Diciembre estaba mediado pero, a pesar de que el mes había comenzado con una tormenta de viento, lluvia y frío punzante, la temperatura seguía siendo relativamente moderada. Kamal, con el abrigo doblado sobre el brazo izquierdo, se aproximaba al palacio de la familia Shaddad con pasos lentos y felices. Teniendo en cuenta especialmente la tendencia del clima a la moderación, su elegante aspecto evidenciaba que llevaba el abrigo para completar las apariencias externas de la elegancia y la distinción, más que en previsión de que cambiara el tiempo. Como lucía el sol matinal, supuso que la tertulia de los amigos se celebraría en el cenador del jardín —y no en el cuarto de recibir a los amigos, donde se reunían en los días fríos— y que, por consiguiente, se le presentaría la ocasión de ver a Aida, a la que sólo podía encontrar en el jardín. Sin embargo, aunque el invierno le impedía encontrarse allí con ella, no le impedía verla en la ventana que se alzaba sobre la vereda lateral del jardín, o en el balcón que daba sobre la entrada del palacio. A veces la veía en este o en aquella, al llegar o al marcharse, con los codos apoyados en el alféizar, o con el mentón recostado sobre la palma de la mano. Entonces elevaba sus ojos hacia ella, inclinando la cabeza con la devoción de un adorador, y Aida le devolvía el saludo con una delicada sonrisa, que con su resplandor iluminaba sus sueños, tanto cuando estaba despierto como cuando estaba dormido. Entrando al palacio, echó una furtiva mirada hacia el balcón, y luego, al atravesar la vereda lateral, hacia la ventana, con la esperanza de verla, pero no la encontró ni allí ni aquí. Y, esperando fervientemente hallarla en el jardín, se dirigió hacia el cenador, donde vio a Huseyn sentado a solas, en contra de lo habitual. Se saludaron con un apretón de manos, mientras el corazón de Kamal brillaba con la alegría de la amistad que suscitaba en su alma el hecho de ver ese hermoso rostro, compañero íntimo de su espíritu y de su mente. Al acogerlo Huseyn con su tono alegre y franco, le oyó decir:
—¡Bienvenido, maestro! ¡Con tarbúsh y abrigo! La próxima vez no olvides la kufeyya y el bastón… Bienvenido… Bienvenido…
Kamal se quitó el tarbúsh, poniéndolo sobre la mesa, y echó el abrigo sobre la silla, mientras preguntaba:
—¿Dónde están Ismail y Hasan?
—Ismail se ha ido de viaje al pueblo, con su padre, y hoy no lo verás. En cuanto a Hasan, me ha telefoneado por la mañana diciendo que se retrasaría una hora o más, porque tenía que pasar los apuntes de unas conferencias… Ya sabes que es un alumno ejemplar, como vuestra señoría, y que está empeñado en sacar la licencia este año…
Se sentaron el uno frente al otro en sendas sillas, de espaldas al palacio. El hecho de hallarse ambos a solas prometía a Kamal una tertulia tranquila y sin discordia, una sesión en la que se entregaría generosamente a las especulaciones, pero desprovista al tiempo de la controversia, agotadora y placentera a la vez, que provocaba Hasan Selim, y de las observaciones sarcásticas y mordaces que prodigaba sin tasa Ismail Latif.
—Yo, al contrario que vosotros, soy un mal alumno —continuó diciendo Huseyn—. Por supuesto que atiendo a las lecciones y saco partido de mi capacidad de concentración, pero apenas soy capaz de repasar mis libros de clase. ¡Cuántas veces me han dicho que el estudio de la ley requiere una inteligencia extraordinaria! Mejor les sería decir que requiere poca inteligencia y mucha paciencia. Hasan Selim es un alumno diligente, como aquellos a quienes empuja la ambición. Cuántas veces me he preguntado qué es lo que lo lleva a un trabajo y a un desvelo superiores a sus fuerzas, ya que si él quisiera, se conformaría —igual que los que son hijos de consejeros, como él— con trabajar sólo para asegurarse el éxito, apoyándose en las influencias de su padre, el cual le garantizaría al fin y al cabo la obtención del puesto al que aspira. La única explicación que encuentro para esta actitud es su orgullo, que le hace amar la superioridad y lo empuja sin indulgencia, ¿no es así? ¿Tu qué opinas?
