14

El suar atravesó la calle de el-Huseyniyya, y luego sus enfranquecidos caballos empezaron a trotar por el asfalto de el-Abbasiyya, espoleados por el largo látigo del conductor. Kamal iba sentado en la parte delantera del coche, en el extremo del largo asiento que había junto al conductor, y sin esfuerzo, con sólo girar la cabeza, pudo ver la calle de el-Abbasiyya que se extendía ante sus ojos con una anchura inhabitual en el barrio antiguo, y una longitud que parecía no tener fin. Su suelo era plano y liso, y las casas que había a ambos lados de ella eran imponentes y tenían vastos patios, algunos de los cuales se adornaban con ricos jardines.

Sentía una gran admiración hacia el-Abbasiyya, y albergaba hacia ella un amor y un respeto que llegaban al extremo de la veneración. La admiración se la causaba su limpieza, su arquitectura y la confortable calma que reinaba en sus mansiones, cualidades todas ellas desconocidas en su antiguo y vociferante barrio. El amor y el respeto se debían a que era la patria de su corazón, la morada de la inspiración de su amor, y el lugar donde se alzaba el palacio de su adorada.

Desde hacía cuatro años frecuentaba aquella calle con un corazón tan alerta y unos sentidos tan aguzados que ya se la sabía de memoria. Cualquier punto hacia el que dirigiese la mirada le devolvía una imagen familiar, como si se tratara del rostro de un antiguo amigo. Todos sus rasgos característicos, sus paisajes y sus adarves, así como muchos de sus habitantes, estaban asociados en su mente a unas ideas, sentimientos y fantasías que, en conjunto, se habían convertido en la esencia de su vida y la trama de sus sueños. Y dondequiera que volviera el rostro, hallaba algo que invitaba a su corazón a prosternarse.

Sacó de su bolsillo una carta que había encontrado en el correo hacía dos días. Su remitente era Huseyn Shaddad. En ella le anunciaba su regreso —y el de sus dos amigos, Hasan Selim e Ismail Latif— del veraneo, y le invitaba a reunirse con ellos en su casa, hacia la que ahora le conducía aquel suar… Miró la carta con ojos soñadores, agradecidos y enamorados, con ojos lánguidos, devotos y fieles, no sólo porque el remitente fuera el hermano de su adorada, sino porque pensaba que la carta había estado depositada en algún lugar de la casa antes de que Huseyn escribiera en ella su mensaje, y en tales circunstancias no era improbable que los bellos ojos de Aida hubieran caído sobre ella al ir o al venir, o que sus dedos la hubieran tocado por una u otra causa, e incluso sin darse cuenta. Es más, le bastaba con creer que había estado depositada en el mismo lugar que había albergado su cuerpo y que había estado habitado por su espíritu, para convertir la carta en un símbolo sagrado por el que su alma batía alas y su corazón sentía nostalgia. Se puso a leer la carta, por décima vez, hasta detenerse en esta frase: «Hemos vuelto a El Cairo el día uno de octubre por la tarde». Es decir, que la capital había sido honrada con su presencia desde hacía cuatro días sin que él lo supiera. ¿Cómo no había captado su presencia, bien por instinto, bien por sensibilidad o intuición? ¿Cómo esa soledad, que lo había embargado a lo largo del verano, había podido extender su sombra sobre aquellos cuatro días benditos? ¿Es que la tristeza continuada había envuelto su sensibilidad con una capa de apatía y rigidez? ¡De todas formas, su corazón se agitaba ahora, y su espíritu volaba en alas de la alegría y la felicidad! ¡Ahora dominaba el mundo desde una cumbre elevada, donde sus rasgos característicos aparecían envueltos en un halo de transparencia y luminosidad como si fueran espectros en el mundo de los ángeles! ¡Ahora sus sentimientos se inflamaban con el ardor de la vitalidad, el éxtasis de la alegría y la ebriedad de la emoción! ¡Y también ahora —incluso en ese preciso instante— lo rondaba el fantasma del dolor, que en él iba unido a la alegría del amor, como lo hacen el eco y la voz! En el pasado, cuando su corazón estaba libre y no había sido tocado por el amor, aquel suar le había llevado por esa misma calle. ¿Qué sentimientos, esperanzas, miedos o ruegos sentía entonces? La vida anterior al amor no la recordaba más que de una forma abstracta; la ignoraba en tanto en cuanto conocía el valor del amor, y la añoraba siempre que el dolor se le hacía irresistible. Sin embargo, ella casi se había convertido en una leyenda, de tanto como su mente la sentía. Por eso, llegó a fechar su vida de acuerdo con el amor, y decía: «Eso fue antes del amor» —«A. A.»— y «Eso ocurrió después del amor» —«D. A.».

Cuando el coche se detuvo junto a el-Wayliyya, Kamal volvió a echarse la carta al bolsillo y se bajó, dirigiéndose a la calle de los Palacios, con los ojos puestos en el primer palacete de la derecha, pegado al desierto de el-Abbasiyya. Este palacio, con sus dos plantas, parecía desde fuera una edificio majestuoso y alto; su fachada lindaba con la calle de los Palacios y su parte trasera acababa en un amplio jardín, dejando ver las copas de sus altos árboles tras un muro gris, de mediana altura, que rodeaba tanto al palacio como al jardín, dibujando un enorme rectángulo que se metía en el desierto, el cual lo bordeaba por el sur y por el este. Aquella estampa estaba grabada en las páginas de su alma. Su majestuosidad lo cautivaba y sus signos de grandeza lo fascinaban. Su grandeza la veía como un saludo ofrecido a la valía de su dueño. Ante sus ojos aparecían unas ventanas cerradas y otras con las cortinas corridas, y en la discreción y reserva que estas mostraban veía algo que simbolizaba la dignidad del ser amado, su inmunidad, su inaccesibilidad y su carácter enigmático, ideas todas ellas ratificadas por el inmenso jardín y el desierto que se hundía en el horizonte. Aquí y allá aparecían una alta palmera, una hiedra que trepaba por una pared, o unas trenzas de jazmín caídas sobre un muro. Y su corazón estaba cogido por unos recuerdos que se enredaban como frutos por encima de ellas, hablándole en secreto de amor, dolor y adoración. Se habían convertido en una sombra de su ser amado, en fragancia de su espíritu y en reflejo de sus facciones, difundiendo en su conjunto —y por lo que sabía ya de que París había sido un exilio para la gente del palacio— una atmósfera de belleza y sueño que armonizaba con su amor tanto en su elevación y santidad, como en su orgullo y en su aspiración a lo desconocido.

Al acercarse a la entrada del palacio vio al portero, al cocinero y al chófer sentados en un banco cerca de la puerta, como solían hacer por las tardes. Y cuando llegó a su altura, el portero se puso en pie y le dijo: «Huseyn Bey te está esperando en el cenador». Al entrar lo acogió una mezcla de perfume de jazmín árabe, clavel y rosa, procedente de unos tiestos dispuestos a ambos lados de la escalera que conducía al gran porche, el cual surgía ante el recién llegado a poca distancia de la puerta. Luego torció hacia la derecha, hacia la vereda lateral que separaba el palacio del muro, y que se deslizaba entre ambos hasta las lindes del jardín, junto al porche trasero del palacio.

