13

—Señor Ahmad, perdona si te digo francamente que estos días estás dilapidando el dinero sin cuento…

Gamil el-Hamzawi dijo aquello en un tono que aunaba la cortesía del empleado y la familiaridad del amigo. Este hombre seguía conservando una fuerte complexión y una salud excepcional, a pesar de haber alcanzado los cincuenta y siete años de edad, y de peinar canas. Los años no habían influido en su capacidad de trabajo lo más mínimo, y no dejaba ni un solo día de desarrollar una actividad incansable al servicio de la tienda y de los clientes, como era habitual en él desde que se incorporó a aquella en los días de su primer fundador. A lo largo del tiempo había ido adquiriendo unos derechos reconocidos, y un respeto digno de su actividad y de su fidelidad. En el corazón de Ahmad Abd el-Gawwad, su dependiente tenía el puesto de un amigo. La simpatía que el hombre sentía por él —que se había plasmado últimamente ayudando a su hijo Fuad a ingresar en la Escuela de Leyes— iba dirigida a estimular su fidelidad, obligándolo a expresarse francamente ante el señor siempre que resultara necesario, para hacer frente a un perjuicio o conseguir un beneficio. Pero Ahmad dijo con acento reposado, quizás aludiendo a la corriente de euforia que embargaba el mercado.

—La situación es una mina, gracias a Dios.

—Nuestro Señor lo aumente y lo bendiga; pero yo no dejaré de repetir lo que se dice de ti: si tuvieras la mentalidad de comerciante como conoces el oficio, ahora serías de los más ricos…

Ahmad sonrió complacido y satisfecho alzando los hombros. Ganaba mucho y gastaba mucho. ¿Cómo lamentar las delicias de la vida que había recogido? No había perdido ni un solo día la sensación del equilibrio entre el debe y el haber, ni jamás su saldo había quedado ni por asomo al descubierto. Ya se habían casado Aisha y Jadiga, y Kamal llamaba a la puerta de la etapa final de su vida de estudiante. ¿Qué le importaba si disfrutaba después de eso de las cosas buenas de la vida? Aunque el-Hamzawi no tenía derecho a hacer observaciones sobre la prodigalidad del señor, lo cierto es que parecía que —estos días— había ido más allá de la moderación y de la mesura; los modos de gastar eran diversos: regalos que agotaban un dinero nada despreciable, la barcaza que lo sangraba, su amante que le costaba dos veces lo que la barca; en una palabra, Zannuba lo empujaba a derrochar sin tino, mientras él por su lado se dejaba arrastrar sin resistencia digna de mención. No fue así en otros tiempos. Es verdad que había gastado mucho, pero una mujer nunca pudo sacarlo del límite de la moderación, o forzarlo a derrochar a manos llenas. En otros tiempos era consciente de su fuerza, y nunca se preocupó mucho de responder a todas las exigencias de la amada, ni —si ella le hacía arrumacos— de devolvérselos, pagado como estaba de su hombría y de su virilidad. Actualmente el deseo de su amada le había hecho doblar el cuello, y no le importaba, costara lo que costase. Era como si sólo le pidiera a esta vida retener su amor y granjearse la buena voluntad de su corazón. ¡Qué amor tan bravío! ¡Qué corazón tan rebelde! No se le ocultaba su situación real; la sentía con dolor y tristeza. Situación que le recordaba con pesar y amargura sus días de gloria, aunque no quisiera reconocer que estos se habían ido para siempre; pero no movió ni un solo dedo para resistirse, ni podía hacerlo…

—Quizás no sea justo considerarme un comerciante —dijo dirigiéndose a Gamil el-Hamzawi con cierta ironía. Luego añadió con resignación—: Sólo Dios posee la riqueza…

En ese momento llegó un grupo de gente y el-Hamzawi se ocupó de ellos. Apenas Ahmad se encontró solo consigo mismo, vio venir a alguien que llenaba toda la entrada con su volumen y se dirigía a él contoneándose. Fue una sorpresa, y recordó inmediatamente que no había vuelto a ver a la que se acercaba desde hacía cuatro años o más. Luego se levantó dándole la bienvenida, impulsado únicamente por su cortesía, diciéndole:

—¡Bienvenida, honorable vecina!

La madre de Maryam alargó hacia él su mano envuelta en el borde de la melaya, diciendo:

—¡Bienvenido, señor Ahmad!

La invitó a sentarse, y ella lo hizo en el mismo sillón en el que se sentara un día que ahora había pasado a la historia. Él se sentó a su vez cavilando… No la había vuelto a ver desde que ella vino a su encuentro en la tienda, al cabo de un año de la muerte de Fahmi, intentando llevárselo a su casa otra vez. Le extrañó entonces su visita —pues no se había recobrado aún de su pena— y la recibió con sequedad, despidiéndola fríamente. ¡Vaya! ¿Qué era lo que la traía hoy? Le lanzó una mirada de arriba abajo, y la encontró tal como era; tanto en su volumen como en la elegancia; en torno suyo se exhalaba el perfume, y sus ojos brillaban por encima del velo, aunque su maquillaje no acertaba a tapar el paso del tiempo. Los signos de la edad se destacaban bajo sus ojos, y ellos le trajeron el recuerdo de Galila y de Zubayda. ¡Cómo se empeñaban estas mujeres en luchar por la vida y por la juventud! Mientras que Amina, ¡qué rápidamente se había derrumbado! ¡Cómo se había entristecido y marchitado…!