—Hasan es un chico digno de admiración por su carácter y su inteligencia —respondió Kamal con sinceridad.
—Una vez oí decir a mi padre que el suyo, Selim Bey Sabri, es un consejero inigualable y justo, salvo en los procesos políticos.
Esta opinión le gustó mucho a Kamal, pues conocía de antemano que Selim Bey Sabri había tomado partido por los liberales constitucionales; y dijo con tono irónico:
—Eso significa que es un jurista hábil, pero inepto para juzgar.
—¡Había olvidado que estoy hablando con un wafdista…! —replicó Huseyn, soltando una sonora carcajada.
—¡Pero tu padre no es wafdista! —repuso Kamal alzando los hombros—. Imagínate a Selim Bey Sabri, sentado para dictar sentencia en la causa de Abd el-Rahmán Fahmi y el-Nuqrashi.
¿Sus palabras sobre Selim Bey Sabri, habían causado satisfacción en el alma de Huseyn? Sí, eso se mostraba claramente en aquellos hermosos ojos, que no estaban acostumbrados a la mentira y a la hipocresía. Quizás se debiera a la rivalidad que habitualmente se establece entre iguales, comoquiera que esté caracterizada por la educación y las buenas maneras de la elegancia. Shaddad Bey era un millonario y un financiero de buena posición y prestigio, por no hablar de su histórica relación con el Jedive Abbás. Pero Selim Bey Sabri era consejero del más importante organismo judicial, y en un país al que los cargos fascinaban hasta el límite de la veneración. Era, pues, inevitable que el alto cargo y el dinero abundante se intercambiaran miradas torvas. Huseyn lanzó sobre el jardín que se extendía ante sus ojos una tranquila ojeada, en la que se mezclaba cierta tristeza. Las melenas de las palmeras estaban peladas, y los arbustos se habían desnudado de sus rosas; el fresco verdor había palidecido, las sonrisas de las flores habían desaparecido de las bocas de los cálices, y el jardín parecía hundirse en la tristeza ante el avance del invierno. Entonces dijo señalando hacia delante:
—Mira la acción del invierno. Para nosotros, esto es el final de nuestras tertulias en el jardín. Pero tú eres de los enamorados del invierno.
A Kamal le gustaba el invierno, es cierto, pero Aida le gustaba más que el invierno, el verano, el otoño y la primavera juntos, y no le perdonaría al invierno que lo privara de los felices encuentros del cenador. Sin embargo, ratificó aquellas palabras diciendo:
—El invierno es una estación hermosa y breve. En el frío, en las nubes y en la llovizna, hay una vida a la que el corazón responde…
—Pienso que los amantes del invierno son habitualmente gente activa y diligente. Así eres tú y así es Hasan Selim.
A Kamal le gustó este elogio, pero quiso reservarse la mayor parte de él para sí, dejando a un lado a Hasan Selim, y dijo:
—Sin embargo, sólo dedico a mis obligaciones académicas la mitad de mi tiempo. La verdad es que la vida intelectual rebasa con mucho el marco de la Escuela.
Huseyn agitó la cabeza en señal de aprobación y añadió:
—No creo que exista una escuela capaz de consumir el largo tiempo que le dedicas diariamente al trabajo… Y a propósito: estoy en desacuerdo con que derroches tanta energía en eso, aunque a veces te lo envidio. Dime, ¿qué estás leyendo ahora…?
Kamal se sintió alegre con esta conversación, que era —después de Aida— lo que más le gustaba, y le contestó diciendo:
—Ahora ya puedo decirte que mis lecturas han empezado a seguir un cierto orden. Ya no se trata de una lectura libre, según venga, de cuentos traducidos, antologías poéticas y artículos de crítica. He llegado a percibir mi camino con una considerable claridad. Últimamente he decidido consagrar dos horas cada tarde a leer en la biblioteca. Allí consulto la Enciclopedia, buscando los significados de las palabras oscuras y mágicas, como «literatura», «filosofía», «pensamiento» y «cultura», y registrando al tiempo los nombres de los libros que me salen al paso. ¡Es un mundo maravilloso en el que el alma se derrite de apasionamiento y curiosidad…!
Huseyn lo escuchaba atento e interesado, con la espalda apoyada en el respaldo de la silla de bambú, las manos metidas en los bolsillos de su chaqueta inglesa color azul marino, y una clara sonrisa de complicidad emocional en sus dilatados labios.