A su palpitante corazón no le era fácil caminar por aquel santuario ni hollar un suelo que antes habían hollado los pies de su amada. El respeto casi lo detenía. Extendía la mano hacia el muro de la casa buscando su bendición, de la misma forma que la había extendido hacia el mausoleo de el-Huseyn antes de saber que no era más que un símbolo. Se preguntaba en qué lugar del palacio estaría disfrutando en ese momento su amada, y qué podía hacer él si ella le dirigía su fascinante mirada. ¡Ojalá la encontrara en el cenador, para compensar a sus ojos de tanta paciencia, deseo e insomnio!

Echó una mirada que envolvió todo el jardín hasta su muro posterior, tras el que aparecía el desierto. El sol, que se inclinaba sobre el palacio en dirección a la calle, arrojaba su luz sobre la parte alta de los árboles, las palmeras, las techumbres de jazmín que recubrían el muro por todas partes, y los macizos de flores y rosas —redondos, cuadrados, y en forma de media luna— rodeados de senderos enlosados. Luego caminó por un paseo de mediano tamaño que conducía a un cenador instalado en mitad del jardín, en el que había visto de lejos a Huseyn Shaddad y a sus dos invitados —Hasan Selim e Ismail Latif— sentados en sillas de bambú en torno a una mesa redonda de madera, sobre la que estaban esparcidos algunos vasos alrededor de una garrafa de agua. Escuchó una exclamación de bienvenida, procedente de Huseyn, que le dio a entender que se había dado cuenta de su llegada. Y en seguida se levantaron para salirle al encuentro. Él los abrazó uno por uno, tras una separación que había durado todo el verano.

—Gracias a Dios el viaje ha terminado felizmente.

—Te hemos echado mucho de menos.

—¡Qué morenos os habéis puesto! Ya no hay diferencia entre vosotros e Ismail.

—Es más; a nuestro lado, pareces un europeo entre gente de color. Dentro de poco todo volverá a ser como antes. Nos estábamos preguntando por qué el sol de El Cairo no nos ponía morenos. Pero ¿quién es el guapo que se atreve a exponerse al sol de El Cairo? ¡Solo quien desee coger una insolación! Sin embargo, ¿cuál es el secreto de este bronceado que hemos tomado? Recuerdo que encontramos una explicación a esto en alguna de nuestras lecciones. Claro que sí. Quizás está en la química. Hemos estudiado el sol a través de diversas ciencias, como la astronomía, la química y las ciencias naturales. ¿Y en cuál de estas encontramos explicación al bronceado del veraneo? ¡Pero ya es tarde para hacerse esta pregunta, porque hemos terminado los estudios secundarios…! Así que, danos noticias de El Cairo.

—¡Pero tú tienes que contarnos cosas de Ras el-Barr, y Hasan e Ismail tienen que hablarnos después de Alejandría!

—Esperad, que habrá tiempo para hablar de todo.

El cenador no era más que una sombrilla de madera redonda alzada sobre un enorme soporte. Su suelo, rodeado por tiestos de rosas, era de arena, y su mobiliario se reducía a la mesa de madera y a las sillas de bambú. Se habían sentado detrás de la mesa, en semicírculo, de cara al jardín. Parecían felices con el reencuentro, pues el verano los había mantenido separados, a excepción de Hasan Selim e Ismail Latif, que veraneaban habitualmente en Alejandría. Empezaron a reírse por la causa más nimia, y a veces por el mero hecho de intercambiar las miradas, como si rumiaran los recuerdos de antiguas bromas. Los tres amigos vestían camisa de seda y pantalón gris. Sólo Kamal llevaba un traje ligero, color gris plomo, al considerar que su visita a el-Abbasiyya revestía un carácter solemne; no como en su barrio, por el que rondaba contentándose con vestir la americana encima de la galabiyya. Todo cuanto lo rodeaba le hablaba al corazón, conmoviéndolo hasta las raíces: ese cenador, en el que había recibido el mensaje del amor; ese jardín, que era el único que conocía su secreto; y esos amigos, a los que quería por la amistad que los unía, y además por estar asociados a la historia de su amor. Todo le hablaba a su amor y a su corazón. Se preguntaba cuándo vendría Aida, y si podría transcurrir la tertulia sin que sus ojos, excitados por el deseo, cayeran sobre ella. Para resarcirse, empezó a dirigir sus ojos hacia Huseyn Shaddad todo lo que pudo. No lo miraba sólo como a un amigo, ya que el hecho de ser hermano de su adorada le añadía una especie de magia y misterio. Además de amor, había llegado a albergar hacia él admiración, veneración y asombro. Huseyn se parecía muchísimo a su hermana tanto en sus ojos negros, su esbelta y elevada estatura y su cabello lacio de un negro profundo, como en sus gestos y en su silencio, llenos de sublimidad y encanto. No había más diferencia esencial entre ambos que la nariz aguileña y gruesa de Huseyn y su tez blanca, cubierta por el bronceado del verano.

Como Kamal, Huseyn e Ismail eran de los que habían aprobado el examen de bachillerato ese año —teniendo en cuenta que los dos primeros tenían diecisiete años, y el último, veintiuno— se pusieron a hablar del examen y de las consecuencias para el futuro que de él se derivaban. El que empezó a hablar fue Ismail Latif. Cuando lo hacía, alargaba el cuello, como para disimular su corta longitud y su pequeño tamaño, al menos en comparación con sus tres amigos. Sin embargo, era de recia complexión y músculos robustos; y en la aguda y burlona mirada de sus ojos estrechos, en su nariz puntiaguda y afilada, en sus cejas espesas y en su boca ancha y fuerte había algo que bastaba para prevenir a quien se propusiese atacarlo.

—Este año hemos rendido al cien por cien —dijo—. Antes nunca se había obtenido algo así, al menos en lo que a mí respecta. Yo tenía que estar ya en el último curso de la enseñanza superior, con Hasan, pues entró conmigo en la escuela de Fuad I en el mismo día del mismo año. Mi padre, al ver mi número en el periódico entre los aprobados, me preguntó burlón: «¿Alargará Dios mi vida para que te vea entre los que han sacado el Diploma Superior?».

—No vas tan retrasado como para que sea justificable la desesperación de tu padre —dijo Huseyn Shaddad.

—Llevas razón —replicó, burlón, Ismail—. Pasar dos años en cada curso no es demasiado.

Luego, dirigiendo sus palabras a Hasan Selim:

—Y tú, ¿quizás estás ya preocupado por lo que harás después de licenciarte? Hasan Selim estaba en el último curso de la Escuela de Leyes, y comprendió que Ismail Latif lo invitaba a manifestar en público su idea sobre lo que se proponía hacer tras acabar los estudios. Pero Huseyn Shaddad se le adelantó a responder a Ismail:

—No tiene motivo para preocuparse. ¡De hecho conseguirá un empleo en la Fiscalía o en el Cuerpo diplomático!

