De los asiduos a la reunión del café ya sólo quedaban Amina y Kamal, e incluso este último la abandonaba al atardecer para salir, de modo que la madre se quedaba sola o invitaba a Umm Hanafi a hacerle compañía hasta que llegaba la hora de dormir. Yasín había dejado tras de sí un gran vacío, y aunque Amina siempre intentaba no evocar su recuerdo, Kamal sintió por su ausencia una melancolía que menguaba la mayor parte del placer por él saboreado en estas sesiones. Antes, el café era sólo la bebida de la tertulia, en torno a la que se reunían los hijos para conversar; pero hoy, para la madre, lo era todo. Lo bebía en exceso, sin darse cuenta, hasta el punto de que prepararlo y beberlo se convirtieron en el consuelo de su soledad. A menudo se bebía, una tras otra, cinco o seis tazas, y a veces hasta diez. Kamal seguía estos excesos con inquietud, y la advertía de sus consecuencias; pero ella le contestaba con una sonrisa, como queriéndole dar a entender: «¿Y qué hago, si no bebo?». Luego le decía en tono confiado y tranquilo: «El café no es perjudicial…».
Se sentaron uno enfrente del otro: ella en el sofá que separaba su dormitorio del comedor, y él en el que estaba entre su propio dormitorio y su cuarto de estudio. Ella estaba ocupada con el brasero, en medio de cuyas brasas se hallaba enterrada la kánaka hasta la mitad, y él estaba en silencio con la mirada perdida. De repente le preguntó la madre:
—¿En qué estás pensando? Siempre pareces como preocupado por un asunto importante.
Kamal percibió en su voz una especie de reproche, y dijo:
—¡La mente siempre encuentra algo en que ocuparse!
Amina levantó hacia él sus pequeños ojos color de miel, como interrogándose, y luego le dijo con cierta timidez:
—¡Ya ha pasado la época en que el tiempo se nos quedaba corto para nuestras charlas!
¿De verdad? La época de las lecciones de religión y de los relatos sobre los profetas y los demonios, la época en la que él se aferraba a su madre hasta el frenesí, ya había pasado. Esos tiempos se habían acabado. ¿De qué iban a hablar ahora? Aparte de una palabrería sin sentido, ya no había modo de hablar en absoluto. Kamal sonrió como excusándose a la vez de su anterior silencio y del que lo seguiría, y luego dijo:
—Hablamos siempre que encontramos un tema para hacerlo.
—Quien quiere hablar, siempre encuentra temas —replicó ella con dulzura—, pero tú siempre pareces ausente, o como ausente.
Luego, después de reflexionar:
—Lees mucho. En vacaciones lees tanto como en las épocas de estudio. Nunca disfrutas de un día completo de reposo, y temo que te canses más de lo conveniente.
—El día es muy largo, y leer unas horas no puede agotar a nadie —dijo Kamal en un tono que demostraba la poca gracia que le hacía esa afirmación—. La lectura no es más que una especie de pasatiempo, aunque sea un pasatiempo instructivo.
—Temo que esta sea la causa de que muchas veces te muestres silencioso y distraído —añadió ella tras una corta vacilación.
«No, la causa no es la lectura. ¡Si supieras que es un refugio contra el aburrimiento!» Otra cosa ocupaba su mente todo el tiempo, otra cosa de la que ni siquiera se libraba el propio rato en que estaba leyendo; algo que no tenía cura ni junto a ella ni junto a otro ser humano que no fuera ella. ¡Era la enfermedad de un corazón que adoraba desconcertado, y sin saber qué anhelar más allá de su pena!
—¡La lectura, como el café, no es perjudicial! —dijo con astucia—. ¿Es que no quieres que me convierta en un «sabio» como mi abuelo?
La alegría y el orgullo brillaron en el rostro alargado y pálido de Amina.
—Claro que sí —dijo—, lo deseo con todo mi corazón, pero quiero verte siempre contento…
—Estoy contento, como tú quieres —replicó riendo—, así que no te preocupes por meras conjeturas.
