que era bueno para tranquilizar los nervios. Esa es Aisha. ¿Qué me dices? ¿Y qué crees que diría papá?

Se produjo un silencio entre las dos. Amina se sumió en una espinosa confusión, por no poder mantenerse en la postura de apaciguamiento que había adoptado:

—El tabaco es una mala costumbre, incluso para los hombres. Tu padre no ha fumado nunca. ¿Qué quieres que te diga respecto a las mujeres? Pero también te insisto en el qué vamos a decir nosotras, si es su marido el que la ha instigado a ello y que por lo tanto lo sabe. ¿Qué podemos hacer, Jadiga? Sólo nos queda advertirla por si sirve para algo…

Jadiga se puso a mirarla en silencio, muestra de su ánimo alterado, antes de decir:

—Su marido la guía por el camino del vicio, haciéndola caer en él y acompañarlo en sus malas costumbres. El fumar no es la única de ellas. Beben vino en su casa descaradamente. No les falta nunca una botella, como si fuera artículo de primera necesidad. Terminará por hacerla caer en la bebida como sucedió con el tabaco. ¿O no? La vieja sabe que la casa de su hijo es una taberna, pero no le importa. Él la empujará a la bebida… Estoy por decir que ya lo hace. Una vez la noté en la boca un olor extraño. Le pregunté, poniéndola en un aprieto, y a pesar de su oposición. Te aseguro que ella bebe vino y que está en camino de convertirlo en un hábito, como con el tabaco…

—¡Ya es suficiente, Dios mío! —explotó la madre desesperada—. ¡Compadécete de ti y compadécete de nosotros! ¡Un respeto, por Dios!

—Yo respeto a Dios y Él lo sabe. No fumo ni desprendo olores sospechosos. No permito que entre en mi casa ni una gota de vino. ¿No sabes que el otro mulo consiguió un día la botella prohibida? Pero yo esperé al acecho y le dije a las claras: «No me quedaré en una casa donde haya una botella de vino». Entonces se volvió atrás, ante mi actitud resuelta, y terminó por guardarla en casa de su hermano, en casa de la señora que me traicionó ayer… Siempre que he gritado maldiciendo el vino y a los que beben, me salta —¡Dios le corte la lengua!—: «¿De dónde te viene ese puritanismo? Tu padre es un pozo de cortesía. Resulta extraño que falte en una reunión suya la bebida y el laúd». ¿Has oído lo que se dice de mi padre en casa de los Sháwkat?

En los ojos de Amina se dibujaron la tristeza y la angustia. Se puso a abrir y cerrar las manos con inquietud e intranquilidad. Luego dijo con una voz dolida y lastimera:

—¡Piedad, Dios mío! Nosotros no hemos inventado nada de esto. Tuyo es el perdón y la misericordia. Desgracias de mujeres que vienen de los hombres… No callaré. No está bien que me calle. Le pediré a Aisha cuenta de todo. Aunque no me creo lo que has dicho. No es sino lo que tú piensas de ella, lo que te hace imaginar cosas sin fundamento. Mi hija es virtuosa y seguirá así. Aunque su marido se convierta en un diablo depravado. Le hablaré abiertamente. Y si lo exige la cuestión hablaré con el mismo Jalil. Que él beba si quiere y que Dios le perdone. En cuanto a mi hija, que Dios ponga frontera entre ella y el diablo.

Al espíritu de Jadiga llegó por primera vez un soplo de tranquilidad. Veía el desasosiego de su madre con satisfacción. Estaba convencida de que Aisha comprendería pronto el alcance de la pérdida que había sufrido al optar por traicionarla. No le importaba demasiado el haber exagerado considerablemente la situación al describirla, o la falsedad de los hechos cuando llegó a llamar taberna al piso de su hermana. Sabía que Ibrahim y Jalil no se acercaban al vino sino en ocasiones extraordinarias, y con una moderación que no les permitía alcanzar la borrachera nunca. Ella estaba furiosa, sublevada. En cuanto a lo que se decía acerca de su padre y de que era un pozo de cortesía, se lo había referido a su madre, con un tono de desaprobación que no dejaba lugar a dudas de que no se lo creía. Sin embargo, la verdad es que se había visto forzada, hacía tiempo, a admitir lo que decían, ante el acuerdo unánime de Ibrahim, Jalil y su madre, en tanto que todos estos le confesaron cuanto sabían de él, sin asomo de prevención o de crítica. Por el contrario, alababan el hecho por su liberalidad y lo consideraban como la vanguardia del buen gusto en su época. Ella se había enfrentado a esta unanimidad, al principio, con un empecinamiento total. Más tarde, la duda se fue apoderando de ella poco a poco y sin que lo confesara. Le suponía una enorme dificultad encajar estas cualidades nuevas en la personalidad digna y fuerte que le atribuyó a lo largo de su vida. Aunque esta duda no minusvaloró su imagen y su grandeza. Al contrario, quizás influyera en la idea que tenía de su padre, añadiéndole el buen gusto y la liberalidad.

Jadiga no se conformó con la victoria alcanzada, y volvió a tomar la palabra en tono provocativo:

—Aisha no se ha limitado a traicionarme a mí. También te ha traicionado a ti…

Calló un instante para que sus palabras penetraran hasta las entrañas de su madre, y continuó diciendo:

—Ella ha visitado a Yasín y Maryam en Qasr el-Shawq.

