12

La casa de Qasr el-Shawq conoció en Bahiga una visitante asidua. Cuando la sombra empezaba a extender su velo, se envolvía en su melaya, se dirigía a el-Gamaliyya y luego a la casa de Haniyya… Allí encontraba a Yasín esperándola en la única habitación amueblada del piso, sin que se mencionara a Maryam entre ellos, salvo cuando Bahiga le dijo una vez:

—No he podido ocultar a Maryam la noticia de tu visita, porque nuestra criada se la contó; pero le he dicho que tú me habías comunicado tu deseo de pedir su mano una vez vencidas las dificultades que se han interpuesto en tu camino en el seno de la familia.

Yasín se encontró desconcertado ante tal discurso, pero estuvo de acuerdo y dio su aprobación… Ambos veían venírseles a las manos una vida llena de placer. Yasín se encontró ante la dueña del «tesoro» que se le ofrecía, y se sintió arrebatado como un corcel que se desboca. La habitación que había amueblado a toda prisa y con lo justo no era el lugar adecuado para abandonarse a los placeres de la pasión, pero él no dejó de preparar el ambiente seductor con cantidad de manjares y bebidas, para hacer agradable el goce amoroso y continuar sus asaltos con aquella violencia natural que no conocía límites ni moderación. Pero no tardó en ser presa del tedio antes de que acabara la primera semana. Era como el cierre del ciclo en el que saciaba su concupiscencia, hasta que de la noche a la mañana la medicina fue una especie de enfermedad. Pero a él no le cogió por sorpresa. ¡Ni mucho menos! Desde el principio no había abrigado buenas intenciones hacia aquella extraña relación, ni le concedió duración alguna; es más, seguramente no le había dado mayor alcance —tras el flirteo en la sala de recibir— que el de una aventura pasajera. Pero había encontrado por parte de la mujer un apego y una avidez hacia él, unidos a la esperanza de que hallara satisfacción en ella y renunciase a su proyecto de matrimonio. No vio otro medio que adaptarse para no estropearse a sí mismo el placer, confiando en que el tiempo por sí solo garantizaría la vuelta de las cosas a su sitio. ¡Qué pronto volvió todo a su ser, en cuanto a él se refería! Es más, tal vez más de prisa de lo que pensaba. Se había adaptado a ella pensando que la novedad de sus encantos merecía mantener su esplendor durante más semanas o un mes; pero ¡cómo se había equivocado! En cuanto a sus encantos, según sus cálculos, lo habían llevado a cometer la mayor estupidez de su vida, repleta ya de estupideces. Pero la madurez se escondía detrás de todo aquello como se esconde la fiebre tras el engañoso sonrosado de las mejillas. La cantidad inmensa de quintales de carne humana ceñida bajo los pliegues del vestido —como él decía— era distinta cuando aparecía desnuda a la vista. ¡Y no hay como la carne humana grabada por las huellas de la triste vida! Hasta que se dijo a sí mismo: «¡Ahora sé por qué adoran las mujeres los vestidos!».

No era extraño, en vista de aquello, que Yasín cuando se angustiaba bajo el alma de su grasa, la calificara de «una plaga», y tomara la determinación de cortar su relación con ella. Maryam volvió —tras extinguirse su loco ímpetu— a ocupar el puesto perdido en su alma. ¡Pero no! Ella nunca se le había ido de allí, sólo que el ímpetu repentino la eclipsó como la nube apresurada cubre la faz de la luna. ¡Asombroso! Su deseo de Maryam no era más que una mera respuesta a su sempiterna pasión por el sexo femenino, y aunque tal pasión quedara encima, por otra parte satisfacía su anhelo de crear una familia, cosa que consideraba como un destino inexorable y también deseado. Decidió actuar con paciencia —a disgusto— con la esperanza de que Bahiga volviera a su sensatez, que un día le dijera: «¡Dejémonos de juegos y vete con tu novia!». Pero no encontró en el alma de ella eco para su esperanza; insistía en visitarlo una noche tras otra, yendo en aumento la exageración y el ardor. Sintió que ella se iba convenciendo con el tiempo, de tener un derecho adquirido sobre él como si se hubiese convertido en el eje de su vida y de cuanto poseía.

En efecto. Ella no contemplaba el asunto con negligencia, como algo divertido; además su alma se le manifestó de una insignificancia, de una ligereza, y de una inconstancia tales, que lo convencieron totalmente de que su conducta, un tanto rara para con él en su primer encuentro, no tenía nada de extraño. La despreció y la desdeñó, al tiempo que sus defectos adquirían a sus ojos desengañados proporciones gigantescas. Hasta que se sintió totalmente incapaz de soportarla, y se propuso acabar con ella en la primera ocasión que se presentase, aunque procurando evitar la rudeza que pudiera crear impedimentos en el camino de Maryam.

En una ocasión le dijo:

—¿No te ha preguntado Maryam por el secreto de mi desaparición?

