21

La casa de los Sháwkat en el-Sukkariyya no era de las que producían sensación de calma y tranquilidad. No porque sus tres alas dieran cobijo a todos los miembros de la familia, sino ante todo por causa de Jadiga. La abuela ocupaba la planta baja. Jalil, Aisha y sus tres hijos, Naíma, Uzmán y Muhammad, el piso alto. Pero el alboroto de todos ellos no era nada comparado con los producidos por Jadiga, ella sola, directamente; o por los otros debidos a ella. Algunos cambios introducidos en el régimen doméstico deberían haber reducido las causas de tensión hasta el límite, como el que Jadiga tuviera sus habitaciones y su cocina independientes; o el apropiarse de la azotea para criar sus gallinas; o el cultivar un huerto, al estilo del que tenía la antigua casa, en uno de los laterales del jardín, después de haber desplazado de este a su suegra y a sus animales domésticos. Todo esto debería haber contribuido a disminuir las dificultades en gran medida. Pero los jaleos no cesaban. O si decrecían en magnitud, porque el ánimo de Jadiga aquel día experimentara un bajón, nadie se daba cuenta. El motivo no era, al parecer, ningún misterio. Aisha y Jalil habían ido al apartamento de ella para ayudar a aliviar la crisis —llamémosla así— que atravesaban. Los dos hermanos y las dos hermanas se sentaron en el salón, en dos sofás situados uno frente a otro, con caras de circunstancia. Y Jadiga torciendo el gesto. Todos se intercambiaban miradas cargadas de significado, sin que ninguno de ellos decidiera entrar en el asunto que los había reunido. Hasta que Jadiga, en un tono lastimero e irritado, masculló:

—Estos litigios se dan en todas las casas. Así es el mundo desde que Nuestro Señor lo creó. Lo cual no quiere decir que debamos pregonar nuestras interioridades a los cuatro vientos. En especial entre aquellos que no pierden ocasión de hablar, aunque sea para no decir sino palabras huecas. Estas conducen a poner los asuntos de nuestra casa en boca de todos. ¡Que Dios nos proteja y nos asista!

Ibrahim se movió entre los pliegues de la capa como si fuera a incorporarse de su asiento. Luego lanzó una breve risotada, de la que ninguno supo realmente el significado. Jadiga le dirigió una mirada de perplejidad:

—¿Qué significa esto…? ¿No hay nada que te importe en este mundo?

Desesperada le volvió la cara, y continuó, dirigiéndose a Jalil y Aisha:

—¿Os parece bien que ella vaya a ver a mi padre en la tienda para quejarse de mí? ¿Creéis oportuno molestar a los hombres, especialmente a los que son como mi padre, con disputas de mujeres? No conviene que sepa nada de esto: sin duda se enfadará con su visita y sus lamentos. Él, si no fuera por su buena educación, se lo habría dicho a ella… pero ella no ha hecho más que insistirle hasta lograr que venga. ¡Qué estupidez su forma de actuar! Mi padre no está para estas pequeñeces. ¿Te parece correcto este comportamiento, Jalil?

Jalil frunció el ceño con disgusto:

—Mi madre se ha equivocado. Yo mismo se lo he puesto de manifiesto hasta el punto de atraer su enfado en contra mía. Ella es una señora mayor, y tú sabes que la gente de su edad necesita tanta paciencia y comprensión como los niños. Bien…

—Bien… bien… —lo interrumpió Ibrahim, fastidiado—. ¿Cuándo vas a cansarte de decir bien? Tu madre es una persona de edad, tú lo has dicho. Pero ha llegado a una situación límite.

Jadiga se volvió hacia él enfadada, con el ceño fruncido y mostrando su disgusto:

—Dios mío, sólo falta que os pongáis a repetir estas calumnias delante de papá.

