Parecía como si no existiese. Ella lo ignoraba de una forma que no podía sino ser intencionada. Se había dado cuenta de ello, por primera vez, la mañana del viernes siguiente, una semana después de la conversación con Hasan Selim en la calle de los Palacios, durante la reunión de amigos que tuvo lugar en el cenador del jardín de la residencia de los Shaddad. Estaban conversando cuando se presentó Aida, acompañada como de costumbre por Budur. Ella se quedó allí un rato, charlando con este, coqueteando con aquel, sin hacerles realmente ningún caso. Pensó en un primer momento que su ocasión iba a presentársele. Pero la espera comenzó a resultar larga… Él mismo notó que los ojos de ella no querían encontrarse con los suyos, que incluso lo esquivaban. Saliendo de su actitud pasiva, interrumpió la conversación de la chica con un breve comentario para obligarla a que se dirigiera a él. Pero continuó su charla, ignorándolo. Aunque nadie se había percatado de sus vanos intentos, metidos como estaban en la animada conversación, no por ello disminuyó el efecto de la bofetada que acababan de darle sin que comprendiera el motivo. Optó por negar lo que pasaba por su cabeza en aquellos momentos y ocultar sus dudas. Y se puso a esperar la oportunidad de volver a intentarlo de nuevo. Aunque fuera a la desesperada.
Mientras tanto, Budur intentaba soltarse de la mano de Aida, y le hacía señas con la mano libre. Avanzó hacia ella para cogerla entre sus brazos. Pero Aida se volvió, diciendo:
—Nos vamos.
Luego saludó a los presentes, y se marchó.
¿Qué significaba esto? ¿Que Aida estaba enfadada con él y no quería, al venir allí, nada más que hacerle patente su enfado? Pero ¿qué le reprochaba? ¿Qué error, grande o pequeño? ¡Qué perplejidad aturdía su lógica y lo confundía! Pero pudo controlarse con mano firme, volviendo a tomar las riendas de sí mismo. Aquella mano fuerte que ponía en evidencia sus pasiones. Kamal solía sobreponerse con energía: representando su papel de hombre tranquilo y ocultando, ante los ojos de los demás, la huella del golpe que acababa de recibir.
Cuando la reunión se había acabado, se dijo a sí mismo que sería bueno afrontar la verdad, por dura que fuera: Aida le vedaba, al menos por hoy, el favor de su amistad. En su corazón enamorado había un minucioso detector que no dejaba escapar ni un murmullo, ni una vibración, ni una mirada del ser amado sin registrarla. Hasta sus intenciones conocía, hasta lo que iba a suceder en un futuro lejano adivinaba. Fuera cual fuese la razón de todo esto, o aunque no hubiera motivo alguno, resultaba como una enfermedad rebelde a la medicina. En cualquier caso, era como la hoja de un árbol a la que un viento violento hubiese arrancado de la tranquilidad de la rama para arrojarla a la pestilencia de la hojarasca.
Se puso a darles vueltas a las palabras de Hasan Selim. ¿No había este terminado su conversación con él diciendo: «Yo siempre tengo en mi mano llevarla dócilmente hacia donde deseo, cuando yo quiero»? Con todo, ella había venido hoy, como de costumbre. El enfado de Kamal venía de que Aida lo había ignorado, no de su ausencia. Hasan y él se habían separado amigablemente: no existía motivo alguno que empujara a Hasan a pedirle a ella que lo ignorase. Aparte de que Aida no es de las que acata las órdenes de un hombre, cualesquiera que estas sean. Y él no había cometido falta alguna. ¿Qué secreta acusación le hacía entonces, Dios de los cielos?
El encuentro del cenador, con su dureza y sarcasmo, había herido su mente, su orgullo y su dignidad. Sin embargo no faltaron el afecto y los coqueteos. Y terminó con algo que parecieron excusas. Puede que supusiera el golpe de gracia a su esperanza en aquel amor. Aunque, a fin de cuentas, no hubiera esperanza en su amor por ella. Pero el encuentro de hoy significaba para él la ignorancia, el rechazo, el silencio, la muerte… La amada podía ser grosera o dura. Cualquier cosa…, mejor que el pasar junto a su amante como si no existiera. Tormento supremo. Una nueva pena que añadir al rosario que llevaba en su corazón. Un nuevo golpe de amor. Pesado tributo que pagaba por la luz que lo iluminaba pero que también lo consumía.