—Muy hermoso —dijo—. Todavía ayer me preguntabas a veces qué debía leerse, y hoy ha llegado el turno de que yo te pregunte a ti. ¿Es que se te ha aclarado el camino?
—Poco a poco… ¡Es probable que me oriente hacia la filosofía!
Las cejas de Huseyn se alzaron, como si se interrogase a sí mismo; y luego dijo sonriendo:
—¿La filosofía? ¡Es una palabra perturbadora! ¡Cuidado con mencionarla ante Ismail…! Yo creía, desde hace tiempo, que te ibas a orientar hacia la literatura.
—Nada se te puede reprochar. La literatura es un placer noble, pero no me satisface del todo. Mi primera exigencia es la verdad: ¿qué es Dios?, ¿qué es el hombre?, ¿qué es el alma?, ¿qué es la materia? La filosofía es la que reúne todas esas cosas en una unidad lógica y esclarecedora, según he sabido últimamente. Esto es lo que quiero saber de todo corazón. Este es el auténtico viaje, comparado con el cual tu viaje alrededor del mundo se convierte en una exigencia secundaria. ¡Imagínate que me hará posible encontrar respuestas claras a todos estos interrogantes…!
El deseo y el entusiasmo iluminaron el rostro de Huseyn al decir:
—Esto es realmente maravilloso. No tardaré mucho en hacerte compañía en ese mundo mágico.
Es más, de hecho he leído unos capítulos de filosofía griega, aunque no he sacado de ellos nada significativo. No me gusta, como a ti, meterme de cabeza en algo, sino que recojo una flor de aquí y otra de allá y me voy abriendo camino entre esto y aquello. Pero ahora, déjame decirte con franqueza que temo que la filosofía corte los vínculos que tenías con la literatura. Tú no te conformas con estudiar, sino que deseas pensar y escribir ¡y eso no te permitirá, pienso yo, que seas filósofo y literato al mismo tiempo…!
—No me apartaré de la literatura. El amor a la verdad no se opone a la degustación de la belleza. Pero el trabajo es una cosa, y el ocio otra. He decidido hacer de la filosofía mi trabajo y de la literatura mi ocio.
De repente Huseyn se rio, y luego dijo:
—¡Así te libras de la promesa que nos hiciste de escribir un cuento completo sobre nosotros!
Y Kamal no pudo evitar reírse a su vez al decir:
—¡Sin embargo, espero escribir un día sobre «el ser humano», y eso os incluye implícitamente!
—El ser humano no me interesa tanto como nuestras personas. ¡Espera a que me queje de ti a Aida!
Al oír el nombre, su corazón lo recibió con un latido lleno de ternura y deseo, y se sintió ebrio, como si su espíritu se hubiera embriagado con una melodía desenfrenada por la emoción. ¿Acaso pensaba Huseyn realmente que él había llegado al punto de ser acreedor de un reproche de Aida? ¡Qué ignorante era Huseyn! ¿Cómo no veía que él no tenía sentimiento con que llenarse, ni idea que meditar, ni deseo que formular, a menos que sus horizontes estuvieran iluminados con el resplandor y el espíritu de Aida?
—Espera, y los días te demostrarán que, mientras esté vivo, no faltaré a mi promesa.
Luego, al cabo de un rato, le preguntó con tono serio:
—Y tú, ¿por qué no piensas en ser escritor? ¡Todas las circunstancias, actuales y futuras, te ofrecen la oportunidad de consagrarte plenamente a este arte!
—¿Escribir yo para que la gente lo lea? —dijo Huseyn agitando los hombros con desdén—. ¿Y por qué no escriben los demás para que yo lo lea?
—¿Cuál de los dos, el escritor o el lector, es más importante?
—No me preguntes cuál de los dos es más importante. Pregúntame más bien cuál de los dos es más feliz. Yo considero el trabajo como la maldición de la humanidad, no porque sea perezoso, ni mucho menos, sino porque el trabajo es una pérdida de tiempo, una cárcel para el individuo y un obstáculo insuperable para vivir. La vida feliz es la holganza feliz…
Kamal lo asaeteó con la mirada, mostrando que no se había tomado en serio sus palabras, y luego dijo:
—No sé qué sería de la vida del hombre si no fuera por el trabajo. Una hora de inactividad absoluta transcurre mucho más pesada que un año lleno de trabajo.
