Una criadita condujo a Yasín a la sala de recibir, y luego se fue. Él visitaba la casa del difunto señor Muhammad Redwán por vez primera en toda su vida. La habitación era —al estilo de las de la casa de su padre— espaciosa y de techo alto. Había en ella una celosía que se alzaba sobre la calle de Bayn el-Qasrayn, y dos ventanas que daban al callejón lateral en el que se abría la puerta de la casa. El suelo había sido cubierto con pequeñas alfombras, y en sus paredes se alineaban sofás y sillones. De la puerta y de las ventanas colgaban cortinas de terciopelo gris, descoloridas por el tiempo. En la pared que daba frente a la puerta había colgada una Basmala en un gran marco negro, mientras que en medio de la pared de la derecha —encima del sofá principal— había un retrato del difunto señor Muhammad Redwán, representado en edad mediana.
Yasín escogió el primer sofá que daba justo a la derecha de la entrada y se sentó, mientras pasaba cuidadosamente revista al lugar, hasta que sus ojos se detuvieron en el rostro del señor Muhammad Redwán que parecía devolverle la mirada con unos ojos como los de Maryam. Sonrió encantado, mientras se espantaba una mosca imaginaria con el espantamoscas de marfil. Se le planteó un problema al que ya se había enfrentado desde que pensó en ir a pedir la mano de Maryam: era la ausencia en la casa del sexo masculino, y el no haber podido nombrar a nadie del sexo contrario para que lo representara. El resultado era que había venido solo como la rama cortada del árbol —según su expresión—, cosa que lo avergonzaba en cierto modo, como hombre que ha heredado de su medio social el orgullo del origen y de la familia. Por otra parte, estaba tranquilo de que Maryam no tenía más remedio que facilitarle el camino ante su madre, de modo que el mero anuncio de su visita denunciara la causa de su venida y así pudiera prepararle un ambiente propicio para llevar a cabo su misión.
La criada volvió a aparecer llevando la bandeja del café, y la colocó sobre una mesa delante de él. Retrocedió mientras le notificaba que su «señora mayor» venía en seguida… ¿Y su «señorita»? ¿Había sido enterada de su presencia? ¿Cuál era el eco de aquello en su delicada alma? La llevaría en su belleza a Qasr el-Shawq… «¡Pon empeño en lo que quieres!» ¿Quién iba a pensar de Amina esta capacidad para encolerizarse? Ella que tenía la dulzura de los ángeles… ¡Malhaya sea la tristeza! También su padre se había encolerizado cuando él le confesó en la tienda que se marcharía de casa; pero fue una cólera piadosa, que ocultaba su emoción y su pena. ¡Vaya!, ¿es que Amina iba a sacarle a la luz la historia a Maryam? La cólera de una madre por el desconsuelo del hijo perdido era algo aterrador, pero Kamal le había prometido calmarla… «¡En Qasr el-Shawq vas a encontrar la primera buena sorpresa en medio de ese ambiente tormentoso, con la muerte del frutero y la llegada a su vez de un relojero! ¡A la fosa…!» Oyó un carraspeo junto a la puerta y dirigió la mirada hacia allí mientras se levantaba. No tardó en ver a la señora Bahiga que entraba de lado, ya que el batiente de la puerta abierto de par en par no era lo suficientemente espacioso para que ella pasara cuando lo hacía de frente. Él miró a hurtadillas, sin proponérselo, las líneas que delimitaban los detalles de su voluminoso cuerpo, y no pudo por menos de maravillarse cuando pasó ante sus ojos su trasero, cuya grupa casi le llegaba a la mitad de la espalda, mientras que la parte de abajo se desbordaba sobre sus muslos como si fuera un globo. Se le acercó con pasos lentos, que oprimían ferozmente aquellos quintales de carne y de grasa. Luego le tendió una mano delicada y blanca que aparecía desde la manga de su holgado traje blanco, mientras decía:
—¡Bienvenido! ¡Nos honras y nos traes la luz!