Hasan Selim salió de su calma, marcada por el orgullo, reflejándose la predisposición a saltar en su hermoso rostro de finas facciones, al preguntar desafiante:

—¿Y por qué debería yo confiar en tus conjeturas?

Estaba orgulloso de su esfuerzo y su inteligencia, y quería que todos le reconocieran esas cualidades. Nadie se las discutía, pero tampoco olvidaba nadie que era hijo de Selim Bey Sabri, consejero en la Corte de Apelación, y que esta paternidad le hacía gozar de una prerrogativa cuya influencia estaba muy por encima de su inteligencia y esfuerzo. Sin embargo, Huseyn Shaddad se abstuvo de decir nada que pudiera excitarlo, y contestó:

—En tu superioridad está la garantía de eso que estás preguntando… Ismail Latif no le dejó tiempo para que disfrutara del elogio que le había hecho Huseyn, y le dijo:

—Y ahí está tu padre, ¡y eso —en mi opinión— es mucho más importante que la superioridad…!

Pero Hasan recibió el ataque defendiéndose con uñas y dientes, al contrario de lo que hubiera podido esperarse, bien porque estaba harto de la agresividad de Ismail, del que apenas se había separado a lo largo del veraneo de ambos en Alejandría, o bien porque había llegado a ver en su compañero a un intrigante «profesional», cuyas palabras no siempre convenía tomar en serio. Sin embargo, la unión de los amigos era tal que su fuerza no se debilitaba a pesar de tener unos altercados dialécticos que a veces llegaban al borde de la pelea. Así, clavando la mirada con ironía en Ismail, le preguntó Hasan Selim:

—Y tú, dime, ¿en qué acabaron los esfuerzos de los que estaban buscando algo para ti?

Ismail soltó una risotada, y al hacerlo descubrió sus dientes afilados y amarillentos a consecuencia del tabaco, del que había sido uno de los primeros adeptos entre los alumnos de secundaria.

—El resultado no ha sido nada satisfactorio —dijo—. No me aceptaron ni en Medicina ni en Ingeniería, porque no tenía suficiente puntuación; así que sólo me queda Comercio y Agricultura. Y entre ambas cosas, he elegido la primera.

Kamal observó, afectado, cómo su amigo había pasado por alto la Escuela de Magisterio, como si no hubiera sido tomada en cuenta. Pero sintió que, en el hecho de haberla elegido —a pesar de que podía ingresar en la de Leyes, cuyo rango era indiscutible— había una ejemplaridad con la que se consoló de su tristeza y su soledad. Huseyn Shaddad, dejándose llevar por su agradable risa, que puso al descubierto la belleza de sus dientes y de sus ojos, dijo:

—¡Ay, si hubieras elegido Agricultura! ¡Imaginaos a Ismail en un campo, pasando la vida entre los campesinos…!

—Pues eso no me importaría —repuso Ismail contento—, si el campo estuviera en Imad el-Din

En ese momento Kamal miró a Huseyn Shaddad y le preguntó:

—¿Y tú?

Huseyn extendió su mirada hacia la lejanía, reflexionando antes de contestar, y Kamal tuvo oportunidad de observarlo. ¡Cómo le fascinaba pensar que era hermano de Aida, es decir, que entre ellos había el mismo trato y amistad que un día había existido entre él, Jadiga y Aisha! ¡Una idea que le era difícil concebir! Sin embargo, Huseyn se sentaba con ella, hablaba con ella, se quedaba a solas con ella, y la tocaba. ¿La tocaba? ¡Y comía con ella! Se preguntaba cómo tomaría Aida su comida. ¿Se chuparía los dedos al comer? ¿Comería, por ejemplo, mulujma y habas cocidas? ¡Qué imposible le era también imaginárselo! Lo importante era que se trataba de su hermano, y que él —Kamal— tocaba la mano de este que, a su vez, tocaba la de ella. ¡Ay, si le fuera dado oler su aliento, que sin duda debía parecerse al de Aida!

—La Escuela de Leyes, de forma provisional —respondió Huseyn Shaddad. «¿No es posible que allí se haga amigo de Fuad Gamil el-Hamzawi? ¿Y por qué no? Sin duda la de Leyes es una escuela realmente importante, ya que Huseyn va a ingresar en ella. Es una aventura intentar convencer a la gente del valor de un modelo ideal».

—No sabía —dijo Ismail, burlón— que hubiera estudiantes que ingresaran en ninguna escuela de forma provisional. ¡Háblanos de eso, por favor…!

—Todas las escuelas son iguales para mí —dijo Huseyn Shaddad con seriedad—. Ni en esta ni en aquella hay nada que me haga ponerme de su parte. Realmente quiero instruirme, pero no quiero trabajar. Y no hallaré en ninguna escuela la ciencia que deseo, una ciencia que no esté orientada hacia una actividad. Pero no he logrado encontrar en casa a nadie que esté de acuerdo con mis ideas y no veo más salida que adaptarme a ellos hasta cierto punto. Les pregunté: «¿Qué escuela elegiríais?». Contestó mi padre: «¿Es que hay otra escuela distinta a la de Leyes?». Y dije: «Entonces, que sea la de Leyes».

—¡De forma provisional! —agregó Ismail Latif imitando su tono y sus gestos.

Hubo una carcajada general. Luego continuó Huseyn Shaddad:

—¡Por supuesto, de forma provisional, pedazo de intrigante! Y, si los asuntos marchan como deseo, no es imposible que interrumpa mis estudios aquí para viajar a Francia, aunque sea con el pretexto de estudiar Derecho en sus institutos. Allí podré beber sin trabas de las fuentes de la cultura; allí podré pensar, ver y oír…

—¡Y gustar, y tocar, y oler…! —añadió Ismail, imitando de nuevo su tono y sus gestos, como si completara lo que creía que el otro había callado.

Tras un intermedio de risas, Huseyn continuó su conversación diciendo:

—¡Puedes estar seguro de que mi objetivo es distinto de ese con el que tú sueñas!

Kamal le creyó de todo corazón sin necesidad de pruebas, no sólo porque lo respetaba tanto como para ni sospechar que mintiera, sino porque estaba convencido de que la vida que esperaba disfrutar en Francia era la «única» digna de cautivar las almas. ¡Qué lejos estaba Ismail de comprender esa verdad, a pesar de lo sencilla que era! ¡Ni él ni la gente de su especie creían en otra cosa que no fueran los números y las apariencias! ¡Cuántas veces había suscitado Huseyn sus sueños! ¡Y este, caracterizado por su amplitud de miras y su belleza, era uno de ellos, un sueño lleno de los frutos del espíritu y el pensamiento, del oído y la vista! «¡Cuántas veces ha dominado mis sueños y mi vigilia! ¡Y luego, tras tanto aspirar a él, tras tanto buscarlo, ha acabado por llevarme a la Escuela de Magisterio!»