—Tiene la evidencia de la oposición de tu familia… —dijo ella tranquilizándolo con un movimiento de cabeza.

—Te digo francamente que nosotros nos hablábamos arriba en la azotea, y que yo le confié algunas veces que me proponía casarme con ella, cualquiera que fuese la oposición de los míos…

Ella lo contempló de hito en hito con penetrante mirada mientras le preguntaba:

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir —repuso aparentando inocencia— que ella ha oído de mí esa afirmación, y que se ha enterado después de la visita que te hice. Es necesario darle una satisfacción con un argumento verosímil sobre mi desaparición…

—No le ofenderá que lo hagas —dijo ella con una indiferencia que lo llenó de asombro—. No todas las palabras conducen a un compromiso matrimonial ni este conduce al matrimonio. Ella sabe eso perfectamente… Luego añadió con voz baja:

—No le perjudicará perderle. Es joven, en el esplendor de su belleza, y no le faltará un novio hoy o mañana…

Era como si se disculpara por su egoísmo, o quisiera dar a entender que era a ella —no a su hija— a la que le perjudicaría su pérdida. Sus palabras sólo aumentaron su fastidio y su hastío. Sin contar con que había empezado a tener miedo de vivir con una mujer que le llevaba veinte años, influido por el decir popular de que los tratos con las mujeres maduras marchitan a los jóvenes. Hasta que las horas del encuentro se llenaron —por su parte— de tensión y de desconfianza, haciéndosele total y absolutamente odiosas. Y así estaban las cosas, cuando un día se encontró con Maryam en la Nueva Avenida y se acercó a ella sin titubear. La saludó y caminó a su lado como si se tratara de un pariente, mostrando ella una inquietud adusta. Él le contó que había convencido a su padre para que le diese su consentimiento, que estaba preparando su casa en Qasr el-Shawq a fin de tenerla lista para ellos dos. Se disculpó de su prolongada ausencia por sus muchas ocupaciones, y luego le dijo: «Dile a tu madre que me reuniré mañana con ella para ponernos de acuerdo sobre las condiciones del contrato». Y se fue feliz de haber aprovechado la ocasión que se le había presentado sin previa cita, y sin importarle —en el colmo de la felicidad— cómo reaccionaría Bahiga ante aquello. La noche de aquel día, acudió esta a su cita de Qasr el-Shawq, pero esta vez lo hizo enfadada y amenazadora. Arremetió contra él, exclamando, aun antes de levantarse el velo:

—¡Me has vendido de forma traidora y rastrera!

Luego se dejó caer en la cama, quitándose el velo con nerviosismo.

—Nunca se me pasó por la cabeza —dijo— que tú ocultaras contra mí semejante traición, pero eres un cobarde y un traidor como la mayoría de los hombres…

—La cosa no es como te la imaginas —dijo Yasín con delicadeza, intentando disculparse—. La verdad es que me la encontré por casualidad…

—¡Mentiroso! ¡Mentiroso! —gritó ella con el rostro sombrío—. ¡Tenía razón aquel que podía hacerme ver en ti lo que yo deseaba! ¿Crees que yo voy a creerte mientras vivas después de lo que ha pasado? —Luego, como remedándolo, añadió—: «¡La verdad es que me la encontré por casualidad!». ¿Qué casualidad, por Dios? Supongamos que es cierto lo de la casualidad, pero ¿por qué le hablaste en la calle ante todo el mundo? ¿No es esto ya la acción de un traidor malintencionado? —Luego volvió a remedarlo—: «¡Lo cierto es que me la encontré por casualidad!».

—¡Me encontré con ella de repente! —repuso Yasín algo apurado—. Cara a cara. Yo le tendí la mano para saludarla. No podía ignorarla después de habernos hablado arriba en la azotea…

—¡Le tendiste la mano para saludarla! —le gritó pálida de ira—. La mano se tiende cuando lo quiere su dueño. ¡Malditos sean los dos! Di que tú tendiste tu mano hacia ella para librarte de mí…

—¡No tuve más remedio que saludarla! ¡Soy un ser humano y tengo vergüenza!

—¿Vergüenza? ¿Dónde está? ¡Que ella te trague, traidor, hijo de traidor…!

Luego, tras haber tragado saliva, añadió:

—¿Y tu promesa de venir a verme para ponernos de acuerdo sobre las condiciones del contrato, también se te escapó como la mano…? Habla, señor vergüenza…

—Todo el barrio sabe ahora que yo me he ido de la casa de mi padre para casarme con tu hija —dijo Yasín con asombrosa tranquilidad—. No era posible ignorar eso cuando hablé con ella…

—Habrías podido inventar la disculpa que quisieras si te hubiese dado la gana —gritó ella con vehemencia—. Tú no eres de los que tienen dificultad para mentir; pero has querido deshacerte de mí, esa es la verdad…

—¡Dios sabe que mis intenciones son buenas! —dijo, evitando mirarla. Ella clavó en Yasín una larga mirada, y luego le preguntó violentamente:

—¿Quieres decir que te has visto obligado a prometérselo sin querer?