Yasín estrechó su mano con cortesía, y permaneció de pie hasta que ella se sentó en el sofá vecino, y entonces él tomó asiento… La veía de cerca por vez primera, ya que la antigua relación con su familia, y el hecho de haber adquirido a sus ojos, con el paso de los años, una verdadera presencia de madre por la edad y el respeto… ambas cosas lo habían llevado a rehuir el contemplarla y examinarla como hacía con las otras mujeres, siempre que la divisaba a lo lejos por la calle. Por eso le pareció que se tropezaba con un nuevo descubrimiento. Se había puesto un vestido que cubría su cuerpo desde el cuello hasta los pies, e incluso estos los ocultaba dentro de unas medias blancas, a pesar del calor del ambiente, mientras que las mangas del vestido se alargaban sobre sus brazos y antebrazos hasta las muñecas. Se cubría la cabeza y el cuello con un velo blanco, cuyas amplias puntas caían sobre la parte superior del pecho y la espalda. Se mostraba con un decoro que correspondía a su dignidad y estaba de acuerdo con su edad, próxima a los cincuenta años —según él sabía—, y que evidenciaba una lozana salud, manifiesta en lo alegre del carácter y lo joven del corazón.
Observó entre otras cosas que ella se le mostraba con un rostro natural, sin el más mínimo afeite o maquillaje, a pesar de que él conocía su afición por el arreglo y su maestría en el embellecimiento; asunto que la convertía desde antiguo por todo el barrio en punto de referencia para cualquier cosa que se relacionara con el gusto femenino en lo tocante a vestidos o maquillaje. Recordó en esta ocasión cómo Amina había defendido a esta mujer siempre que se le ocurría a alguien censurar su exageración en el arreglo; luego, cómo ella misma había cambiado, cargando contra Bahiga en los últimos años por la causa más banal, acusándola de falta de pudor y de ignorar la decencia a la que estaba obligada por su edad.
—¡Qué agradable iniciativa, Yasín efendi!
—¡Dios te honre!
Estuvo a punto de añadir «tía Bahiga» pero una sensación instintiva le hizo temer en el último momento el pronunciar la frase, especialmente cuando observó que ella no lo había llamado «hijo mío» como era de esperar. La mujer preguntó:
—¿Cómo estáis? ¿Y tu padre y Umm Fahmi y Jadiga, y Aisha y Kamal?
—Están todos bien —respondió mientras sentía una cierta vergüenza al preguntarle por aquellos que le habían declarado la guerra sin causa fundada—. Soy yo el que te pregunta cómo estás…
No cabía duda de que ella pensaba en este momento en la animadversión a la que había tenido que hacer frente tras el fallecimiento de Fahmi, viéndose por ello obligada a romper con la familia vecina después de un trato que durara toda la vida. ¡Qué animadversión! Es más, ¡qué enemistad soterrada! ¡Sólo era porque un día la mujer de su padre anunció que «su sensibilidad» le decía que Maryam y su madre no habían sentido sinceramente a Fahmi! ¡Señor! ¿No fue suficiente el daño? Según ella, era inconcebible que la negativa del señor ante el deseo del muchacho de pedir a Maryam en matrimonio no les hubiera llegado en su momento por un camino o por otro, o acaso por deducción, y que era inconcebible que sabiendo aquello no sintieran rencor hacia él. Y a menudo repetía Amina que ella había oído que cuando Maryam lloró a Fahmi en el funeral había dicho: «¡Qué pena, que no has gozado de tu juventud!». Lo cual la madre había traducido así: «¡Qué pena, que tu familia se haya opuesto a que goces de tu juventud!». Y añadía a todo aquello lo que se le ocurría según su tristeza y su pesar. Y no sirvió con ella fuerza alguna para apartarla de su «corazonada». En seguida cambió su conducta hacia Maryam y su madre, hasta que llegó la ruptura…
—¡Maldiga Dios al demonio! —dijo Yasín con sensación de vergüenza y de apuro.
—¡Maldito sea mil veces! —dijo Bahiga apoyando lo que él decía—. Cuántas veces me he preguntado a mí misma de qué se me acusa para encontrarme como me encuentro ante la señora Umm Fahmi; pero vuelvo en mí, y pido a Dios que le conceda paciencia… ¡Pobrecilla!
—¡Que Dios te pague con creces por la nobleza de tu carácter y la bondad de tu corazón! ¡Verdaderamente es una pobre mujer necesitada de paciencia!
—Pero ¿cuál es mi delito?
—No hay ningún delito por tu parte, es del demonio al que Dios maldiga…
La mujer movió la cabeza con un gesto de víctima inocente y guardó silencio un instante, hasta que se volvió hacia la taza de café que parecía olvidada en la bandeja, y dijo indicándosela:
—¿No te has bebido aún el café?
