—El jueves próximo contraeré matrimonio, poniéndome en manos de Dios.
—¡Que Nuestro Señor te conceda el éxito!
—Tendré el éxito asegurado si mi padre da su consentimiento.
—Él te lo da. ¡Alabado sea Dios!
—La asistencia se limitará a la familia, y no habrá nada que te disguste.
—¡Magnífico… magnífico!
—Hubiera deseado que mamá estuviera entre los asistentes, pero…
—No tenemos que preocuparnos por eso… Lo importante es que la velada transcurra en calma.
—Eso no se me ha pasado por alto, debido a la situación. Yo soy quien mejor te conoce. El día sólo consistirá en la redacción del contrato y la degustación de las bebidas.
—Magnífico… Que Nuestro Señor te guíe por el camino recto.
—He encargado a Kamal que haga llegar mis saludos a su madre y que le ruegue, de mi parte, que no me prive de sus oraciones, como me tiene acostumbrado desde antiguo; y que perdone lo que ha pasado…
—¡Naturalmente… naturalmente!
—Te ruego que me repitas al oído que das tu consentimiento.
—Te doy mi consentimiento y a Dios pido que te otorgue el éxito y la felicidad, pues El escucha las oraciones.
Así, los acontecimientos discurrieron en contra de la voluntad del señor Ahmad, el cual se vio obligado a seguir su curso por miedo a que se rompiera bruscamente la relación entre él y su hijo. Su corazón era demasiado sensible como para discutir con Yasín en serio, por no hablar de romper con él. ¡Y aceptó entregar a su primogénito, con su propia mano, a la hija de Bahiga, y bendecir personalmente aquella relación, por la que su anterior amante se incorporaría al núcleo de su familia! Más aún, cuando Amina le expresó su deseo de que impidiera a los «hermanos de Fahmi» asistir al matrimonio de Yasín con Maryam, él no había aceptado su intervención y le había dicho con un tono tajante: «¡Qué idea tan estúpida! Hay gente que se casa con la viuda de su hermano por amor y lealtad a él. Además Maryam no fue la esposa de Fahmi, ni siquiera su prometida. Eso es una antigua historia de la que ya han pasado seis años. No niego que su elección no ha sido acertada, pero es tan bienintencionado como mulo. A nadie ha perjudicado tanto como a sí mismo. ¡Esa familia, pudiendo haber emparentado con otra mejor, y una chica repudiada! ¡El asunto está en manos de Dios, y allá él con su responsabilidad…!». Amina se calló, como si hubiera admitido sus argumentos, pues, aunque en los días negros había adquirido cierta osadía que la ayudaba a manifestar lo que pensaba al señor, no tenía suficiente fuerza para hacerle cambiar de opinión o discutir con él. Por eso, cuando la visitó Jadiga para comunicarle que Yasín la había invitado a asistir a su boda y que había pensado pretextar una enfermedad para no ir, no estuvo de acuerdo con ella, y le aconsejó que aceptara la invitación de su hermano.
Y llegó el jueves. El señor Ahmad Abd el-Gawwad fue a la casa del difunto Muhammad Redwán, donde encontró a Yasín y a Kamal —que se había adelantado— para recibirlo. Al cabo de un rato se unieron a ellos Ibrahim y Jalil Sháwkat, acompañados por Jadiga y Aisha. ¡De la familia de Maryam no había en la casa más que algunas mujeres, por lo que el señor Ahmad se quedó tranquilo, confiando en que pasaría el día en paz! En su camino hacia la sala de recibir había pasado por unos panoramas de la casa que le eran familiares y por los que ya había pasado antes en circunstancias muy distintas. Lo asaltaron los recuerdos del pasado, causando en su alma toda clase de malestares, por su muda ironía ante el nuevo papel que venía a representar como solemne padre del novio. Se puso a maldecir para sus adentros a Yasín, que lo había metido a él —y se había metido a sí mismo, sin saberlo— en ese atolladero. Pero la realidad lo llevó a reconsiderar la situación y a darse ánimos diciendo: «Dios, para el que nada es demasiado, puede haber creado a la hija con un modelo distinto al de la madre, y puede hacer que Yasín encuentre en Maryam una esposa virtuosa —en todo el sentido de la palabra— que le evite la ligereza de su madre». ¡Y luego pidió la protección de Dios!