—¡Por desgracia! Y la propia veracidad de tus palabras confirma esta desgracia. ¿Piensas que puedo permitirme la inactividad total? ¡Claro que no! ¡Qué lástima! Aún sigo ocupando mi tiempo en cosas útiles e inútiles, pero espero un día poder vivir felizmente en una total inactividad.
Kamal quiso hacer un comentario a sus palabras, pero le llegó desde detrás de ellos una voz que preguntaba: «¿De qué estáis hablando, eh?». Una voz, o mejor dicho, una dulce melodía que, apenas resonó en sus oídos, hizo vibrar las cuerdas de su corazón, respondiendo estas a aquella desde lo más profundo de su ser, como si fueran elementos que se armonizasen en una única melodía. E inmediatamente su alma se liberó de los pensamientos que le saltaban a la mente y fue invadida por un vacío total. ¿Era eso —se preguntó— la inactividad absoluta con la que soñaba Huseyn? ¿Era su esencia la nada? Sin embargo, aquello era la felicidad completa.
Se volvió hacia atrás, y a unos pasos de distancia vio a Aida, que se acercaba precedida por Budur, hasta que ambas se detuvieron ante ellos. Iba ataviada con un vestido color comino y una chaqueta de lana azul con botones dorados. Su tez morena brillaba con la profundidad de un cielo transparente y la pureza del agua filtrada. Budur corrió hacia Kamal, y él la cogió entre sus brazos, estrechándola contra su pecho, como si, al abrazarla, tratara de disimular el amor apasionado que lo había embargado de repente. En ese momento vino un criado corriendo y se detuvo frente a Huseyn, diciendo con educación: «Al teléfono». Entonces Huseyn se levantó, pidiendo excusas, y se fue hacia el salámlik, seguido por el criado…
Así se halló a solas con ella —pues la presencia de Budur no hacía cambiar nada en este sentido— por primera vez en su vida, preguntándose con aprehensión: «¿Se quedará o se irá?». Pero ella avanzó unos pasos hasta situarse bajo la sombrilla del cenador, quedando separada de él por la mesa. Kamal la invitó a sentarse con un gesto de la mano, pero ella hizo un ademán de negación con la cabeza sonriendo. Entonces él se puso en pie, levantó a Budur entre sus brazos y la sentó sobre la mesa. Se quedó acariciando la cabeza de la pequeña, con nerviosismo, haciendo un gran esfuerzo por controlar sus sentimientos y vencer su excitación… Pasó un momento de silencio en el que sólo se escuchó el murmullo de las ramas, el crujido de unas hojas secas caídas y el gorjeo de unos pájaros. El lugar, con todo lo que abarcaban sus ojos —tierra, cielo, árboles, un muro lejano que separaba el jardín del desierto, el flequillo de la adorada caído sobre su frente, y la extraordinaria luz que emanaba del fondo de sus pupilas— le pareció como un espectáculo delicioso de un sueño feliz. No supo con certeza si se trataba de una realidad que se estaba representando ante sus ojos, o de una fantasía que aparecía ante su memoria; hasta que zureó aquella melódica voz, que se dirigía a Budur, diciendo a modo de advertencia:
—No lo molestes, Budur.
La respuesta de Kamal fue estrechar a Budur contra su pecho, diciendo:
—Si esta es toda la molestia, ¡cuánto me gusta!
Y miró a Aida con los ojos llenos de deseo. Se puso a deleitarse en su contemplación, esta vez a salvo de otras miradas, observándola fijamente, como si tratara de averiguar sus secretos, e imprimir sus rasgos y sus símbolos en la página de su imaginación. Estaba perdido en la magia del espectáculo y parecía como ensimismado y ausente, cuando de repente ella le preguntó:
—¿Qué te pasa que me miras de esa forma?
Entonces volvió en sí, con una mirada de apuro en los ojos. Y ella sonrió al preguntar:
—¿Quieres decir algo?
¿Que si quiere decir algo? Él no sabe lo que quiere; realmente no sabe lo que quiere. Y preguntó Kamal a su vez:
—¿Has leído eso en mis ojos?
—Sí… —respondió ella, mientras su boca se relajaba en una enigmática sonrisa.
—¿Qué has leído en ellos?