Yasín alzó la taza hasta su boca, bebió un trago, y después la devolvió a la bandeja; carraspeó un poco, y luego empezó a decir:
—¡Cuánto me apena cómo ha acabado la amistad de las dos familias! Pero ¿qué hacer? En todo caso es necesario que intentemos olvidar todo eso dejando el asunto al paso del tiempo. El hecho es que yo no quería suscitar la tristeza de los recuerdos; no he venido a esto. Yo he venido con otro propósito que dista bastante de los tristes recuerdos…
La mujer hizo un gesto con la cabeza como si arrojara con él esos tristes pensamientos. Luego sonrió dispuesta a escuchar algo nuevo. Sacudió la cabeza, mientras su sonrisa era como un instrumento musical que acompaña al cantante cuando cambia su acorde, como preparación para dar entrada al cantante en un nuevo compás de la canción. Yasín dijo, haciendo acopio de desparpajo ante su sonrisa:
—Yo mismo no carezco en mi existencia de tristes recuerdos relacionados con mi vida pasada; quiero decir, mi primera experiencia en el matrimonio, en el que Dios no me favoreció con una buena persona. Pero no quiero insistir en eso: el hecho es que yo he venido después de haberme decidido —confiando en Dios— a abrir una nueva página portadora de las mejores noticias en lo que he decidido…
Las miradas de ambos se encontraron al punto, y resplandeció en ellos la buena acogida. ¿Habría sido oportuno hacer alusión a su primer matrimonio? ¿No habría llegado a los oídos de esta mujer algo sobre las verdaderas razones de su fracaso? ¡No te preocupes de eso! Los bonitos rasgos de ella insinúan una indulgencia sin límites. ¡Sus bonitas facciones! ¿No era así? ¡En efecto! Si no fuera por la diferencia de edad sería más guapa que Maryam. Fue, sin duda, una mujer más guapa que Maryam en su juventud dorada… ¡No! ¡Ella era más guapa que Maryam a pesar de la diferencia de edad! ¡Era así, en efecto!
—Me imagino que te has dado cuenta de mi intención; quiero decir que he venido a pedir la mano de tu hija Maryam hánem…
El rostro esplendoroso se iluminó con una sonrisa en la que brillaba una nueva vitalidad, y dijo:
—No puedo más que decir ¡bienvenido! Maravillosa familia y maravilloso marido. Ayer nos afligió la mala suerte con un ser despreciable. Hoy se dirige a Maryam un hombre digno realmente de hacerla feliz, y ella será, con la ayuda de Dios, apta para hacerlo feliz a él. Y nosotros —cualquiera que sea el malentendido que nos ha separado— una sola familia desde siempre…
Yasín se sintió tan dichoso que sus dedos se pusieron a arreglar la pajarita con golpecitos nerviosos y apresurados. Luego dijo con su hermoso y moreno rostro cubierto de rubor:
—Te doy las gracias desde el fondo de mi corazón. Que pague por mí tus amables palabras. Somos una sola familia, como has dicho, a pesar de todo. Maryam hánem es una joven con la que se engalana todo nuestro barrio por su origen y su moral. Espero de Dios que la recompense por su paciencia y que lo haga también conmigo…
Ella balbució «amén» mientras se levantaba. Luego se acercó a la mesa con su soberbio cuerpo, y cogió la bandeja del café mientras llamaba a Yasmina; se volvió con la bandeja en las manos y se la dio a la criada, que había llegado en seguida. De repente se volvió a Yasín para decirle «nos honras con tu presencia» y lo cogió in fraganti mirando su imponente grupa, y dándose cuenta él en seguida de que había sido «cogido en una situación comprometida». Se apresuró a bajar los ojos para hacerla creer que estaba mirando al suelo; pero ¡demasiado tarde…! Se quedó desconcertado, y se preguntó a sí mismo qué habría pensado de él. Luego la miró de reojo cuando se sentó de nuevo; en sus labios brillaba una leve sonrisa, como si le dijera: «¡Te he visto!». Maldijo sus ojos que no conocían el decoro, preguntándose qué podía rondarle a ella en la cabeza… En efecto, intentaba aparentar que no había visto nada; pero su actitud —tras la sonrisa— le decía también: «¡Te he visto!». Olvidar la torpeza, esa era la mejor solución; pero ¿sería Maryam un día como su madre? ¿Cuándo llegaría ese día? La madre tenía un privilegio que el tiempo no lo da generosamente nada más que en raras ocasiones. ¡Qué mujer! El mejor medio de parar sus pensamientos y de disipar la sombra de la duda era romper el silencio.