—Tu padre no tiene parte aquí ahora —terció Ibrahim moviendo su mano en señal de enojo—. Si viene, no será para escucharme a mí. Sólo constato una realidad que todos aceptan y que tú no puedes negar. No soportas a mi madre…, ni siquiera su sombra. Dios nos libre. ¿No es eso todo, querida? Con un poco de comprensión y tacto, te la ganarías. Pero es más fácil conseguir la luna que tu paciencia. ¿Puedes negar una sola palabra de lo que digo?

Jadiga paseó su mirada entre Jalil y Aisha, intentando encontrar apoyo ante la injusticia que se le hacía. Ambos dudaban entre la verdad y la calma. Aisha terminó decidiéndose por la compasión:

—Ibrahim ha querido decir que tú deberías ser un poco comprensiva con ella.

Jalil asintió con la cabeza, con la tranquilidad de haber encontrado al final una salida:

—Eso es. Mi madre es propensa a alterarse; pero es también tu madre, y con algo de paciencia evitarás a tus nervios el disgusto de enfadarte.

—Lo cierto —respondió Jadiga— es que ella no puede verme ni en pintura. Me ataca los nervios. No nos podemos cruzar —directa o indirectamente— sin que me diga algo que me haga hervir la sangre y me envenene el cuerpo. Y luego me pedís paciencia. ¡Como si yo fuera un bloque de hielo! ¡Como si no tuviera bastante con Abd el-Múnim y Ahmad para probar mi paciencia y mi calma! Dios mío, ¿dónde voy a encontrar un poco de justicia?

—Puede que en tu padre —dijo Ibrahim, con sorna y sonriente.

—Tú te alegras de mi mal —gritó Jadiga—. Lo entiendo todo. ¡Dios lo sabe!

—Dios lo sabe —apostilló Ibrahim con una voz entre pacificadora y desafiante al mismo tiempo.

—Cálmate —agregó Jalil con benevolencia— que por lo menos tu padre te encuentre tranquila.

Pero ¿dónde estaba la tranquilidad? La vieja se había vengado de ella de la peor manera. Dentro de poco estaría ante su padre en una situación, de la que querría escapar en cuerpo y alma. En ese momento llegaron hasta ella los gritos de Abd el-Múnim y Ahmad, desde el otro lado de la puerta del cuarto. Inmediatamente, los lamentos de Ahmad que se había puesto a llorar. Se levantó con rapidez, a pesar de su obesidad, y se dirigió a la habitación de los niños. Empujó la puerta y entró gritando a su alrededor:

—¿Qué es esto? ¿No os he prohibido mil veces que os peguéis? El que haya empezado la pelea me va a oír…

—Pobre —dijo Ibrahim cuando desapareció detrás de la puerta—. Entre ella y la tranquilidad hay una enemistad sin resquicio. Desde la mañana temprano comienza un largo combate que dura todo el día, y no tiene descanso hasta que se va a la cama. Es necesario que todo encaje con su voluntad y su pensamiento: el servicio, la bebida, la comida, los muebles, las gallinas, Abd el-Múnim, Ahmad, yo mismo… Todo debe adecuarse a lo previsto por ella. La compadezco, pero os aseguro que nuestra casa podría marchar de la mejor manera y con el más exquisito orden sin necesidad de esa escrupulosidad…

—Dios la ayude —dijo Jalil riendo.

—Y nos ayude a nosotros —exclamó Ibrahim asintiendo con la cabeza y riendo también.

Después sacó del bolsillo de su capa negra un paquete de cigarrillos. Se incorporó, ofreciéndole uno a su hermano. Jalil lo aceptó e invitó a otro a Aisha, que lo rechazó, riendo, mientras señalaba hacia la puerta por la que había salido Jadiga.

—Déjame un momento tranquila…

Ibrahim volvió a sentarse y encendió un cigarrillo. Mirando hacia la misma puerta, dijo:

—Un tribunal. Dentro de esa habitación hay en estos momentos un juzgado. Pero ella tratará a los dos inculpados con clemencia, muy a pesar suyo…

Jadiga volvió bufando:

—¿Cómo es posible que experimente la tranquilidad de espíritu en esta casa? ¿Cómo y cuándo?