Bahiga acercó el sillón a la mesa de escritorio y dijo con voz tenue:

—¡No me censures, mi querido señor, por esta visita! ¡La necesidad manda!

Ahmad —a su vez— dijo con talante serio y circunspecto:

—¡Bienvenida seas! Tu visita es un honor y una gloria para nosotros…

—¡Gracias! —repuso ella sonriendo con tono agradecido—. Gracias a Dios te encuentro bien y saludable.

Él le dio a su vez las gracias, interesándose por su salud y bienestar; volviendo ella a dárselas por su agradecimiento y su interés, e interesándose a su vez por él de nuevo… Luego guardaron silencio un instante, y ella dijo con preocupación:

—He venido a verte por un asunto importante. Me han dicho que te has enterado puntualmente y que has otorgado tu consentimiento. Quiero decir que Yasín efendi ha pedido en matrimonio a mi hija Maryam. ¿Es verdad lo que me han dicho? Esto es lo que me ha hecho venir, con idea de confirmarlo.

Ahmad Abd el-Gawwad bajó los ojos, no se leyera en ellos la cólera que había prendido su pecho a consecuencia de aquellas palabras. No se equivocaba al pensar que ella fingía al interesarse por su consentimiento. ¡Qué intente engañar a otro que ignore sus recovecos! Él sabía a ciencia cierta que su consentimiento o su negativa, a ella le daban lo mismo; es más, ¿no se había dado cuenta, el día de su visita, de lo que le pasaba con su hijo? Pero había venido para moverlo a confirmar su consentimiento, y quizás con otro propósito que no tardaría en aclarar. Levantó hacia ella los ojos tranquilamente, y dijo:

—Yasín me ha hablado de su deseo, y yo he rogado por su éxito. Maryam es como una hija nuestra…

—¡Que Dios me bendiga en tu familia, mi querido señor! Esta alianza nos eleva ante la gente…

—Yo te doy las gracias por tu hermoso pensamiento…

—Me alegra —dijo ella con entusiasmo—, tu aclaración, ya que yo he aplazado el anuncio de mi consentimiento hasta estar segura del tuyo.

«¡La muy cínica! ¡Seguro que lo ha anunciado aun antes de ver a Yasín!»

—Reitero mi agradecimiento, señora Umm Maryam…

—Por eso, lo primero que le dije a Yasín efendi, fue «déjame que me cerciore primero del consentimiento de tu padre, pues cualquier cosa antes que enfadarlo…»

«¡Dios! ¡Dios! ¡No sólo robó el mulo sino que se dispuso echar el ronzal a su amo!»

—¡No me extraña que procedan de ti estas nobles palabras!

—Tú, mi querido señor, eres nuestro hombre —siguió ella diciendo con un entusiasmo triunfante— el mejor de los que honran todo nuestro barrio.

¡Astucia y remilgos de mujeres! ¡Cómo le molestaban ambas cosas! ¿Se imaginaría que él se revolcaba en el polvo suplicando el favor de una tañedora de laúd, a la que renunciaría hasta un borracho?

—¡Dios nos perdone! —dijo él modestamente.

Ella replicó con un tono triste elevando un poco la voz:

—¡Qué pena me dio cuando Yasín me dijo que se había ido de casa de su padre!

Su voz era chillona, hasta el punto de que el señor temió pudiera llegar hasta los presentes al otro lado de la tienda. Así que movió la cabeza hacia ellos, como advirtiéndola.

—La verdad es que es un comportamiento que me ha molestado —se apresuró a decir él con el rostro sombrío—. Y me ha extrañado que haya podido cometer semejante insensatez. Debió haberme consultado antes; pero se ha llevado sus cosas a Qasr el-Shawq, y luego ha venido a presentarme sus excusas. ¡Cosas de chicos, señora Umm Maryam! Yo le he reprendido sin preocuparme de su supuesta desavenencia con Amina. Eso es un pretexto por el que ha intentado justificar una estupidez con otra mayor…

—Eso es lo que yo le dije, por tu vida, pero el demonio es astuto. También le dije que la señora Amina es excusable. Nuestro Señor le dé paciencia para la prueba que le ha mandado. En todo caso de alguien como tú se espera el perdón, mi querido señor…

Él hizo un breve gesto con la mano como si dijera, «dejémonos de eso».

—Pero yo sólo estaré satisfecha con el perdón y el asentimiento —dijo ella amistosamente.

«¡Uf! ¡Ojalá pudiera decirle francamente cuánto le repugnaban todos, ella, su hija y el pedazo de bruto…!»

—Yasín es mi hijo en cualquier caso. Dios le lleve por el buen camino.