—¿Qué has dicho? —gritó Amina fijando espantada los ojos, muy abiertos, en ella.

—Es la triste realidad —contestó Jadiga, segura de haber alcanzado la cima del triunfo—. Yasín y Maryam nos han visitado más de una vez. Visitaron a Aisha y me visitaron a mí. Te digo la verdad: resultaba obligado el recibirlos. Estuve a punto de no hacerlo, pero me volví atrás por respeto a Yasín. El recibimiento fue en cualquier caso guardando las distancias. Yasín a su vez me ha invitado a visitarlo en Qasr el-Shawq. Excuso decirte que yo no he ido. En otras ocasiones han vuelto a hacerlo, sin que yo haya variado mi postura. Hasta tal punto que Maryam me ha dicho: «¿Por qué no vienes a visitarnos? Somos hermanas desde hace mucho tiempo». Pero me he negado con múltiples excusas. Ella se ha esforzado por todos los medios en convencerme. Se puso a lamentarse de cómo la trataba Yasín, de lo irregular de su conducta, de sus abandonos. Pretendía sin duda ablandar mi corazón, pero no se lo he permitido… Aisha ha hecho justamente lo contrario. La recibió con los brazos abiertos, calurosamente… Pero lo peor del caso es que le devolvió la visita. En una oportunidad la acompañó Jalil. En otra, fue con Naíma, Uzmán y Muhammad. Estaba satisfecha de haber renovado la amistad con Maryam. Yo le hice ver que había sobrepasado los límites al actuar así, y me dijo: «No tengo contra Maryam nada más que el haber rechazado nosotros que fuera novia de nuestro difunto hermano. ¿Fue eso justo?». Yo le contesté: «¿Has olvidado lo del soldado inglés?». Me respondió: «Lo que debemos recordar es que es la mujer de nuestro hermano mayor». ¿Has oído, mamá, alguna vez algo como esto?

A Amina la invadía la tristeza. Agachó la cabeza, y permaneció en silencio. Jadiga le lanzó una larga mirada. Luego volvió a hablar:

—Esta es Aisha. Ni más ni menos. La Aisha que ha declarado contra mí ayer, humillándome delante de esa anciana chiflada…

Amina suspiró desde lo más hondo y observó a Jadiga con ojos abatidos, diciéndole con voz débil:

—Aisha es una niña sin entendimiento ni personalidad. Y no dejará de ser así, cualquiera que sea su edad. ¿Podría decirte lo contrario? No quiero, ni puedo. ¿Tiene poca importancia para ella el recuerdo de Fahmi? No puedo darlo por cierto. ¿No tuvo capacidad para plantearse sus sentimientos hacia esa mujer, aunque sólo fuera por respeto hacia mí…? Sea lo que sea, no me quedaré callada. Le diré que me ha ofendido; que estoy enfadada y triste… Para ver qué es lo que hace después de esto…

Jadiga le contestó, agarrando un mechón de su propio pelo:

—Que me corten esto si mejora. Ella vive en un mundo diferente al nuestro. No tengo nada en su contra, y Dios lo sabe. Yo no me he peleado con ella ni una sola vez desde que se casó. Es verdad que en ocasiones le he llamado la atención cuando descuidaba a los niños, cuando adulaba a su suegra… y en otras ocasiones de las que te hablé en su momento. Pero mis advertencias no pasaron del consejo firme o de la crítica fiel. Esta es la primera vez que me saca de mis casillas y riño con ella.

—Deja el asunto en mis manos —le dijo en tono de súplica su madre, reflejando la irritación en su rostro—. En cuanto a ti, no quiero que te separe de tu hermana una riña nunca. No es conveniente que estéis desunidas cuando vivís juntas en una misma casa. No olvides que ella es tu hermana y tú la suya. Y tú eres la mayor. Gracias a Dios, tienes un buen corazón, lleno de amor a toda tu gente. Siempre que han ido mal las cosas, yo no he encontrado consuelo más que en ti. Aisha, cualquiera que sea su falta, es tu hermana. No olvides esto…

—Le perdono todo —exclamó Jadiga influenciada por las palabras de su madre— excepto el que haya prestado testimonio contra mí…

—Ella no ha hecho eso. Temía enfadarte como temía incomodar a su suegra. Por eso se refugió en el silencio. Sabes que a ella la horroriza enojarse con alguien, aunque sus abundantes estupideces irriten a muchos. Ella no ha buscado perjudicarte nunca. No busques en su actuación más de lo que hay. Mañana por la mañana iré a visitaros para arreglar mis cuentas con ella, para que reanudéis vuestra relación y, respecto a ti, para convencerte de la inutilidad de los enfrentamientos.

Por primera vez se transparentó en los ojos de Jadiga una mirada de angustia y temor, de tal modo que tuvo que bajar la vista para ocultarse de su madre. Permaneció un momento en silencio, y luego dijo con voz apagada:

—¿Vendrás mañana?

—Sí; la situación no admite espera.

—Me acusará de divulgar sus secretos —apostilló Jadiga como si hablara con ella misma.

—Entonces…

Amina percibió su angustia y su temor, y añadió:

—En cualquier caso, yo sé lo que decir y lo que callar…

—Eso es mejor —exclamó Jadiga, tranquilizada—, no hay ni que dudar de que se apreciará la bondad de mis intenciones y mi deseo de arreglar su caso.