Yasín se había puesto sus mejores galas y parecía contento, a pesar de la modesta celebración dispuesta para su boda. ¡Y lo que le alegraba de forma particular era que ninguno de sus hermanos hubiera faltado, pues temía que la madre hubiera influido en alguno de ellos para que no fuera! ¿Podía haber prescindido de Maryam en honor a ellos? Por supuesto que no. Él la amaba, y ella no le dejaba otra vía de acceso que el matrimonio. Así que no había más remedio que casarse. ¿Por qué no? Las protestas de su padre y de su esposa no eran justas, ni algo de cuyas consecuencias tuviera que cuidarse. Además Maryam era la primera mujer con la que había deseado casarse, después de conocerla y haberla visto, y él se sentía muy optimista respecto a su matrimonio, pues esperaba encontrar en él una vida conyugal estable y duradera, ¿no era así? Por supuesto. Sentía que iba a ser un buen esposo y que ella sería una buena esposa, y que Redwán encontraría en los días venideros un hogar feliz en el que crecer y madurar. Había dado muchos tumbos, y ya era hora de que volviera a casa. En unas condiciones distintas a las que rodeaban su boda, no habría dudado en celebrarla con una fiesta llena de esplendor y alegría. No era viejo ni pobre, ni tampoco de esos que «alegaban» aversión hacia las veladas agradables, como para contentarse con aquella desolada y silenciosa fiesta. Pero, calma. Necesidad obliga. Tenía que ofrecer su austeridad como saludo en memoria de Fahmi.
El encuentro de Maryam con Jadiga y Aisha —tras una separación de varios años— fue emotivo, a pesar de las reservas y de que no estuvo carente de una innegable desazón. Se intercambiaron besos y felicitaciones, y hablaron largo rato de todo lo divino y humano, aunque evitando tocar el pasado todo lo que podían. Los primeros instantes fueron los más embarazosos. Cada una de ellas esperaba que surgiera algún recuerdo del pasado que pudiera provocar alguna queja o reproche, como qué las había inducido a romper su relación, o por qué se había enrarecido el ambiente; pero esos primeros momentos pasaron en paz, y luego Maryam condujo la conversación con habilidad hacia la ropa de Jadiga y la esbeltez que seguía conservando Aisha a pesar de sus tres embarazos. Después, Maryam y su madre preguntaron por «la madre», y la respuesta fue, escuetamente, que estaba bien. Aisha contempló a su antigua amiga con ojos llenos de amor y ternura, y con un corazón siempre sediento de amar a la gente. Y si no hubiera sentido cierto recelo, habría dirigido la conversación hacia los recuerdos del pasado y se habría reído a pleno pulmón. Jadiga, por su parte, se puso a mirarla furtivamente con ojos escrutadores. ¡Aunque Maryam no se le había pasado por la cabeza durante años, las noticias de su matrimonio con Yasín dispararon su lengua en amargas observaciones, y empezó a recordar a Aisha el suceso del «inglés», y a preguntarse qué era lo que había dejado a Yasín ciego y sordo! Pero su agudo sentido familiar, que iba a la cabeza de todas sus demás cualidades, le impidió hablar de nada de eso ante la familia Sháwkat, incluido su propio marido, hasta el punto de poner sobre aviso a su madre, diciendo: «¡Nos guste o no, Maryam va a convertirse en miembro de nuestra familia…!». Eso no era de extrañar, pues Jadiga, incluso después de haber engendrado a Abd el-Múnim y Ahmad Sháwkat, siguió considerando en cierto modo a la familia Sháwkat como «extraños».