Ella echó la cabeza un poco hacia atrás y la mantuvo en esa posición un instante, para gozar del placer del éxito y de la satisfacción. Luego volvió a decir con un tono encantador:

—Nuestro Señor te devuelva el ánimo, señor Ahmad. Me preguntaba a mí misma cuando venía a verte, ¿me avergonzará y echará frustrada, o me tratará como a la antigua vecina, tal como acostumbraba? ¡Que Dios alargue tu vida y te alegre con la salud y el bienestar!

«¿Crees que ella se está burlando? ¡Es lo propio! Tú no eres nada más que un padre frustrado al que se le murió el mejor de sus hijos, se le estropeó el buen augurio del segundo, y el tercero hace lo que le da la gana; todo esto a pesar mío, ¡desgraciada!»

—No sé cómo darte las gracias…

—Lo que he dicho de ti —dijo ella bajando la cabeza— es menos de lo que mereces. ¡Cuántas veces lo he comprobado en el pasado!

«¡Oh, ese pasado! ¡Cierra esa puerta, por la vida del bruto cuyo título de propiedad has venido a registrar!»

Ella se puso la palma de la mano sobre el pecho, indicando agradecimiento.

—¿Cómo no? ¿No te he profesado un amor que nadie ha tenido la suerte de conseguir ni antes ni después de ti? —empezó a decir con acento soñador.

«Este es el objetivo. ¿Cómo no me he dado cuenta de ello desde el primer momento? Ella no ha venido por Yasín ni por Maryam, sino por mí; es más, por "ti". ¡Tú, tú, que el tiempo no ha cambiado nada en ti, salvo tu juventud! ¡Pero despacio! ¿Estás en condiciones que vuelva el ayer que ya pasó?»

Hizo caso omiso de sus palabras, contentándose con una sonrisa de agradecimiento. Ella sonrió ampliamente, descubriendo sus dientes a través del velo.

—Se ve que no te acuerdas de nada —dijo con una especie de reproche. Él quiso disculparse de su tibieza sin herir su sensibilidad, y dijo:

—No me queda ánimo para recordar…

—¡Qué intensamente te has ahogado en la tristeza! —exclamó compadecida—. La vida no soporta esto, ni es fácil de tragar; tú —y no tomes a mal lo que voy a decir— eres un hombre habituado a la vida brillante, y la tristeza, que se ceba con el hombre ordinario de una manera concreta, en ti lo hará veinticuatro veces más…

«¡Una predicadora que se propone sermonear! ¡Ojalá Yasín hubiera evitado lo que a mí me hartó! ¿Por qué me da asco de ti? Tú, sin duda, eres más sumisa que Zannuba, e infinitamente menos derrochadora; pero es evidente que mi corazón se ha convertido en un apasionado de lo enojoso».

—¿Desde cuándo el corazón triste tiene que reír? —dijo él astuto y apesadumbrado.

—¡Ríete y tu corazón reirá! —empezó ella a decir con entusiasmo, como si viera un rayo de esperanza—. ¡No esperes a que él ría! ¡No hay que pensar que él lo haga solo, después del largo abatimiento que ha sufrido! Vuelve a tu antigua vida; volverá a ti su desbordante vitalidad. Busca las alegrías de tus primeros y más queridos tiempos. ¿Cómo puedes saber que no haya corazones que corran hacia ti y te sigan siendo fíeles, por más que hayas renunciado tú a ellos hace tiempo?

A pesar suyo, el corazón se le transportó de orgullo y de alegría. Esto era realmente lo que necesitaba que se le dijera, lo que le vertían en los oídos bajo el tintineo de las copas en las noches de las reuniones musicales. «¿Dónde está la tañedora de laúd para oír este panegírico, que quizás refrenara su fogosidad? Aunque lo repita alguien a quien no deseo escuchar».

—Ese tiempo pasó —dijo con una voz en la que no había rastro de emoción. Ella echó hacia atrás el busto con reprobación y dijo:

—¡Por Nuestro Señor el-Huseyn! Tú sigues siendo joven. —Luego, sonriendo con modestia añadió—: ¡Un camello que tiene el aspecto de una luna! ¡No ha pasado tu tiempo ni pasará jamás! ¡No envejezcas antes de tiempo, o deja la facultad de decidir a los demás! Quizás ellos te ven con otros ojos de los que tú mismo te ves…

Él repuso cortésmente, pero con un acento que expresaba con gentileza su deseo de dar la conversación por acabada:

—Estate tranquila, señora Umm Maryam; yo no me voy a matar de tristeza. Yo me consuelo de la pena de diversas maneras.

—¿Es suficiente esto para aliviar a un hombre como tú? —preguntó ella, debilitándose un poco su entusiasmo.

—El alma no aspira a otra cosa… —repuso placentero.

Pareció que él había turbado su dicha, aunque aparentó estar satisfecha al decir:

—Doy gracias a Dios de haberte encontrado, por la tranquilidad de espíritu y la serenidad que me gusta ver en ti…

No había nada más que decirse. La mujer se puso de pie tendiéndole la mano envuelta en el borde de la melaya, y se dieron la mano despidiéndose. Luego dijo al tiempo de irse:

—Que sigas bien…

Se fue, apartando los ojos de él, sin que el disimulo hallara el modo de ocultar la decepción que la embargaba.