Su corazón se rebelaba con furia. Le dolía que la respuesta a su inmenso amor fuera esta fría y orgullosa indiferencia. Le partía el alma que la violencia que lo agitaba viniera del amor y de la adoración; que no pudiera resistir aquella bofetada sino suplicante y postrado. Si el que lo inculpara fuera otra persona, el mismo Huseyn Shaddad, le habría salido al paso sin vacilar. Pero se trataba de ella: las astillas de su ira debería él dirigirlas contra su propia garganta; sus dardos, contra un único blanco: él mismo.
El deseo se fue convirtiendo en reproche hasta hacer caer sobre sí la culpa. Anheló abandonar el mundo. Se llenó de ira al darse cuenta de la triste terquedad que lo llevaba a renunciar a ella para siempre. Se contentaría con su amistad, pero consideraba su encanto por encima de la propia cordura. La fuerza de su amor haría temblar cielos y tierra… Se amoldaría a todo por desesperación de amor hacia ella…; mendigaría la turbulencia de su carácter, de sus deseos, con una sonrisa dulce o una palabra tierna. Incluso si fuera la sonrisa del adiós y la despedida definitiva. Todo, menos que ignorara su tristeza, su inquietud, su locura. Después renunciaría a todas las cosas de este mundo y estaría dispuesto a conocer la muerte, si es que la muerte admite ser conocida…
Este pensamiento no lo abandonó ni un solo momento durante la semana que estuvo lejos del palacio de los Shaddad. Su mente volvía una y otra vez a rumiar la frustración que lo golpeaba. En casa por la mañana, desayunando a la mesa de su padre; caminando por las calles con aire cansado; en la Escuela de Magisterio, escuchando con la cabeza ausente; leyendo por la tarde con el pensamiento en otro lugar; entregándose al sueño para que lo acogiera en su seno; abriendo sus ojos a la mañana siguiente… El mismo pensamiento lo envolvía siempre…, acechándolo desde el umbral de su consciencia, fustigándolo con la angustia de la pasión que llegaba a absorberlo… una y otra vez… ¡Qué terrible es la mente cuando abandona a su dueño!
El viernes fue al palacio del amor y del tormento. Llegó un poco antes de la hora acostumbrada. ¿Por qué esperó ese día con aquella impaciencia? ¿Qué esperaba en aquel lugar? ¿Confiaba sentir siquiera una leve pulsación, para demostrarse a sí mismo que al cadáver de su esperanza no lo había abandonado la vida del todo? ¿Soñaba con un milagro que la devolviera a él, sin motivo ni razón, como sin causa alguna ella se había enfadado? ¿O sólo pretendía consumirse en el infierno del deseo ardiente para terminar en el frío de las cenizas?
En medio de estos recuerdos caminaba por el jardín cuando vio a Aida sentada sobre una silla, frente a Budur, al extremo de la mesa. No había nadie más en el cenador. Se detuvo y pensó en volver a salir antes de que ella denotara su presencia. Pero rechazó esta idea con decisión y desprecio. Entonces avanzó en dirección al cenador, empujado por un intenso deseo de hacer frente al dolor, de desvelar el enigma que había terminado con su sosiego y su paz. Aquel ser dulce y hermoso, aquel alma delicada con apariencia de mujer, ¿conocía el efecto que su desdén le había producido? ¿Admitiría su pensamiento las muestras de queja y humillación de sus ojos? Nada más comparable a aquella tiranía que la que ejerce el sol sobre la tierra, condenada a girar en torno a él por una órbita determinada, sin poder acercarse y fundirse con él, ni alejarse y olvidarlo para siempre. Una sola sonrisa bastaría para terminar con todos sus males.
Kamal se aproximó mientras hacía ruido para llamar su atención. Aida volvió la cabeza hacia él, sorprendida, pero sin mover las facciones de su cara. Él se detuvo ante el lugar donde estaba sentada, bajó la vista humildemente y dijo con una sonrisa:
—¡Hola!