Él se dio cuenta del peligro de reconocer aquello, así que bajó la vista y buscó refugio en el silencio. Pero ella dijo resoplando de cólera:

—¿Has visto que eres un mentiroso traidor como te había dicho? —Luego añadió chillando—: ¿Has visto? ¿Has visto, traidor, hijo de traidor?

—Un secreto no puede ocultarse eternamente —repuso el joven tras una vacilación—. Imagina qué diría la gente si descubriera el de nuestra relación; es más, imagínate lo que diría Maryam.

—¡Qué cerdo eres! —dijo rechinando los dientes de cólera—. ¿Por qué no mencionaste estas consideraciones el día que te plantaste ante mí babeando como un perro? ¡Oh, los hombres! ¡Las llamas del infierno son un castigo insignificante para vosotros!

Él sonrió levemente, y estuvo a punto de echarse a reír, de no ser porque lo frenó la cobardía; luego dijo, afectuoso y delicado:

—Hemos pasado un tiempo muy bueno; lo recordaré siempre con todo cariño. ¡Basta ya de enfadarse y de entristecerse! Al fin y al cabo Maryam es tu hija, y tú eres la primera que desea su felicidad…

—¿Tú eres el que va a hacerla feliz? —dijo agitando la cabeza irónicamente—. ¡Que oigan esto las paredes! La pobre no sabe con qué demonio se va a casar. ¡Eres un hombre muy corrido, hijo de perra! ¡Nuestro Señor le evite el mal que a mí me ha caído!

—Nuestro Señor es dueño de la bondad —dijo con la calma que se había impuesto desde el principio—. ¡Yo tengo el deseo sincero de una casa tranquila y de una esposa que sea una buena persona!

—¡Córtame un brazo si te creo! —dijo ella burlona—. ¡Ya veremos! Y no te formes una opinión desconfiada de mi instinto maternal. La felicidad de mi hija está por delante, para mí, de cualquier consideración. Si no fuera porque tú me has traicionado, no me hubiera importado entregártela de buena gana…

Yasín se preguntó a sí mismo: «¡Vaya!, ¿ha pasado la crisis en paz?». Esperó a que se pusiera el velo y se despidiese, pero Bahiga no hizo el más mínimo movimiento. El tiempo iba pasando —mientras ella seguía sentada en la cama y él en el sillón de enfrente— sin saber cómo ni cuándo iba a terminar esta curiosa y tensa reunión. La miró disimuladamente y la encontró contemplando fijamente el suelo, como ensimismada, en tal estado de resignación que le hizo tener un sentimiento de simpatía hacia ella. ¿Volvería a insultarlo otra vez? Probablemente no, pero —al parecer— pensaba en la delicada situación que se planteaba entre su hija y él; y ante sus exigencias, ella se inclinaba. Cuando quiso darse cuenta, se estaba quitando la melaya de la parte superior al tiempo que murmuraba: «¡Qué calor!». Luego se deslizó, presa de la perplejidad, hacia la cabecera de la cama, y se apoyó en el barandal alargando las piernas sin tener en cuenta los zapatos, cuyos tacones se hincaron en los pliegues de la colcha. «¡Vaya! ¿Va a seguir hablando?»

—¿Me permitirás que os visite mañana…? —le preguntó él con suma delicadeza.

Ella fingió ignorar su delicada pregunta o poco menos; seguidamente clavó en él su mirada como maldiciéndolo, y dijo:

—¡Tienes el campo libre, canalla!

Yasín sonrió satisfecho, sintiendo que sus miradas le quemaban el rostro. Ella volvió a hablar al instante:

—No pienses que soy tonta; yo estaba de acuerdo en que esto acabaría antes o después, y si tú no te hubieras apresurado a abordarlo… —Luego dijo con una mezcla de resignación y desdén—: ¿Qué más da?

Él no la creyó, pero fingió hacerlo, y se puso a decir que estaba seguro de aquello, y que deseaba que lo perdonara y que lo cubriera con su buena voluntad; pero ella no le prestó la menor atención y se retiró —otra vez— hacia el borde de la cama, echó las piernas al suelo, se levantó y empezó a envolverse en la melaya diciendo: «¡Dios te guarde!». Él se levantó en silencio y la precedió hasta la puerta abriéndola y adelantándose de nuevo hacia la salida. Cuando quiso darse cuenta, se encontró con un sonoro pescozón en el momento en que la mujer pasaba por su lado hacia la escalera, dejándolo detrás de ella totalmente desconcertado mientras se llevaba la palma de la mano al sitio del golpe. La mujer volvió la cabeza hacia él, apoyándose en la balaustrada, y le dijo:

—¡Te darán más a lo largo de tu vida! Me has perjudicado más que nada, ¿no voy a tener el derecho de desquitarme de mi rencor con un pescozón, so hijo de perra…?