Kamal observaba que los cuidados que ella le prodigaba habían aumentado en los últimos años más de lo conveniente y de lo que él deseaba; y que su apego y solicitud hacia él, y su miedo de todo lo que pudiera dañarle —o que ella se imaginaba que le dañaba— se habían convertido en su mayor preocupación, hasta el extremo de llegar a agobiarlo e incitarlo a salir en defensa de su libertad y su dignidad. Pero a Kamal no se le ocultaban las causas de esta evolución, que había comenzado tras la muerte de Fahmi y la aflicción de su madre por su pérdida. Por eso, al defender su libertad no traspasaba los límites del afecto y la educación.
—Me alegra oírte decir eso y que sea realmente verdad —añadió ella—. No deseo más que tu felicidad y hoy he rezado por ti en Sayyidna el-Huseyn, esperando que Dios responda a mi ruego.
—Amén… —respondió él.
Y la miró mientras levantaba la kánaka para llenar su taza por cuarta vez, dejando ver en el ángulo de su boca una ligera sonrisa… Recordó cómo antaño su deseo de visitar Sayyidna el-Huseyn era prácticamente descabellado. Y ahí estaba hoy, visitándolo cada vez que iba al cementerio o a el-Sukkariyya. Pero ¡qué precio tan abrumador el que había pagado a cambio de esa endeble libertad! Él mismo tenía también sus deseos descabellados. ¿Qué precio tendría que pagar para que se hicieran realidad? Cualquier precio, por elevado que fuera, le parecería insignificante.
—De la visita a el-Huseyn hay recuerdos que no se olvidan… —dijo soltando una risita.
—Y una huella que aún perdura —añadió ella, sonriendo, mientras se palpaba la clavícula con las manos.
—Hoy ya no estás prisionera en casa, como antes —repuso Kamal con cierto entusiasmo—. Ya tienes derecho a visitar a Jadiga, a Aisha o Sayyidna el-Huseyn siempre que quieras. ¡Imagínate la frustración que hubieras experimentado si mi padre no hubiera soltado tus grilletes!
Levantó sus ojos hacia él con algo similar al apuro o la vergüenza, como si le fuera difícil recordar un privilegio que había obtenido a consecuencia de su desconsuelo por la pérdida de su hijo. Luego bajó la cabeza abatida, y su muda expresión venía a decir: «¡Ojalá hubiera seguido como estaba, con tal de haber conservado a mi malogrado hijo!». Pero evitó expresar aquello que conmovía su pecho por temor a enturbiar la dicha de Kamal, y se contentó con decir, como excusándose de aquella libertad que había logrado:
—Si salgo de vez en cuando no es por entretenerme. ¡Voy a visitar el-Huseyn para rezar por ti, y visito a tus hermanas para quedarme tranquila y resolver unos problemas que, de no ser yo, no sé quién resolvería!
Captó de inmediato los problemas a los que ella se refería y, como sabía que había ido de visita ese día a el-Sukkariyya, le preguntó:
—¿Y qué hay de nuevo en el-Sukkariyya?
—¡Lo de siempre…! —dijo suspirando.
Él agitó la cabeza y sonrió al decir:
—Creada para discutir, ¡esa es Jadiga!
—Me ha dicho su suegra: «Cualquier conversación con ella es una aventura de consecuencias nada benignas» —comentó Amina con tristeza.
—¡Parece que su propia suegra está chocheando!
—Tiene la excusa de la edad, pero ¿cuál es la excusa de tu hermana?
—Me pregunto si te has puesto de su lado sin que tuviera razón, o te has puesto del lado de la razón y no del suyo.
Al decir esto, soltó una risita llena de significado.
—Tu hermana tiene un temperamento fogoso —dijo Amina suspirando de nuevo—, y se enoja en seguida, incluso con el consejo más sincero. Y ¡ay de mí si hago un cumplido a su suegra en atención a su edad y a su rango! Entonces me pregunta con los ojos enrojecidos: «¿Estás conmigo o contra mí?». ¡No hay poder ni fuerza sino en Dios! ¡Conmigo o contra mí! ¿Es que estamos en una guerra, hijo mío? Y lo extraño es que a veces su suegra no tiene razón, ¡pero Jadiga sigue discutiendo hasta que la razón se le vuelve en contra!
¡Qué difícil era que algo lo llevara a irritarse con ella! Había sido, y seguía siéndolo, su segunda madre y una fuente de ternura inagotable. ¡Qué lejos estaba de ella la indiferente y bella Aisha, que se había convertido en una Sháwkat hasta los tuétanos!