Ella movió ligeramente la cabeza pero no dijo palabra. Luego se puso a mirar hacia el frente. No había sombra de duda: su esperanza era un cadáver inmóvil. Le pareció que iba a espetarle: «Aleja de mí tu cabeza y tus narices, que me tapas la luz del sol». Budur le saludó con la mano, atrayendo la mirada de Kamal sobre su cara hermosa y brillante. Él se aproximó a la pequeña para ocultar su desgracia en aquella tierna simpatía. Budur se colgó de sus brazos, y él, inclinándose, la besó agradecido. La misma voz que le había abierto otras veces las puertas de la música celestial, le decía ahora con frialdad:
—Por favor, no la beses. No es bueno para la salud.
A Kamal se le escapó, sin saber cómo ni por qué, una risa incrédula. La cara le cambió de color. Pasó un largo y tenso instante.
—No es la primera vez que la beso, que yo recuerde —respondió desafiante.
Aida se irguió como diciendo: «Eso no cambia nada». ¿Una nueva semana de dolor sin pronunciar ni una sola palabra en defensa propia?
—Perdona que me pregunte por las razones ocultas de este extraño cambio. Me he pasado buscándole explicación toda la semana pasada sin encontrar respuesta.
Ella hizo como si no lo oyera, sin realizar el menor ademán de contestarle. Kamal volvió a tomar la palabra, denotando su voz confusión y dolor.
—Lo que realmente me entristece es no ser merecedor de este castigo.
Aida permanecía en silencio. Temiendo que Huseyn volviera antes de que lograra hacerla hablar, se apresuró a continuar en un tono entre lastimero y suplicante:
—Un viejo amigo como yo, ¿no merece al menos que se le explique su falta?
Ella le volvió de perfil su cara y, dirigiéndole una mirada oscura como nube de tormenta, le dijo con voz de enfado:
—No juegues al falso inocente.
¡Dios de los cielos! ¿Se puede ser culpable sin haber cometido un crimen? Respondió con una voz temblorosa, mientras acariciaba con un movimiento mecánico las manos de Budur, que sin comprender nada de lo que sucedía intentaba tirar de él.
—Desgraciadamente mis temores eran ciertos. Mi corazón me lo decía, aunque yo me obstinase en contra. Para ti soy culpable, ¿no es así? Pero ¿de qué falta me acusas? Dímelo, por tu vida, y no esperes que comience a confesarla. No soy consciente de que tenga nada que confesar. Al contrario, taladrando las entrañas de mi alma, de mi vida, de mi pasado, no encontrarás ninguna intención, ni una palabra, ni un acto contra ti. Me extraña que no lo veas tú así.
—Yo no hago comedias —contestó ella con desprecio—. Pregúntate a ti mismo sobre lo que has dicho de mí.
Kamal exclamó molesto:
—¿Qué he dicho yo de ti? ¿A quién? Te juro que…
Ella lo interrumpió, secamente, diciendo:
—Tus juramentos no me dicen nada… Háztelos a ti mismo. El que calumnia a la gente no puede creer en juramentos. Mejor, recuerda lo que has dicho de mí.
Dejó su capa en el asiento como si preparara toda su piel para el combate. Se separó un poco de Budur a fin de evitar sus inocentes intentos por atraer su atención. Luego exclamó con una mezcla de apasionamiento y sinceridad:
—Yo no he dicho de ti una palabra que no pueda repetir ahora para que la escuches. No he pronunciado contra ti nada malo en mi vida. Tú deberías saber que soy incapaz de hacerlo. Y si alguien te ha referido de mí algo que te haya enfadado, se trata de calumnias a las que no deberías prestar atención. Estoy dispuesto a demostrártelo ante esa persona, y que veas por ti misma si es verdad o mentira. ¿Qué defecto encuentro yo en ti para poder hablar de él? Me estás condenando sin razón.