Se sentó suspirando mientras decía a Aisha:

—He mirado por la celosía. El barro producido por la lluvia de ayer sigue cubriendo la calle. ¡Dime, Dios mío, cómo va a venir mi padre! Es pura cabezonería…

—Y el cielo, ¿cómo está ahora? —le preguntó Aisha.

—Como el alquitrán. Las calles serán lagos antes de que anochezca. ¿Empujará esto a tu suegra a retrasar la faena que estuviera preparando, aunque fuera sólo por un día? No, habrá ido a la tienda a pesar de las molestias del camino que ha de recorrer. No habrá parado con el pobre hombre hasta que le haya prometido venir. Si alguien la ha oído en la tienda quejándose de mí por las malas condiciones en que vive, creerán que soy peor que Rayya y Sakina, las hermanas ladronas de Alejandría.

Todos rieron la ocurrencia, aprovechando la ocasión que ella les ofrecía para tomarse un respiro en la discusión.

—¿No te infravaloras a ti misma comparándote con Rayya y Sakina? —preguntó Ibrahim.

En ese momento se oyó que llamaban a la puerta. El criado fue a abrir y apareció el rostro de Suwaydán, la sirvienta. Esta miró a Jadiga, con temor, y le dijo:

—Nuestro gran señor ha llegado.

A continuación desapareció rápidamente. Jadiga se puso en pie, mudada de color y con la voz temblorosa:

—No me dejéis sola.

—Estaremos contigo hasta el final, Jadiga —dijo Jalil riéndose.

—Quedaos a mi lado —insistió Jadiga en un tono de súplica.

Luego abandonó la habitación, tras esperar a que Aisha terminara de mirarse en el espejo, comprobando que su rostro no tuviera ningún resto de maquillaje.

El señor Ahmad Abd el-Gawwad estaba sentado en un sofá al fondo de la antigua habitación, bajo un gran retrato del fallecido Sháwkat. La dueña de la casa se había acomodado en un lugar cercano a él, vestida con un grueso manto, cuyo espesor no alcanzaba a disimular la endeblez de su cuerpo y su espalda encorvada.

Lo enjuto de su rostro, la profundidad de sus arrugas, los rastros del paso del tiempo sobre su piel, hacían que en su cara no se vislumbrara nada permanente excepto los dientes dorados. Esta habitación no resultaba extraña para el señor Ahmad. Su vetustez no disminuía su opulencia. Las cortinas estaban descoloridas, el terciopelo de los sillones y sofás desgastados, sus brazos y los cojines tenían alguna rotura. Pero la alfombra persa conservaba su belleza, o al menos su valor, y el aire tenía un delicioso olor al incienso que desprendía la anciana. Apoyada en su sombrilla, la mujer dijo:

—Me estaba diciendo a mí misma; si el señor Ahmad no viene como me prometió, ya no será mi hijo ni yo su madre.

—Dios no lo permita —contestó el señor con una sonrisa—. Estoy a tus órdenes. Yo soy tu hijo y Jadiga tu hija.

—Todos vosotros sois mis hijos —dijo estirando los labios—. Amina es mi hija y tú un señor. En cuanto a Jadiga —miró hacia él fijamente— no ha heredado el carácter de sus honrados padres. ¡Dios de misericordia! —terminó, haciendo un gesto negativo con la cabeza.

El señor dijo en tono de excusa:

—Me resulta extraño cómo ha podido enojarte hasta ese extremo. Todo este asunto me sorprende en gran medida. No puedo admitirlo. Pero ¿podrías referirme qué es lo que ha hecho?

—Es una vieja historia —dijo ella, frunciendo el entrecejo—. Te hemos ocultado todo el asunto por respeto a los deseos de su madre, que ha intentado cambiarla. Pero no diré una sola palabra si no es en su presencia. Sí, delante de ella, como decidí ante ti en la tienda.