Al caer la tarde llegó el casamentero oficial. Luego se celebró la boda, y circularon los vasos de las bebidas. Sólo se lanzó una albórbola, y Yasín recibió las felicitaciones y buenos deseos de rigor. Entonces invitó a la novia a encontrarse con «su gran señor» y con la familia de su esposo. Ella llegó allí acompañada por su madre, por Jadiga y por Aisha. Besó la mano del señor y estrechó las de los demás, y en ese momento su suegro le ofreció el regalo de bodas: un brazalete de oro con finos engarces de diamantes y esmeraldas. La reunión familiar continuó aún un buen rato, y en torno a las nueve, los invitados comenzaron a marcharse uno tras otro. Luego vino un coche de caballos y llevó a los novios a la casa de Yasín en Qasr el-Shawq, donde se había preparado el tercer piso para recibir a la joven desposada.
Todos creyeron que ya podía correrse la cortina sobre el segundo matrimonio de Yasín, para bien y para mal, pero al cabo de unas semanas de la historia de esta boda, la casa del difunto Muhammad Redwán fue testigo de otra fiesta para otro nuevo matrimonio, que fue considerado, con razón, como una extraña sorpresa en casa del señor Ahmad, en el-Sukkariyya y en Qasr el-Shawq; es más, ¡en todo el barrio de Bayn el-Qasrayn!: ¡Inopinadamente y sin previo aviso, la gente supo que Bahiga contraía matrimonio con Bayumi, el vendedor de refrescos…! Todos se llenaron de asombro ante esta boda, y se quedaron parados ante esa realidad, haciendo cabalas, como si hubieran pensado —por primera vez— que la tienda de Bayumi, el de los refrescos, caía en el rincón de la calleja en que se encontraba la casa de la familia Redwán, justo debajo de una de las venerables celosías de la mansión. La gente tenía razón para sorprenderse: ¡la novia era la viuda de un hombre que, cuando vivía entre ellos, era famoso por su bondad y devoción; estaba considerada como una de las «señoras» respetables del barrio, a pesar de su pasión por engalanarse; y además ya había cumplido los cincuenta años! ¡Mientras que el marido era una persona de clase baja, de los que usaban galabiyya; vendía algarrobas y tamarindos en una pequeña tienda, y aún no había cumplido los cuarenta, además de ser un hombre casado cuyos pies habían arraigado en la vida conyugal durante veinte años, en los que había engendrado nueve hijos, entre hembras y varones! ¡Aquello suscitó toda clase de rumores! La gente se puso a examinar, sin titubear, los prolegómenos de aquel matrimonio, de los que nadie se había dado cuenta. ¿Cómo y cuándo habían empezado? Y luego, ¿cómo había madurado el asunto hasta acabar en boda? ¿Cuál de las dos partes había sido la primera en llamar, y cuál la que había respondido acudiendo al llamamiento?
Amm Hasaneyn, el barbero, cuya tienda caía al otro lado de la calle, junto a la fuente de Bayn el-Qasrayn, dijo que había visto muchas veces a Bahiga parada ante la tienda de Bayumi, bebiendo un jugo de algarroba, y que quizás habían intercambiado una breve charla, ¡pero que él —por su buena voluntad— no la había interpretado mal…! Abu Sari, el de las pipas, cuya tienda cerraba más tarde que las demás, decía que él —Dios le perdone— había observado algunas veces que un grupo de personas se deslizaba de noche hacia el interior de la casa, ¡pero que no sabía que Bayumi estuviera entre ellos…! Darwísh, el vendedor de habas, y el-Fuli, el lechero, también hablaban, y aunque aparentemente hacían la elegía de aquel padre de familia abrumado por la larga prole, y criticaban con amargura a aquel hombre lerdo que se casaba con una mujer de la edad de su madre, en el fondo de sus almas envidiaban su suerte y le reprochaban que se hubiera elevado por encima de su clase con aquella estratagema «inadecuada». ¡Y después se siguió hablando largo tiempo sobre la evaluación de la «herencia» que lo esperaba en la casa y sobre el posible botín en dinero y joyas!