—Gracias por este elogio que no merezco —respondió con sorna—. No creas que me considero sin defectos, ni mucho menos. No he recibido una educación oriental tan perfecta…
Esta última frase llamó poderosamente su atención. Recordó cómo había acudido a sus labios mientras hablaba con Hasan Selim intentando defenderla de algunas sospechas. ¿La había referido Hasan de una manera que arrojara sombras de duda sobre la bondad de su intención? ¿El noble Hasan Selim? ¿Sería verdad? Una sensación de vértigo envolvió su cabeza. Con los ojos reflejando consternación y arrepentimiento, exclamó:
—¿Qué insinúas? Te admito que he pronunciado esa frase. Pero pide a Hasan Selim que te la explique, cosa que debería haber hecho. La dije alabando tus cualidades.
—¿Mis cualidades? —respondió lanzándole una mirada gélida—. Y mi deseo de ser «la mujer soñada» de todos los jóvenes, ¿se incluye entre esas cualidades?
Kamal gritó, molesto y ofendido:
—Él fue el que dijo eso de ti, no yo. Espera a que venga y haré que se explique ante ti.
Aída continuó su interrogatorio, añadiendo con amargura e ironía:
—Mi trato amable hacia ti, ¿entra también en esas cualidades?
Desesperado e incapaz de defenderse de aquel cúmulo de acusaciones dijo:
—¿Tu trato amable conmigo? ¿Cuándo? ¿Dónde?
—En este cenador. ¿Lo has olvidado? ¿Vas a negar que se lo hiciste suponer?
Le dolió su ironía al decir ella «¿Lo has olvidado?». Entonces se dio cuenta de que Hasan Selim —¡qué insensatez!— había sacado aquellas ideas de su encuentro en el cenador. Luego se las transmitió a su amada con los recelos propios y referencias a él que autentificaran todo ante Aida… Resultando un cúmulo de perfidias del que él era sólo la víctima.
—Lo niego, lo niego firme y abiertamente —dijo con tristeza e indignación—. Y me arrepiento de mi buen concepto de Hasan.
—Hasan será digno de él siempre —exclamó Aida con arrogancia, como si esta última frase fuese dirigida contra ella.
Kamal suspiró profundamente. Sentía como si la Esfinge de Guiza hubiera levantado, después de miles de años sin moverla, su colosal pata, descargándola luego sobre él, aplastándolo y enterrándolo para siempre. Con voz temblorosa dijo:
—Hasan es el que te ha contado todas esas mentiras sobre mí. No es más que un mentiroso infame. Para mí él es el culpable de la calumnia que tú me atribuyes.
En los bellos ojos de ella apareció una mirada implacable, preguntando con agresividad:
—¿Vas a negar que tú has criticado delante de él mi trato con los amigos de Huseyn?
«¿Así sesgan las palabras los nobles aristócratas?», pensó Kamal, que continuó profundamente dolido:
—De ningún modo. No sucedió así. Dios sabe que no lo dije con intención de criticar… Él se refirió a intenciones más altas… Dijo… Dijo que tú le amas… Dijo que si él quisiera te impediría que trataras con nosotros… Yo no pretendía.
Ella lo interrumpió; se plantó erguida y soberbia ante él; agitó sus cabellos negros con un movimiento de su altiva cabeza, y le espetó con desprecio:
—Tú desvarías. No me importa lo que digas de mí; estoy por encima de eso. Creo no haberme equivocado, excepto en dar mi amistad sin hacer distinciones…
Mientras decía esto puso a Budur en el suelo y la tomó de la mano. Luego volvió la espalda y se alejó del cenador. Kamal le gritó, suplicando:
—Espera un momento.
Pero ella ya se había ido. Había elevado tanto la voz, por encima de lo normal, que él pensó que la había oído todo el jardín; que los árboles, el cenador y las sillas clavaban en él sus miradas heladas e inermes. Apretó los labios y se incorporó, apoyando las palmas de las manos sobre el borde de la mesa y curvando su largo cuerpo como doblado bajo el peso de la violencia.