—¿Quieres decir realmente lo que has dicho de que no quieres trabajar? —preguntó Hasan.

—No seré un especulador en la bolsa, como mi padre —contestó Huseyn Shaddad con una mirada soñadora en sus hermosos ojos negros—, porque no soporto una vida cuya esencia sea el trabajo incesante y cuya meta sea el dinero. Y tampoco seré funcionario, porque ese puesto significa esclavizarse por el sustento. Y el mío es abundante. Quiero vivir en el mundo como un turista: leer, ver, escuchar y pensar… moverme del monte al llano y del llano al monte…

Hasan Selim, que le había estado observando a lo largo de la conversación con una mirada de menosprecio, disimulada por su reserva aristocrática, le objetó:

—El trabajo no es siempre una forma de obtener el sustento. Yo, por ejemplo, no tengo necesidad de esforzarme por él, pero no cabe la menor duda de que deseo ocupar un puesto elevado, pues el hombre tiene que trabajar y un empleo noble es una meta digna de ser perseguida por sí misma.

—Eso es cierto —dijo Ismail Latif, ratificando las palabras de Hasan—. Las tareas judiciales y diplomáticas son trabajos deseados por la gente más rica. —Luego, dirigiéndose hacia Huseyn Shaddad—: ¿Por qué no eliges un trabajo de esos, ya que están a tu alcance?

—¡El Cuerpo diplomático —dijo Kamal dirigiéndose también a Huseyn— puede ofrecerte al mismo tiempo la oportunidad de un trabajo noble y de viajar!

—Pero es difícil entrar en él —añadió Hasan Selim con un tono lleno de significado.

—El Cuerpo diplomático tiene, sin duda, extraordinarias ventajas. Aunque en la mayoría de los casos es un empleo honorífico, no resulta muy incompatible con mi rechazo a la esclavitud del trabajo, ya que los viajes y el ocio me permitirían esa vida dedicada al espíritu y la belleza que deseo. Sin embargo, no creo que esté a mi alcance, no porque sea difícil entrar en él, como ha dicho Hasan, sino porque dudo que pueda continuar los estudios reglamentarios hasta el final…

—Tengo la impresión —dijo Ismail Latif riendo con malicia— de que quieres ir a Francia por motivos que nada tienen que ver con la cultura. Haces bien…

Huseyn Shaddad se rio, haciendo signos de negación con la cabeza, y luego dijo:

—Por supuesto que no. Tú piensas según tus inclinaciones, pero yo rechazo la enseñanza académica por otras causas. La primera de ellas es que no me interesa estudiar Derecho. La segunda, que no hay ninguna escuela que pueda darme las nociones que deseo sobre diversas ciencias y artes, como el teatro, la pintura, la música y la filosofía. En la escuela sólo te llenarán la cabeza de polvo, para que descubras en él —si es que lo descubres— unas pepitas de oro. Sin embargo, en París puedes asistir a conferencias sobre diversas artes y ciencias, sin restricciones de disciplina o exámenes… además de la vida noble y hermosa que te proporciona.

Luego, continuando en voz baja, como si hablara consigo mismo:

—¡Y puede que me case allí, para pasarme la vida viajando por mi mundo real e imaginario!

En el rostro de Hasan Selim no aparecieron indicios de que prestara un interés serio a la conversación. Por otro lado, Ismail Latif levantó sus cejas espesas, dejando a sus ojos manifestar la malicia e ironía que bullían en su corazón… Sólo Kamal parecía estar impresionado y entusiasmado. Él acariciaba las mismas esperanzas, con algunas diferencias que no afectaban a su esencia. No le interesaba viajar ni casarse en Francia, pero ¿quién le daría esos conocimientos no restringidos por la disciplina o los exámenes? Serían más útiles, sin discusión, que el polvo con el que le iban a llenar la cabeza en Magisterio para que consiguiera al final una pepita de oro. ¿París? Después de saber que había albergado los más tiernos años de la vida de su adorada, se había convertido en un bello sueño, un sueño que no dejaba de incitar a Huseyn con su hechizo, y que fascinaba su propia imaginación con sus variadas promesas. ¿Cómo curarse del tormento de las esperanzas?

Tras un instante de vacilación, dijo con recelo:

—¡Pienso que, en Egipto, la escuela más próxima a realizar siquiera una ínfima parte de tu deseo es la Escuela Superior de Magisterio!

Entonces Ismail Latif se volvió hacia él, preguntándole con aparente inquietud:

—¿Qué has elegido tú? No me digas que Magisterio… ¡Señor… había olvidado que estás casi tan chiflado como Huseyn!

Kamal esbozó una amplia sonrisa, que puso de manifiesto la elasticidad de sus enormes narices, y contestó:

—¡Me he inscrito en Magisterio por la causa que has mencionado…!

Huseyn Shaddad le miró con interés, y luego exclamó sonriendo:

—¡Seguro que tus inclinaciones culturales te han causado muchos problemas antes de hacer tu elección…!

Y le dijo Ismail Latif en tono de acusación:

—Y tú eres responsable en alto grado de que esas inclinaciones suyas se hayan consolidado. Es más, la verdad es que hablas mucho y lees poco, pero este pobre desgraciado se toma el tema en serio y lee hasta quedarse ciego. ¡Mira cómo tu mala influencia sobre él lo ha empujado al final hacia Magisterio…!

Haciendo caso omiso de la interrupción de Ismail, Huseyn continuó hablando:

—¿Estás seguro de que en Magisterio está lo que deseas?

Con el pecho henchido de alegría al escuchar la primera voz que le preguntaba por su Escuela sin desprecio ni reprobación, Kamal contestó entusiasmado:

—Me basta con que me permita estudiar inglés, a fin de usarlo como medio eficaz para leer sin límites. Además, allí hay una buena oportunidad —según creo— para estudiar Historia, Pedagogía y Psicología.

Huseyn Shaddad reflexionó un momento, y luego añadió:

—He conocido mucho sobre los profesores que he tratado de cerca en mis clases particulares, y no eran precisamente buenos modelos de hombre culto. Pero quizás el responsable de ello sea el antiguo sistema escolar…

—Me basta con ese medio —dijo Kamal con un entusiasmo que no languidecía—. ¡La auténtica cultura depende de la persona, no de la escuela!

—¿Tienes la intención de convertirte en maestro? —preguntó Hasan Selim.

Aunque Hasan hizo la pregunta con educación, Kamal no se quedó tranquilo del todo, pues el mantenerse en los límites de la educación era un rasgo típico de él, que sólo transgredía en caso de extrema necesidad o cuando otro le provocaba. Por una parte aquello era una consecuencia natural de su aplomo, y por otra, de su noble crianza aristocrática. A Kamal no le era fácil saber si la pregunta de su amigo carecía realmente de desaprobación o desdén. Por eso movió los hombros con indiferencia y respondió:

—Eso es inevitable, mientras siga empeñado en aprender lo que quiero saber.