De otra parte, la casa del señor, la de el-Sukkariyya, y más aún la de Qasr el-Shawq, fueron sacudidas por un violento terremoto. «¡Qué escándalo…!», exclamaron. El señor Ahmad se enfadó tanto que la gente de su casa estaba intimidada, y todos evitaron dirigirle la palabra durante varios días consecutivos. ¿Acaso Bayumi, el vendedor de refrescos, no tenía derecho de ahora en adelante a invocar su parentesco con él? Maldito Yasín y malditas sus pasiones. Bayumi se había convertido en su «suegro», haciendo a todos morder el polvo. Jadiga, al enterarse, gritó: «¡Qué negra noticia!».
Luego dijo a Aisha: «A partir de ahora, ¿quién es el que puede censurar a mamá? Su corazón no le miente nunca». Yasín juró, en presencia de su padre, que el asunto había sucedido sin que lo supieran ni él ni su esposa, y que esto le había causado a Maryam una tristeza inimaginable; pero ¿qué podía hacer ella? El escándalo no se detuvo aquí, pues la primera esposa de Bayumi, apenas supo la noticia, perdió la cabeza. Dejó su casa, llevando por delante a su prole, como una loca, y se lanzó sobre Bayumi en su tienda, desencadenándose entre ellos una violenta pelea en la que usaron la lengua, las manos, los pies, los alaridos y los gritos. Todo eso lo vieron y lo oyeron los niños, que se pusieron a llorar, pidiendo ayuda a los que pasaban, hasta que las gentes —peatones, dueños de tiendas, mujeres y niños— se arremolinaron ante la tienda y separaron a los dos esposos, sacando a la mujer a rastras de allí. Entonces esta se paró bajo la celosía de Bahiga con la galabiyya rota, la melaya desgarrada, los cabellos erizados y la nariz ensangrentada. Después levantó la cabeza hacia las ventanas cerradas y dio rienda suelta a su lengua, como si fuera un látigo de puntas de plomo macerado en veneno. Y lo peor de todo fue que, tras esa escena, se marchó directamente a la tienda del señor Ahmad, por su calidad de suegro de la hija de su marido, y le suplicó con tono declamatorio y lloroso que usara su influencia para convencer a su esposo de que volviera de su extravío. El señor la escuchó, reprimiendo su irritación y su tristeza por el extremo al que habían llegado las cosas. Luego la hizo comprender con toda la delicadeza posible que todo ese asunto estaba fuera del círculo de sus influencias, en contra de lo que ella imaginaba. Y siguió hablándole así hasta que la alejó de la tienda, hirviendo de cólera por dentro. Pero, a pesar de esa cólera, él estuvo pensando largo rato, desconcertado y lleno de interrogantes, en qué cosa habría empujado a Bahiga a ese extraño matrimonio, especialmente cuando él sabía, con absoluta certeza, que le hubiera sido fácil satisfacer a su corazón —si es que sentía algún deseo hacia Bayumi, el de los refrescos—, sin necesidad de exponerse ni a sí misma ni a su familia a todas aquellas turbulencias acarreadas por sus nupcias con él. ¿Por qué se había atrevido a hacer tal insensatez, sin importarle la esposa de ese hombre y su prole, ni prestar atención a los sentimientos de su hija y de su nueva familia, como si se hubiera vuelto loca? ¿No habría sido la triste sensación de que estaba envejeciendo lo que la había hecho refugiarse en el matrimonio, y más aún, sacrificar mucho de lo que poseía, persiguiendo una felicidad que su desaparecida juventud le había garantizado? Pensó en esa idea con tristeza, recordando su propia humillación en presencia de Zannuba, la tañedora de laúd, que se había negado a concederle una mirada de afecto hasta que la llevó a la barcaza del Nilo; una humillación que le había hecho perder confianza en sí mismo y lo había llevado —a pesar de su aparente serenidad— a mirar con disgusto el correr de la vida, que lo dejaba atrás y le torcía el gesto.
¡En todo caso, Bahiga no disfrutó mucho tiempo de su matrimonio!
Al cabo de tres semanas, se quejó de un absceso en la pierna. Luego, un examen médico puso de relieve que tenía diabetes, y la llevaron a Qasr el-Ayni. Días más tarde llegaron noticias del agravamiento de su estado, y luego le sobrevino el fatal desenlace.