Pero no permaneció solo mucho tiempo. Huseyn Shaddad vino al momento hasta él, con el rostro sonriente como era su costumbre. Lo animó con sus amables saludos, y se sentaron ambos en sillas vecinas. Al poco rato se les unió Ismail Latif. Finalmente vino Hasan Selim, caminando con su paso lento y sus movimientos distinguidos. Kamal se preguntaba, desconcertado, si Hasan lo habría visto, como la vez anterior, desde lejos, en compañía de ella. Y cuándo y cómo sabría que había habido entre los dos una conversación tensa y triste. En su pecho surgieron el enfado y los celos. Pero se juró a sí mismo apagar el deseo de venganza contra el rival; no exponerse a la burla o a la falsa piedad; no permitir a nadie penetrar en las páginas de su rostro marcadas por la agitación que lo consumía por dentro.
Se metió de lleno en el fragor de la discusión, riendo con los comentarios de Ismail Latif sobre la fundación del Partido de la Unión, de los que se alzan contra Saad Zaglul y el Wafd, de la función de Nashat Basha en todo ello… En resumen, representó su papel, en el mejor sentido, hasta que se acabó la tertulia.
Kamal, Ismail y Hasan abandonaron juntos la residencia de los Shaddad a mediodía. A Kamal no lo dejó ir más allá su impaciencia, y abordó a Hasan:
—Quisiera hablarte un momento.
—Te escucho —dijo Hasan tranquilamente.
Kamal miró hacia Ismail, disculpándose:
—A solas.
Ismail comenzó a retirarse. Hasan lo detuvo con un gesto de su mano y diciéndole:
—Yo no oculto nada a Ismail.
A Kamal lo irritó este movimiento. Veía detrás de él algo sospechoso que se le ocultaba. A pesar de ello dijo, sin darle importancia:
—Entonces, que nos oiga. Yo no tengo tampoco nada que ocultarle.
Esperó un momento a que se hubieran alejado un poco de la residencia de los Shaddad, y dijo:
—Antes de que nos viéramos hoy me he encontrado a Aida en el cenador, a solas. Y hemos tenido una extraña conversación de la que deduje que tú le has referido algo de lo que hablamos en la calle de los Palacios. ¿Te acuerdas? Pero deformado y cambiado hasta el extremo de hacerle llegar a su ánimo que yo la ataqué y la agravié injustamente.
Hasan repitió exasperado entre dientes las dos palabras: «deformado y cambiado». Luego, fríamente, lanzándole una mirada como si quisiera recordarle que se estaba dirigiendo a Hasan Selim, no a otra persona, le dijo:
—Harías bien en imponerte a ti mismo la obligación de mejorar tu vocabulario.
—Eso es lo que hago —respondió Kamal con intención—. Y la verdad es que sus palabras no dejan lugar a dudas de que tú has querido enfrentarnos a ella y a mí.
Hasan palideció de furia. Pero no se abandonó a ella, y con una voz aún más fría le contestó:
—Me arrepiento de haber creído tanto tiempo en tu capacidad para comprenderme y valorar las cosas. ¿Puedes decirme —añadió en tono de burla— qué obtendría yo de ese pretendido enfrentamiento? La verdad es que te dejas arrastrar a la ligera y sin pensar.
Esto aumentó el enojo de Kamal, que le espetó a voz en grito:
—Y tú… engañándote a ti mismo con un comportamiento deshonroso…
En este momento intervino Ismail:
—Os sugiero dejar esta discusión para otra oportunidad, cuando seáis dueños de vosotros.
—El asunto está claro —dijo Kamal con insistencia— y no precisa discusión. Él lo sabe lo mismo que yo.
—Cuéntanos —volvió a intervenir Ismail— lo que sucedió entre tú y ella. De este modo…
—No aceptaré intermediarios —dijo Hasan con arrogancia.
Kamal le gritó, dando rienda suelta a su cólera y sabiendo que él mentía:
—Yo le he dicho la verdad, para que sepa cuál de nosotros es más fiable.
—Dejémosla que compare entre la palabra del hijo de un comerciante y la del hijo de un consejero —exclamó Hasan con el rostro demudado.