Ismail Latif estaba observando a Kamal con disimulo: su cabeza, su nariz, su largo cuello y su flaca figura. Y, como si imaginase el efecto de aquella imagen en los alumnos en general, y especialmente en los más crueles, murmuró sin poder evitarlo:

—¡Por mi vida, que eso será una catástrofe!

Pero Huseyn Shaddad volvió a intervenir con un afecto que traicionaba su predilección hacia Kamal:

—El puesto es algo secundario para quien tiene metas de largo alcance. Además, no debemos olvidar que un grupo selecto de hombres famosos de Egipto se ha formado en la escuela…

La conversación sobre la escuela se interrumpió aquí, y reinó el silencio. Kamal intentó sumergirse en el regazo del jardín, pero la conversación había dejado en su cabeza una fiebre que debía esperar a que se enfriara. Al pasear la mirada y ver la garrafa del agua helada sobre la mesa, se le vino a la mente una antigua idea que a menudo le había proporcionado felicidad en situaciones similares a esta: llenar un vaso y beberlo, pues quizás podría tocar con sus labios un punto de este que los labios de ella hubieran tocado por casualidad al beber alguna vez. Entonces se levantó y fue hacia la mesa, llenó un vaso de la garrafa y lo bebió. Luego volvió a su asiento, concentrando la atención en sí mismo y observándose, como si esperara que algo cambiara —si la suerte se aliaba con él y conseguía su objetivo—, que emanase de su espíritu una fuerza mágica y desconocida para él, y así embriagarse en un éxtasis divino con el que elevarse por las rutas felices de los cielos. Pero… ¡claro…!, al final se conformó con el placer de la aventura y la alegría de la espera. Luego empezó a preguntarse con inquietud: «¿Cuándo va a venir? ¿Será posible que el prometedor momento se una a los tres meses pasados de separación?» Sus ojos volvieron a la garrafa, y le rondó el recuerdo de una antigua conversación que había mantenido con Ismail Latif a propósito de esa garrafa, o mejor dicho, del agua helada, ¡qué era lo único que se ofrecía en el palacio de los Shaddad! Al tratar del tema, Ismail había señalado el estricto régimen económico por el que se regía el palacio, desde la azotea hasta los bedroom, preguntando: ¿No es esto una especie de tacañería? Pero Kamal se había negado a aceptar que la familia de su adorada estuviera marcada por algo que supusiese menoscabo, y la había defendido de esa acusación aduciendo como prueba su lujo, sus criados, sus deudos y los dos coches que poseía: el Minerva y el Fiat, que era casi en exclusiva para Huseyn. ¿Cómo, después de esto, podía acusársela de tacañería? Pero Ismail, que no tenía pelos en la lengua, había dicho entonces que existían distintas clases de tacañería, y que, como Shaddad Bey era millonario, en el pleno sentido de la palabra, se veía obligado a rodearse de signos externos de prestigio, aunque se limitaba a lo que se consideraba imprescindible en «su ambiente». Pero que la regla seguida, de la que ningún miembro de la familia se apartaba, era no permitirse gastar ni un solo millim sin objeto o motivo justificado… Los sirvientes recibían un salario bajísimo y comían muy poco, y, si uno de ellos rompía un plato, le descontaban su precio del salario… El propio Huseyn Shaddad, el único chico de la familia, no recibía ningún dinero de bolsillo, como otros chicos de su condición, por miedo a que se acostumbrara a despilfarrarlo sin necesidad. Claro que su padre podía comprarle en cada fiesta cierto número de acciones o de obligaciones, pero nunca le ponía una piastra en la mano… En cuanto a los visitantes, ¡con esa querida tacañería no se les ofrecía más que un vaso de agua helada…! ¿No era eso tacañería, aunque fuese una tacañería aristocrática? Mirando la garrafa, Kamal recordó aquella conversación y se preguntó, como se había preguntado entonces con horror, si era posible que la familia de su adorada tuviera algún defecto. Su corazón se negó a creerlo, como lo hace quien considera que en la perfección no cabe el menor reproche, aunque sea de poca importancia. Pero se imaginó que había un sentimiento, parecido a la satisfacción, que jugueteaba con él, susurrándole al oído: «No temas… ese defecto, si es cierto, ¿no es algo que la hace bajar aunque sea un escalón hacia ti o te hace subir a ti un escalón hacia ella?». A pesar de que había mantenido una actitud de reserva y duda hacia las palabras de Ismail, se halló a sí mismo revisando, sin darse cuenta, «el vicio» de la tacañería y clasificándolo en dos categorías: una especie rastrera, y otra que sólo era una política sabia para dar a la vida económica una excelente base de orden y rigor. Era totalmente exagerado llamarla avaricia o considerarla como un vicio. ¿Cómo podía ser de otra forma si no impedía construir palacios, comprar coches y adoptar todos los signos externos del lujo y la abundancia? ¿Cómo podía ser de otra forma si procedía de almas nobles, depuradas de toda villanía o bajeza?

Lo sacó de sus pensamientos la mano de Ismail Latif, que le había agarrado el brazo y se lo había sacudido. Luego lo oyó decir, dirigiéndose a Hasan Selim:

—¡Cuidado, que aquí está el delegado del Wafd para responderte!

Al instante se dio cuenta de que se habían puesto a hablar de política mientras él estaba distraído. ¡Hablar de política…! ¡Qué duro y placentero le resultaba! Ismail lo había llamado «delegado del Wafd», quizás burlándose de él. ¡Qué se burlase cuanto quisiera! Su preferencia por el Wafd era una convicción que había recibido de Fahmi y que en su corazón estaba asociada a su heroísmo supremo y a su sacrificio. Miró a Hasan Selim y dijo sonriendo:

—¡Ay, amigo, al que sólo deslumbra la grandeza! ¿Qué has dicho de Saad? Hasan Selim no pareció preocupado por su referencia a la grandeza, y Kamal tampoco esperaba otra cosa. ¡Cuántas veces lo había atacado, hasta darse cuenta de su opinión testaruda y displicente —que quizás era también la de su padre, el consejero— hacia Saad Zaglul, al que él casi idolatraba por amor y fidelidad! Según Hasan Selim, Saad Zaglul no era más que un bufón popular, y repetía ese apelativo con asco y desdén provocativos, saliéndose así de su acostumbrada educación y gentileza. ¡Luego pasaba a burlarse de su política y sus elocuentes dichos, alabando al mismo tiempo la grandeza de Adli, Zárwat, Muhammad Mahmud y otros liberales constitucionales que, en opinión de Kamal, no eran sino «traidores» o ingleses con tarbúsh!

—¡Estábamos hablando de las negociaciones, que no han durado más que tres días, y luego se han interrumpido! —contestó Hasan Selim con tranquilidad.