—Eso es lo que quisiera saber —dijo, levantando las cejas asombrada. ¿Acaso va a revelarle su oculto secreto diciendo con toda sencillez: «Te amo», y que sea lo que Dios quiera? Pero ¿de qué serviría revelarlo?, ¿y qué le pasaría si aquella confesión cortaba para siempre la amistad y el afecto que había entre ellos, como era lo más probable? Al contemplarla, percibió la mirada que brillaba en sus bonitos ojos: una mirada apacible, de gran confianza en sí misma, audaz y no afectada por el apuro o la vergüenza; una mirada que parecía abatirse sobre él desde lo alto, a pesar de que estaba al mismo nivel que la suya; una mirada que le hizo sentirse incómodo, aumentando su incertidumbre. ¿Qué había tras ella? En su opinión había un sentimiento de indiferencia, o tal vez de jugueteo, como si Aida fuera una persona mayor mirando a un niño. Quizá tampoco estaba desprovista de cierta superioridad, que no podía justificarse sólo por la diferencia de edad, ya que ella no le llevaba más de dos años a lo sumo. ¿No era esa la mirada apropiada para que aquel soberbio palacete de la calle de los Palacios se dirigiera al viejo caserón de Bayn el-Qasrayn? Pero ¿por qué no había visto antes esa mirada en sus ojos? Quizá porque no se habían quedado antes a solas, o porque hasta entonces no se le había ofrecido la oportunidad de mirarla atentamente. Aquello le hizo sufrir y lo entristeció hasta tal punto que su éxtasis se desvaneció o estuvo al borde de ello. Budur le echó los brazos invitándolo a cogerla, y él la estrechó contra su pecho. Entonces dijo Aida:
—¡Qué asombroso! ¿Por qué te quiere tanto Budur?
—Porque yo siento hacia ella algo similar, o aún más fuerte… —repuso mirándola a los ojos.
—¿Eso es una ley exacta? —preguntó escéptica.
—El proverbio dice: «Existe un mensajero de corazón a corazón».
Ella empezó a tamborilear sobre la mesa con sus dedos, mientras preguntaba:
—Imagínate una chica bonita a la que aman muchos. ¿Va a amarlos a todos? Demuéstrame cómo se aplica tu ley en esta situación.
Como la magia de la conversación le había hecho olvidarse de todo, incluso de sus penas, le contestó:
—¡Será cosa suya amar a quien la ame de forma más sincera!
—¿Y cómo va a distinguirlo de los otros?
«¡Ay, si durara este diálogo hasta la eternidad!»
—Otra vez te remito al proverbio: «Hay un mensajero de corazón a corazón».
Ella soltó una risa breve, como la vibración de una cuerda, y dijo retadora:
—Si eso fuera cierto, nadie que amase de forma sincera fracasaría en su amor. ¿Y acaso eso es cierto?
Sus palabras chocaron contra él como lo hacen las realidades de la vida contra quien confía sólo en la lógica; pues si fuera cierta su lógica, él tenía que ser la persona más feliz del mundo por amar y ser amado. Pero ¡qué lejos estaba de ello! La verdad era que la larga historia de su amor no carecía de ciertos momentos aislados de esperanza que iluminaban las tinieblas de su corazón con una felicidad ilusoria, bien tras una dulce sonrisa que su amada le otorgaba generosamente, o de una palabra pasajera, susceptible de mil interpretaciones, o de un sueño feliz tras una noche de meditación e insomnio, o bien buscando refugio en un proverbio que su alma respetase, como «Hay un mensajero de corazón a corazón»… Se aferraba a las falsas esperanzas con la insistencia de quien está desesperado, hasta que la realidad le hacía recobrar la conciencia. Y ahí estaba ahora, recibiendo aquella frase irónica y decisiva, como una amarga medicina, para curarse con ella en el futuro de las esperanzas engañosas y para saber con certeza dónde estaba su sitio. Como Kamal no contestó a la pregunta con que le había retado su adorada y verdugo, esta exclamó en tono victorioso:
—¡He ganado…!