Kamal se lanzó hacia él con el puño cerrado. Ismail se interpuso entre los dos: era el más fuerte de los tres a pesar de su menor envergadura. Luego les dijo, con firmeza:
—No os lo permito. Los dos sois mis amigos e hijos de gente respetable. Dejaos de niñerías…
Kamal se volvió alterado, furioso y herido. Emprendió el camino con paso rápido, sintiendo un vivo dolor dentro de sí. Lo habían herido en su corazón, en su honor; le habían faltado a su amada, a su padre, ¿qué le quedaba en este mundo? ¿Y Hasan? Nunca tuvo un compañero al que respetara como a él, al que admirara más por su carácter. ¿Cómo había pasado a ser en tan corto espacio de tiempo un calumniador, un maldiciente? La verdad es que a pesar de lo que sentía contra él no podía asegurar que las acusaciones que le había hecho a Hasan fueran ciertas sin ningún género de dudas. No cesaba de repensar el asunto, preguntándose a sí mismo si no sería posible que detrás de esta situación dolorosa existiera algo oculto. ¿Hasan había deformado sus palabras, o sería Aida la que había variado su sentido, interpretándolas erróneamente o bajo la influencia de su enfado? La comparación entre «hijo de comerciante» e «hijo de consejero» lo sumió en un infierno de rabia y dolor que le impedía ver a Hasan sin sentirse confundido.
Después de aquello, fue un día a la residencia de los Shaddad acudiendo a la cita habitual. Hasan no asistió por un imprevisto de última hora. Ismail Latif le hizo saber, sin embargo, al final de la tertulia, que Hasan sentía haberse referido en su enfado a «hijo de comerciante» e «hijo de consejero»; que pensaba que Kamal lo había ofendido gravemente con sus imputaciones fuera de lugar; que confiaba en que el incidente no cortara la amistad existente entre ellos dos; que finalmente, Hasan le pedía que le hiciera llegar su conformidad con todo esto, de propia voz. También le entregó de parte de él una carta en idéntico sentido, deseando que no volvieran sobre lo pasado, si llegaban a verse, sino que extendieran sobre ello el manto del olvido. Y acababa así: «Recuerda las frases que pronunciaste contra mí, y las que pronuncié en contra tuya. Quizás coincidas conmigo en que ambos nos equivocamos, y que por ello ninguno de los dos debe rechazar las disculpas del otro».
La carta satisfizo a Kamal en un primer momento. Por más que existía una cierta contradicción entre la conocida arrogancia de Hasan y aquellas amables e inesperadas excusas. ¿Cómo podría haberlo imaginado disculpándose por una razón o por otra? ¿Por qué el cambio? ¿No podría ser porque la amistad hacia él hubiera influido decisivamente sobre el orgullo de Hasan? Quizás quisiera recuperar su fama de educación, más que la amistad entre ellos. O tal vez pretendía no agravar el incidente de forma que terminara por llegar a Huseyn Shaddad, perjudicando la posición de su hermana en el litigio; o incluso provocando su ira por la referencia aquella al «hijo de comerciante», cosa que él era, al igual que hijo de consejero. Cualquiera de estas razones parecían lógicas, pero ¿no suponían en el caso de Hasan sino excusas que perseguían únicamente mantener su amistad? Todo esto tenía poca importancia. Hasan podía disculparse o enfrentarse a él. Lo fundamental en verdad radicaba en saber si Aida había decidido desaparecer. Ya no acudía a la tertulia, ni se asomaba a la ventana, ni aparecía en el balcón. Kamal no le había revelado las palabras de Hasan. Este, si quisiera, le impediría cotejar su versión de los hechos con otra persona, manteniendo su orgullo a salvo y permitiendo que ella acudiera al cenador, para poder de este modo verla. A pesar de todo, ella había desaparecido. Como si se hubiera ido de la casa, del barrio e incluso del mundo, que sin ella volvía a perder su sentido. ¿Podría prolongarse esta separación para siempre? Ojalá fuera su intención castigarlo un tiempo para después perdonarlo. O al menos que Huseyn Shaddad mencionara la razón de su ausencia, y de esta manera llegara a disipar sus temores. Cualquiera de las dos posibilidades las deseaba vehemente. Esperó confiando en ellas largo tiempo… sin resultado alguno.