En eso llegaron todos. Entró Ibrahim delante, seguido de Jalil y Aisha. Luego Jadiga. Saludaron al señor, uno a uno, hasta que le tocó el turno a Jadiga. Esta se inclinó con una educación ejemplar, para besar la mano de su padre. La anciana no pudo contenerse, y exclamó asombrada:

—¡Dios mío! Pero ¿qué es este teatro? ¿Eres realmente tú, Jadiga? No te fíes de las apariencias, señor Ahmad.

—Deja tranquilo a nuestro padre —exclamó Jalil llamando la atención a su madre—. No es preciso montar un juicio ni dar veredicto.

—¿A qué has venido aquí? —replicó la mujer alzando la voz—. ¿Qué quieres de nosotros? Dilo y vete en paz.

—¡Por Dios! —gritó Ibrahim.

—Estoy más sana que tú, idiota —replicó ella—. Si fueras realmente un hombre no me habrías obligado a acudir aquí. Y tú, ¿qué haces entre nosotros? Deberías estar sumergido en el sueño, como es tu costumbre.

Jadiga respiró con alivio después de este comienzo. Confiaba en que siguiera la conversación por aquellos derroteros, dejando a salvo su asunto. Pero el señor le preguntó, elevando la voz y cortando toda posibilidad a la batalla que ella anhelaba:

—¿Qué es lo que he oído de ti, Jadiga? ¿Es cierto que tú no eres una hija educada y obediente —Dios no lo permita— a tu madre, a nuestra madre?

La esperanza de Jadiga se frustró por completo. Bajó la vista, movió los labios en un murmullo ininteligible y negó con la cabeza. La anciana realizó un gesto con la mano para captar la atención de todos, y comenzó a decir:

—Es una vieja historia que no podría contarte ahora. Desde el primer día que vino a esta casa se puso a discutir conmigo sin razón, dirigiéndose a mí con la lengua más larga que he conocido en mi vida. No quiero repetir lo que he oído durante estos cinco años. Pero ha sido mucho e insultante. Discutió mi autoridad en la casa, sacándole defectos a mi cocina. ¿Te haces una idea, señor Ahmad? No paró hasta separarse en habitaciones aparte, con lo que quebró la unidad de la casa. A Suwaydán, la sirvienta, le prohibió la entrada en su piso porque es mi criada. Se trajo un servicio propio. ¡Y la azotea…! La azotea era lo que ella perseguía, señor Ahmad… Fue ocupándola hasta que me obligó a llevar mis gallinas al patio. ¿Qué más puedo decirte, hijo mío? Esto es sólo una pequeña muestra de lo mucho que tenemos. Yo me dije: lo pasado, pasado está. Lo soporté y lo llevé con paciencia. Pensaba que con la separación las causas del litigio acabarían. Pero ¿estaba en lo cierto? En absoluto, por tu vida…

Interrumpió su discurso por un picor de garganta, tosiendo para remediarlo. Jadiga la miraba de reojo, pidiéndole a Dios con la mente que la nombrara antes de que acabara de hablar. La anciana carraspeó, tragó saliva y dio gracias a Dios. Luego volvió hacia el señor sus dos ojos lacrimosos, y le preguntó con voz clara:

—¿Sentirías vergüenza de llamarme madre, señor Ahmad?

—Dios no lo permita, madre —respondió, mostrando severidad frente a las sonrisas de Ibrahim y Jalil.

—¡Que él te proteja, señor Ahmad! Sin embargo tu hija se niega. Me llama tía. Yo le digo muchas veces: «Llámame mamá». Y me responde: «¿Y cómo llamaré a la que vive en Bayn el-Qasrayn?». Le digo que soy mamá y que su madre es también mamá. Y va y me responde: «Madre no hay más que una, y que Dios me la conserve». ¡Fíjate, señor Ahmad! Yo que la he puesto en este mundo con mis propias manos…

El señor lanzó a Jadiga una mirada de enfado. Luego le preguntó irritado:

—¿Es eso verdad, Jadiga? Te pido que hables…

Jadiga estaba como si hubiera perdido la facultad de expresarse, sumida en la cólera y en el miedo. El resultado de toda aquella discusión era haberla sumido en la desesperanza. Pero el instinto de autodefensa la lanzó a usar todos los recursos de la humildad y la tranquilidad, exclamando con voz temerosa:

—Es una injusticia. Todo el mundo aquí sabe que soy injustamente tratada. Es una injusticia, por Dios, papá…

El señor Ahmad no daba crédito a lo que oía. Por un lado se daba cuenta de la senilidad de la anciana; por otro no se le ocultaba su impresión del clima de farsa que flotaba en el aire, y que podía observarse en los rostros de Ibrahim y Jalil. Decidió dar respuesta, a la vez y de forma contundente, a los deseos de la anciana y a la necesidad de intimidar a Jadiga. Lo sorprendía la terquedad de su hija, cosa de la que no se había percatado con anterioridad. ¿Era ya así cuando vivía en casa? ¿Amina sabía cosas de ella que él desconocía? ¿Descubriría después de tanto tiempo una nueva imagen de Jadiga, diferente a la que tenía, como antes le había pasado con Yasín?

—Quiero saber la verdad. Quiero saber la verdad sobre ti. De quien está hablando nuestra madre, es de otra mujer diferente a la que yo conocía. ¿Cuál de las dos es la verdadera?

La anciana juntó la punta de los dedos y curvó la mano hacia arriba, pidiendo con ese gesto un poco de paciencia hasta que terminara de hablar. Luego prosiguió:

—Yo le dije: «Te traje con mis propias manos a este mundo». Y me respondió en un mal tono que nunca había oído: «Entonces resulta extraño cómo pude escapar de aquella».

Ibrahim y Jalil soltaron una carcajada. Aisha bajó la cabeza para disimular su risa.

—Reíos, reíos, reíos de vuestra madre —dijo la anciana dirigiéndose a sus hijos.

El señor se puso serio, aunque se riera por dentro. ¿No eran sus hijos como él? ¿No merecía aquello que lo oyesen Ali Abd el-Rahim y Muhammad Effat?

—No…, no… —dijo él a Jadiga—. Ya te ajustaré las cuentas por tu mal carácter.

La anciana continuó pausadamente:

—Y está lo de la riña de ayer. Ibrahim invitó a algunos amigos a un banquete. Ella había preparado entre otros platos pollo con arroz a la circasiana. Por la tarde vinieron a verme Ibrahim, Jalil, Aisha y Jadiga. Mencionaron el banquete de Ibrahim y el elogio de los invitados al arroz a la circasiana. Jadiga se extendió hablando del plato, pero no se contentó sólo con esto. Llegó a afirmar que la circasiana era una comida heredada de su casa. Yo le dije con mi mejor intención que fue Zaynab, la primera esposa de Yasín, la que introdujo la circasiana en vuestra casa, y que Jadiga no tenía más remedio que saberlo. Te aseguro que no lo dije sino con la mejor intención y sin pretender ofender a nadie. Pero ¡Dios la proteja!, ella montó en cólera y me espetó en la cara: «¿Ahora conoces nuestra casa mejor que nosotros?». Yo le respondí: «La conozco antes que tú, sólo por edad». Entonces dijo a voz en grito: «Tú no puedes desearnos bien alguno. No soportas que se atribuya a nosotros algo meritorio. Ni siquiera la preparación de la circasiana. Este plato se comía en nuestra casa antes de que Zaynab naciese. Debería darte vergüenza mentir a tu edad». Esto es, señor, lo que me lanzó delante de todos. Por Dios bendito, dinos cuál es la mentirosa.

—La trató de mentirosa en su cara —respondió Ahmad enfadado e indignado—. ¡Dios de los cielos y de la tierra, esta no es mi hija!