El silencio reinó de nuevo, y volvieron a sus oídos el murmullo de las ramas, el crujido de las hojas secas y el gorjeo de los pájaros. Pero esta vez los recibió con la emoción debilitada y el corazón derrotado. Observó que los ojos de ella lo examinaban con una minuciosidad injustificada; que su mirada se había vuelto más audaz y confiada, sugiriendo cada vez un mayor jugueteo; que estaba muy lejos de la estampa de una hembra que se ofrece a un macho. En su corazón sintió un pinchazo y una brisa gélida, y se preguntó si había sido predestinado a quedarse a solas con ella para que se vinieran abajo sus sueños de un solo golpe. Aida observó su inquietud, y se rio de forma indolente, mientras decía en broma señalando a su cabeza:
—¡No parece que te hayas empezado a dejar crecer el pelo!
—¡Claro que no! —respondió él con sequedad.
—¿Es que eso no te gusta?
—¡Pues no! —dijo haciendo una mueca desdeñosa con la boca.
—Te dijimos que hacía más bonito…
—¿Acaso es necesario que el hombre esté guapo?
—¡Naturalmente! —dijo asombrada—. ¡La belleza gusta… tanto en el hombre como en la mujer!
Quiso repetir alguno de sus dichos, como «La belleza del hombre está en sus virtudes morales», etc. pero su instinto le sugirió que unas palabras como esas —procedentes de una persona con su facha— no serían acogidas por su adorada más que con burla e ironía; y dijo, sintiendo un pinchazo en el corazón que disimuló con una falsa sonrisa:
—No soy de tu opinión…
—¡O quizá sientes aversión hacia la belleza, como la sientes hacia la cerveza y la carne de cerdo!
Kamal se rio, tratando de combatir su desesperación y su dolor. Ella volvió a decir:
—El cabello natural es un tocado natural del que, en mi opinión, tu cabeza está necesitada, ¿o es que no sabes que tu cabeza es muy grande?
«"El hombre de las dos cabezas". ¿Has olvidado aquel antiguo apodo? ¡Oh, qué desgracia!»
—Así es…
—¿Y por qué?
—Pregúntale a ella tú misma —contestó moviendo la cabeza con un gesto de negación—, pues yo no lo sé…
Ella soltó una risita, a la que siguió un silencio. «Tu ídolo es hermoso, fascinante y hechicero, pero tiránico, como debe ser. ¡Saborea su tiranía y conocerás todo tipo de dolores!» Al parecer ella no se apiadaba de él; sus hermosos ojos no cesaban de subir y bajar por su rostro, hasta quedar fijos en… ¡sí, en su nariz…! En ese momento sintió un escalofrío en las entrañas, y el cabello se le erizó. Bajó la vista por temor a mirar y, al oírla reírse, levantó los ojos preguntando:
—¿Qué es lo que te hace reír?
—Estaba acordándome de ciertas cosas graciosas que leí en una célebre obra de teatro francesa. ¿No has leído Cyrano de Bergerac?
«El momento más apropiado para menospreciar el dolor es aquel en el que este se desborda».
—No hay motivo para disimular —dijo él con calma e indiferencia—. Yo sé que mi nariz es aún más grande que mi cabeza; pero te ruego que no me preguntes otra vez «por qué». ¡Pregúntale a ella tú misma, si quieres…!
En ese momento, Budur extendió la mano y le agarró la nariz. Aida echó la cabeza hacia atrás, muerta de risa, y él tampoco pudo evitar reírse. Luego, para disimular su apuro, le preguntó a Budur:
—Y a ti, Budur, ¿te espanta mi nariz?
La voz de Huseyn, que bajaba la escalera del porche, llegó a ellos, y Aida cambió su tono de repente, diciéndole con una voz en la que se mezclaban el ruego y la advertencia:
—¡Cuidado con enfadarte por mis bromas…!