Cuando iba a visitar el palacio, se acercaba con los ojos anhelantes, agitándoseles en sus órbitas, entre la esperanza y la desesperación. Lanzaba una mirada al balcón de la entrada; luego otra a la ventana del costado de la casa; más tarde una tercera al balcón del jardín, mientras iba camino del cenador o del salámlik. Se sentaba entre los compañeros de tertulia soñando largamente con la maravillosa sorpresa que no quería producirse. La reunión acababa y él se marchaba con miradas tristes hacia los balcones y ventanas, sobre todo la del lateral de la casa. Esa que aparecía en sus sueños con la imagen de la amada. Se marchaba conteniendo su desesperación y suspirando de tristeza. Su abatimiento llegó hasta tal punto que casi pregunta a Huseyn Shaddad por el motivo de la desaparición de Aida, en contra de la tradición del viejo barrio. Costumbre de la que estaba harto, pero que respetaba y que le impidió hablar. Comenzó entonces a preguntarse angustiado si Huseyn conocería las circunstancias que habían empujado a su hermana a desaparecer.
Hasan Selim no pronunció una sola palabra respecto al «pasado», sin transparentar en su cara lo que pensaba. Pero sin duda, en cada sesión de la tertulia que los reunía, veía un testimonio patente de su victoria. Kamal sufría con este pensamiento, aumentando su enojo. El dolor le llegaba hasta el tuétano de los huesos y le hacía perder la cabeza. Lo que más daño le producía era sin embargo el sufrimiento de la separación, el sabor amargo de la huida, la pesadumbre de la desesperación… Pero lo más cruel de todo era el sentimiento de vergüenza de haber sido separado del paraíso, de tener vetados los cantos de su amada y su luz. Una vez y otra se repetía con el alma inundada por las lágrimas del desconsuelo y la humillación: «¿Qué tienes tú que ver con toda esa felicidad, criatura deforme?». ¿Cuál era el sentido de la vida si ella insistía en desaparecer? ¿Dónde encontrarían sus ojos la luz? ¿Dónde hallaría su corazón el calor? ¿Dónde buscaría su alma la alegría?
¡Que ella apareciese, fuera al precio que fuera! ¡Qué apareciese aunque fuera para amar a quien quisiera, Hasan u otro! ¡Qué regresara para reírse de él ante sus narices, con las bromas y escarnios que deseara! Su anhelo por contemplar su cara y oír su voz sobrepasaba toda la energía de su alma. ¿Dónde habría una mirada tierna que liberara su pecho de la negrura de la aflicción y la soledad? Corazón mendigando la felicidad como la luz que anhela el ciego. ¡Qué apareciese, aunque fuera para ignorarlo! Si había perdido para siempre la felicidad de ser aceptado junto a ella, que tuviera al menos la de verla, la de contemplar el mundo a la claridad de su luz radiante. De otra manera la vida no sería sino una sucesión de momentos de dolor, jalonados por otros de locura. Si ella saliera definitivamente de su vida, él quedaría reducido a lo que el cuerpo humano sin columna vertebral: tras conocer el equilibrio y la plenitud, sería sólo un cadáver parlante.
El dolor y la angustia le hicieron impacientarse. No soportaba esperar hasta el viernes, y se iba con los amigos hasta el-Abbasiyya. Allí daba vueltas alrededor del palacio, desde lejos, con la esperanza de divisarla en una ventana, en un balcón, o en sus idas y venidas, mientras que ella se creía oculta a sus miradas. La espera en Bayn el-Qasrayn no le reportaba sino más desesperación, a diferencia del frenético acecho en torno a la residencia de la amada, semejante al de los cartuchos de dinamita cerca del detonador. Nunca la vio; a diferencia de alguno de los servidores, a quien veía saliendo o entrando. Él lo seguía con la mirada atenta, como preguntándole al destino qué cualidad había hecho acreedora a esa persona de la gracia de estar cerca de su amada, de tratar con ella, de contemplar sus movimientos, encontrándose ella reposando, cantando, divirtiéndose… Todas estas oportunidades se ofrecían a ese hombre que vivía en el santuario, sin que su corazón sintiera lo que el suyo.