—¡Qué actitud tan patriótica, realmente digna de Saad! —dijo Kamal, entusiasmado—. Ha reivindicado nuestros derechos nacionales, poniéndose por encima del chalaneo; luego ha interrumpido las negociaciones cuando debía hacerlo, diciendo su frase imperecedera, que pasará a los anales de la historia: «Hemos sido invitados a venir aquí para que nos suicidemos, pero hemos rechazado el suicidio. Y eso es todo lo que ha pasado».

—¡Si hubiera aceptado suicidarse —dijo Ismail, que encontraba en la política materia para bromear—, habría coronado su vida con el más excelente servicio que podía prestar a su país!

Hasan Selim esperó a que Ismail y Huseyn acabaran de reírse, y luego dijo:

—¿De qué nos sirve esa frase? Para Saad, el patriotismo no es más que un tipo de elocuencia que fascina al pueblo: «Hemos sido invitados a venir aquí para que nos suicidemos, etc., etc.». Palabras, sólo palabras. Hay hombres que no hablan, sino que trabajan en silencio y han realizado para el país el único servicio que este ha recibido en su historia reciente…

La cólera hirvió en el corazón de Kamal y, si no hubiera albergado hacia Hasan un gran respeto debido a su personalidad y su edad, habría estallado. ¡Le asombraba ver cómo un «joven» como él coincidía con su padre —que, en cualquier caso, era de una generación caduca— en sus desviacionismo político!

—Minimizas la importancia de la palabra, al considerarla como si no fuera nada. Lo cierto es que los hechos más serios y gloriosos que ha producido la historia humana, pueden ser reducidos, a fin de cuentas, a palabras. La palabra grandiosa encierra esperanza, fuerza y verdad. Caminamos en la vida a la luz de las palabras. Pero Saad no es sólo un fabricante de palabras. ¡Su palmarés está repleto de acciones y tomas de postura!

—¡Estoy de acuerdo con lo que has dicho acerca del valor de la palabra —dijo Huseyn, metiendo sus largos y esbeltos dedos entre sus cabellos negros—, aunque no con la opinión sobre Saad!

—Las naciones viven y progresan a base de inteligencia, sabiduría política y brazos, no de discursos y bufonadas populacheras y ramplonas —dijo Hasan, dirigiéndose a Kamal, sin prestar atención a la interrupción de Huseyn.

Ismail Latif miró a Huseyn Shaddad, mientras le preguntaba burlón:

—¿No ves que quien gasta su saliva hablando de reformar este país es como el que sopla en un odre agujereado?

Kamal se volvió hacia Ismail, para decirle indirectamente a Hasan lo que evitaba decirle a la cara, y le soltó para aliviar su cólera:

—A ti la política no te importa para nada, pero a veces tus bromas reflejan la actitud de una «minoría» de paniaguados de los egipcios. Es como si fueras su portavoz. Los ves como gentes que no tienen esperanza en levantar el país. Se trata de la desesperación del desprecio y de la arrogancia, no la desesperación del ideal ni del extremismo. ¡Y si la política no fuera el instrumento de sus ambiciones, se alejarían de ella, como haces tú!

Huseyn Shaddad se rio con esa risa suya tan agradable. Luego alargó la mano hasta el brazo de Kamal y lo apretó diciendo:

—Eres un contrincante tenaz. Me asombra tu entusiasmo, aunque no comparta tu fe en ello. Pero, como sabes, soy neutral: ni de los wafdistas ni de los constitucionales; no por indiferencia, como Ismail Latif, sino porque estoy convencido de que la política corrompe las ideas y el corazón. Tienes que elevarte por encima de ella a fin de que la vida se te presente como un terreno infinito para la sabiduría, la belleza y la tolerancia, no como un campo de batalla lleno de querellas e intrigas…

La voz de Huseyn lo tranquilizó, apaciguándose su vehemencia. Cuando se mostraba de acuerdo con él, le alegraba su aprobación, y cuando le contradecía, su corazón aceptaba su oposición. Y aunque sentía que su justificación de la neutralidad no era más que una manera de excusar su débil patriotismo, no se sentía irritado con él por eso ni veía en ello un defecto, sino que lo aceptaba, otorgándole su perdón, su indulgencia y su tolerancia. Y dijo, siguiéndole la corriente:

—La vida es todo eso a la vez: lucha e intriga, sabiduría y belleza. Y si ignoras alguno de esos aspectos, pierdes la oportunidad de comprenderla de forma global, y tu capacidad de influir en ella con algo que la oriente hacia un camino mejor. No desprecies la política, pues es la mitad de la vida, o la totalidad de ella, si consideras que la sabiduría y la belleza son cosas que están por encima de la vida…

—En lo que a política se refiere —dijo Huseyn Shaddad, como excusándose—, te confieso abiertamente que no confío en todos esos hombres…

—¿Y qué te ha llevado a retirarle tu confianza a Saad? —le preguntó Kamal, tratando de congraciárselo.

—Déjame, más bien, que te pregunte qué me haría poner mi confianza en él… Saad y Adli, Adli y Saad. ¡Qué estúpido es todo eso! Pero, si Saad y Adli son iguales para mí en el plano de la política, no los veo así como hombres, pues no puedo ignorar esos nobles principios por los que se distingue Adli, ni su gran prestigio y cultura. En cuanto a Saad —¡y ojo con enfadarte!—, ¡no es más que un azharista anticuado…!

¡Ay, cómo le dolía que a veces se le escapara a Huseyn algo que delatase su sensación de estar por encima del pueblo! Presa de la tristeza, lo sentía como si lo despreciara a él personalmente o —cosa aún más terrible— como si fuese el portavoz de toda la familia. Sí, cuando hablaba con él, le hacía sentirse como si hablara de un pueblo que les fuera extraño a «ambos» al mismo tiempo. Pero ¿lo hacía por error de apreciación o por cumplido? Lo extraordinario era que esa actitud de Huseyn no lo enfadaba tanto por su sentido general, como lo entristecía en su sentido particular hacia él, pues no provocaba su hostilidad de clase ni su sentimiento patriótico. Sin embargo, esos sentimientos se quebraban ante una alegría luminosa que nacía de la franqueza y la rectitud de intenciones, y retrocedían ante un amor que ni las opiniones ni los acontecimientos podían dañar. Era lo contrario de lo que sentía ante la actitud de Hasan Selim con él. A pesar de la amistad que había entre ambos, dicha actitud lo incitaba a salir en defensa de su patria, y ni su cortesía al hablar, ni su reserva en mostrar sus sentimientos intercedían a su favor. Es más, quizás Kamal percibía en ambas cualidades una especie de «sagacidad» que redoblaba su responsabilidad y ratificaba su partidismo aristocrático, dirigido contra el pueblo. Y dijo hablando a Huseyn:

—¿Es que necesito recordarte que la grandeza no tiene nada que ver con el turbante y el tarbúsh, o con la pobreza y la riqueza? ¡Me parece que la política nos obliga a veces a discutir cosas que son evidentes!

—¡Lo que me asombra de los wafdistas, como Kamal, es su enorme fanatismo! —dijo Ismail Latif.