Jalil intervino diciendo a su madre con disgusto:

—¿Para esto has hecho venir a nuestro padre? ¿Está bien molestarlo y hacerle perder el tiempo por una discusión nimia sobre el pollo a la circasiana? Es demasiado, madre…

La anciana lo miró frunciendo el ceño, y le gritó:

—¡Calla! ¡Sal de mi vista! No soy una mentirosa ni es justo que se me ponga como tal. Yo sé lo que digo, y no hay vergüenza en la verdad. La circasiana no fue una comida conocida en su casa antes de introducirla Zaynab. No existe en ello deshonra alguna, ni defecto. Se trata sólo de la verdad. Aquí tenéis al señor: llamadme mentirosa si él dice que miento. Los guisos de su casa son conocidos… como el de arroz con carne. Pero la circasiana nunca estuvo en su mesa antes de la llegada de Zaynab. ¡Habla, señor, eres nuestro único juez!

El señor Ahmad estuvo resistiendo las ganas de reírse mientras hablaba la mujer. Luego dijo en un tono brusco:

—¡Ojalá su falta se limitara a la mentira y a las vanas pretensiones, sin añadir a ellas la mala educación! ¿Te ha alentado a esta mala conducta el estar alejada de mi mano vigilante? Mi mano va donde sea necesario que vaya, sin dudarlo. Resulta triste realmente para un padre encontrar que su hija precisa educación, y ser amonestada después de haber alcanzado una cierta edad, siendo ya una mujer casada y madre. Me enfadas —añadió moviendo su mano— y me duele ver tu cara delante de mí.

Jadiga rompió a llorar y a lamentarse, como resultado de las palabras de su padre y por cálculo premeditado, al mismo tiempo. No tenía ningún otro medio de defenderse. Y dijo con voz temblorosa, sofocando las lágrimas:

—Es una injusticia. ¡Por Dios, eres injusto conmigo! Ella no puede verme sin arrojar sobre mí palabras crueles. No deja de decirme: «Si no fuera por mí seguirías solterona de por vida». Yo no le he hecho mal nunca. Todos pueden dar testimonio de ello.

Toda esta representación teatral, sincera y simulada a la vez, no pudo menos que causar su efecto en el ánimo de los presentes. Jalil Sháwkat frunció el ceño con enfado. Ibrahim Sháwkat hizo signos de desaprobación con la cabeza. En cuanto al mismo señor, aunque al ser mirado no dejaba traslucir cambio alguno en su semblante, realmente su corazón se encogió cuando se mencionó lo de la soltería de su hija, como le había sucedido ya otras veces. La anciana se puso a mirar a Jadiga con ojos penetrantes bajo sus pobladas cejas, y como diciendo: «Representa tu papel, falsa. Todo esto no va conmigo». Cuando sintió en el aire una postura de misericordia hacia la actriz, exclamó en tono seguro:

—Aquí está su hermana Aisha. Por tus ojos, por el Sagrado Corán, te pido que jures lo que has visto y oído. ¿No me ha puesto por mentirosa tu hermana en mi misma cara? ¿No he contado el episodio de la circasiana sin añadir o cambiar nada? ¡Habla, hija mía, habla! Tu hermana me acusa hoy de injusticia, después de haberme puesto por mentirosa. Habla para que el señor Ahmad sepa quién es el injusto y quién es el agresor…

Aisha se asustó de verse inmersa sorpresivamente en el centro de una disputa de la que ella creía poder mantenerse al margen, hasta el final. Se dio cuenta del peligro que la rodeaba por todas partes. Entonces buscó con sus bellos ojos una ayuda de parte de su marido o de su hermano. Ibrahim intentó mediar, pero el señor Ahmad le tomó la delantera y se dirigió a Aisha:

—Nuestra madre apela a ti. Es necesario que hables.

Aisha se desconcertó, cambiándosele el color de la cara. Tragó saliva, bajó la mirada rehuyendo la de su padre y permaneció en silencio. Ibrahim protestó:

—Hasta ahora no he oído en mi vida pedir a alguien que presente testimonio contra su hermana.

—Ni yo he visto a unos hijos aliarse contra su madre —gritó la anciana. Y continuó dirigiéndose al señor—: Pero me basta su silencio. El mutismo de Aisha es un testimonio a mi favor.