En una de aquellas rondas vio a Abd el-Hamid Bey Shaddad y a su esposa saliendo del palacio, para subir al Minerva que los esperaba ante la puerta. Vio a estas dos personas felices, las dos únicas en todo el mundo ante las que Aida mantenía obediencia y respeto; las únicas que, cuando a veces le hablaban para ordenarle algo, habían de ser obedecidas sin falta. Aquella bendita madre que la había llevado en su vientre nueve meses. Pues sin duda Aida era igual que aquellas criaturas que él observaba durante largos ratos en los lechos de Aisha y Jadiga. Nadie entre los humanos conocía mejor la infancia de su amada que esta bendita y feliz madre. El dolor permanecería con él mientras le quedase algo por recorrer del laberinto de la vida. O al menos, sus cicatrices no lo abandonarían. Pues, ¿dónde se perderían en el olvido las largas noches de enero, cuando escondía en la almohada sus ojos llenos de lágrimas? ¿Cuando se dirigía al Señor de los Cielos desde lo más profundo de sus entrañas: «Dios mío, dile a este amor: conviértete en ceniza, como dijiste al fuego de Abraham: Sé frío y salud para él»? ¡Cómo le habría gustado que el amor tuviera un emplazamiento conocido en el ser humano para intentar extirparlo como se hace con un miembro gangrenado! ¡Cuántas veces gritaba el nombre amado para recibir el eco de su voz en el silencio del cuarto, con el corazón sumiso, como si otro lo hubiera pronunciado! ¡En cuántas ocasiones rememoraba su voz cuando lo llamaba por su nombre, para hacer vivir el sueño de la felicidad perdida! O examinaba sus cuadernos de recuerdos para comprobar que todo aquello era verdad, y no producto de su imaginación…
Por primera vez desde hacía años, sentía, antes que el amor, nostalgia del pasado, como siente el prisionero los recuerdos de la libertad perdida. La verdad es que no imaginó otra persona más cercana a su situación que el prisionero. Aunque las rejas de la cárcel le parecían más dispuestas a ceder y una atadura menor que aquellas cadenas etéreas del amor que amarran el corazón, los pensamientos de la mente y los nervios del cuerpo sin esperanza de liberación… Kamal se encontró un día preguntándose si Fahmi habría sentido un dolor similar al que él experimentaba ahora. Los recuerdos de su difunto hermano se agolparon en su mente como una melodía triste y recóndita. Suspiró en lo más profundo de su alma, recordando cómo un día en su propia presencia le había contado la aventura a Maryam con Julián. Él acababa de introducir un puñal envenenado en su corazón, inopinadamente y sin advertirlo. La imagen de Fahmi cobró vida en su recuerdo. Rememoró la calma de su hermano, que tanto lo había atraído a él entonces. O la tensión del dolor en sus hermosas facciones, cuando estuvo a solas con él. El monólogo de lamentos en el que sin duda se había encontrado sumido, lo mismo que él ahora con sus quejas y gemidos. Sintió clavársele una espina en el corazón, y comenzó a decir: «Fahmi ha pasado por una prueba más dura que la del plomo, antes de penetrar este en su pecho». Resultaba extraño que encontrara en la actividad política una imagen aumentada de su propia vida. Seguía las noticias de los periódicos, al par que los sucesos que él mismo vivía en Bayn el-Qasrayn o el-Abbasiyya. Saad Zaglul, igual que él, era medio detenido, expuesto a amenazas ultrajantes, a ataques injustos y a traiciones e infidelidades por parte de sus amigos. Los dos —Saad y él— pasaban por disgustos que provocaban gentes aristócratas de nacimiento y viles por sus hechos. Fahmi se identificaba con la persona del líder en sus penas, y con la situación del país en su violencia. Se enfrentaba a la situación política y a la suya personal con el mismo sentimiento e idéntica indignación. Como si hablara de sí mismo cuando se refería a Saad Zaglul: «¿Pero es posible ese trato injusto con este hombre recto?». O como si aludiera a Hasan Selim al hablar de Ziwar: «Ha traicionado la confianza puesta en él, e instaurado la infamia como medio de perpetuarse en el gobierno». O como si pensara en Aida al decir de Egipto: «¿Se ha apartado de un fiel servidor porque este defendía sus derechos?».