Luego, recorriendo con la mirada a los que estaban sentados:

—¡Pero también lo que me molesta de ellos es precisamente su enorme fanatismo!

—¡Tienes suerte —dijo Huseyn Shaddad riendo—, porque, cualquiera que sea la opinión que expreses sobre la política, nadie vendrá a contradecirte!

En ese momento, Hasan Selim preguntó a Huseyn Shaddad:

—Pretendes estar por encima de la política, pero ¿seguirías haciéndolo incluso si se tratase del anterior Jedive?

Todos los ojos se dirigieron hacia Huseyn con una especie de desafío risueño, pues era sabido que su padre, Shaddad Bey, había tomado partido por el anterior Jedive, asunto por el que había estado exiliado varios años, que pasó en París. Pero Huseyn dijo con indiferencia:

—Esos asuntos no me conciernen ni mucho ni poco. Mi padre fue, y sigue siéndolo, uno de los hombres del Jedive. Pero yo no pretendo abrazar sus ideas…

—¿Acaso tu padre era de los que gritaban: «Vive Dios… Abbás regresará»? —le preguntó Ismail Latif, con un brillo guasón en sus ojos estrechos.

—Ese slogan sólo os lo he escuchado a vosotros —respondió Huseyn Shaddad riendo—. Lo único indudable es que, entre mi padre y el Jedive, no hay ya más que amistad y fidelidad. Además, no hay ningún partido —como bien sabéis— que invite hoy en día al regreso del Jedive…

—Ese hombre y su tiempo —dijo Hasan Selim— han pasado a formar parte de la historia. El presente puede resumirse en dos palabras: ¡Que Saad se niega a que nadie, que no sea él, se levante en Egipto y hable en su nombre, aunque sea el mejor y más sabio de los hombres!

Tan pronto como acusó el golpe, Kamal le respondió:

—El presente se resume en una sola palabra: ¡Que no hay en Egipto nadie que hable en su nombre fuera de Saad, y que la reagrupación de la nación en torno a él podrá, a fin de cuentas, poner al alcance de esta las esperanzas que anhelamos!

Entonces cruzó los brazos sobre el pecho y extendió las piernas hasta tocar con la punta de sus zapatos el pie de la mesa. Pensó proseguir la conversación, pero le llegó desde detrás una voz, no lejana, que preguntaba: «Budur, ¿es que no quieres saludar a tus viejos amigos?». Entonces la lengua se le trabó y el corazón le dio un violento vuelco, agitando su pecho con un estremecimiento que al principio le asustó y le causó dolor; pero, luego, con la velocidad del relámpago, lo invadió una embriaguez desbordante de felicidad, haciéndole casi cerrar los ojos de tanta emoción. Después sintió que todas las ideas por las que su alma palpitaba se habían dirigido hacia el cielo. Al levantarse los amigos, él hizo lo mismo, volviéndose con ellos hacia atrás. A un paso del cenador vio a Aida, parada, llevando de la mano a Budur, su hermana pequeña, de tres años de edad. Ambas los miraban con ojos tranquilos y risueños… Ahí estaba ella, tras una espera de tres meses o más; ahí estaba el «original» de la «imagen» que había llenado su alma y su cuerpo, su vigilia y sus sueños. ¡Ahí estaba, plantada ante sus ojos, como testigo de que, tal vez, todo lo que había sentido —su dolor ilimitado, su alegría indescriptible, el desvelo que había abrasado su alma y el sueño que había flotado en el cielo— no se debía, a fin de cuentas, más que a una gentil criatura, cuyos pies dejaban sus huellas sobre el suelo del jardín!

Al mirarla, su magnetismo atrajo todos sus sentidos, hasta el punto de hacerle perder la conciencia del tiempo y el lugar, de la gente y de sí mismo. Y, como si fuera un puro espíritu, volvió a flotar en el espacio hacia su ídolo… Sin embargo, la percibía no tanto de forma sensorial como espiritual, representada en un éxtasis mágico, una dicha cantarina, una oración sublime, al tiempo que su visión se debilitaba o se desvanecía, como si la fuerza de su emoción espiritual monopolizara toda su vitalidad, dejando sus sentidos y su capacidad de pensar, recordar u observar en un letargo que casi lo sumió en una especie de vacío. Por eso ella obedecía más a su memoria que a sus sentidos. Cuando estaba en su presencia, apenas la veía, pero luego se le venía a la memoria, con su esbelta figura, su cobrizo rostro de luna llena, su cabello muy negro cortado a lo garçon, con el flequillo caído sobre la frente como las púas de un peine y unos ojos serenos, en los que reinaba una mirada que poseía la calma, la suavidad y la grandeza del alba. Veía esa imagen con su memoria, no con sus sentidos, como la melodía mágica en cuya escucha nos perdemos, y de la que nada recordamos hasta que nos sorprende felizmente en los primeros instantes del despertar o en un momento de efusión, resonando en las profundidades de la conciencia como un canto perfecto. Sus sueños y sus deseos le hicieron preguntarse: «¿Cambiará su forma de actuar habitual y saludará dando la mano, para así tocarla aunque sea una sola vez en la vida?». Pero ella los saludó con una sonrisa y una inclinación de cabeza, preguntando con esa voz que dejaba chicos los cantos que a él más le gustaban:

—¿Cómo estáis todos?

Las voces rivalizaron por saludarla, darle las gracias y congratularse por el feliz regreso. Entonces sus dedos esbeltos juguetearon en la cabeza de Budur, al decirle:

—¡Da la mano a tus amigos!

Budur metió los labios hacia dentro y se los mordió, mientras paseaba la mirada entre ellos con timidez hasta posarse en Kamal. ¡Entonces sonrió, y él sonrió a su vez! Huseyn Shaddad, que conocía el cariño existente entre la niña y Kamal, exclamó:

—¡Sonríe a aquel a quien ella quiere!

—¿Quieres a este de verdad? —dijo Aida; luego, empujándola hacia él—. Entonces, salúdalo…

Kamal le tendió las manos, con el rostro sonrojado de alegría, y ella se acercó a él. La cogió en brazos hasta apoyársela contra el pecho, y empezó a besarle las mejillas con enorme ternura y emoción. Se sentía feliz y orgulloso con ese amor. La que estaba entre sus brazos no era sino un pedazo de la carne de la familia y, al abrazar aquel pedazo contra su pecho, abrazaba a todo el conjunto. ¿Podía unirse el siervo con su ídolo de otra forma que no fuera a través de un mediador como aquel? La magia, toda la magia, estaba en ese asombroso parecido entre la niña y su hermana. Era como si la que reposaba en su pecho fuera la propia Aida en un estadio anterior de su existencia… Un día había sido igual que Budur en edad, tamaño y generosidad… Él tenía que gozar de ese amor inmaculado… Tenía que ser feliz abrazando un cuerpo que ella abrazaba… y besando una mejilla que ella besaba… Tenía que soñar para que la mente y el corazón huyeran de él. Comprendía por qué amaba a Budur, por qué amaba a Huseyn, por qué amaba el palacio, su jardín y sus sirvientes. Los amaba a todos en honor de Aida. ¡Pero lo que no comprendía era su amor por la propia Aida…! Esta paseó la mirada entre Hasan Selim e Ismail Latif, y luego les preguntó:

—¿Cómo habéis encontrado Alejandría?