Aisha pensaba que su martirio había terminado. Pero no contó con que Jadiga volviera a insistir, enjugando las lágrimas de sus ojos:

—¡Habla, Aisha! ¿No has oído sus injurias?

Aisha maldijo a su hermana en lo más profundo de su corazón. Su rubia cabeza se movió con gesto de enfado.

—¡Por fin! —exclamó la anciana—. Es ella la que te pide que hables. No tienes excusa para quedarte callada, querida. Pero, por Dios, si es verdad que yo he sido injusta con ella, como dice Jadiga, ¿por qué no lo fui también con Aisha? ¿No van las cosas bien entre nosotras? ¿Por qué, Dios mío?

Ibrahim Sháwkat se levantó de su asiento y fue a colocarse al lado del señor:

—Padre —le dijo— siento que te hayamos cansado y ocupado inútilmente tu precioso tiempo. Dejémonos de lamentos y de testimonios. Olvidemos todo el pasado y miremos a cosas más importantes y útiles. Tu presencia aquí es un bien y una bendición: aprovechémosla, y que firmen la paz mi madre y mi esposa. Delante de ti, que se comprometan a respetarla.

Al señor Ahmad le satisfizo la propuesta. Pero él respondió con tacto, meneando la cabeza en señal de desaprobación:

—No. Yo no respaldaré ningún tipo de acuerdo. Un acuerdo no se hace sino entre iguales. Las dos partes aquí son nuestra madre por un lado y nuestra hija por otro. Y una hija no es una madre. Por lo tanto es necesario que Jadiga pida excusas a su madre antes de nada. Su madre puede perdonarla, si quiere. Después de todo eso, hablaremos del acuerdo…

La anciana esbozó una sonrisa que acrecentó las arrugas de su cara. Lanzó una mirada de desconfianza hacia Jadiga, y luego volvió la vista hacia el señor sin abrir la boca.

—Parece que mi propuesta no es aceptada —prosiguió Ahmad.

—Tú hablas siempre con corrección. ¡Dios te bendiga y bendiga esa boca!

El señor le hizo un gesto a Jadiga. Esta se incorporó de inmediato, aproximándose hacia él, aplanada como no lo había estado nunca hasta ese momento. Cuando estuvo delante de él, le dijo su padre con tono firme:

—Besa la mano de tu madre y dile: perdóname, mamá.

¡Por Dios! Ni en una pesadilla hubiera podido imaginar nunca el encontrarse en aquella situación. Pero su padre, su querido padre, así lo había dispuesto. Lo había dispuesto alguien a cuyas decisiones no podía negarse. Dios así lo quería. Jadiga se encaminó hacia la anciana, se inclinó ante ella, y tomó la mano que le ofrecía. Y, por Dios, que la ofrecía sin reservas, al menos en apariencia. Jadiga la besó, sumida en un sentimiento de repulsión y de dolor. Luego murmuró:

—¡Perdóname, mamá!

La anciana la miró satisfecha, clavó la vista en su rostro, y dijo:

—Te perdono, Jadiga; te perdono por respeto a tu padre y acepto tu arrepentimiento. —Luego le entró una risa pueril, y continuó diciendo en tono de aviso—: No más discusiones desde hoy sobre la circasiana. ¿No te basta para asombrar a todo el mundo con los guisos de arroz con carne?

—Demos gracias a Dios por este acuerdo —dijo el señor con alegría. Luego volvió la cabeza hacia Jadiga—: Y ahora… mamá siempre, y no tía. Es tu madre, como la otra… ni más ni menos. ¿De dónde has sacado ese carácter, Jadiga? —concluyó con voz deprimida y triste—. Resulta contrario a lo que haya podido conocer alguien que creciera en mi casa. ¿O has olvidado a tu madre y la dulzura y la educación que la adornan? ¿Has olvidado ante cualquier mal que hagas que su deshonra recae sobre mí? Me he sorprendido, por Dios, al oír el relato de tu madre; y me sorprenderá aún durante mucho tiempo…