Huseyn volvió al cenador y se sentó en su silla, invitando a Kamal a hacer lo mismo. Este lo imitó —tras un instante de vacilación— colocando a Budur sobre sus rodillas. Pero Aida sólo se quedó un rato más. Luego cogió a la pequeña, los saludó y se marchó, dirigiendo a Kamal una mirada con un significado especial, como si le repitiera su advertencia sobre el enfado, Kamal no sintió ningunas ganas de reanudar la conversación y se conformó con escuchar, o fingir que escuchaba, participando en ella de vez en cuando con una pregunta o con una manifestación de asombro, aprobación o disconformidad, nada más que para afirmar su presencia. Por fortuna, Huseyn volvió a tocar un antiguo tema que no le exigía más atención de la que podía prestar: su deseo de viajar a Francia y la oposición de su padre, que esperaba vencer pronto. Sin embargo, lo que ocupaba tanto el corazón como los pensamientos de Kamal era el nuevo aspecto con que se le había presentado Aida en los minutos que habían estado los dos a solas o poco menos: ese aspecto definido por el desprecio, la burla y la crueldad. ¡Sí, la crueldad; pues había jugado con él sin piedad, y con sus bromas había hecho de él lo mismo que el dibujante hace de un rostro humano con su pluma para sacarle una caricatura, extraordinaria a la vez en su fealdad y su verismo! Recordó, aturdido, ese espectáculo; y, aunque el dolor se infiltraba en su espíritu, como el veneno en la sangre, difundiendo por él una pesada sombra de abatimiento y tristeza, no encontró en su alma ni indignación, ni cólera ni desprecio. ¿Acaso no era aquello una nueva cualidad de Aida? Claro que sí. Puede que ese nuevo aspecto resultara algo extraño, como lo era la pasión que sentía por la lengua extranjera, por beber cerveza o por comer carne de cerdo; pero, al igual que todo esto, ese aspecto era una cualidad asociada a su esencia y digna de tenerse a gala, aunque en cualquier otra mujer fuera considerada como defecto, negligencia o pecado. Ella no tenía la culpa si una de sus cualidades causaba dolor en su corazón o desesperación en su alma, ya que el defecto era de él, no suyo. ¿Acaso había sido ella la que había hecho grande su cabeza y gruesa su nariz? ¿Es que había faltado a la verdad y a la realidad con sus bromas? Nada de esto había ocurrido, ni él tenía nada que reprocharle, pues era merecedor de ese dolor y tenía que aceptarlo con resignación mística, como lo hace el adorador con la sentencia divina, sinceramente convencido de que es justa —por cruel que sea— y de que procede de un ídolo perfecto, cuya voluntad y cuyas cualidades son incuestionables. ¡Así pues, salió de aquella breve y dura prueba, que hacía unos minutos lo había dejado deshecho, vivamente dolorido y atormentado, pero sin que disminuyera la fuerza de su amor o de su admiración por la amada…! Aquel rato le había proporcionado el conocimiento de un nuevo dolor, el dolor de conformarse con una sentencia cruel en que se le declaraba falto de cualidades para ser elegido, igual que antes había conocido —también por medio del amor— el dolor de la separación, de la indiferencia y del adiós, el dolor de la duda y la desesperación; como también había conocido el dolor soportable, el dolor que produce placer, y el dolor que no se apacigua a pesar de las ofrendas de suspiros y lágrimas presentadas. Era como si amara para hacerse un maestro experto en el vocabulario del dolor. Pero bajo la luz de las chispas que saltaban al impacto de sus dolores, se veía a sí mismo y experimentaba las cosas. «No es sólo Dios, el alma y la materia lo que debes conocer. ¿Qué es el amor…? ¿Qué es el odio…? ¿Qué es la belleza…? ¿Qué es la fealdad…? ¿Qué es la mujer…? ¿Qué es el hombre…? Todas esas cosas debes conocerlas también. Los últimos escalones de la perdición están contiguos a los primeros peldaños de la salvación. ¡Acuérdate riendo o ríete recordando que pensaste en revelarle a ella tu oculto secreto! ¡Recuerda llorando que el jorobado de Notre-Dame llenó de espanto a su amada cuando se inclinó sobre ella para consolarla, y que él —el jorobado de Notre-Dame— no suscitó su afecto inocente sino al exhalar el último suspiro…! "¡Cuidado con enfadarte por mis bromas!". Te está escatimando hasta el alivio de la desesperación. ¡Pues que el ídolo revele su propia naturaleza; tal vez así salgamos del infierno de la duda para reposar en la tumba de la desesperación! ¡Qué difícil es que la desesperación arranque de mi corazón las raíces del amor; en todo caso, será la secreta confidencia de las esperanzas engañosas…!»
Huseyn se volvió hacia él para preguntarle por el secreto de su silencio, pero, al parecer, sintió acercarse una persona. Entonces giró la cabeza y luego exclamó:
—Ahí está Hasan Selim, que acaba de llegar. ¿Qué hora es ya?
Kamal se volvió hacia atrás y vio a Hasan que se acercaba al cenador…