—Maravillosa… —contestó Hasan. Entonces inquirió Ismail:

—¿Qué es lo que os arrastra siempre a Ras el-Barr?

—A veces hemos pasado el verano en Alejandría —dijo ella con una voz melódica, cuyas vibraciones estaban llenas de una dulzura musical—, pero sólo nos gusta veranear en Ras el-Barr. ¡Allí hay una calma, una sencillez y una intimidad que no encuentras más que en tu casa!

—Por desgracia, la calma no nos gusta… —dijo Ismail riendo.

¡Qué feliz era con ese espectáculo… con esa conversación… con esa voz! «Piensa: ¿no es eso la felicidad…? Una mariposa, ligera como la brisa de la aurora, irradiando alegres colores y sorbiendo el néctar de las flores… eso es lo que soy. ¡Ay, si durara esta escena hasta la eternidad!»

—Ha sido un viaje delicioso. ¿No os ha hablado de él Huseyn? —dijo Aida.

—¡Qué va! —respondió Huseyn en son de crítica—. ¡Estaban enfrascados en la política!

Entonces ella se volvió hacia Kamal diciendo:

—Aquí hay una persona a la que sólo le complace hablar de eso…

«De sus ojos sale una mirada que te llega como la gracia. Su transparencia revela un espíritu angelical. Has resucitado como lo hace el adorador del sol con su luz esplendorosa. ¡Ay, si durara esta escena hasta la eternidad!»

—Hoy no he sido yo el responsable de que se provocara la discusión…

—Pero habrás aprovechado la ocasión… —agregó ella sonriendo.

Él lo admitió, con una sonrisa, y ella volvió los ojos hacia Budur, exclamando:

—¿Tienes la intención de dormirte en sus brazos…? ¡Basta ya de saludos!

La vergüenza se apoderó de Budur y enterró la cabeza en el pecho de Kamal, el cual se puso a acariciarle la espalda con ternura. Pero Aida la amenazó diciendo:

—Pues te dejaré y me volveré sola…

Entonces Budur levantó la cabeza y le tendió las manos, balbuciendo: «No». Kamal la besó y la bajó al suelo, y ella corrió hacia Aida y se cogió de su mano. Aida los envolvió con la mirada, luego hizo un gesto de despedida con la mano y se fue por donde había venido. Todos volvieron a sus asientos y reanudaron la conversación sobre lo que se les iba pasando por la mente.

Así se producían las visitas de Aida al cenador del jardín: una sorpresa feliz y breve. Pero él parecía contento, sintiendo que su paciencia durante los meses del verano no había sido inútil. «¿Por qué la gente no se suicida para conservar la felicidad, como lo hace para huir del infortunio? No necesitas viajar, como quiere hacer Huseyn, para encontrar el placer de los sentidos, la mente y el espíritu. ¡Puedes lograrlo todo en un instante fugaz sin moverte de tu sitio! ¿De dónde le viene al ser humano la capacidad de realizar todo esto? ¿Dónde está la vehemencia de la política, el ardor de la discusión, el acaloramiento del debate y el enfrentamiento de las clases…? ¡Todo se ha disuelto, se ha volatilizado, bajo una mirada de tus ojos, amada mía! ¿Cuál es la diferencia entre el sueño y la realidad, y en cuál de los dos terrenos crees que estoy vagando ahora?»

—La temporada de fútbol va a empezar dentro de poco…

—La pasada temporada fue la del Ahli, que no tuvo rival.

—Derrotó al Mujtalla, a pesar de que su equipo tenía unos campeones fuera de serie.

Kamal emprendió la defensa del Mujtalla —como lo hacía con Saad—, rechazando los ataques que le hacía Hasan Selim. Los cuatro jugaban al fútbol, aunque había diferencia entre ellos en cuanto a habilidad y entusiasmo. Ismail era el más diestro de todos, hasta el punto que sobresalía entre ellos como lo hace el profesional entre los aficionados, en tanto que Huseyn Shaddad era el más flojo, y Kamal y Hasan estaban en un nivel intermedio. La disputa entre los dos últimos se recrudeció… Kamal atribuía la derrota del Mujtalla a la mala suerte y Hasan la atribuía a la superioridad de los nuevos jugadores del Ahli… La discusión continuó sin que ninguno de los dos se apeara del burro. Kamal se preguntaba por qué siempre se encontraba en el bando opuesto al de Hasan: ¡El Wafd-los liberales, el Mujtalla-el-Ahli, Higazi-Mujtar, y en el cine él prefería a Charlie Chaplin, mientras el otro prefería a Max Linder!

Abandonó la tertulia muy poco antes de la puesta del sol. Y cuando caminaba por la vereda lateral que conducía a la puerta de salida, escuchó una voz que exclamaba:

—¡Ahí lo tienes!

Levantó la cabeza, hechizado, y vio a Aida en una de las ventanas del primer piso, sosteniendo a Budur sobre el alféizar y señalándolo a él. Se detuvo justo bajo la ventana, con la cabeza levantada, mirando con el rostro sonriente a la niña que le hacía señas con su manita, al tiempo que echaba una ojeada de vez en cuando a aquel otro rostro, en cuya forma y trazos reposaban sus esperanzas en la vida y en la eternidad. Su corazón se agitaba, ebrio, en su pecho. Budur volvió a hacerle señas con la mano, y entonces Aida le preguntó:

—¿Vas a ir a verlo?

La pequeña hizo un gesto de afirmación con la cabeza, y Aida se rio de ese deseo que no iba a realizarse. Entre tanto, él se había puesto a observarla, envalentonado por su risa, hundiéndose con toda su alma en la pupila de sus ojos y en el entrecejo, intentando recobrar el eco de su risa generosa y los tonos de su cálida voz, hasta tal punto que se le agitó la respiración de emoción y amor apasionado. Y como la situación le exigía hablar, preguntó a su adorada, señalando a su querida pequeña:

—¿Se ha acordado de mí durante el veraneo?

—Pregúntale a ella —dijo Aida, echando un poco la cabeza hacia atrás—. No es asunto mío lo que hay entre vosotros.

Luego, antes de que él abriera la boca, añadió:

—Y tú ¿te has acordado de ella?

«Ay, es como tu situación en la azotea, entre Maryam y Fahmi».

—No se me ha ido de la cabeza ni un solo día —dijo él con calor.

En ese momento llamó una voz desde el interior del palacio, y Aida se enderezó, cogiendo en brazos a Budur. Luego dijo, a modo de comentario a sus palabras, mientras se disponía a marcharse:

—¡Qué amor tan asombroso!

Y desapareció de la ventana.