—Si mi petición merece una buena acogida me encontrarás a tu disposición para discutir los detalles importantes —dijo.
Se rio con una risa breve, y su rostro apareció bajo su brillo, encantador y juvenil.
—¿Cómo no va a merecer una buena acogida, Yasín efendi? —repuso—. ¡Un origen y una vecindad proverbiales…!
—Tu amabilidad me cautiva —dijo sonrojándose.
—¡He dicho la verdad, Dios es testigo!
Luego preguntó tras un breve silencio:
—¿Has conseguido el consentimiento de los de tu casa?
Sus ojos mostraron por un momento una mirada seria. Luego, con una risa nasal, dijo Yasín:
—¡Dejemos a la casa, y su modo de actuar!
—¿Por qué? ¡Dios nos libre del mal!
—La casa no es lo que quisiera…
—¿No has pedido consejo al señor Ahmad?
—Mi padre está de acuerdo…
Ella dio una palmada diciendo:
—Comprendo: Umm Fahmi, ¿no es así? Es la primera persona que se me ha venido a la cabeza cuando tú me has planteado el asunto. Naturalmente no está de acuerdo, ¿eh? ¡Gloria a Aquel que no cambia! ¡La mujer de tu padre es una mujer extraña!
Él sacudió los hombros indiferente.
—Esto no cambia nada —dijo.
—¡Cuántas veces me he preguntado de qué se me acusa! ¿Qué daño le he causado?
—No quisiera abordar en nuestra conversación algo que sólo acarrea dolor de cabeza. Que piense lo que sea; lo importante es que yo camine hacia mi objetivo. Sólo me preocupa tu consentimiento…
—Si tu casa no es lo suficientemente grande, la nuestra está a tu disposición.
—¡Gracias! Tengo mi casa en Qasr el-Shawq lejos de todo el barrio. La casa de mi padre la he abandonado hace días…
Ella se golpeó el pecho con la mano exclamando:
—¿Te ha echado?
—No —dijo riendo—. La cosa no ha llegado a ese extremo. El caso es que mi elección yo la sufro por antiguas causas que tienen su origen en la muerte de mi hermano —en este instante le lanzó una mirada llena de significado—, a pesar de que no ha encontrado en su oposición una causa que la justifique, he considerado conveniente volver a casarme en una casa nueva…
Ella le preguntó enarcando las cejas, y moviendo la cabeza presa de una cierta duda:
—¿Por qué no te has esperado en tu casa hasta que llegue el momento de la boda?
Él rio resignado y dijo:
—He preferido alejarme, por miedo de crear una grave desavenencia…
—Nuestro Señor arreglará la situación —dijo ella sarcásticamente.
Otra vez se levantó antes de acabar la frase, se dirigió hacia la ventana que daba al callejón lateral, y la abrió para dejar entrar la claridad del atardecer, pues la puerta de la celosía no daba luz suficiente a la habitación. Y él se encontró, a pesar suyo y a pesar de su circunspección, dirigiendo la vista disimuladamente hacia su «precioso tesoro» que se le mostraba como una cúpula. La vio mientras ella apoyaba en el sofá las rodillas; luego, al inclinarse hacia el alféizar de la ventana para enganchar sus batientes, y vio un extraño espectáculo que dejó en su alma una huella sangrienta. Se preguntaba mientras sentía la garganta seca: ¿Por qué no llamaba a la criada para que abriese la ventana? ¿Cómo tenía por bueno exponer ante sus ojos —a los que había sorprendido hacía nada en una situación «comprometida»— ese espectáculo cuyas consecuencias no temía? ¿Por qué y cómo? ¿Cómo y por qué? En lo referente a las mujeres continuaba siendo de gran sensualidad y un mal pensado, y se le vino una especie de duda que resonaba en el umbral de su sensibilidad sin querer introducirse ni esconderse, pero que lo asaltaba. Entornó los ojos, impresionado por las ideas que se le ocurrían. ¿Estaba loco o lo estaba ella? ¿O ni esto ni aquello? ¡Ojalá alguien lo sacara de su perplejidad!