—¿Y qué es lo que ha pasado?
—La trifulca comenzó esta vez, y en contra de lo habitual, con su marido. Cuando entré en su piso, los dos estaban discutiendo acaloradamente, hasta el punto que me pregunté, asombrada, qué había sacado de sus casillas a ese buen hombre. Me interpuse entre ellos para calmarlos, y luego supe la causa de todo. Jadiga se había propuesto limpiar el polvo al piso, pero a las nueve de la mañana él seguía durmiendo. Se empeñó en despertarlo hasta que él abrió los ojos enfadado y, presa de una repentina obstinación, se negó a levantarse de la cama. Al oír su madre el griterío, fue corriendo, y el fuego no tardó en prenderse. Y, apenas había terminado esta pelea, estalló otra por causa de Ahmad, que había vuelto de la calle con la galabiyya llena de barro. Ella le pegó y quiso que volviera a lavarse, pero el niño pidió ayuda a su padre, y el hombre salió en su defensa. ¡Y tuvieron la segunda discusión en sólo media jornada!
—¿Y qué hiciste tú? —dijo él riendo.
—Hice todo lo que pude, pero no salí bien parada, pues ella se pasó un buen rato censurándome por haber tomado una postura de mediador. Me dijo: «Tenías que haberte aliado conmigo, como lo hace su madre con él».
Luego, suspirando por segunda vez:
—Le contesté a Jadiga: «¿Es que no recuerdas cómo me veías comportarme ante tu padre?». Y ella me dijo con vehemencia: «¿Acaso crees que hay en este mundo un hombre como mi padre?».
De repente a Kamal se le vino a la mente la imagen de Abd el-Hamid Bey Shaddad y de su esposa, Saniyya hánem, caminando el uno al lado del otro desde el porche hasta el coche Minerva que esperaba ante la puerta del palacio, no como un amo y un esclavo, sino como dos amigos iguales, que hablaban sin formalidades. ¡Saniyya iba cogida de su brazo, hasta que, al llegar al coche, el bey se echó a un lado para que ella subiera primero! «¿Alguna vez has visto a tus padres en semejante actitud?» ¡Qué idea tan ridícula! Aquellos se movían con la majestad digna de la encantadora joven que habían engendrado. Aunque la hánem no era más joven que su madre, vestía un precioso abrigo, modelo de gusto, elegancia y distinción; iba con el rostro descubierto, un rostro hermoso, aunque no tanto como el incomparable rostro angelical de su hija; y desprendía a su alrededor un fragante aroma y un esplendor cautivador. Movido por el deseo apasionado de conocer una vida que se relacionaba con la de su adorada con lazos y vínculos tan fuertes, le hubiera gustado saber cómo charlaban, cómo se trataban y cómo se peleaban, si es que se peleaban. «¿Te acuerdas de cómo los mirabas, con los ojos con que mira el adorador a los sumos sacerdotes y a los guardianes del templo?».
—Si Jadiga hubiera heredado algo de tu carácter, habría tenido asegurada una existencia feliz… —dijo él con calma.
Las facciones de Amina sonrieron de alegría, pero esta alegría chocó con la amarga realidad: que su carácter, a pesar de su dulzura, no había podido asegurarle eternamente la felicidad. Y temiendo que él leyera sus negros pensamientos, dijo sin apartar la sonrisa de sus labios:
—Sólo Él es la guía. Que Nuestro Señor haga más dulce tu carácter, para que seas de los que aman a la gente y de los que son amados…
Y él le saltó con esta pregunta:
—¿Cómo me encuentras tú?
—Tal como he dicho, y aún mejor… —dijo ella convencida.