El cuerpo inclinado de la señora se enderezó y se puso de pie. Luego se apartó de la ventana dirigiéndose a su asiento. Él se apresuró a levantar los ojos hacia la Basmala —antes de que ella se alejara— esperando, totalmente absorto en su contemplación. No volvió la cabeza hacia ella hasta que el sofá dio un crujido anunciando que se había sentado. Entonces sus ojos se encontraron y vio en los de la mujer una mirada risueña y astuta que le produjo la sensación de que no se le había ocultado nada; era como si ella le dijera del modo más elocuente: «¡Te he visto!». Yasín permaneció entonces con el ánimo y las ideas alterados, sin saber a qué atenerse, temiendo haberla ofendido o aparecer ante ella como sospechoso. Le pareció que sería juzgado por cada uno de sus movimientos, y que cualquier error se tornaría en escándalo.
—El tiempo sigue siendo caluroso y húmedo…
La voz de ella llegó reposada y natural, indicando sin embargo su deseo de acabar con el silencio.
—En efecto, así es —repuso él relajado.
Ella le devolvió la tranquilidad, aunque él no dejaba de pensar en el espectáculo que había visto junto a la ventana. A pesar suyo, interiormente encontraba que dicho espectáculo le daba vueltas, y él se perdía en su atracción, deseando dar con otro semejante en cualquiera de sus aventuras. ¡Si Maryam tuviera un cuerpo como este! ¡Algo así codician los codiciosos! Quizá ella a causa de su silencio creía que seguía preocupado por el hecho de la desavenencia provocada por la mujer de su padre.
—No te preocupes por eso —dijo intentando echarlo a broma—. ¡No hay nada en este mundo que merezca que lo hagas!
Luego hizo un gesto con las manos y con la cabeza, agitando el cuerpo mientras tanto con un movimiento particular, como incitándolo a no darle importancia al asunto. Él sonrió de buena gana mientras mascullaba: «Tienes razón», aunque hacía un gran esfuerzo para ser dueño de sí mismo. En efecto, había ocurrido algo prodigioso, que sólo se había producido en ese movimiento total con el que ella había querido expresar el desprecio y su incitación al mismo, pero fue un movimiento de gran importancia por la depravación, la coquetería y el desenfreno que insinuaba. Se le había escapado en un instante de descuido, emergiendo de entre la corrección y el decoro a los que se había obligado a lo largo de la reunión; había salido de su escondite sin que ella se diera cuenta, ¿o sí se dio? Yasín no podía decidir entre lo uno y lo otro, pero no tenía la menor duda de que estaba ante una mujer realmente digna de ser la madre de Maryam, la de la vieja historia con los ingleses. No se volvería atrás de su opinión, cualquiera que fuese el asunto, pues ese movimiento danzarín y coquetón no era posible que procediera de una señora recatada. Su turbación sólo le duró un pequeño instante; en seguida se fundió en una sensación de alegría lasciva y engañosa. Se puso a pensar dónde y cuándo había visto este gesto anteriormente. ¿En Zannuba? ¿En Calila la noche que interrumpió ante su padre el espectáculo en la casa de la familia Sháwkat…? ¡Oh…! ¡Esto era! Y le pareció que ella, a pesar de su edad, era más apetitosa y más deliciosa que Maryam. Lo ganó su tendencia innata, y se dijo para sus adentros que había que tantear el terreno y no detenerse, si era posible, ante nada… Sintió deseo de reír por lo extraño de sus ideas, y por tomar un camino escabroso que nunca antes había abordado; pero no entraba en sus cálculos rechazar una aventura. ¿Adónde lo llevaría este camino? ¿Era posible que se apartara de Maryam por su madre? ¡Ni hablar! ¡No se proponía eso ni mucho menos! Pero imaginemos un perro que ha tropezado con un hueso en su camino hacia la cocina, ¿iba a renunciar a él? ¡Pero eso eran meros pensamientos, fantasías y suposiciones! ¡Esperemos! Intercambiaron una sonrisa en un silencio que había vuelto y languidecía entre ambos; en cuanto a la sonrisa de ella, parecía un saludo del anfitrión a su huésped, mientras que la de él había brotado en su boca aturdido por los ahogados murmullos del ataque.
—¡Has iluminado nuestra casa, Yasín efendi!
—¡Señora mía, a tu casa no le falta la luz! ¡Tú iluminas el lugar y cuanto hay en él!