«Pero ¿cómo conseguir que esa criatura angelical te ame? Invoca su imagen y reflexiona un poco. ¿Te la puedes imaginar desvelada y abatida de amor y pasión? ¡Qué idea tan peregrina! Ella está por encima del amor, pues el amor es una carencia que sólo el ser amado puede llenar. Ten paciencia y no retuerzas tu corazón de dolor. Confórmate con amar, confórmate con esa visión suya, que resplandece con la luz de tu alma, y con las melodías de su voz, que embriagan de alegría tus entrañas. De la adorada brota una luz que hace que todos los seres parezcan criaturas nuevas. El jazmín y la hiedra, tras el silencio, se hablan al oído. Los minaretes y las cúpulas vuelan hacia el cielo sobre el tapiz del crepúsculo. Los panoramas del antiguo barrio hablan de la sabiduría de las generaciones. La orquesta del universo prolonga los murmullos de los grillos. La ternura fluye desde las madrigueras. La hermosura embellece las callejas y los adarves. Los pájaros de la felicidad gorjean sobre las tumbas. Los seres inanimados se extravían en el silencio de las meditaciones. Un arco iris brilla en la estera sobre la que posas tus pies. ¡Este es el mundo de mi adorada!»
—En el camino hacia el-Huseyn, he pasado por el-Azhar y me he encontrado con una gran manifestación, lanzando unos gritos que me recordaron el pasado. ¿Es que ha ocurrido algo recientemente, hijito?
—¡Los ingleses no quieren retirarse pacíficamente! —contestó.
—¡Los ingleses… los ingleses! —dijo ella con vehemencia y con una mirada de cólera relampagueando en sus ojos—. ¿Cuándo caerá sobre ellos la venganza del justo Dios?
Durante cierto tiempo había abrigado un odio similar hacia el propio Saad, ¡hasta que por fin él la había convencido de que no era lícito que odiaran a una persona a la que Fahmi quería!
—¿Qué quieres decir, Kamal? —volvió a preguntarle con patente inquietud—. ¿Es que vamos a volver a los días de la desgracia?
—¡Lo oculto sólo Dios lo sabe! —contestó alterado.
La angustia, reflejada en las contracciones de su pálido rostro, se apoderó de ella.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Aleja de nosotros el tormento! Tenemos que abandonarlos a la cólera del Todopoderoso. Es lo mejor que podemos hacer. Sería una locura arrojarnos por nosotros mismos a la perdición. ¡Dios nos libre!
—¡Cálmate! Morir es inevitable. La gente muere por una causa o por otra, ¡e incluso sin ninguna causa en absoluto!
—¡No niego que sea cierto lo que dices —replicó ella disgustada—, pero tu tono no me gusta!
—¿Y cómo quieres que hable?
—Quiero que digas claramente que estás de acuerdo en que es impío que las personas se expongan por sí mismas a la destrucción… —dijo ella con voz emocionada.
—¡Estoy de acuerdo! —contestó él con resignación, disimulando una sonrisa.
Ella le clavó la vista, recelosa, y le dijo suplicante:
—Y que lo digas de corazón, no sólo con la lengua…
—Lo digo de corazón…
«¡Qué gran diferencia hay entre el ideal y la realidad! Tú aspiras con ardor al ideal supremo en religión, política, pensamiento y amor, y las madres sólo piensan en la seguridad. ¿Qué madre estaría contenta de enterrar un hijo cada cinco años? Pero la vida ideal exige ofrendas y mártires… El cuerpo, la mente y el espíritu son sus ofrendas, y Fahmi sacrificó su prometedora vida con una muerte gloriosa. ¿Puedes tú afrontar la muerte como él la afrontó? Tu corazón no vacilaría en elegir, aunque rompiese el corazón de esta desgraciada madre, una muerte que drenase la sangre de una herida y vendara otras heridas. ¡Qué amor…! Sí, pero no es el que hay entre Budur y yo, y tú lo sabes. El amor realmente maravilloso es mi amor por ti. Es un acto de fe en el universo, frente a sus pesimistas enemigos; un amor que me enseñó que la muerte no es lo más horrible que podemos temer y que la vida no es lo más alegre que podemos desear, pues en la vida hay cosas que la vuelven dura y la empobrecen hasta el punto de hacer buscar la muerte, y cosas que la vuelven tierna y la enriquecen hasta hacer anhelar la eternidad. ¡Qué emocionantes son las llamadas que te hace esa vida, con una voz que no sabes cómo describir, ni aguda, ni grave, como el "fa" de la escala musical que brota del violín, y con un sonido que tiene la claridad de la luz, el color —si es que se le puede imaginar un color— del profundo azul del cielo, la calidez de la fe, y algo que te mueve hacia las alturas…!»