Ella se rio echando la cabeza hacia atrás, mientras murmuraba:
—¡Que Dios te honre, Yasín efendi…!
Era necesario que volviera a hablar de la petición, o que pidiera permiso para retirarse, a condición de que mencionase otra cita para seguir la conversación. Pero ni volvió a hablar ni pidió permiso para retirarse… es más, clavó en ella extrañas miradas que unas veces se alargaban y otras se acortaban, sin romper aquel silencio sospechoso. ¡Las miradas tenían un significado que no se ocultaban a los ojos de nadie! No tenía más remedio que comunicar sus pensamientos por cada una de estas miradas hasta ver la respuesta… «¡Ten cuidado con tus avances antes de dar el paso oportuno! ¡Abajo Allenby! Y tú, mujer, recoge esta mirada de fuego y dime que has dicho la verdad. ¿Qué loco puede ignorar sus malas intenciones o pretender su inocencia? ¡Mírala…! Alza los ojos y los baja como una fugitiva; es una prueba de que ha comprendido. Ahora tú puedes decir que la crecida del Nilo ha llegado a Asuán, y que no hay más remedio que abrir las compuertas. ¿Y tú le vas a pedir la mano de su hija? ¡Loco sería quien no creyese en la locura después de hoy! Tú ahora eres la cosa más deseada de mi alma. ¡Y después de eso el diluvio…! ¡Tu vista no inspira la menor desesperación!»
—¿Vives solo en Qasr el-Shawq?
—Sí…
—Mi corazón está contigo…
Una frase que podía proceder de un demonio o de un ángel. ¿Y si Maryam estaba escuchando ahora detrás de la puerta?
—Tú has experimentado la soledad por ti misma en esta casa. Es algo insoportable.
—¡Es verdad, insoportable!
De repente ella alargó la mano a su velo y se lo quitó de la cabeza, y luego del cuello, mientras decía como excusándose:
—Perdona… hace un calor…
Su cabeza apareció cubierta con un pañuelo naranja mientras su cuello brillaba desnudo, deslumbrante. Lo miró embelesado largo tiempo con angustia creciente; luego miró a la puerta de reojo como preguntándose quién podría estar agazapado detrás de ella… ¡Socorred a aquel que ha venido a pedir en matrimonio a la hija, y cae con la madre!
—Ponte cómoda —le dijo contestando a su excusa—. Estás en tu casa y no hay ningún extraño en ella…
—¡Ojalá Maryam estuviera aquí para apresurarme a darle la noticia!
El corazón le dio un violento vuelco como si fuera una señal para atacar y preguntó:
—¿Dónde está?
—Con unos conocidos nuestros en Darb el-Ahmar.
«¡Adiós mis cinco sentidos! ¡El pretendiente de tu hija te quiere a ti y tú a él! ¡Que Dios se apiade de aquellos que piensan bien de las mujeres…! ¡Loca…! ¡Una adolescente de cincuenta años!»
—¿Cuándo volverá Maryam hánem?
—Poco antes de la noche…
—Pienso que mi visita se ha alargado —dijo malicioso.
—No; estás en tu casa…
—¿Podría esperar que me devolvieses la visita? —preguntó también con malicia.
Ella sonrió ampliamente como si le dijese: «Yo sé lo que hay tras esta invitación». Luego permaneció en silencio, pudorosa, aunque a él no se le escapó cuánto de teatral había en su gesto; pero ni se preocupó. Se puso a explicarle el barrio donde caía su casa y el lugar de su piso dentro del propio inmueble, mientras ella permanecía cabizbaja, sonriendo en silencio… ¡Vaya! ¿No se había dado cuenta de que perjudicaría a su hija de la peor manera, y que así abusaba de ella con un odioso ultraje?
—¿Cuándo me honrarás con la visita?
—No sé qué decir —tartamudeó ella alzando la cara.
—Yo mismo lo decidiré por ti —dijo dueño de sí mismo y confiado—. Mañana por la noche me encontrarás esperándote.
—¡Hay asuntos que hemos de tener en cuenta!
—¡Los tendremos en cuenta juntos… en mi casa!
Se levantó inmediatamente con la idea de avanzar hacia ella. Pero la señora le hizo una señal, mientras se volvía hacia la puerta con precaución. Luego, dijo ella como si no se propusiera otra cosa que contener su asalto:
—¡Mañana por la noche…!